Rose seguía sentada: qué diablos, no permitiría que nadie se aprovechara de ella.
El influjo de la Navidad, esa fiesta recalcitrante, ya había empezado a sembrar angustia la noche del 12 de diciembre, cuando Frances descubrió con sorpresa que estaba bebiendo por la independencia de Kenia. James levantó su copa, llena hasta el borde de rioja, y brindó:
—Por Kenia, por los keniatas, por la libertad.
Como de costumbre, su semblante dulce y amistoso, aunque quizá sólo en su faceta pública y, enmarcado por una cascada de rizos negros, transmitía a diestra y siniestra mensajes de generosidad ilimitada.
Habían dado buena cuenta de una opípara cena con la pequeña colaboración de Sylvia, que ahora siempre se sentaba a la izquierda de Frances. En su copa había una mancha roja: Andrew la había animado a beber un poco, asegurándole que le sentaría bien, y Julia lo había apoyado. La humareda era más densa de lo habitual; por lo visto, esa noche, todos fumaban para celebrar la independencia de Kenia. Todos salvo Colin, que espantaba el humo cuando le llegaba a la cara.
—Se os pudrirán los pulmones —masculló.
—Es sólo por esta noche —dijo Andrew.
—Voy a pasar las Navidades en Nairobi —anunció James mirando alrededor, orgulloso pero incómodo.
—Ah, ¿vas con tus padres? —preguntó Frances sin pensar, y recibió un silencio como castigo.
—Seguro —se burló Rose. Apagó el cigarrillo y encendió otro compulsivamente.
—Mi padre luchó en Kenia —le informó James—. Era militar. Dice que es un lugar agradable.
—Vaya, ¿o sea que tus padres viven allí? ¿O tienen la intención de trasladarse? ¿Los visitas de vez en cuando?
—No, no viven allí —respondió Rose—. Su padre es inspector de Hacienda en Leeds.
—¿Y eso es un crimen? —inquirió Geoffrey.
—¡Son tan carcas! —exclamó Rose—. No os imagináis hasta qué punto.
—No son tan terribles —replicó James, ofendido—. Debemos mostrarnos tolerantes con la gente que todavía no está concienciada.
—Caramba, así que piensas concienciar a tus padres, ¿eh? —dijo Rose—. No me hagas reír.
—No he dicho eso —repuso James, dándole la espalda a su prima para mirar a Frances—: Mi padre me enseñó fotos de Nairobi. Es genial. Por eso voy a ir.
Frances consideró innecesario incurrir en el mal gusto de señalarle que sólo tenía diecisiete años, así como preguntarle si disponía de pasaporte y visado, o cómo pensaba pagar el viaje.
James volaba con las alas de un sueño adolescente que no se fundaba en la aburrida realidad. Como por arte de magia aterrizaría en la calle principal de Nairobi…, donde correría al encuentro del camarada Mo…, se integraría en un grupo de afectuosos compañeros y pronto se convertiría en un líder y pronunciaría fogosos discursos. Y como tenía diecisiete años, aparecería una chica. ¿Cómo la imaginaba? ¿Negra? ¿Blanca? Frances lo ignoraba. Las tristes verdades de la guerra se habían esfumado y sólo quedaban altos cielos azules, vastos espacios y un buen hombre (corrección: un buen tipo) que había salvado la vida de su padre. Un negro. Un áscari que había arriesgado su vida por un soldado británico.
¿Qué sueño equivalente había acariciado Frances a los dieciséis años? No, a los dieciséis no, porque había estado demasiado enfrascada en sus estudios, pero ¿y a los diecinueve? Sí, estaba segura de que había alimentado fantasías, a raíz de la participación de Johnny en la guerra civil española, de trabajar como enfermera militar. Pero ¿dónde? En un paisaje rocoso, con vino y olivas. Los sueños adolescentes no necesitan mapas.
—No podrás ir a Kenia —apuntó Rose—. Tus padres no lo permitirán.
Obligado a volver a la tierra, James tomó su copa y la vació.
—Ya que ha salido el tema, me gustaría hablar de las fiestas —dijo Frances, pero al ver los semblantes aprensivos se sintió incapaz de continuar. Sabían lo que iban a oír, porque Andrew los había puesto sobre aviso.
—Veréis, este año no celebraremos la Navidad en casa —les notificó—. Yo comeré en casa de Phyllida. Me llamó para decirme que no ha recibido noticias de mi…, de Johnny, y que detesta las Navidades.
—¿Y quién no? —intervino Colín.
—Ay, Colin, no seas así —lo riñó Sophie.
—Yo iré a casa de Sophie por su madre —anunció Colin sin mirar a nadie—. No podemos dejarla sola en Navidad.
—Pero yo creía que eras judía —señaló Rose.
—Siempre hemos celebrado la Navidad —explicó Sophie—. Cuando mi padre vivía… —Se mordió el labio inferior y se le humedecieron los ojos.
—Y Sylvia se va con Julia a casa de una amiga de ésta —dijo Andrew.
—Y yo pienso hacer como si fuese un día cualquiera —anunció Frances.
—Eso es horrible, Frances —protestó Sophie—. No puedes.
—No es horrible, sino maravilloso —repuso Frances—. Y tú, Geoffrey, ¿no crees que deberías volver a casa por Navidad? Sería lo correcto, ¿sabes?
Geoffrey, siempre atento a lo que se esperaba de él, sonrió con expresión cordial en señal de asentimiento.
—Sí, Frances. Lo sé. Tienes razón. Iré a casa. Además, mi abuela se está muriendo —agregó en el mismo tono de voz.
—Entonces yo también me iré a casa —decidió Daniel. Su cabello rojo refulgía, y su rostro se encendió aún más cuando añadió—: Iré a verte.
—Como quieras —dijo Geoffrey, revelando con esa descortesía que estaba deseando unas vacaciones lejos de Daniel.
—James, tú también vete a casa, por favor.
—¿Me estás echando? —preguntó él en tono jovial—. No te culpo. ¿Te has hartado de mi presencia?
—Por ahora sí —contestó Frances, que era incapaz de expulsar a alguien para siempre—. ¿Y qué me dices del instituto, James? ¿No piensas terminar los estudios?
—Claro que sí. —Andrew asintió, dejando claro que ya lo había reprendido antes. Los cuatro años que le llevaba le conferían ese derecho—. Es ridículo, James —agregó—. Sólo te queda un año. No te matará.
—Tú no conoces mi instituto —dijo James—. Si lo conocieras…
—Cualquiera es capaz de soportar un año de sufrimiento —aseguró Andrew—, o incluso tres. O cuatro —añadió mirando a su madre con aire contrito: se estaba delatando.
—De acuerdo —murmuró James—. Lo haré. Pero… —se volvió hacia Frances— sin el ambiente liberal de esta casa no creo que salga adelante.
—Podrás venir a vernos —dijo Frances—. Tendrás los fines de semana libres.
Sólo quedaban Rose y la enigmática Jill, siempre bien peinada, siempre pulcra, la amable rubia que casi nunca hablaba pero escuchaba, vaya si escuchaba.
—Yo no volveré a casa —declaró Rose—. No voy a ningún lado.
Entonces intervino Frances:
—¿Eres consciente de que tus padres podrían demandarme por robarles tu cariño… o algo por el estilo?
—No me quieren. Les importo una puta mierda.
—No es verdad —dijo Andrew—. Puede que no te caigan bien, pero se preocupan por ti. Me escribieron. Por lo visto, creen que soy una buena influencia.
—No me hagas reír —replicó Rose.
Los demás cambiaron miradas mientras asimilaban las connotaciones de ese pequeño intercambio de palabras.
—He dicho que no iré —repitió Rose, observando a cuantos la rodeaban con ojos de presa acorralada, como si fuesen sus enemigos.
—Escucha, Rose —terció Frances, intentando evitar que su antipatía hacia la joven se reflejara en su voz—. Villa Libertad cerrará durante las fiestas. —No aclaró durante cuánto tiempo.
—Puedo quedarme en el sótano, ¿no? No molestaré.
—¿Y cómo vas a…? —Frances dejó la frase en el aire.
Andrew cobraba una mensualidad y había estado pasándole dinero. «Podría acusarme de haberla tratado mal —había dicho—. En realidad, ya lo hace; le cuenta a todo el mundo que la seduje con engaños. Como el señorito malvado y la doncella. El problema es que yo no sentía nada por ella y ella estaba loca por mí». ¿O por el sofisticado estudiante de Eton y sus contactos?, había pensado Franees. «Creo que el hecho de que viniera aquí lo complicó todo —había apuntado él—. Fue una revelación para ella. Procede de un ambiente bastante cerrado. Sus padres son muy agradables…». «¿Y piensas…, pensáis tú y Julia mantenerla indefinidamente?» «No —había respondido Andrew—. He dicho basta. Al fin y al cabo ya le ha sacado bastante provecho a un par de besos a la luz de la luna».
No obstante, ahora se enfrentaban a una invitada que se negaba a marcharse. Cualquiera hubiese dicho que estaban amenazándola con la cárcel o la tortura. Parecía un animal encerrado en una jaula demasiado pequeña, mirando con furia alrededor.
Era una reacción desproporcionada, ridicula… Frances se mantuvo en sus trece, aunque la violencia de la chica empezaba a provocarle taquicardia.
—Rose, vuelve a tu casa para las fiestas. Sólo te pido eso. Tus padres deben de estar muertos de preocupación. Y tienes que hablar con ellos de tus estudios…
Rose se levantó con brusquedad de su silla.
—Mierda, lo que faltaba —estalló, y salió corriendo de la cocina llorando a moco tendido.
La oyeron bajar al apartamento del sótano.
—Vaya follón —comentó Geoffrey con ironía.
—Pero su instituto ha de ser horrible para que lo deteste tanto —observó Sylvia, que había aceptado regresar a la escuela mientras viviera allí, «con Julia», como decía ella. Había accedido a esforzarse al máximo para estudiar Medicina.
Lo que enfurecía a Rose, lo que la corroía de envidia, era que Sylvia —«Ni siquiera es de la familia, no es más que la hijastra de Johnny»— viviera en la casa como miembro de pleno derecho y que Julia la mantuviera. Por lo visto pensaba que ésta debía financiarle los estudios en un colegio progresista y alojarla durante todo el tiempo que se le antojara quedarse. «¿Crees que mi abuela nada en la abundancia? —le había preguntado Colin—. Ya tiene suficiente con Sylvia. Ya nos está pagando los estudios a Andrew y a mí. «No es justo —había replicado Rose—. No entiendo por qué ella puede tenerlo todo».
Ahora sólo quedaba Jill, que no había abierto la boca. Al ver que todos la miraban, anunció:
—No iré a casa, pero pasaré el día de Navidad con mi primo de Exeter.
A la mañana siguiente Frances encontró a Jill en la cocina, hirviendo agua para el té. Puesto que en la cocina del sótano disponía de todo cuanto necesitaba, resultaba evidente que quería charlar.
—Sentémonos a tomar una taza de té juntas —propuso Frances.
Jill tomó asiento a la cabecera. Obviamente, no sería como hablar con Rose. La joven no miraba a Frances con hostilidad, y sin embargo se la veía seria y triste, rodeándose con los brazos como si tuviera frío.
—¿Te das cuenta de que me encuentro en una posición difícil ante tus padres, Jill? —preguntó Frances.
—Ah, creí que ibas a decirme que no tienes por qué mantenerme —contestó la chica—. Sería comprensible. Sin embargo…
—No iba a decir nada por el estilo; pero ¿no ves que tus padres deben de estar volviéndose locos de ansiedad?
—Les dije dónde estaba. Que estaba aquí.
—¿Acaso has pensado en dejar los estudios?
—No veo qué sentido tiene seguir.
Aunque no marchaba bien con los estudios, en Saint Joseph eso no representaba un problema.
—¿No comprendes que yo también me preocupo por ti?
Al oír aquello, Jill pareció revivir; abandonó su fría aprensión y se inclinó hacia delante.
—No debes preocuparte, Frances. Se está tan bien aquí… Me siento tan segura.
—¿Y en tu casa no?
—No es eso. Es que a ellos… no les gusto. —Y se encerró de nuevo en su caparazón, abrazándose, frotándose los brazos como si estuvieran helados.
Frances advirtió que esa mañana se había pintado largas líneas negras alrededor de los ojos, lo que constituía una novedad en aquella pulcra jovencita. Además, se había puesto un vestido mini de Rose.
Frances sintió deseos de abrazarla. Nunca había experimentado ese impulso con Rose: quería que se marchara. De manera que Jill le caía bien y Rose no. No obstante, ¿cuál era la diferencia si las trataba a las dos exactamente igual?
Frances estaba sola en la cocina, sentada a la mesa que había limpiado y encerado y que ahora brillaba como una patena. «Es una mesa realmente bonita cuando está despejada —pensó—. Sin platos ni tazas, sin gente alrededor». Primero se había despedido de Sophie y de Colin, que iban elegantemente vestidos para la comida navideña; incluso Colin, que despreciaba la ropa. Después había aparecido Julia, con un traje de terciopelo gris y una especie de casquete con una rosa y un velo azulado. Sylvia llevaba un vestido que le había comprado Julia y con el que bien podría haber asistido a la iglesia hacía cincuenta años, de modo que Frances se alegró de que los entusiastas del tejano no la viesen; no quería que se rieran de ella. Sin embargo, se había negado a ponerse sombrero. El siguiente en marcharse fue Andrew, que iba a consolar a Phyllida. Había asomado la cabeza por la puerta para decir: «Todos te envidiamos, Frances. Bueno, todos menos Julia. Le preocupa que estés sola. Te aviso que recibirás un pequeño regalo de su parte. Le daba apuro decírtelo».
Frances se quedó a solas. A lo largo y ancho del país las mujeres trajinaban junto al horno, rociando varios millones de pavos con su jugo mientras el budín de Navidad se cocía al vapor, las coles de Bruselas despedían gases sulfurosos, y se sembraban campos enteros de patatas en torno a las aves. Imperaba el mal humor, pero ella, Frances, disfrutaba de su soledad como una reina. Sólo aquéllos que sabían lo agobiante que resultaba vivir con adolescentes exaltados —con seres emocionalmente dependientes que absorbían, comían y exigían— podían gozar del sublime placer de verse libres, aunque sólo fuese por una hora. Frances notó que su cuerpo entero se relajaba, que era como un globo capaz de elevarse y flotar. Y reinaba el silencio. Mientras que en otros hogares la música navideña atronaba y exaltaba los ánimos, allí, en esa casa, sin la televisión ni la radio… Un momento, le pareció oír algo en el sótano… ¿Estaba Rose abajo? Había dicho que se iba a la casa de los primos de Jill. Debía de tratarse de la música de los vecinos.
El silencio, por lo tanto, era casi absoluto. Inspiró, exhaló, oh felicidad, no tenía que preocuparse por nada ni pensar en nada durante horas. Sonó el timbre. Abrió la puerta, maldiciendo, y un sonriente joven vestido con un rojo atuendo navideño le hizo una reverencia y le entregó una bandeja envuelta en muselina blanca, retorcida en el centro y atada con un lazo rojo.
—Feliz Navidad —dijo el muchacho—: Buen provecho —añadió, y se marchó silbando Good King Wenceslas.
Frances depositó la bandeja en el centro de la mesa. Una tarjeta anunciaba que procedía de un restaurante elegante, uno de los buenos, y debajo de la muselina había un pequeño festín y otra tarjeta: «Con los mejores deseos de Julia». Los mejores deseos. Obviamente, era culpa de Frances que Julia no pudiese decir «con cariño», pero daba igual, por un día no se preocuparía por eso.
Era una bandeja tan bonita que no quería tocarla.
El bol de porcelana blanca contenía una sopa verde, muy fría, cubierta de hielo triturado, que al probarla con el dedo se reveló como una combinación de acidez y aterciopelada untuosidad… ¿Qué era? ¿Acedera? En un plato azul, decorado con flecos de lechuga de intenso color verde que simulaban algas, había vieiras, servidas en su valva, con champiñones. Dos codornices descansaban sobre un lecho de apio sofrito. A su lado, otra tarjeta rezaba: «Por favor, calentar durante diez minutos». También había un pequeño postre de chocolate decorado con una ramita de acebo, y un plato de frutas que Frances nunca había probado y que sólo conocía de nombre: grosellas del Cabo, lichis, maracuyás, guayabas… Pequeñas botellas de champán, vino de Borgoña y oporto cercaban los manjares. Aquel ingenioso banquete en miniatura, que rendía homenaje a la Navidad al tiempo que la ridiculizaba, nada tendría de especial en estos tiempos, pero entonces era como una visión del paraíso, una golondrina procedente de las maravillas del futuro. Frances no podía comer esos platos; habría sido un crimen. Se sentó, contempló la bandeja y se dijo que Julia debía de profesarle afecto a pesar de todo.
Lloró. En Navidad se llora. Es obligatorio. Lloró por lo bondadosa que era su suegra con ella y sus hijos; por el encanto de la comida, que despertaba tentaciones; por su incredulidad ante los trances que había conseguido superar, y por último, entregándose a fondo, lloró por las angustias de las Navidades del pasado. Oh, Dios, aquellas fiestas con los niños pequeños, en esas habitaciones horribles donde a menudo pasaban frío, donde todo era tan feo.
Luego se enjugó las lágrimas y siguió sentada, sola. Una hora, dos. Ni un alma en la casa… Aunque la radio sonaba abajo, y no en la casa de al lado, decidió no hacerle caso. Tal vez la hubieran dejado encendida. Las cuatro de la tarde. Las compañías de gas y electricidad se alegrarían de haber salido airosas una vez más de la comida de Navidad. Desde Land’s End a las Oreadas, mujeres cansadas y enfadadas estarían diciendo: «Ahora friegas tú». En fin, les deseaba suerte.
La gente dormitaría en sofás y sillones, escuchando intermitentemente el discurso de la reina, interrumpido por las consecuencias de los atracones. Empezaba a oscurecer. Frances se levantó, echó las cortinas y encendió las luces. Volvió a sentarse. Tenía hambre, pero no se decidía a profanar la bonita bandeja. Comió un trozo de pan con mantequilla. Se sirvió una copa de Tío Pepe, En Cuba, Johnny estaría sermoneando a quienquiera que lo acompañase: probablemente sobre la situación en Gran Bretaña.
Tal vez subiera a dormir la siesta; al fin y al cabo, casi nunca se le presentaba la oportunidad. Se abrió la puerta de la calle, luego la de la cocina, y entró Andrew.
—Has llorado —dijo, sentándose a su lado.
—Sí, un poco. Fue agradable.
—Yo detesto llorar. Me da miedo, porque temo ser incapaz de parar. —Se ruborizó y añadió—: Oh, Dios mío…
—Ay, Andrew —se lamentó Frances—. Lo lamento mucho.
—¿Por qué? Maldita sea, cómo puedes pensar…
—Supongo que pude haber hecho las cosas de otra manera.
—¿Qué cosas? ¿A qué te refieres? Oh, Dios.
Se sirvió una copa de vino y se sentó encorvado, abstraído en sus pensamientos, como Jill unos días atrás.
—Es Navidad —dijo Frances—. Eso es todo. La gran provocadora de recuerdos angustiosos.
Como para conjurar esa idea, Andrew agitó una mano en un ademán que significaba: «Basta, no sigas». Se inclinó para examinar el regalo de Julia. Al igual que Frances, metió un dedo en la sopa, la probó e hizo un gesto de aprobación. Comió un trozo de vieira.
—Me siento como una grandísima hipócrita, Andrew. Mandé a todos los chicos a su casa, como buenos niños, pese a que yo prácticamente no pisé la mía desde que me marché de ella. Iba por Navidad y me largaba a la mañana siguiente, o incluso esa misma tarde.
—Me pregunto si ellos regresaban a casa en Navidad… Me refiero a tus padres.
—Tus abuelos.
—Sí, supongo que son mis abuelos. O lo eran.
—No tengo idea. Sé muy poco sobre ellos. Fue como si la guerra abriera un abismo en mi vida, y quedaran del otro lado. Y ahora están muertos. Cuando me fui pensaba en ellos lo menos posible. Sencillamente no los soportaba, de manera que no iba a verlos. Y ahora me enfado con Rose porque no quiere ir a su casa.
—Te largaste de tu casa a los quince años, ¿no?
—No. A los dieciocho.
—Entonces estás libre de culpa.
Esa ridiculez los hizo reír. Constató algo maravilloso: lo bien que se llevaba con su hijo mayor. Bueno, al menos desde que había crecido; es decir, desde hacía poco, en realidad. Qué placer, que consuelo para…
—Y Julia tampoco veía a menudo a su familia, ¿verdad?
—¿Cómo iba a verlos si vivía aquí?
—¿Cuántos años tenía cuando se instaló en Londres?
—Veinte, me parece.
—¿Qué? —Andrew se llevó las manos a la boca y luego las dejó caer—. Veinte años. Mi edad. Y a veces pienso que todavía no he aprendido a atarme los cordones de los zapatos.
En silencio imaginaron a Julia de joven.
—Hay una fotografía suya —rememoró Frances—. La he visto. Es una foto de boda. Ella lleva un sombrero tan cargado de flores que prácticamente no se le ve la cara.
—¿Sin velo?
—Sin velo.
—Dios, mira que venir hasta aquí sola, para vérselas con nosotros, los fríos ingleses. ¿Cómo era el abuelo?
—No llegué a conocerlo. No estaban muy contentos con Johnny. Y conmigo menos. —Tratando de encontrar una justificación para aquella monstruosidad, ella continuó—: Verás, era por la guerra fría.
Acodado sobre la mesa con los brazos cruzados y el entrecejo fruncido, Andrew la miraba fijamente, tratando de entender.
—La guerra fría —repitió.
—Caray —exclamó ella, sorprendida—, lo había olvidado, a mis padres tampoco les gustaba Johnny. De hecho, me escribieron una carta diciendo que yo era una enemiga de mi país, una traidora… Sí, creo que dijeron eso. Con el tiempo se arrepintieron y vinieron a verme… Tú y Colin erais muy pequeños. Johnny estaba allí y los llamó «desechos de la historia». —Parecía al borde del llanto, pero sólo se debía al mero recuerdo de su exasperación.
Andrew enarcó las cejas, intentando reprimir la risa en vano; entonces sacudió los brazos, como para contrarrestar sus carcajadas.
—¡Es tan gracioso! —se disculpó.
—Supongo que sí.
Andrew apoyó la cabeza sobre los brazos, suspiró y permaneció así durante un largo minuto. Las palabras salieron de entre sus brazos:
—Me temo que me falta energía para…
—¿Qué? ¿Energía para qué?
—¿De dónde sacabais tanta seguridad en vosotros mismos? Créeme, yo soy muy débil en comparación. Tal vez sea un desecho de la historia, ¿no?
—¿A qué te refieres?
Levantó la cara. Estaba roja y tenía los ojos arrasados en lágrimas.
—No tiene importancia. —Sacudió de nuevo las manos, como para disipar los malos pensamientos—. ¿Sabes? No me importaría probar tu banquete.
—¿No has comido?
—Phyllida estaba hecha polvo. Lloraba, gritaba y se tiraba al suelo. Está loca, ¿sabes? Quiero decir loca de verdad.
—Bueno, sí.
—Según Julia, es porque la mandaron a Canadá al principio de la guerra. Por lo visto tuvo la mala suerte de ir a parar a casa de una familia bastante desagradable. Los odiaba. Sus padres aseguran que volvió muy cambiada. Era como si no se conocieran. Se marchó con diez años y regresó con quince.
—Entonces supongo que hay que compadecerla.
—Eso creo yo. Y mira la que le ha caído ahora con el camarada Johnny.
Andrew acercó la bandeja, se levantó a buscar una cuchara, un cuchillo y un tenedor, volvió a sentarse, y en cuanto hubo metido la cuchara en la sopa se oyó un portazo en el vestíbulo, la puerta de la cocina se abrió violentamente e irrumpió Colin, trayendo consigo una ráfaga de aire frío, la sensación de la oscuridad del exterior y, como una denuncia contra ambos, su cara de desdichado.
—¿Estoy viendo comida? ¿Comida de verdad?
Se sentó, y tras coger la cuchara que Andrew acababa de traer se puso a engullir la sopa.
—¿No vuelves de una comida navideña?
—No. La madre de Sophie se ha convertido en una judía fanática, y dice que la Navidad no tiene nada que ver con ella, aunque siempre la han celebrado. —Terminó la sopa—. ¿Por qué no cocinas comida como ésta? —le preguntó a Frances—. Ésa sí que era una sopa.
—Con vuestro apetito, ¿cuántas codornices tendría que preparar para cada uno?
—Espera un momento —protestó Andrew—. Seamos justos. —Colocó un plato sobre la mesa, luego otro para Colin, y un cuchillo y un tenedor más. Se sirvió una codorniz.
—Se supone que hay que calentarlas durante diez minutos —señaló Frances.
—¿Qué más da? Está deliciosa.
Comían como si compitieran. Cuando terminaron las codornices, hundieron las cucharas al mismo tiempo en el postre, del que dieron cuenta en un visto y no visto.
—¿No hay budín de Navidad? —preguntó Colin—. ¿Una Navidad sin budín de Navidad?
Frances se levantó, bajó una fuente de budín de Navidad del estante más alto, sobre el que descansaba levitando tranquilamente, y lo puso al baño María.
—¿Cuánto tardará? —preguntó Colin.
—Una hora.
Depositó varias barras de pan en la mesa, luego mantequilla, queso y platos.
Los chicos se zamparon el Stilton, apartaron la saqueada bandeja y empezaron a comer en serio.
—Mamá —dijo Colin—, tenemos que invitar a Sophie a que se mude a esta casa.
—Pero si prácticamente vive aquí.
—No…, formalmente. No es por mí… O sea, no quiero decir que Sophie y yo vayamos en serio, pero no puede seguir en su casa. No tienes ni idea de cómo es su madre. Llora, abraza a Sophie y le dice que deberían saltar de un puente las dos juntas, o tomar veneno. ¿Te imaginas lo que es vivir de esa manera? —Parecía estar acusando a Frances, y cuando se percató de ello cambió de tono, añadiendo con aire contrito—: Si vieras esa casa…; es un auténtico infierno.
—Ya sabes que le tengo mucho cariño a Sophie, pero no me la imagino viviendo en el sótano con Rose o con quienquiera que se meta allí. Supongo que querrás que se instale en tu habitación, ¿no?
—Bueno…, no, no es… No. Pero podría instalarse en el salón; casi no lo usamos.
—Si has roto con Sophie, ¿me das permiso para que pruebe suerte? —preguntó Andrew—. Estoy locamente enamorado de ella, como ya sabréis.
—No he dicho que…
Súbitamente convertidos en dos colegiales, comenzaron a propinarse empujones con los codos y las rodillas.
—Feliz Navidad —dijo Frances, y eso los detuvo.
—Hablando de Rose —saltó Andrew—, ¿dónde está? ¿Se ha ido a su casa?
—Por supuesto que no —respondió Colin—. Está en el sótano, alternando el llanto desconsolado con sesiones de maquillaje.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Andrew.
—Olvidas las ventajas de estudiar en una escuela progresista. Lo sé todo sobre las mujeres.
—Ojalá yo pudiera decir lo mismo. Aunque mi educación es superior a la tuya en todos los aspectos, no dejo de meter la pata en el campo de las relaciones humanas.
—No te va tan mal con Sylvia —comentó Frances.
—Sí, pero ella no es una mujer, ¿no? Más bien parece el fantasma de una niña asesinada.
—Eso que has dicho es horrible —lo reconvino Frances.
—Pero muy cierto —replicó Colin.
—Si Rose está abajo, supongo que deberíamos invitarla a subir —sugirió Frances.
—¿Es necesario? —preguntó Andrew—. Resulta agradable estar en familia, para variar…
—Iré a decirle que suba —se ofreció Colin—, antes de que se tome una sobredosis y nos eche la culpa a nosotros. —Se levantó de un brinco y corrió escaleras abajo.
Los dos que quedaron en la cocina no abrieron la boca; se limitaron a mirarse cuando oyeron un grito en el sótano, probablemente de bienvenida, y luego la sensata voz de Colin. Finalmente Rose entró empujada por éste.
Estaba muy maquillada: se había pintado gruesas líneas rojas alrededor de los ojos, llevaba pestañas postizas y sombra de color violeta. Se la veía enfadada, acusadora, suplicante, y era obvio que estaba a punto de echarse a llorar.
—Tomaremos budín de Navidad —dijo Frances.
Pero Rose se había fijado en la fruta y estaba examinándola.
—¿Qué es esto? —preguntó en tono agresivo—. ¿Qué es? —Sostenía un lichi en la mano.
—Seguro que lo has probado —dijo Andrew—. Se toma de postre después de una comida china.
—¿Qué comida china? Nunca he probado la comida china.
—Déjame a mí.
Colin peló el lichi; los crujientes fragmentos de piel finamente granulada cayeron para dejar al descubierto el perlado y luminoso fruto, semejante a una luna en miniatura. Tras retirar la brillante semilla negra, Colin se lo entregó a Rose, que lo comió y dijo:
—No es gran cosa; no merece tantas molestias.
—Hay que dejarlo un rato en la lengua —explicó Colin—, permitir que su interior le hable a tu interior.
Puso cara de sabiondo y, con el aire de un juez novato al que sólo le faltara la peluca, peló otro lichi y se lo tendió a Rose con delicadeza, sujetándolo entre el pulgar y el índice. Ella se sentó con la fruta en la boca, como una niña que se negase a tragar, pero finalmente se lo llevó a la boca.
—Es un timo —dictaminó.
De inmediato los hermanos acercaron el plato de fruta y se la repartieron entre los dos. Rose los miró boquiabierta y se echó a llorar.
—Ayyyyyy —gimió—. Sois muy malos. No es culpa mía si nunca he probado la comida china.
—Bueno, has probado el budín de Navidad, y eso es lo que comerás dentro de un momento —dijo Frances.
—Tengo mucha hambre —musitó Rose entre sollozos.
—Entonces come un poco de pan con queso.
—¿Pan con queso en Navidad?
—Es lo que he comido yo —respondió Frances—. Y cállate de una vez.
Rose se interrumpió en medio de un berrido, se volvió hacia Frances con expresión de incredulidad y adoptó todo el abanico de gestos de la adolescente incomprendida: ojos relampagueantes, mohines de enfado, respiración entrecortada.
Andrew cortó una rebanada de pan, la untó con mantequilla y la cubrió con queso.
—Aquí tienes —dijo.
—Con tanta mantequilla me pondré como una vaca.
Andrew recuperó su ofrenda y le dio un mordisco. Rose permaneció sentada, acumulando rabia y lágrimas. Nadie la miró. Por último, cogió la barra de pan, cortó una rebanada fina, la untó con un poco de mantequilla y la cubrió con unos trozos de queso. Sin embargo, no comió, sino que se quedó contemplándola: vaya comida de Navidad.
—Cantaré un villancico para matar el tiempo hasta que esté listo el budín —anunció Andrew.
Comenzó con Noche de paz, pero Colin lo hizo callar.
—Cierra el pico, Andrew. Es más de lo que soy capaz de soportar.
—Supongo que el budín ya se puede comer —anunció Frances. Colocó el voluminoso y brillante pastel sobre una delicada fuente azul. Puso platos y cucharas y sirvió más vino. Clavó la ramita de acebo del regalo de Julia en el budín y llevó a la mesa una lata de crema.
Comieron.
Al cabo de un rato sonó el teléfono. Era Sophie, hecha un mar de lágrimas, así que Colin subió al piso de arriba para hablar con ella largamente, muy largamente, y bajó minutos más tarde con la noticia de que regresaría a casa de Sophie —la pobre no podía más—, y pasaría la noche allí o tal vez la trajera a casa.
Oyeron el taxi de Julia y un instante después entró Sylvia, exaltada, risueña, guapa: ¿quién lo hubiera dicho unas semanas antes? Les hizo una reverencia, sujetando la falda de su vestido de niña buena, a la vez encantada y divertida con el cuello y los puños de encaje y los bordados. Julia apareció detrás.
—Oh, Julia, siéntese por favor —la invitó Frances.
Pero Julia había visto a Rose, que con el maquillaje corrido de tanto llorar semejaba un payaso y estaba atiborrándose de budín de Navidad.
—Tal vez en otro momento —repuso.
Estaba claro que Sylvia hubiera preferido quedarse con Andrew, pero subió por la escalera detrás de Julia.
—Qué vestido más ridículo —comentó Rose.
—Tienes razón —convino Andrew—. No es tu estilo.
Entonces Frances cayó en la cuenta de que no le había dado las gracias a Julia y, furiosa consigo misma, corrió tras ella. La alcanzó en el último rellano. La abrazaría. Estrecharía entre sus brazos a aquella vieja acartonada y criticona y la besaría; pero fue incapaz de hacerlo: sus brazos se negaron a levantarse y tocar a Julia.
—Muchas gracias —dijo—. Ha sido un detalle precioso. No se imagina lo mucho que ha significado para mí…
—Me alegro de que te gustara —contestó Julia, volviéndose hacia la puerta.
—Gracias, muchísimas gracias —añadió Frances, sintiéndose torpe, grotesca.
Sylvia no tenía dificultades para besar a Julia, o para permitir que la besara y la abrazara, e incluso se sentaba en sus rodillas.
Corría el mes de mayo, las ventanas estaban abiertas a una agradable tarde de primavera y los pájaros cantaban con ahínco, ahogando los ruidos del tráfico. Una llovizna arrancaba destellos a las hojas y las flores.
El grupo que rodeaba la mesa parecía el coro de un musical, pues todos llevaban túnicas con rayas horizontales azules y blancas y mallas negras. Para diferenciarse, Frances había escogido rayas negras y blancas. Los varones se habían puesto la misma túnica rayada, pero por encima de los téjanos. El cabello les llegaba —obligatoriamente— por debajo de las orejas, lo que constituía una afirmación de su independencia, mientras que todas las chicas lucían cortes Evansky. Un corte Evansky era la aspiración de toda chica in, y por las buenas, o probablemente por las malas, lo habían conseguido. Se trataba de un estilo intermedio entre la melena de los años veinte y el corte a lo garçon, con flequillo hasta las cejas. Liso, huelga decirlo. Los rizos estaban out. Hasta la cabellera de Rose, aquella masa de bucles negros, estaba cortada a lo Evansky. Pequeñas cabezas pulcras, muñequitas peripuestas, currutacas maripresumidas, y los chicos como ponis peludos, todos con aquellas rayas azules y blancas inspiradas en las camisas marineras, a juego con las tazas del desayuno. Cuando habla el Geist, el Zeit debe obedecer. Allí estaban los chicos y las chicas de la revolución sexual, aunque aún ignoraban que se les recordaría por eso.
Había una excepción al obligatorio corte Evansky, tan poderoso como el de Vidal Sassoon. La señora Evansky, una mujer decidida, se había negado a cortarle el cabello a Sophie. Después de levantar los satinados mechones, dejando que se escurrieran entre los dedos, había declarado: «Lo siento, no puedo», y a continuación, ante las protestas de Sophie, había añadido: «Además, tienes la cara larga. No te favorecería». Sophie había permanecido en su sitio, ofendida, excluida, hasta que la señora Evansky dijo: «Vete y piénsalo, y si insistes… Pero si te cortase este pelo me sentiría fatal».
Así, única entre las chicas, Sophie estaba sentada a la mesa con su negra cabellera intacta, sintiéndose como una especie de monstruo.
La rueda de la fortuna había girado bastante durante los últimos cuatro meses. ¿Qué eran cuatro meses? Nada, y sin embargo todo había cambiado.
Primero Sylvia. También había alcanzado la plena integración. Su peinado, conseguido a fuerza de suplicar a Julia, no la favorecía, pero todos sabían lo importante que era para ella considerarse normal e igual a los demás. Comía, aunque no muy bien, y obedecía a Julia en todo. La vieja y la niña pasaban horas sentadas en la salita de aquélla, que le preparaba a ésta pequeños caprichos, la alimentaba con los bombones que le regalaba su admirador, Wilhelm Stein, y le contaba historias sobre la Alemania anterior a la guerra, a la Primera Guerra Mundial. En una ocasión Sylvia había preguntado con delicadeza, porque habría preferido morir a lastimar a Julia:
—¿Entonces nunca ocurría nada malo?
Julia había quedado estupefacta, pero luego había reído.
—Aunque hubieran ocurrido cosas malas, no lo admitiría.
Sin embargo, lo cierto es que era incapaz de recordar cosas malas. Su infancia en aquella casa llena de música y gente agradable se le antojaba un paraíso. ¿Acaso existía algo semejante ahora, en cualquier parte?
Andrew había prometido a su madre y a su abuela que ingresaría en Cambridge en otoño, pero entretanto casi no salía de la casa. Holgazaneaba, leía y fumaba en su cuarto. Sylvia lo visitaba, llamando formalmente a la puerta, le ordenaba la habitación y lo reñía. «Si yo puedo pasar sin ella, tú también», aseveraba refiriéndose a la marihuana. Para ella, que había llegado a tocar fondo, cualquier cosa suponía una amenaza: el alcohol, el tabaco, la hierba, los gritos; y cualquier discusión hacía que se escondiese bajo las mantas, tapándose los oídos. Asistía a clase y empezaba a irle bien. Por las noches, Julia la ayudaba con los deberes.
Geoffrey, que era muy listo, aprobaría los exámenes y luego se matricularía en la London School of Economics para estudiar —por supuesto— Ciencias Políticas y Economía. Afirmaba que la filosofía no le interesaba. Daniel, la sombra de Geoffrey, iría a la misma facultad y cursaría la misma carrera.
Aunque Jill había tenido un aborto, la experiencia no parecía haberla afectado, y seguía exactamente igual. Lo más curioso era que «los críos» se habían ocupado de todo, sin recurrir a los mayores. No habían informado a Frances ni a Julia, ni siquiera a Andrew, a quien por lo visto consideraban demasiado adulto y un enemigo potencial. Colin había ido a hablar con los padres de la chica —ya que ella no se atrevía— para comunicarles que estaba embarazada. Ellos dieron por sentado que Colin era el padre y se negaron a creerle cuando les aseguró que no. ¿Quién era el padre? Nadie lo sabía ni lo sabría, aunque sospechaban de Geoffrey: como era tan guapo, siempre lo culpaban de las esperanzas truncadas y los corazones rotos.
Colin consiguió dinero de los padres de Jill para el aborto y fue a ver a su médico de cabecera, que le facilitó un número de teléfono. Después, cuando Jill regresó sana y salva al apartamento del sótano, pusieron a Julia, Frances y Andrew al corriente. Sin embargo, los padres de Jill decidieron que, habida cuenta de las cosas que sucedían en Saint Joseph, su hija no regresaría allí.
Sophie y Colin habían roto. Sophie, que jamás dejaría nada a medias, era demasiado para Colin: lo quería a muerte, o al menos de manera enfermiza. «¡Lárgate! —le había gritado él al fin—. ¡Déjame en paz!» Y se había encerrado en su habitación durante varios días. Después había ido a casa de Sophie para pedirle disculpas, diciendo que todo era culpa suya y que estaba «hecho un lío». «Por favor vuelve a casa, por favor —le había rogado—, todos te echamos de menos y Frances no para de preguntar: "¿Dónde está Sophie?"» Y cuando Sophie volvió, Frances la abrazó y dijo: «Pase lo que pase entre Colin y tú, siempre podrás visitarnos».
Los fines de semana Sophie viajaba a Londres con la pandilla de Saint Joseph, pasaba la tarde del viernes con ellos y se iba a dormir a casa de su madre, que según decía se encontraba mejor, «aunque no lo parece, tiene la moral por los suelos y un aspecto horroroso». En ese entonces todavía no se había incorporado la depresión, y menos aún la depresión clínica, al vocabulario general ni a la conciencia colectiva. Cuando alguien decía: «Dios, estoy tan deprimido», se refería a que estaba de mal humor. Sophie, que en la medida de sus posibilidades era una buena hija, volvía a casa los sábados por la noche, pero no pasaba el día allí. Los sábados y los domingos ocupaba su lugar a la enorme mesa de Frances.
Le había ocurrido algo maravilloso. A menudo bajaba andando hasta Primrose Hill y luego atravesaba Regent’s Park para ir a clases de baile y canto. Allí, en un claro cubierto de hierba y flores se yergue la estatua de una joven con una cabra llamada La protectora de los desamparados. Esa chica de piedra fascinó a Sophie, que empezó por depositar una hoja en el pedestal, luego una flor y finalmente un ramillete. Poco después empezó a llevar bizcocho consigo, para contemplar cómo los gorriones y los mirlos se posaban a los pies de la estatua y picoteaban las migas. En una ocasión puso una corona de hojas sobre la cabeza de la cabra, y un día encontró en el pedestal un librito titulado El lenguaje de las flores y, atado a él con un lazo, un ramillete de lilas y rosas rojas. No vio a nadie, aparte de las personas que paseaban por el parque. Se alarmó, consciente de que alguien había estado observándola. A la hora de la cena les contó a todos la historia, riéndose de su amor por la niña de piedra, y les mostró El lenguaje de las flores. Las lilas significaban «los primeros sentimientos amorosos»; las rosas rojas, «amor».
—¿No piensas contestarle? —preguntó Rose, furiosa.
—Hermosa Rosa —dijo Colin—, por supuesto que va a contestarle.
Todos estudiaron el libro para elucubrar un mensaje apropiado. Sin embargo, lo que Sophie quería responder era: «Siento curiosidad, pero no saques conclusiones precipitadas», y en el libro no encontraron nada que les convenciera. Al final se decidieron por las campanillas de invierno, que significaban «esperanza» —aunque la temporada ya había pasado— y por las vincapervincas, que significaban «amistad incipiente». Sophie creía que había algunas en el jardín de su madre. ¿Y qué más?
—Oh, vamos. Arriésgate —sugirió Geoffrey—. Lirios de los valles: «Regreso a la felicidad». Y polemonios: «Consentimiento».
Sophie dejó el ramillete en el pedestal, aguardó un rato, se marchó, volvió y descubrió que las flores habían desaparecido. Claro que podía habérselas llevado otra persona, ¿no? No, porque cuando regresó al día siguiente había un chico que le dijo que «hacía siglos» que la observaba y que había recurrido a El lenguaje de las flores porque era demasiado tímido para abordarla directamente. La historia resultaba poco verosímil, porque no tenía un pelo de tímido. Era actor y estudiaba en la academia en la que ella planeaba matricularse en otoño. Se trataba de Roland Shattock, una especie de trotskista desgarbadamente apuesto e histriónico. A menudo iba a cenar a casa de Frances, y ese día se encontraba allí. Mayor que los demás —le llevaba un año a Andrew—, tenía aspecto de tipo experimentado y una cazadora de ante con flecos teñida de violeta; los chicos lo consideraban una aparición procedente del mundo adulto a la vez que una especie de medio para acceder a ese mundo. Si él no los consideraba «críos», entonces… Sus mentes idealistas nunca contemplaron la posibilidad de que necesitara una buena comida.
Cuando Roland estaba allí, Colin solía quedarse callado e incluso se retiraba temprano, sobre todo si se presentaba Johnny, porque el joven trotskista y el viejo estalinista se enzarzaban en discusiones estentóreas, acaloradas y a menudo desagradables. Sylvia también huía a refugiarse en las habitaciones de Julia.
Johnny había estado en Cuba, donde le habían encargado la realización de una película. «Aunque me temo que no dará mucho dinero, Frances». Entretanto, había hecho una visita a la Zambia independiente con el camarada Mo.
Ahora Rose: había causado dificultades prácticamente todos los días desde hacía cuatro meses. Se negaba a retomar los estudios y a regresar a su casa. Estaba dispuesta a estudiar en Saint Joseph, siempre que le permitieran instalarse ahí, en esa casa. Andrew fue a ver otra vez a sus padres. Creían que ese encantador joven de clase alta tenía planes que incluían a su hija, de manera que accedieron a que ésta asistiese a un colegio sin internado de Londres, aunque no a Saint Joseph, que escapaba a sus posibilidades. Le pagarían el instituto y le darían una asignación para ropa, pero no se harían cargo de los gastos de alojamiento y comida. Dieron a entender que éstos eran responsabilidad de Andrew, lo que significaba que correrían por cuenta de Frances.
Quizá le pidiese que a cambio se ocupara de ciertas tareas domésticas, ya que a pesar de la señora Philby, la asistenta de Julia —que no hacía mucho más que pasar la aspiradora—, resultaba imposible mantener la casa limpia. «No seas tonta —dijo Andrew—. ¿Piensas que Rose va a mover un dedo?»
Encontraron una escuela progresista en Londres, y Rose accedió a todo. Si le permitían quedarse, se portaría bien. Entonces Andrew fue a informar a Frances de que había surgido un grave problema. Rose no se atrevía a contárselo. También estaba involucrada Jill. Las habían pillado sin billetes en el metro, y en ambos casos se trataba de la tercera vez. Las citaron en las oficinas de la Policía de Transportes para que comparecieran ante un agente del Departamento de Menores. No se librarían de la multa, y hasta cabía la posibilidad de que las mandaran a un reformatorio. Pese a que Frances estaba demasiado enfadada con Rose (a su manera, con un sentimiento de lánguido abatimiento como el ocasionado por una indigestión crónica) para plantarle cara, le pidió a Andrew que les dijera a las chicas que ella las acompañaría a la entrevista. La mañana señalada bajó a la cocina y se encontró a dos adolescentes enfurruñadas, unidas por su odio hacia el mundo, fumando. Las dos se habían maquillado, y con la sombra blanca, los ojos perfilados y las uñas pintadas de negro, semejaban un par de osos panda. Llevaban vestidos mini de Biba’s, robados, por supuesto. No habrían podido fabricarse una apariencia más apropiada para predisponer a las autoridades en contra de ellas.
—Si realmente queréis que todo quede en un sermón, ya podéis lavaros la cara —dijo Frances, preguntándose si habrían decidido complicar las cosas al máximo, incluso si estarían deseando que las mandasen a un reformatorio. En tal caso, ella recibiría su merecido: si una usurpa el lugar de los padres, tarde o temprano se lleva el castigo que, de hecho, está destinado a los progenitores negligentes.
Rose protestó de inmediato.
—No veo por qué.
Frances aguardó con curiosidad la respuesta de Jill. La chica callada, buena y modosita, capaz de pasar toda la velada sin abrir la boca, estaba prácticamente irreconocible detrás del maquillaje y de la ira. Decidió seguir el ejemplo de Rose.
—Yo tampoco veo por qué.
Fueron en metro, y Frances reparó en sus sonrisas sarcásticas mientras compraba billetes para las tres. Pronto llegaron a la oficina donde los que se colaban en el metro, los delincuentes juveniles, debían afrontar su destino en la persona de la señora Kent, vestida con un uniforme azul de aspecto indeterminado que le confería un solemne aire autoritario. Aunque su semblante destilaba afabilidad, su mirada era severa, como para inspirar respeto.
—Siéntense, por favor —dijo, y Frances tomó asiento en un extremo, mientras las dos chicas, que habían permanecido en pie como caballos obstinados el tiempo suficiente para dejar clara su posición, se dejaron caer en las sillas con una brusquedad que denotaba que las habían obligado a ello—. Es muy sencillo —prosiguió, soltando un suspiro, seguramente inconsciente, que la desmintió—. Ambas recibisteis dos advertencias. Sabíais que la tercera sería la última. Podría enviaros al juez, para que él decida si debéis quedar bajo la tutela del Estado, pero si me dais garantías de buena conducta, sólo tendréis que pagar una multa, aunque vuestros padres o vuestro tutor deberá responsabilizarse de vosotras.
Decía esto, o algo parecido, tan a menudo que su bolígrafo expresaba aburrimiento y exasperación mientras dibujaba garabatos en un bloc. Cuando hubo terminado, miró a Frances y con una sonrisa le preguntó:
—¿Es usted la madre de alguna de las dos?
—No.
—¿La tutora? ¿Tiene alguna autoridad legal sobre ellas?
—No, pero viven conmigo…, en nuestra casa, y se quedarán allí mientras estudien. —Rose estudiaría, pero en cuanto a Jill, Frances no sabía qué pensaba hacer, de manera que estaba mintiendo.
La señora Kent estudió largamente a las chicas, que estaban enfurruñadas, sentadas con las piernas cruzadas en un punto demasiado alto y las rodillas levantadas, enseñando los negros muslos hasta la ingle. Frances notó que Jill temblaba: jamás habría creído que aquella fría jovencita fuese capaz de temblar.
—¿Puedo hablar con usted en privado? —preguntó la señora Kent a Frances. Se levantó y mirando a las chicas añadió—: Será un minuto.
Le señaló una puerta a Frances y la siguió al interior de un pequeño cuarto privado, donde sin duda se reponía de la tensión de esa clase de entrevistas.
Se acercó a la ventana y Frances la imitó. Contemplaron un pequeño jardín donde dos amantes lamían un helado de cucurucho.
—Me gustó su artículo sobre la delincuencia juvenil —comentó la señora Kent—. Lo recorté.
—Gracias.
—No sé por qué lo hacen. Entendemos a los críos pobres, y nuestra política es mostrarnos indulgentes con ellos, pero todos los días recibo chicos y chicas vestidos de punta en blanco… No me cabe en la cabeza. El otro día uno de ellos…, un chico que asiste a una escuela cara, me aseguró que negarse a pagar el billete era una cuestión de principios; le pregunté a qué principios se refería y me contestó que era marxista. Dijo que quería destruir el capitalismo.
—Me suena.
—¿Qué garantía puede ofrecerme de que no volveré a ver a esas chicas dentro de una semana o dos?
—Ninguna —respondió Frances—. No puedo garantizarle nada. Ambas se pelearon con sus respectivos padres y aterrizaron en mi casa. Han dejado los estudios, pero tengo la esperanza de que los retomen.
—Entiendo. Un amigo de mi hijo, un compañero de clase, pasa más tiempo en mi casa que en la suya.
—¿Dice que sus padres son una mierda?
—Dice que no lo entienden; pero yo tampoco. Oiga, ¿tuvo que investigar mucho para escribir su artículo?
—Bastante.
—Pero no proporcionaba respuestas.
—No las conozco. ¿Podría explicarme por qué una chica, y me refiero a la morena de ahí fuera, Rose Trimble, que acaba de conseguir que le resuelvan todos sus problemas, escoge precisamente ese momento para hacer algo que podría echarlo todo por la borda?
—Yo lo llamo «andar por el filo» —dijo la señora Kent—. Les gusta poner a prueba los límites. Caminan sobre una cuerda floja, pero siempre con la esperanza de que alguien los atrape en el aire si se caen. Y usted lo hace, ¿no?
—Supongo que sí.
—Le sorprendería saber cuántas veces oigo la misma historia.
Las dos permanecieron muy juntas delante de la ventana, unidas por la desesperación.
—Ojalá entendiera lo que pasa —añadió la señora Kent con un suspiro.
—Todos estamos igual.
Regresaron al despacho, donde las chicas, que habían estado riendo y burlándose de la funcionaría, callaron y recuperaron su aire enfurruñado.
—Os daré otra oportunidad —declaró la señora Kent—. La señora Lennox se ha comprometido a ayudaros, pero lo cierto es que me estoy excediendo en mis atribuciones; espero que ambas entendáis que os habéis salvado por los pelos. Es una suerte que contéis con la amistad de la señora Lennox.
Este último comentario fue un error, aunque la señora Kent no tenía modo de saberlo. Frances percibió el resentimiento de las chicas, o al menos de Rose, ante la insinuación de que le debían algo.
Fuera del edificio, en la acera, le comunicaron que se iban de compras.
—Os he advertido que no robéis —dijo Frances—. ¿Me haréis caso?
Se marcharon sin mirarla.
Esa noche, durante la cena, declararon que habían mangado los dos vestidos que llevaban puestos, ambos tan minis que casi con seguridad los habían elegido para escandalizar o suscitar críticas.
Sylvia, haciendo un gran esfuerzo de autoafirmación, señaló que le parecían demasiado cortos.
—¿Demasiado cortos para qué? —se mofó Rose.
No había dirigido la vista a Frances ni una sola vez durante la cena, como si la crisis de esa mañana no hubiera existido. Jill, en cambio, murmuró una disculpa rápida, con una mezcla de cortesía y agresividad:
—Gracias, Frances, un millón de gracias.
Andrew opinó que habían tenido mucha potra, y Geoffrey, el ladrón consumado, aseguró que con un poco de cuidado resultaba fácil pasar inadvertido.
—De nada vale ir con cuidado en el metro —apuntó Daniel, que emulando a su ídolo jamás pagaba el billete—. Es cuestión de suerte; te pillan o no te pillan, sencillamente.
—Entonces no viajes en metro sin billete —repuso Geoffrey—, o al menos no más de dos veces. Es una estupidez.
Al verse criticado por Geoffrey en público, Daniel enrojeció y replicó que había viajado sin billete «durante años» y que sólo lo habían pillado un par de veces.
—¿Y la tercera? —preguntó Geoffrey, instruyéndolo.
—A la tercera va la podrida —corearon todos.
Ésa fue la semana en que Jill se dejó embarazar; no, más bien se lo buscó.
Todos estos dramas se habían desarrollado en cuatro meses, desde las Navidades, y como si nada hubiera sucedido, ahí estaban los protagonistas, los chicos y las chicas, sentados alrededor de la mesa una noche de primavera, haciendo planes para el verano.
Geoffrey dijo que viajaría a Estados Unidos y se uniría a los defensores de la igualdad racial «en las barricadas»; una experiencia útil para un futuro estudiante de Política y Economía en la LSE.
Andrew afirmó que se quedaría en casa, leyendo.
—Que no sea La prueba de Richard Feverel —sugirió Rose—. ¡Qué basura!
—Ésa también —dijo Andrew.
Jill había invitado a Sylvia a la casa de sus primos de Exeter («Es genial; tienen caballos»), pero Sylvia contestó que no, que también se quedaría en casa a leer.
—Julia dice que leo poco. Ya he leído algunos libros de Johnny. Aunque no me creáis, hasta que llegué a esta casa no sabía que existiesen libros que no tratasen de política.
Esto significaba, como todo el mundo suponía, que Sylvia era incapaz de dejar a Julia: se consideraba demasiado frágil para arreglárselas sola.
Colin manifestó su intención de viajar a Francia para trabajar en la vendimia, aunque tal vez se quedara e intentase escribir una novela. Este último comentario promovió un gruñido colectivo.
—¿Por qué no puede escribir una novela? —preguntó Sophie, que siempre salía en defensa de Colin precisamente porque le había hecho mucho daño.
—Quizás escriba sobre Saint Joseph —anunció Colin—. Apareceremos todos.
—No es justo —se quejó Rose de inmediato—. Yo no saldré, porque no voy a Saint Joseph.
—Muy cierto —apostilló Andrew.
—Tal vez escriba una novela entera sobre ti —dijo Colin—. Las desventuras de Rose. ¿Qué te parece?
Rose lo miró fijamente y luego, con desconfianza, echó un vistazo alrededor.
Todos la observaban con seriedad. Provocar a Rose se había convertido en un pasatiempo demasiado frecuente, por lo que Frances trató de suavizar el momento, que amenazaba con desembocar en llanto.
—¿Y tú qué planes tienes, Rose? —preguntó.
—Iré con Jill a casa de sus primos. O puede que haga autostop hasta Devon. O quizá me quede aquí —añadió mirando a Frances con actitud desafiante.
Sabía que Frances se alegraría de librarse de ella, pero no creía que eso se debiera a sus propios defectos. Ignoraba que fuese desagradable. Sabía que casi siempre caía mal, pero lo atribuía a la injusticia del mundo; jamás se le habría ocurrido considerarse «antipática»: la gente se metía con ella, la puteaba. Las personas cordiales, guapas o simpáticas, o las tres cosas a la vez, las personas que confían en los demás no imaginan siquiera el pequeño infierno en que habitan los seres como Rose.
James anunció que iría a un campamento de verano que le había recomendado Johnny, para estudiar la decadencia del capitalismo y las contradicciones internas del imperialismo.
Daniel murmuró con tristeza que tendría que irse a casa.
—Tranquilo, el verano no durará eternamente —observó Geoffrey con benevolencia.
—Para mí sí —repuso Daniel con angustia.
Roland Shattock contó que haría una excursión a pie por Cornualles con Sophie. Al advertir gestos de recelo en algunas caras —la de Frances, la de Andrew—, añadió:
—Oh, no os asustéis, conmigo estará segura. Creo que soy homosexual.
Esta revelación, que en la actualidad no suscitaría más que un «¿de veras?», o quizás algunos suspiros femeninos, entonces sonó demasiado despreocupada y extemporánea, lo que produjo un malestar general.
Sophie se apresuró a puntualizar que no le importaba, que le gustaba estar con Roland. Andrew se mostró dignamente compungido, y casi se le oyó pensar que él no era marica.
—Bueno, quizá no lo sea —rectificó Roland—. Al fin y al cabo estoy loco por ti, Sophie. Pero no temas, Frances, no soy un corruptor de menores.
—Voy a cumplir dieciséis años —protestó Sophie, indignada.
—Pensé que eras mucho mayor cuando te vi soñando en el parque.
—Soy muy madura —afirmó Sophie con convicción; se refería a la enfermedad de su madre, a la muerte de su padre y a la crueldad con que Colin la había tratado.
—Mi preciosa soñadora —dijo Roland besándole la mano, aunque en una parodia del beso europeo que roza el aire por encima del guante, o, como en este caso, unos nudillos con un ligerísimo aroma al guiso de pollo que había estado removiendo para ayudar a Frances—. Aun si acabo en la cárcel habrá merecido la pena.
Frances, por su parte, esperaba unas semanas tranquilas y productivas.
La incendiaria carta llegó dirigida a «J… (indescifrable)… Lennox», y la abrió Julia, quien al ver que era para Johnny, «Querido compañero Johnny Lennox», y que la primera frase era: «Quiero que me ayudes a abrirle los ojos a la gente, para que sepan la verdad», la leyó una y otra vez y, cuando se hubo tranquilizado, telefoneó a su hijo.
—Tengo una carta para ti de Israel; de un hombre llamado Reuben Sachs.
—Un buen tipo —comentó Johnny—. Siempre ha mantenido una postura progresista como marxista no alineado, abogando por las relaciones pacíficas con la Unión Soviética.
—Sea eso lo que sea, quiere que convoques a tus amigos y compañeros para hablarles de sus experiencias en una prisión checoslovaca.
—Debe de haber habido una buena razón para que lo encerraran.
—Lo acusaron de ser un espía sionista al servicio del imperialismo yanqui. —Johnny guardó silencio—. Estuvo entre rejas cuatro años, lo torturaron, lo trataron con brutalidad y finalmente lo soltaron… Te pido por favor que no digas: «Por desgracia, a veces se cometen errores».
—¿Qué quieres, Mutti?
—Creo que deberías complacerlo. En sus palabras, todo lo que pretende es que la gente abra los ojos y conozca la verdad sobre los métodos a los que recurre la Unión Soviética. Por favor, no me digas que se trata de un provocador.
—Me temo que no le veo la utilidad a lo que pide.
—En tal caso, me encargaré de organizar la reunión. Al fin y al cabo, sé quiénes son tus amigos, Johnny.
—¿Y qué te hace pensar que acudirían a una reunión que convocases tú, Mutti?
—Les mandaré una copia de la carta. ¿Quieres que te la lea?
—No, conozco las mentiras que algunos difundirán.
—Llegará a Londres dentro de dos semanas, y viene especialmente para eso… para hablar con los compañeros del partido. También viajará a París. ¿Propongo una fecha?
—Como quieras.
—Pero tiene que ser conveniente para ti. Supongo que le molestaría que no te presentaras.
—Te llamaré para concertar la fecha: pero que quede claro que me desvincularé de cualquier forma de propaganda antisoviética.
En la noche señalada, un insólito grupo de invitados ocupó la amplia sala. Johnny había invitado a amigos y camaradas, y Julia a unas cuantas personas que en su opinión debían estar presentes aunque él no se lo hubiese propuesto. Muchos seguían en el partido, otros se habían retirado como consecuencia de diversas crisis: el pacto entre Stalin y Hitler, la insurrección de Berlín, Praga, Hungría; incluso había alguno que se había marchado en la época de la invasión de Finlandia. Eran unos cincuenta, y la estancia estaba abarrotada de sillas y de personas de pie junto a la pared. Todos se definían como marxistas.
Andrew y Colin también se habían presentado, aunque antes se habían quejado de que la reunión sería una lata.
—¿Por qué lo haces? —preguntó Colin a su abuela—. Esto no es lo tuyo, ¿no?
—Tengo la esperanza de que esta reunión haga que Johnny entre en razón, aunque lo más seguro es que esté chocheando.
El grupo de Saint Joseph se encontraba en época de exámenes. James estaba en Estados Unidos. Las chicas del sótano habían escogido deliberadamente ese momento para ir a la discoteca: la política era una mierda.
Reuben Sachs cenó a solas con Julia: Frances habría coincidido con las chicas, incluso con el lenguaje que habían empleado. Sachs, un retaco desesperado y serio, no podía dejar de hablar de lo que le había ocurrido, y la reunión no fue más que la continuación de lo que había estado contándole a Julia, que después de aclararle que nunca había sido comunista y que no necesitaba que la persuadiera de nada, guardó silencio, pues resultaba evidente que el pobre necesitaba hablar mientras ella —o cualquiera— lo escuchaba.
Durante años había mantenido una difícil posición política en Israel, la de socialista que rechazaba el comunismo y pedía que los socialistas no alineados del mundo apoyaran las relaciones pacíficas con la Unión Soviética, lo que los pondría en una situación difícil ante sus propios gobiernos. Lo habían acusado de comunista durante la guerra fría. La naturaleza no lo había dotado con el temperamento más indicado para estar constantemente en el punto de mira, recibiendo disparos desde todos los frentes. Se notaba en sus discursos agitados, fervientes, en sus ojos a un tiempo suplicantes y furiosos; y las palabras que repetía una y otra vez, como un estribillo, eran: «Nunca he renegado de mis ideas».
Había llegado a Praga en misión de paz y conciliación, pero lo habían arrestado acusándolo de ser un espía sionista al servicio del imperialismo yanqui. En el coche de la policía se dirigió a sus captores en los siguientes términos: «¿Cómo es posible que vosotros, como representantes de un Estado obrero, os ensuciéis las manos con un trabajo como éste?», y repitió esas palabras después de que lo golpearan una y otra vez. Lo mismo ocurrió en la prisión. Pese a que los guardias eran unos brutos, y los interrogadores también, él siguió tratándolos como a seres civilizados. Hablaba seis idiomas, pero ellos insistieron en interrogarlo en una lengua que no conocía, el rumano, de manera que al principio no supo qué cargos se habían presentado contra él. De hecho englobaban toda la gama de actividades antichecoslovacas y antisoviéticas. «Pero se me dan bien los idiomas, déjenme explicar…» En los interrogatorios adquirió suficientes nociones de rumano para defenderse. Durante semanas, meses, años, sufrió malos tratos y humillaciones, pasó días enteros sin comer, noches enteras sin dormir… Lo sometieron a todas las torturas favoritas de los sádicos. Esa situación duró cuatro años. Continuó declarándose inocente y explicando a sus interrogadores y carceleros que con esa clase de trabajo mancillaban el honor del pueblo, del Estado obrero. Tardó bastante tiempo en descubrir que su caso no era único, que las cárceles estaban llenas de hombres como él, que se comunicaban en código morse dando golpecitos a las paredes y aseguraban que estaban tan sorprendidos como él de encontrarse en prisión. También explicaban que «el idealismo no resulta apropiado en estas circunstancias, camarada». Entonces se le cayó la venda de los ojos, según dijo. Aproximadamente cuando cejó en su empeño de hacer entrar en razón a sus torturadores, apelando a su mejor voluntad y a su extracción social, cuando perdió por completo la fe en las posibilidades a largo plazo de la Revolución rusa, lo liberaron durante una de las nuevas alboradas del Imperio soviético, y descubrió que aún era un hombre con una misión, aunque ahora ésta consistía en abrir los ojos de los compañeros que continuaban engañados sobre la auténtica naturaleza del comunismo.
A pesar de que Frances decidió que no quería oír «revelaciones» que había descubierto por sí misma hacía décadas, entró en la sala cuando ésta se llenó, y se sentó al fondo, al lado de un hombre cuyo rostro le sonaba vagamente pero que, a juzgar por el modo en que la saludó, se acordaba muy bien de ella. Johnny escuchaba sin prejuicios desde un rincón. Sus hijos se hallaban sentados junto a Julia en el otro extremo de la estancia, sin mirar a su padre. Sus caras reflejaban la misma tensión y desdicha que Frances veía en ellas desde hacía años. Si bien rehuían la mirada de su padre, a ella le dedicaron una sonrisa solidaria, aunque demasiado triste para que pasara por irónica, como pretendían. En aquella sala había personas a quienes conocían de su infancia y con cuyos hijos habían jugado.
Cuando Reuben comenzó su relato con la frase: «He venido a contaros la verdad, como es mi deber…», se hizo un silencio absoluto, no podría quejarse de que su público no le prestaba atención. Sin embargo, esos semblantes… no eran los que uno ve normalmente en una reunión, respondiendo a lo que se dice con sonrisas y gestos de asentimiento o de discrepancia. Eran rostros corteses, inexpresivos. Algunos de los presentes seguían siendo comunistas, lo habían sido durante toda su vida y no cambiarían: hay gente incapaz de cambiar una vez que se ha formado una opinión. Los que habían abjurado del comunismo criticaban a la Unión Soviética, algunos incluso con vehemencia, pero todos eran socialistas y conservaban su fe en el progreso, en esa escalera mecánica en permanente ascenso hacia un mundo más feliz. Y la Unión Soviética constituía un símbolo tan poderoso de esa fe que…, como dirían décadas después aquéllos que habían vivido sumidos en sus sueños: «La Unión Soviética es nuestra madre, y uno no insulta a su madre».
Estaban sentados escuchando a un hombre que había cumplido cuatro años de trabajos forzados en una cárcel comunista, sometido a un trato brutal; era una historia dolorosa y emotiva, y aunque de vez en cuando Reuben Sachs derramaba unas lágrimas por «la forma en que se ensuciaba y mancillaba el Gran Sueño de la humanidad», lo que pretendía era apelar a la razón de los presentes.
Por eso las personas que habían acudido a la reunión «para oír la verdad» mantenían un semblante inexpresivo, en algunos casos incluso estupefacto, escuchando como si el relato no les concerniese. El mensajero de «la verdad de la situación» disertó durante una hora y media y terminó con un apasionado llamamiento a que le hicieran preguntas sobre sus sufrimientos, pero nadie abrió la boca. Como si no se hubiese pronunciado una palabra, la reunión se dio por concluida porque la gente comenzó a marcharse tras darle las gracias a Frances, bajo la falsa impresión de que era la anfitriona, y saludar a Johnny con una inclinación de la cabeza. Nadie se pronunció. Si comentaban algo entre sí, era sobre otros temas.
Reuben Sachs permaneció sentado, aguardando aquello por lo cual había viajado a Londres, pero era como si hubiera hablado de la situación en la Europa medieval o incluso en la Edad de Piedra. No daba crédito a lo que veía, a lo que había sucedido.
Julia se quedó en su sitio, mirando alrededor con sarcasmo y una pizca de rencor, mientras que la expresión de Andrew y Colin era ostensiblemente burlona.
El hombre que estaba al lado de Frances no se había movido. Ella pensó que su inicial renuencia a asistir a la reunión había estado justificada: volvía a sentirse acuciada por antiguas desdichas y necesitaba recuperar la compostura.
—Frances —dijo él, intentando captar su atención—, no ha sido una charla agradable.
Ella sonrió con mayor vaguedad de la que a él le habría gustado, pero luego se fijó en su cara y pensó que al menos había alguien que había entendido lo que se había dicho.
—Soy Harold Holman. No me recuerdas, ¿verdad? Johnny y yo éramos inseparables en los viejos tiempos… Iba con frecuencia a tu casa cuando los críos eran pequeños. En ese entonces estaba casado con Jane.
—Al parecer he borrado todo eso de mi mente.
Entretanto, Andrew y Colin contemplaban la sala prácticamente vacía y Julia guiaba al triste y decepcionado portador de la verdad a sus habitaciones.
—¿Puedo llamarte alguna vez? —preguntó Harold.
—¿Por qué no? Pero hazlo a The Defender. —Bajó la voz para que no la oyeran sus hijos—. Estaré allí mañana por la tarde.
—De acuerdo. —Harold asintió y se marchó.
La conversación había sido tan intrascendente que sólo más tarde se le ocurrió pensar que él estaba interesado en ella como mujer, y eso debido a que había perdido la costumbre de esperar algo semejante. Colin se acercó y preguntó:
—¿Quién era ese tipo?
—Un amigo de Johnny…, de los viejos tiempos.
—¿Para qué va a llamarte?
—No lo sé. Quizá salgamos a tomar un café y recordar el pasado —respondió mintiendo con naturalidad, porque ese aspecto de su ser ya empezaba a renacer.
—Me voy al instituto —anunció Colin con aspereza y suspicacia, y se marchó a tomar el tren sin decir adiós.
—Iré a ayudar a Julia con nuestro invitado, pobrecillo —dijo Andrew, y se alejó con una sonrisa que era a un tiempo de complicidad y de advertencia, aunque tal vez no hubiese cobrado conciencia de ello.
Era inevitable que una mujer que, como Frances, había cerrado la puerta a su vida amorosa fuese descubierta cuando la abría de repente. Le gustaba Harold; resultaba evidente por el modo en que empezaba a revivir, se le aceleraba el pulso, la embargaba la animación.
Pero ¿por qué? ¿Por qué él? La había pillado por sorpresa, desde luego. Qué extraordinario. La ocasión había sido extraordinaria, ¿Quién lo habría creído de no haberlo visto? No le habría sorprendido en absoluto que el tal Harold fuese la única persona presente dispuesta a asimilar lo que había dicho Reuben Sachs. Asimilar: qué palabra tan acertada. Uno puede pasar una hora y media escuchando información capaz de destruir los cimientos de su preciosa fe, o información que no coincide con lo que ya se ha aprendido, y no asimilarla. Si todo cae en saco roto…
Esa noche Frances no durmió bien, porque se permitió fantasear como una colegiala enamorada.
Al día siguiente Harold le telefoneó para invitarla a pasar el fin de semana con él en un pueblecito de Warwickshire, y ella accedió con tanta naturalidad como si aquello fuese cosa de todos los días. Y de nuevo se preguntó qué cualidad poseía ese hombre para abrir con tanta facilidad la puerta que ella había mantenido firmemente cerrada. Se trataba de un individuo fornido, rubio y risueño que parecía observarlo todo con expresión entre distante y divertida. Era, o había sido, funcionario en una organización educativa. ¿Un sindicato?
Como sabía que el viernes recibirían la habitual invasión de jóvenes, subió a decirle a Julia que le gustaría tomarse el fin de semana libre. Con esas palabras.
Julia esbozó una sonrisa. ¿Era una sonrisa? Sí, y para nada maliciosa…
—Pobre Frances —comentó, sorprendiendo a su nuera—. Llevas una vida tediosa.
—¿De veras?
—Eso creo. Y los chicos pueden arreglárselas solos para variar.
Cuando salía, oyó un murmullo:
—Regresa a nuestro lado, Frances.
La sorprendió tanto que se volvió, pero Julia había retomado la lectura de su libro.
«Regresa a nuestro lado»… Vaya, qué perspicaz, qué incómodamente perspicaz. Porque de repente se había rebelado contra su vida, contra aquel esfuerzo sin tregua, y se había aventurado en un paisaje de sueños apasionados, donde se perdería… para no regresar a casa de Julia nunca más.
Maldita la gracia que les hizo la noticia a sus hijos. Al enterarse de que su madre pasaría el fin de semana fuera, los dos reaccionaron como si se marchara por seis meses.
—¿Adónde vas? —preguntó Colin por teléfono, desde el instituto—. ¿Y con quién?
—Con un amigo —respondió Frances, y se produjo un silencio cargado de desconfianza.
Andrew le dedicó su sonrisa más triste y temerosa, aunque él lo ignoraba.
Ella siempre había sido lo más estable en la vida de sus hijos, y de nada servía decir que ambos eran lo bastante mayores para concederle un poco de libertad. ¿A qué edad unos chicos tan inseguros como ésos dejan de necesitar la presencia constante de un progenitor? Su madre iba a pasar el fin de semana con un hombre, y ellos lo sabían. Si lo hubiera hecho en alguna otra ocasión…, pero qué obediente había sido siempre, pendiente en todo momento de la situación de sus hijos, de sus necesidades, como si quisiera compensarlos por las carencias de Johnny. ¿Como si quisiera? De hecho había tratado de compensarlos por las carencias de Johnny.
El sábado Frances salió furtivamente de la casa, consciente de que Andrew estaría alerta, pues no dormía bien, y de que tal vez Colin hubiera decidido levantarse antes de lo habitual, que era a media mañana. Alzó la vista hacia las ventanas de la fachada, temiendo ver las caras de sus hijos, pero allí no había nadie. Eran las siete de la mañana de un precioso día de verano, y su ánimo, a pesar del sentimiento de culpa, amenazaba con llevarla volando hasta el empíreo de la irresponsabilidad, y allí estaba él, su galán, su pretendiente, sonriendo, feliz de lo que veía: una mujer rubia (había ido a la peluquería) con un vestido de lino verde, sentada a su lado y volviéndose para reír con él de la inminente aventura.
Cruzaron plácidamente los suburbios de Londres y llegaron al campo. Frances disfrutaba de verlo disfrutar con ella, así como de su propio placer por estar a su lado, mientras se negaba a pensar en la expresión de infelicidad e impotencia de Colin y Andrew.
Querida Tía Vera: soy una mujer divorciada con dos hijos. Me gustaría vivir una aventura amorosa, pero temo disgustar a los chicos. Me vigilan como halcones. ¿Qué puedo hacer? Quiero divertirme un poco. ¿No tengo derecho?
Bueno, si a Frances se le presentaba la oportunidad de divertirse, la aprovecharía: se esforzó por no pensar en sus hijos. De lo contrario, tendría que decirle a ese hombre: «Da media vuelta y márchate, he cometido un error.
Pararon a desayunar junto al río, cerca de Maidenhead, luego descansaron en un pueblo cuyo parque los sedujo, prosiguieron el viaje, se dejaron seducir de nuevo, esta vez por un atractivo pub, y comieron en otro parque mientras los gorriones saltaban alrededor de ellos.
—¿Te cuesta creer lo que está pasando? —preguntó él en cierto momento.
—Sí —respondió ella y se contuvo para no añadir: «Se trata de los chicos, ¿sabes?»
—Me lo parecía. A mí, en cambio, no me cuesta nada.
Su risa sonó lo bastante triunfal para que Frances lo mirase, intentando descubrir el motivo. Había algo que no entendía, pero daba igual. Se sentía imprudentemente feliz. Julia estaba en lo cierto: llevaba una vida muy aburrida. Tomaron carreteras secundarias para evitar las autopistas, se perdieron, y en todo momento sus gestos y sonrisas prometían: «Esta noche dormiremos el uno en brazos del otro». El día continuó cálido, con una sedosa neblina dorada, y por la tarde se sentaron en otro parque, junto a un río, observados por los mirlos, un zorzal y un perro grande y amistoso que se sentó a su lado hasta que consiguió sacarles sendos trozos de tarta para alejarse luego agitando la cola.
—Qué perro más gordo —dijo Harold—. Así quedaré yo después de este fin de semana.
Sí, se lo veía hinchado, pero había un ingrediente más, el placer que extraía de ella, de la situación, que impulsó a Frances a preguntar sin pensarlo:
—¿Por qué estás tan satisfecho de ti mismo?
Él entendió de inmediato, de manera que la agresividad de las palabras, que Frances lamentó de inmediato haber pronunciado porque contradecían el radiante bienestar que sentía, quedó anulada cuando Harold respondió:
—Ah, sí, tienes razón, tienes razón. —Le dirigió una mirada risueña, y a ella se le antojó un león holgazán, con las patas cruzadas sobre el pecho, que erguía la autoritaria cabeza mientras bostezaba lenta y perezosamente—. Te lo diré, te lo contaré todo; pero quiero llegar a algún sitio antes de que desaparezca esta luz.
Siguieron su camino; en Warwickshire, él aparcó delante del hotel y se apeó para abrirle la portezuela.
—Baja y mira esto. —Al otro lado de la calle había árboles, lápidas, arbustos y un añoso tejo—. Estaba deseando enseñarte este sitio… No, te equivocas, no he traído a ninguna otra mujer, pero hace unos meses tuve que detenerme en este pueblo y pensé: es mágico. Estaba solo.
Cruzaron la calle tomados de la mano y entraron en el viejo cementerio, donde el tejo parecía casi tan alto como la pequeña iglesia. Era un atardecer de principios del verano, y una luna resplandeciente despuntaba en el cielo gris. Las pálidas lápidas se extendían ante ellos y era como si quisieran decirles algo. Mientras las ráfagas de cálido aire estival y las frescas volutas de niebla les rozaban la cara, se abrazaron y besaron y permanecieron muy juntos durante largo rato, escuchando los mensajes que sus cuerpos se enviaban mutuamente. Luego la presión de las emociones imposibles de compartir los hizo apartarse, aunque continuaron tomados de la mano, y Harold dijo «sí» con un sereno arrepentimiento que no necesitaba explicación. «Podría haberme casado con un hombre así, en lugar de con…», pensó Frances. Julia lo había tachado de imbécil. Puesto que Johnny no había telefoneado a su madre después de la reunión «para que todo el mundo oyera la verdad», Julia le telefoneó para averiguar qué opinaba, o más bien qué estaba dispuesto a decir.
«¿Y bien? —había preguntado ella—. Sin duda valía la pena reflexionar sobre lo que dijo ese israelí, ¿no?»
«Tienes que aprender a ver las cosas con perspectivas, Mutti».
«Imbécil».
El cementerio se cubrió de sombras, el cielo se iluminó y las lápidas destellaron, brillantes y espectrales, mientras ellos, apoyados contra el tejo en medio de la oscuridad, contemplaban la luna, cuyo resplandor aumentaba poco a poco. Luego caminaron entre las tumbas, todas antiguas, ninguna de menos de cien años, y pronto se encontraron en la habitación del anticuado hotel donde él había hecho la reserva a nombre de Harold y Frances Holman.
«¿Por qué no? —se dijo ella—. Podría casarme con este hombre, podríamos ser felices; al fin y al cabo la gente se casa y es feliz…», y aunque el recuerdo de las cargas y complicaciones de la casa de Julia ahuyentó esa idea absurda, Frances hizo a un lado este pensamiento, decidida a ser feliz al menos por una noche.
Y lo fue. Lo fueron.
—Hechos el uno para el otro —le murmuró él al oído, y lo repitió en voz alta, exultante.
Estaban tendidos de lado, abrazados, mientras fuera la efímera noche corría hacia un amanecer que no iba a permitir que las nubes retrasaran su llegada: la luna relucía en los cristales de las ventanas.
—He estado enamorado de ti durante años —confesó él—, desde que te vi por primera vez con tus hijos. La mujer de Johnny. No sabes cuántas veces fantaseé con llamarte y pedirte que te escapases a tomar una copa conmigo; pero eras la esposa de Johnny, y yo lo admiraba tanto…
Frances, que empezaba a sentirse deprimida, deseó que no continuase; y sin embargo, tenía que continuar, desde luego, porque ésa era la triste cara de la verdad.
—Debió de ser en aquel horrible apartamento de Notting Hill.
—¿Era horrible? En aquellos tiempos no aspirábamos a una vida elegante. —Soltó una carcajada estentórea y añadió—: Ah, Frances, ¿has soñado alguna vez con algo que creías que nunca se haría realidad? Pues para mí ese sueño se ha hecho realidad esta noche.
Ella pensaba en sí misma, gorda y preocupada, con los niños pequeños constantemente pegados a su falda, agarrándola, subiéndosele encima, disputándose su regazo.
—Me gustaría saber qué veías en mí entonces.
Harold guardó silencio por unos instantes.
—Todo —repuso al fin—. En aquellos tiempos Johnny era un héroe para mí. Y tú eras su mujer. Hacíais tan buena pareja; os envidiaba a los dos y envidiaba a Johnny. Y a los niños… Yo aún no tenía hijos. Quería ser como vosotros.
—¿Como Johnny?
—No puedo explicarlo. Erais una… una familia sagrada —Rió sacudiendo las extremidades, luego se sentó en el borde de la cama, estirando los brazos a la luz de la luna y agregó—: Eras maravillosa; tranquila serena… No te inmutas por nada, y yo era consciente de que Johnny distaba de ser el tipo más fácil del… No lo estoy criticando.
—¿Por qué no? Yo lo hago. —¿De verdad se proponía destruir el sueño? No podía. Oh, sí, claro que podía—. ¿Tienes la menor idea de cuánto odiaba a Johnny en aquella época?
—Bueno, es natural, todos odiamos de vez en cuando a las personas que queremos. Jane… era un coñazo.
—Johnny siempre ha sido un coñazo.
—Pero ¡qué héroe!
Estaba sentada con un brazo en torno al cuello de Haroid, lo más cerca posible de él, para no separarse de esa eufórica vitalidad, con los pechos apretados contra su brazo. Cuánto le gustaba su propio cuerpo esa noche, sólo porque le gustaba a él. Pechos grandes y suaves, y unos brazos… Estaba segura de que eran hermosos.
—Cuando vi a Johnny la otra noche, me pregunté si vosotros todavía…
—Por Dios, no —lo interrumpió Frances, apartándose de él en cuerpo y alma, y por un instante la sensación le agradó—. ¿Cómo podías imaginarlo?
—Bueno, ¿y por qué no?
—Olvida a Johnny. Vuelve aquí. —Se acostó y él se tendió a su lado, sonriendo.
—Nunca he admirado a nadie como a ese hombre. Para mí era una especie de dios. El camarada Johnny. Era mucho mayor que yo… —Levantó la cabeza para mirarla.
—Eso significa que soy mucho mayor que tú.
—No, esta noche no. Cuando conocí a Johnny, yo estaba hecho un lío. Fue en una asamblea. Era un crío. Había suspendido las pruebas de selectividad. Mis padres me habían dicho: «Si eres comunista, no mancilles esta casa con tu presencia», y Johnny se portó bien conmigo, como una figura paterna. Decidí ser digno de su amistad.
Frances contrajo los músculos del estómago, aunque no supo si para contener la risa o el llanto.
—Alquilé una habitación en casa de un camarada —prosiguió él—. Me presenté a los exámenes. Fui maestro por un tiempo; en aquella época estaba en el sindicato… La cuestión es que se lo debo todo a Johnny.
—En fin, ¿qué puedo decir? Bien por él; pero ¿ha sido bueno para ti?
—Si entonces hubiera sabido que una noche estaría contigo, que te tendría entre mis brazos, me habría vuelto loco de alegría. La mujer de Johnny entre mis brazos.
Hicieron el amor otra vez. Sí, era amor, un amor amistoso e incluso tierno mientras la risa burbujeaba en su interior, aunque sólo ella alcanzara a oírla.
Durmieron. Despertaron. A ella le pareció que él había tenido una pesadilla, porque abrió los ojos sobresaltado, se puso boca arriba, y la abrazó, como diciendo «espera». Al final murmuró con tristeza:
—Fue todo un golpe, ¿sabes? Me refiero a lo que dijo ese tal Sachs.
Frances prefirió dejarlo pasar.
—No me dirás que no te sorprendió —añadió él.
—Los periódicos… —dijo ella, decidida por fin a hablar—. Los periódicos llevan años informando al respecto. Y la televisión y la radio también. Las purgas, los campos de trabajo, los confidentes, los asesinatos. Hace años que hablan de ello.
—Sí, pero yo no les creía —repuso él tras un largo silencio—. Bueno, en parte sí, pero… no imaginaba nada parecido a lo que contó Sachs.
—¿Por qué no les creías?
—Porque no quería, supongo.
—Exactamente. —Se oyó a sí misma agregar—: Y apuesto a que aún no hemos oído ni la mitad.
—¿Por qué lo dices? Pareces satisfecha.
—Puede que lo esté. Resulta agradable comprobar que tengo razón después de que me hayan rebajado y… pisoteado durante años. Incluso ahora siguen rebajándome.
Harold la miró compungido, pero Frances continuó:
—Yo no estaba de acuerdo con él, sobre todo después de los primeros días…
Sé guardó de decir: «Cuando volvió de la guerra civil española», porque de hecho no había estado allí. Y se contuvo para no decir: «Cuando me percaté de que era un hipócrita deshonesto», porque ¿cómo iba a acusarlo de deshonesto si creía firmemente en lo que propugnaba?
—Me dejé encandilar por aquel ambiente fascinante —rememoró—. Tenía diecinueve años. Pero no duró.
A Harold no le gustó aquello, no, no le gustó en absoluto, y ella permaneció callada a su lado, lo bastante compenetrada con él para sentirse igual de herida.
Se produjo un silencio largo y sofocante: fuera ya era de día, un día caluroso, y empezaba a oírse el tráfico.
—Es como si todo hubiera sido en vano —dijo él por fin—. Todo fue… un montón de mentiras y pamplinas. —Había un dejo lloroso en su voz—. Qué desperdicio. Tanto esfuerzo…, tanta gente muerta para nada. Buena gente. Nadie me convencerá de que no lo era. —Hizo una pausa y añadió—: No quiero quedar como mártir, pero hice muchos sacrificios por el partido. Y todo en balde.
—Con la salvedad de que el camarada Johnny te inspiró grandes sentimientos.
—No te burles.
—No. Le concedo ese mérito. Al menos contigo se portó bien.
—Todavía no lo he asimilado. Ni siquiera he empezado a asimilarlo.
Continuaron tendidos el uno al lado del otro, y mientras él dejaba escapar sus sueños, sus dulces sueños, ella pensaba: «No cabe duda de que soy una egoísta, como siempre ha dicho Johnny. Harold está pensando en el dorado futuro de la humanidad, pospuesto indefinidamente, mientras que yo sólo pienso en las cosas que me he perdido». El dolor era casi insoportable. El cálido peso de un hombre durmiendo en sus brazos con los labios contra su mejilla, la tierna pesadez de los huevos de un hombre en sus manos, la deliciosa viscosidad de…
—Bajemos a desayunar —propuso él—; de lo contrario, creo que me echaré a llorar.
Desayunaron discretamente en una agradable salita y, al salir del hotel, notaron que esa mañana el camposanto parecía abandonado y feo; la magia de la noche anterior se les antojaría patética a menos que se largasen rápidamente, de allí. Y lo hicieron: fueron a un lugar que, según dijo Harold mientras yacían en una colina cubierta de hierba, rodeados por paisajes, era el mismísimo corazón de Inglaterra. Entonces, y ella lo entendió perfectamente, aquel hombre corpulento lloró por su sueño perdido, con la cara sobre el brazo, en la hierba, mientras Frances pensaba: «Somos el uno para el otro, pero no volveremos a estar juntos». Era el final de algo. Para él. Y para ella también: «¿Qué estoy haciendo en el corazón de Inglaterra con un hombre que tiene el corazón roto por…?, en fin, no por mi culpa, ¿verdad?»
Al atardecer le pidió que la dejase en algún sitio donde pudiera tomar un taxi, porque no soportaba la idea de dejarse ver con él ante aquella casa de ojos hambrientos y envidiosos. Se besaron con pesar. Harold la contempló mientras subía al taxi, y luego se alejaron en direcciones opuestas. Frances subió por la escalera corriendo, con agilidad, pletórica de energía sexual, y se encaminó directamente al cuarto de baño, temiendo oler a sexo. Después subió a ver a Julia, llamó a la puerta y esperó la fría y atenta inspección… que no tardó en recibir. Sin embargo, como ésta no fue hostil sino amistosa, se sentó en silencio y se limitó a sonreírle a Julia con labios temblorosos.
—Es difícil —comentó Julia, como si supiera muy bien lo difícil que era. Se acercó a un armario lleno de botellas interesantes, sirvió una copa de coñac y se la ofreció a Frances.
—Apestaré a alcohol.
—Da igual —repuso Julia. Encendió la cafetera y permaneció frente al hornillo, de espaldas a Frances, que intuyó que lo hacía por tacto, para no verla llorar.
Pronto una taza de café cargado apareció junto al coñac. Se abrió la puerta, sin que llamaran, y Sylvia entró corriendo.
—Ah, Frances, no sabía que estuvieras aquí —dijo. Titubeó por un instante, sonriendo, y luego la abrazó, apoyando la mejilla contra su pelo—. No teníamos ni idea de dónde te habías metido. Te marchaste. Nos abandonaste.
Pensamos que te habías hartado de nosotros y que nos habías dejado para siempre.
—No podría, desde luego —respondió Frances.
—Sí —dijo Julia—. Frances debe estar aquí.
El verano se prolongó y se relajó, respirando cada vez más despacio. Parecía haber tiempo por todas partes, esparcido alrededor como lagos poco profundos en los que uno puede entretenerse flotando: todo terminaría cuando regresaran «los críos». Los dos que ya estaban en la casona ocupaban poco espacio. Frances veía de vez en cuando a Sylvia tendida en la cama con un libro, al otro lado del pasillo, desde donde saludaba con la mano —«Ay, Frances, es una novela tan bonita»— o corriendo por la escalera en dirección a las habitaciones de Julia. O bien topaba con las dos —Julia y su amiguita Sylvia— cuando salían de compras. Andrew también pasaba horas tumbado en la cama, leyendo. Frances llamó a su puerta —con sentimiento de culpa, huelga decirlo—, entró al oír «Adelante», y no, en la habitación no había humo.
—Ah, eres tú, mamá —dijo Andrew con voz cansina, porque todo en él se había vuelto más lento, como el pulso de Frances—. Deberías confiar un poco más en mí. Ya no soy un adicto que va camino de la perdición.
Frances no cocinaba. Si encontraba a Andrew haciéndose un bocadillo en la cocina, aceptaba que preparase otro para ella o se ofrecía a preparar un par para ambos. Luego se sentaban a la enorme mesa, cada uno en un extremo, y contemplaban la abundancia: tomates procedentes de las tiendas chipriotas de Camden Town, henchidos de auténtica luz solar, nudosos e incluso deformes, pero cuando el cuchillo se hundía en su pulpa, la exuberante y salvaje magnificencia de su aroma inundaba la cocina. Comían tomates con pan ácimo y olivas, y a veces hablaban. Él dijo que esperaba haber acertado al escoger la carrera de Derecho.
—¿Tienes dudas?
—Creo que me especializaré en Derecho Internacional; ya sabes, los conflictos entre países. Pero debo confesar que sería feliz si pudiera pasarme la vida tirado en la cama, leyendo.
—Y a veces comiendo tomates.
—Julia dice que un tío suyo se pasó la vida leyendo en su biblioteca; y supongo que también controlando sus inversiones.
—Me pregunto cuánto dinero tendrá Julia.
—Un día de éstos se lo preguntaré.
Un desagradable incidente rompió la paz. Una noche, cuando Frances había subido a acostarse, Andrew abrió la puerta a dos chicos franceses que se presentaron como amigos de Colin, quien les había dicho que podían pernoctar allí. Uno de ellos hablaba inglés a la perfección, y Andrew dominaba el Frances. Se quedaron sentados a la mesa hasta muy tarde, bebiendo vino y comiendo lo que encontraron mientras se entregaban al clásico juego de las personas que quieren practicar el idioma de su interlocutor. El más silencioso sonreía y escuchaba. Por lo visto, habían trabado amistad con Colin en la vendimia, luego éste los había acompañado a casa, a la Dordogne, y ahora estaba recorriendo España en autostop.
Subieron a la habitación de Colin, donde dispusieron los sacos de dormir; no usarían la cama para molestar lo menos posible. No había nadie más cordial y civilizado que esos hermanos, pero por la mañana una confusión los condujo al baño de Julia. Se pusieron a tontear, quejándose de que no hubiera ducha, admirando la abundancia de agua caliente, disfrutando de las sales de baño y del jabón con perfume a violetas y haciendo mucho ruido. Eran cerca de las ocho: les gustaba partir temprano cuando viajaban. Al oír chapoteos y voces adolescentes, Julia llamó a la puerta un par de veces. No la oyeron. Al abrir se encontró con dos jóvenes desnudos, uno sumergido en la bañera, soplando pompas de jabón; el otro afeitándose. Siguió la previsible andanada de exclamaciones, siendo merde la más estentórea y repetida. Los chicos se encontraron ante una vieja con una bata de seda rosa y rulos en la cabeza, hablándoles en el francés que había aprendido hacía cincuenta años de una sucesión de institutrices francesas. Uno saltó del agua, sin molestarse en taparse con una toalla, mientras el otro se volvía con la maquinilla de afeitar en la mano. Como saltaba a la vista que los dos estaban demasiado desconcertados para responder, Julia se marchó, y ellos recogieron rápidamente sus cosas y huyeron a la cocina, donde Andrew escuchó la historia riendo.
—Pero ¿dónde ha aprendido ese lenguaje? —preguntaron—. Es del Antiguo Régimen, por lo menos.
—No. De la época de Luis XIV.
Bromearon de esa guisa mientras tomaban café, y luego los hermanos se fueron a hacer autostop por Devon, que a mediados de los sesenta era el sitio más movido después del marchoso Londres.
Sin embargo, Frances no rió. Subió a ver a Julia y no la encontró en su salita, impecablemente vestida y arreglada, sino en la cama, llorando. Al ver a Frances se levantó, tambaleándose. Entonces, Frances estrechó a Julia como si sus brazos tuviesen voluntad propia, y lo que hasta entonces se le había antojado imposible, de pronto le pareció lo más natural del mundo. La frágil anciana apoyó la cabeza en el hombro de la mujer más joven.
—No lo entiendo —dijo—. He llegado a la conclusión de que no entiendo nada.
Sollozando de una manera de la que Frances jamás la habría creído capaz, se soltó de sus brazos y se dejó caer sobre la cama. Frances se tendió a su lado y siguió abrazándola mientras lloraba y gimoteaba. A todas luces, el problema no se limitaba ya a la profanación de un cuarto de baño.
—Dejas entrar a cualquiera —balbuceó Julia cuando se hubo tranquilizado un poco.
—Pero Colin se alojó en su casa —respondió Frances.
—Cualquiera puede venir con ese cuento. En cualquier momento aparecerán unos gamberros americanos diciendo que son amigos de Geoffrey.
—Sí, es muy probable. Julia, ¿no cree que es bonita la forma en que viajan estos jóvenes, como trovadores…?
Quizá no fuera la comparación más acertada, porque Julia rió con amargura.
—Estoy segura de que los trovadores tenían mejores modales —repuso. Se echó a llorar otra vez y repitió—: Dejas entrar a cualquiera.
Frances preguntó si quería que llamase a Wilhelm Stein, y Julia respondió que sí.
La señora Philby estaba en la casa y quiso saber, como los osos del cuento:
—¿Quién ha dormido en la habitación de Colin?
Se lo dijeron. La vieja, de la misma quinta que Julia, iba igual de elegante y digna con su ropa modesta pero impecable —sombrero negro, falda negra y blusa estampada— y una expresión que negaba cualquier relación con un mundo creado sin su ayuda.
—Pues son unos cerdos —declaró.
Andrew subió corriendo y descubrió una naranja que había caído de una mochila y algunas migas de cruasán. Si esa cerdada bastaba para escandalizar a la señora Philby —aunque ya debería estar acostumbrada a esas cosas, ¿no?— ¿qué diría cuando viera el cuarto de baño, que Sylvia y Julia mantenían prácticamente impecable?
—¡Dios! —exclamó Andrew y corrió a inspeccionar el caótico escenario de agua derramada y toallas tiradas.
Ordenó por encima e informó a la señora Philby de que ya podía pasar, que sólo había un poco de agua.
Andrew y Frances estaban sentados a la mesa cuando apareció Wilhelm Stein, doctor en Filosofía y vendedor de libros serios. Se dirigió directamente a las habitaciones de Julia, sin entrar en la cocina, y luego bajó y se asomó por la puerta sonriendo con un aire ligeramente deferente, encantador; un anciano caballero tan perfecto como Julia.
—Supongo que le resultará difícil entender la educación de la que fue víctima Julia… Sí, lo expreso en esos términos porque pienso que la incapacitó para afrontar el mundo en el que vive ahora.
Tanto él como Julia hablaban un inglés estilísticamente perfecto, que Andrew contraponía al francés exaltado, abundante en exclamaciones y palabrotas, que había escuchado la noche anterior.
—Siéntese, doctor Stein —lo invitó Frances.
—¿No nos conocemos lo suficiente para llamarnos Frances y Wilhelm? Creo que sí, Frances. Pero no me sentaré, porque voy a buscar al médico. Tengo el coche fuera. —Cuando se disponía a salir, dio media vuelta y, como si pensara que no se había explicado adecuadamente, dijo—: Los jóvenes de esta casa, y te excluyo a ti, Andrew, a veces son bastante…
—Groseros —apostilló Andrew—. Estoy de acuerdo. Se conducen de un modo escandaloso —agregó en tono severo, y el doctor Stein acogió la pequeña broma con una inclinación de la cabeza y una sonrisa.
—Debo confesar que a tu edad yo también me conducía de un modo escandaloso. Era alborotador y grosero. —Los recuerdos se tradujeron en una mueca de disgusto—. Quizá no lo creas al verme ahora. —Sonrió otra vez, divertido ante el cuadro que sabía que estaba pintando, deliberadamente, con una mano sobre la empuñadura de plata de su bastón y la otra abierta, como diciendo: «Sí, debes aprender de mí»—. A quien me vea ahora le costará imaginarme… En Berlín estuve con los comunistas, con todo lo que eso implica. Con todo lo que eso implica —reiteró—. Sí, así fue. —Suspiró—. Nadie puede negar que los alemanes pasamos de un extremo al otro, ¿no? Bueno, Julia estaba en un extremo y yo en el otro. A veces me divierto pensando en lo que habría opinado de Julia a mis veintiún años. Y nos reímos juntos. En fin, tengo una llave de la casa, así que no hará falta que llame cuando vuelva con el médico.
En agosto se presentó en la casa un tal Jake Miller, que había leído un artículo en el que Frances se burlaba de modas exóticas como el yoga, el I-Ching, las enseñanzas del Maharishi, el Subud… El jefe de redacción había dicho que necesitaban una nota graciosa para la monótona temporada de verano, y por esa razón Jake Miller llamó a The Defender y le preguntó a Frances si podía ir a verla. La curiosidad había respondido afirmativamente par ella, y ahora aquel hombre de perenne sonrisa se hallaba en el salón con los libros místicos que había llevado de regalo. Las sonrisas de amor, paz y buena voluntad pronto serían obligatorias en los semblantes de los buenos, o mejor dicho de los jóvenes y los buenos, y Jack era un precursor, aunque no se contaba entre los jóvenes sino entre los cuarentones. Estaba en Londres para evitar que lo mandaran a la guerra de Vietnam. Frances se resignó a oír un discurso político, pero a él no le interesaba la política. La reclamaba como cómplice en el campo de la experiencia mística.
—Pero si escribí que todo eso es una patraña —protestó ella.
Él sonrió.
—Sé que lo hiciste sólo por obligación y que en realidad estabas comunicándote con aquéllos que te entendemos —dijo.
Jake afirmaba poseer toda clase de poderes, como por ejemplo el de dispersar las nubes con sólo posar la vista en ellas, y en efecto, mientras miraban por la ventana a un cielo que se movía rápidamente, Frances vio que las nubes se disipaban.
—Es fácil —comentó él—, incluso para las personas poco evolucionadas.
Aseguraba que entendía el lenguaje de los pájaros y que se comunicaba con las mentes afines mediante la percepción extrasensorial. Frances podría haber objetado que evidentemente ella no era una mente afín, porque había necesitado telefonearle, pero aquella escena entre divertida e irritante llegó a su fin porque Sylvia entró con un recado de Julia…, recado que Frances no llegaría a escuchar. Sylvia llevaba una chaqueta de algodón con un estampado de los signos del zodíaco, que se había comprado por la única razón de que era de su talla, ya que por ser tan menuda le costaba encontrar ropa; de hecho, la chaqueta procedía de una tienda de ropa infantil. Tenía el cabello recogido en dos finas coletas, una a cada lado de su risueña cara. Su sonrisa se encontró con la del hombre, ambas se fundieron, y un instante después Sylvia estaba conversando animadamente con su nuevo y cordial amigo, que la instruía sobre su signo solar, el I-Ching y su posible aura. A continuación el afable americano se sentó en el suelo, y lanzó, sus palillos de milenrama para leerle el futuro, y Sylvia quedó tan fascinada con lo que le dijo que él prometió que le compraría el libro. Un montón de perspectivas y posibilidades que ella jamás había sospechado colmaron todo su ser, como si antes hubiera estado vacío por completo, y esa niña que hasta hacía poco había sido incapaz de salir de la casa sin Julia ahora se marchó confiadamente con Jake, de Illinois, para comprar tratados iluminadores. No regresó hasta una hora demasiado tardía para ella: pasaban de las diez cuando subió corriendo a las habitaciones de Julia. Ésta la recibió con los brazos abiertos, pero de inmediato los dejó caer y se sentó para mirar fijamente a la joven, a quien jamás había esperado ver en semejante estado de exaltación. Julia la escuchó parlotear en silencio, un silencio tan denso y reprobador que Sylvia se interrumpió.
—Ay, Sylvia, pobrecilla —dijo Julia—. ¿De dónde has sacado esas pamplinas?
—No son pamplinas, Julia, de verdad que no. Te lo explicaré, escucha…
—Pamplinas —repitió Julia, levantándose y dándole la espalda. Iba a preparar café, pero Sylvia, que interpretó su actitud como un frío gesto de rechazo, rompió a llorar.
Aunque la chica no lo sabía, Julia también tenía los ojos húmedos e intentaba contener las lágrimas. Que esa niña, su niña, la traicionara de esa manera… Porque se sentía traicionada. Entre las dos, la vieja y su pequeño amor, la niña a quien había entregado su corazón sin reservas y por primera vez en su vida —eso le parecía ahora—, sólo había desconfianza y dolor.
—Pero, Julia; pero, Julia… —La vieja no se volvió, y Sylvia corrió escaleras abajo, se arrojó sobre la cama y prorrumpió en sollozos tan fuertes que Andrew se acercó a averiguar qué le ocurría.
—Bueno, no llores más —dijo Andrew cuando hubo oído la historia—. No hay para tanto. Iré a hablar con la abuela.
Lo hizo.
—¿Y quién es ese hombre? ¿Por qué lo dejó entrar Frances?
—Hablas como si se tratase de un ladrón o un estafador.
—Es un estafador. Ha estafado a la pobre Sylvia y le ha sorbido el seso.
—¿Sabes, abuela? —dijo Andrew—, esas cosas, el yoga y todo lo demás, están de moda. Si no llevaras una vida de ermitaña, lo sabrías. —Pese a que hablaba en broma, se alarmó al ver la cara de tristeza de Julia. Aunque sabía muy bien cuál era el problema, decidió insistir en las trivialidades—. Oirá hablar de esos temas cuando vaya al instituto; no puedes protegerla. —Entretanto, se le pasó por la cabeza que él leía su horóscopo todas las mañanas, aunque naturalmente no creía una sola palabra, y que incluso había contemplado la posibilidad de ir a que le echaran las cartas—. Creo que estás haciendo una montaña de un grano de arena —se arriesgó a declarar y advirtió que ella por fin asentía y suspiraba.
—Muy bien; pero ¿cómo es posible que esas ideas… esas ideas ridiculas se hayan extendido tanto en poco tiempo?
—Buena pregunta —dijo Andrew, abrazándola, aunque ella permaneció rígida entre sus brazos.
Julia y Sylvia se reconciliaron.
—Hemos hecho las paces —le comunicó la chica a Andrew como si le hubieran quitado un enorme peso de encima.
Sin embargo, Julia se negaba a escuchar los nuevos descubrimientos de Sylvia, a tirar los palillos del I-Ching y a hablar de budismo, de manera que la perfecta intimidad, esa que sólo se establece entre un adulto y un niño, esa intimidad confiada, candida y tan sencilla como el acto de respirar, había llegado a su fin. Ese fin es necesario para que el joven crezca, pero incluso cuando el adulto lo sabe y se prepara para ello, su corazón se rompe y sangra. Y Julia nunca había albergado esa clase de amor hacia una criatura, desde luego no hacia Johnny, e ignoraba que una criatura que madura —y a su lado Sylvia había experimentado un rápido proceso de maduración— se convierte en un desconocido. De repente, Sylvia había dejado de ser la potranca que trotaba alegremente alrededor de Julia, temerosa de perderla de vista. Era lo bastante madura para interpretar que los palillos de milenrama —a los que había pedido consejo— le indicaban que fuese a ver a su madre. Así lo hizo, sin compañía de nadie, y no encontró a Phyllida gritando histérica, sino serena, reservada y hasta digna. Estaba sola, ya que Johnny había ido a una reunión.
Sylvia esperaba los reproches y las acusaciones que no soportaba; suponía que tendría que salir corriendo, pero Phyllida le dijo:
—Debes hacer lo que te parezca mejor. Entiendo que prefieras estar allí, rodeada de gente joven. Y he oído que tu abuela te ha tomado cariño.
—Sí. Y yo también la quiero —dijo la joven en tono lacónico, y se echó a temblar, temiendo un estallido de celos.
—El amor es muy sencillo para los ricos —repuso Phyllida, pero eso fue lo más cercano a una crítica por su parte. La determinación de portarse bien, de no dejar salir a los demonios que la atormentaban y aullaban en su interior, la volvía lenta y aparentemente tonta. Repitió—: Sé que es mejor para ti. —Y luego—: Debes decidir por ti misma. —Como si no se hubiera decidido hacía mucho tiempo. No le ofreció una taza de té ni un refresco, sino que permaneció sentada, agarrada a los brazos del sillón y mirando fijamente a su hija, parpadeando de manera irregular. Por fin, cuando presintió que iba a perder el control, se apresuró a añadir—: Será mejor que te marches, Tilly. Sí, ya sé que eres Sylvia, pero para mí sigues siendo Tilly.
Sylvia se marchó, consciente de que se había librado por los pelos de una violenta filípica.
Colin fue el primero en volver, y se limitó a comentar que le había ido de maravilla. Se encerraba durante mucho tiempo en su cuarto, para leer.
Sophie apareció para contarles que iba a ingresar en la escuela de teatro y que su base de operaciones sería la casa de su madre, quien todavía la necesitaba.
—Pero ¿podré visitaros a menudo? Me encantan nuestras cenas aquí, Frances, me encantan nuestras veladas.
Frances la tranquilizó, la abrazó y supo por ese contacto que la chica estaba preocupada.
—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Es por Roland? ¿No lo pasaste bien con él?
—Creo que no soy lo bastante mayor para él —respondió Sophie, sin intención de bromear.
—Ah, ya veo. ¿Te lo dijo él?
—Dijo que si tuviera más experiencia, lo entendería. Es curioso, Frances. A veces me parece que está en otra parte… Está conmigo, pero… Y sin embargo me quiere, Frances, dice que me quiere…
—Bueno, ya lo ves.
—Hicimos cosas bonitas. Caminamos kilómetros y kilómetros, fuimos al teatro, nos reunimos con otra gente y lo pasamos pipa.
Geoffrey estaba a punto de entrar en la London School of Economics. Pasó por ahí para decir que ya era lo bastante grande para instalarse por su cuenta. Iba a compartir piso con unos americanos que había conocido en una manifestación en Georgia; era una pena que le llevase un año a Colin; de lo contario, éste habría podido vivir con ellos. Dijo que quería volver a menudo, «como en los viejos tiempos», que se sentía más como si abandonara el hogar ahora que cuando se había marchado de la casa de sus padres.
A Daniel, que era un año menor que Geoffrey, aún le quedaba un curso de instituto, un año sin Geoffrey.
James también ingresaría en la facultad de Economía.
Las intenciones de Jill continuaban siendo un enigma. No volvió con Rose, que aunque nunca contó dónde había estado dijo que Jill se había ido a Bristol con un amante. No obstante, aseguró que volvería.
Rose se acomodó en el sótano y anunció que asistiría regularmente a clase. Nadie le creía, pero se equivocaban. Era lista, lo sabía, ya lo verían. ¿Quiénes? Frances debería haber encabezado la lista, si bien ella se refería a todos. «Ya veréis», murmuraba; era como un mantra que repetía cuando llegaba la hora de estudiar, cuando el colegio parecía menos progresista de lo que ella había esperado y cuando le rogaban que no fumara en clase.
La determinación de Sylvia de destacar en los estudios no sólo guardaba relación con Julia, sino también con Andrew, que continuaba comportándose como un hermano mayor afectuoso y amable, siempre que no estuviera en Cambridge. Problemas económicos… Cuando Frances se instaló en la casa, acordaron que Julia pagaría los impuestos y que ella se haría cargo del resto de los gastos: gas, electricidad, agua y teléfono, así como del sueldo de la señora Philby y de la ayudante que llevaba cuando «los críos» se pasaban de la raya. «¿Críos? Más bien parecen cerdos». Frances compraba la comida y aprovisionaba la casa; en suma, necesitaba mucho dinero. Y lo ganaba. La factura de Cambridge había llegado pocas semanas antes y Julia la había pagado: dijo que el año que Andrew se había tomado libre había representado un alivio. También costeaba el instituto de Sylvia. Luego llegó la cuenta de Colin, y Frances la llevó a la mesita del rellano del último piso, donde ponían la correspondencia de Julia, con un mal presentimiento que se confirmó cuando ésta bajó con la factura de Saint Joseph en la mano. Ella también estaba nerviosa. Desde que las barreras entre las dos habían caído, Julia se mostraba más afectuosa con Frances, pero también más testaruda y crítica.
—Siéntese, Julia.
La mujer obedeció, retirando primero unas medias de Frances.
—Ay, lo siento —dijo Frances, y Julia aceptó la disculpa con una tensa sonrisa.
—¿Qué es eso del psicoanálisis de Colin?
Frances se lo temía; tanto ella como Colin habían mantenido conversaciones con las autoridades del colegio. Sophie también había intervenido. «Oh, genial, Colin, sería fantástico».
—El director del colegio lo planteó como una oportunidad para que Colin hable con alguien.
—Que lo planteen como quieran. Lo cierto es que costará muchos miles de libras por año.
—Mire, Julia, ya sé que no aprueba esos métodos psicológicos, pero ¿ha pensado que de ese modo tendría un hombre con quien hablar? Bueno, espero que sea un hombre. Esta casa está llena de mujeres, y Johnny…
—Tiene un hermano. Tiene a Andrew.
—Pero no se entienden.
—¿Entenderse? ¿Qué es eso? —Se produjo una pausa mientras Julia se estiraba y apretaba la mano que descansaba sobre su regazo—. Mis hermanos mayores discutían de vez en cuando. Es normal que los hermanos discutan.
Frances sabía que los hermanos de Julia habían muerto en la guerra. Ahora los tensos dedos de la anciana resucitaron el pasado de ésta, el recuerdo de los hermanos muertos. Aunque Julia estaba sentada de espaldas a la luz, Frances habría jurado que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Accedí a que Colin hablara con alguien porque… es muy infeliz, Julia.
Frances todavía no estaba segura de que Colin fuera a prestarse a ello.
«Lo sé, me lo propuso Sam —había dicho. Se refería al director—. Le contesté que el que tendría que analizarse es papá».
«Ya, cuando las ranas críen cola».
«Sí, y ¿qué me dices de ti? Estoy seguro de que te vendría bien desfogarte con alguien».
«Querrás decir "desahogarme" —lo corrigió».
«No creo estar más loco que los demás».
«En eso opino como tú».
Ahora Julia se levantó y dijo:
—Me parece que en ciertos puntos jamás coincidiremos. Pero no he venido a hablar de eso. Incluso sin ese estúpido análisis, no puedo pagar el colegio de Colin. Pensé que terminaría este año, y ahora me entero de que hará un curso más.
—Aceptó prepararse de nuevo para los exámenes.
—Pues no puedo pagar sus estudios. Correré con los gastos de los de Andrew y los de Sylvia hasta que terminen la universidad y sean independientes; pero Colin… No puedo. Y tú estás ganando dinero; espero que sea suficiente.
—No se preocupe, Julia. Lamento mucho que esta responsabilidad haya recaído en usted.
—Supongo que no serviría de nada pedirle ayuda a Johnny. Dinero no debe de faltarle, a juzgar por los viajes que hace.
—Se los pagan.
—¿Por qué? ¿Por qué le pagan los viajes?
—El camarada Johnny, ya sabe. Es una especie de estrella, Julia.
—Es un idiota —replicó la madre de Johnny—. ¿Por qué será? Yo no me considero idiota. Y su padre tampoco lo era, desde luego. Pero Johnny es un imbécil.
Julia se quedó junto a la puerta, echando un vistazo de experta a la estancia que en otro tiempo había sido su salita privada. Sabía que a Frances no le gustaban sus muebles —unos muebles excelentes— ni las cortinas, que durarían otros cincuenta años si las cuidaban bien. Aunque sospechaba que estaban acumulando polvo, y probablemente también polillas. La vieja alfombra, que procedía de la casa de Alemania, estaba raída en algunas zonas.
—Supongo que intentarás defender a Johnny, como de costumbre.
—¿Que yo lo defiendo? ¿Cuándo he defendido sus ideas políticas?
—¡Ideas políticas! Eso no son ideas políticas, es pura estupidez.
—Son las ideas políticas de medio mundo, Julia.
—No por eso dejan de ser una estupidez. Bueno, Frances, detesto añadir preocupaciones a las que ya tienes, pero es inevitable. Si realmente no puedes hacerte cargo del instituto de Colin, hipotecaremos la casa.
—No, no, no… De ninguna manera.
—Bien, avísame si surgen dificultades.
Surgirían. El colegio de Colin era muy caro, y él se había comprometido a asistir un año entero. Tenía diecinueve años, y le avergonzaba ser mayor que los demás. La cuenta de la clínica Maystock —«por hablar con alguien»— ascendería a miles de libras. Frances se vería obligada a buscar otro trabajo. Pediría un aumento. Sabía que sus artículos habían contribuido a incrementar las ventas de The Defender. También contempló la posibilidad de escribir para otros periódicos, aunque con un nombre distinto. Había hablado de ello nada más y nada menos que con Rupert Boland en el café Cosmo. Si bien él también atravesaba dificultades económicas, no había entrado en detalles. Le habría gustado dejar The Defender, que según Rupert no era el lugar más indicado para un hombre, pero le pagaban bien. Se sacaba un sobresueldo como documentalista para la radio y la televisión: ella podía hacer lo mismo. Pero incluso así necesitaría más, mucho más. ¿Y si le pedía ayuda a Johnny? Julia tenía razón: llevaba la vida de…, bueno, el equivalente actual de un rajá; viajaba con delegaciones y en misiones de conciliación, alojándose siempre en los mejores hoteles y con todos los gastos pagados, portando el mensaje solidario de un extremo a otro del planeta. Debía de sacar dinero de alguna parte: ¿quién le pagaba el alquiler? Jamás había trabajado de verdad.
Ese otoño se puso en marcha una dinámica extraña. Colin viajaba en tren desde Saint Joseph dos veces a la semana para ir a la clínica Maystock, donde lo atendía un tal doctor David. Un hombre: Frances estaba encantada. Colin tendría un hombre con quien hablar, y por completo ajeno a la situación familiar. («Si eso es lo único que necesita, ¿por qué no habla con Wilhelm? —preguntó Julia—. Colin le cae bien». «Pero está demasiado involucrado, forma parte de nuestro mundo, ¿no lo ve, Julia?» «No, no lo veo»). El problema era que el doctor David, seguidor de una teoría psicoanalítica u otra, no abría la boca. Decía buenas tardes, se sentaba en su sillón y no volvía a pronunciar palabra, ni una, durante toda la hora que duraba la sesión.
«Sólo sonríe —informó Colin—. Yo digo algo y él sonríe. Y al final dice: "Se ha acabado el tiempo, hasta el jueves que viene"».
Colin regresaba a casa desde Maystock y se dirigía derecho adonde estuviera su madre. Allí se ponía a hablar de lo que había sido incapaz de contarle al doctor David. Vomitaba las quejas, las angustias, la ira que Frances habría deseado que descargara sobre los profesionales hombros del doctor David, que se limitaba a callar, de manera que Colin también guardaba silencio, frustrado y furioso. Le gritaba a su madre que aquel hombre estaba torturándolo, y que la culpa era del colegio por haberlo mandado a la clínica Maystock. También le achacaba a ella el que estuviera hecho un lío. ¿Por qué se había casado con Johnny? Con ese comunista… Todo el mundo sabía lo que era el comunismo, pero aun así ella se había casado con él, con Johnny, un miserable comisario fascista, y al casarse había ocasionado que toda la mierda cayera sobre él, Colin, y su hermano Andrew. Eso le recriminaba a voces en medio de la habitación, aunque en realidad no le gritaba a ella sino al doctor David, porque por lo general se lo guardaba todo y necesitaba desahogarse. Durante el trayecto en el lento tren que lo llevaba a Londres, ensayaba sus acusaciones contra el mundo, su padre y su madre para contárselas al doctor David, pero éste se limitaba a sonreír. De manera que tenía que despacharse, y lo hacía con su madre. «Y mira —gritaba en una visita tras otra—, mira esta casa llena de gente que no tiene derecho a estar aquí». ¿Por qué estaba allí Sylvia? No formaba parte de la familia. Les sacaba lo que podía, como todos los demás, y Geoffrey llevaba años chupándoles la sangre. ¿Había calculado Frances lo que había gastado en Geoffrey durante todos esos años? Esa pasta les habría alcanzado para comprar una casa como la de Julia. ¿Por qué vivía Geoffrey allí? Todo el mundo lo consideraba su amigo, pero a él nunca le había caído bien. Era el colegio el que había decidido que fuese su amigo: Sam había resuelto que se complementaban, en otras palabras, que no tenían una puta mierda en común pero que les convenía estar juntos. Pues bien, a él, Colin, no le había convenido, y Frances era una cómplice del colegio, siempre lo había sido, a veces trataba más como un hijo a Geoffrey que a él mismo. Y en cuanto a Andrew, se había pasado un año entero tirado en la cama y fumando porros, ¿y sabía Frances que había probado la coca? ¿No? En ese caso, ¿por qué no lo sabía? Nunca se enteraba de nada, dejaba que las cosas sucedieran sin más, y Rose, ¿qué hacía viviendo en la casa, a costa de todos ellos, chupando del bote? No la quería allí, la detestaba. ¿Sabía Frances que nadie tragaba a Rose? Y sin embargo seguía en el sótano, se había apoderado del apartamento, y si alguien asomaba la cabeza por la puerta, le gritaba que se largara. Todo era culpa de Frances, a veces le parecía que él era la única persona cuerda en la casa, y paradójicamente tenía que ir a Maystock para que el doctor David lo torturase.
Al escuchar a Colin, que mientras despotricaba se quitaba y se ponía las gafas de montura negra, gesticulaba furiosamente y se paseaba arriba y abajo por la habitación, Frances estaba oyendo lo que ningún ser humano (salvo el doctor David y sus colegas, desde luego) debería oír jamás: los pensamientos sin censurar de otra persona. Seguramente no se diferenciaban mucho de los pensamientos de cualquiera cuando estaba exasperado. Era una suerte no tener que oír lo que los demás pensaban de una, como oía ahora a Colin. La diatriba duraba aproximadamente una hora, lo mismo que la sesión con el doctor David. Después decía con voz normal, casi amistosa: «He de irme», o: «Me quedaré esta noche y tomaré el primer tren de la mañana», y el Colin que Frances conocía regresaba e incluso sonreía, aunque con un aire de desconcierto y frustración. La tormenta debía de dejarlo absolutamente agotado. «No estás obligado a ir a Maystock —le recordaba ella—. Puedes negarte. ¿Quieres que les diga que has decidido no volver?»
Sin embargo, Colin no quería renunciar a sus dos viajes semanales a Londres para ir a la clínica Maystock, para verla a ella, Frances lo sabía, porque sin la frustración de la hora con el analista no habría podido gritarle ni ponerla verde, decirle las cosas que pensaba desde hacía tiempo pero que nunca había sido capaz de soltar.
Después de aguantar berridos durante una hora, Frances se quedaba tan destrozada que se metía en la cama o se dejaba caer en un sillón. Una noche, cuando estaba sentada en la oscuridad, Julia llamó, abrió la puerta y vio a Frances entre las sombras. Encendió la luz. Había oído los gritos que Colin le pegaba a su madre y se había disgustado, pero no había bajado por eso.
—¿Sabes que Sylvia todavía no ha vuelto?
—Sólo son las diez.
—¿Puedo sentarme? —Lo hizo, estrujando un pañuelo sobre el regazo—. Es demasiado joven para estar fuera hasta tan tarde con esa gentuza.
Después de clase, Sylvia solía ir a cierto piso de Camden Town donde Jake y sus compinches pasaban la mayor parte de las tardes y las noches. Echaban las cartas, algunos profesionalmente, o escribían el horóscopo para los periódicos, participaban en ritos iniciáticos casi siempre inventados por ellos, practicaban el espiritismo, bebían misteriosos brebajes con nombres como Bálsamo Espiritual, o Combinado Mental, o Esencia de la Verdad —por lo general simples mezclas de hierbas o especias— y vivían en un mundo trascendente, lleno de significado e inaccesible para la mayoría de los mortales. Sylvia les caía bien. Era la mascota del grupo, la neófita que todo iluminado desea como discípula, y en consecuencia le confiaban secretos sólo aptos para las mentes superiores. Ella les tenía simpatía porque la aceptaban, porque siempre la recibían con los brazos abiertos.
Seguía siendo responsable: telefoneaba para avisar que regresaría más tarde de lo previsto y, si se quedaba más tiempo del que había dicho, llamaba de nuevo a Julia. «Si quieres estar con esa gente, ¿qué puedo hacer, Sylvia?», le decía Julia.
A Frances no le gustaba la situación, pero sabía que la chica acabaría por entrar en razón.
Para Julia, en cambio, era una tragedia; su pequeña oveja descarriada, embaucada por unos locos perversos.
—Esa gente no es normal, Frances —se lamentó esa noche, angustiada, al borde del llanto.
Frances no preguntó: «¿Y quién lo es?», pues Julia habría empezado a formular definiciones. Sabía que la vieja había bajado para algo más, así que aguardó.
—¿Y cómo es posible que un hijo le hable a su madre como Colin te habla a ti?
—Tiene que desahogarse con alguien —argumentó Frances.
—Pero es ridículo; las cosas que dice… Lo he oído todo, lo ha oído toda la casa.
—Me dice lo que no puede decirle a Johnny.
—Para mí es increíble que se permita a los jóvenes comportarse de esa manera. ¿Por qué?
—Están hechos un lío —dijo Frances—. Es curioso, Julia, ¿no le parece extraño?
—Me parece que se comportan de una forma muy extraña, desde luego —repuso Julia.
—No, escuche, estaba pensando en otra cosa. Son unos privilegiados, lo tienen todo, mucho más de lo que tuvimos nosotras… Bueno, quizá su situación fuera diferente.
—No, yo no me compraba un vestido nuevo cada semana. Y no robaba. —Julia alzó la voz—. Tu cocina está llena de ladrones, Frances. Son todos unos ladrones sin escrúpulos; si quieren algo, van y lo roban.
—Andrew no. Y Colin tampoco. Y dudo que Sophie haya robado alguna vez.
—La casa está llena de… Les permites que se queden, que se aprovechen de ti, y son un hatajo de ladrones y embaucadores. Ésta era una casa honorable. Nuestra familia era honorable, y todo el mundo nos respetaba.
—Sí, y me pregunto por qué son así. Tienen tantas cosas, muchas más de las que tuvo cualquier generación anterior, y sin embargo están…
—Hechos un lío —concluyó Julia, levantándose para irse. No obstante, se quedó de pie ante Frances, con las manos separadas como si sujetara algo invisible (¿una persona?) y lo estrujase como un trapo—. Es una buena expresión: «hechos un lío». Y yo sé por qué. Es el resultado de dos guerras terribles. Decías que Colin está trastornado, ¿no? Son los hijos de la guerra. ¿Crees que después de dos guerras semejantes, horribles, verdaderamente horribles, uno puede decir: «Muy bien, todo ha terminado, volvamos a la normalidad.»? No, ahora nada es normal. Los jóvenes no son normales. Y tú también… —Se interrumpió, y Frances se quedaría sin oír lo que pensaba de ella—. Y ahora Sylvia con esos espiritistas… ¿Sabes que apagan las luces, se sientan tomados de la mano y una idiota finge hablar con un fantasma?
—Sí, lo sé.
—Y te quedas tan tranquila, te limitas a escuchar, como siempre, pero no haces nada para detenerlos.
—No podemos hacer nada para detenerlos, Julia —replicó Frances.
—Yo detendré a Sylvia. Le diré que si quiere salir con esa gentuza, tendrá que volver a la casa de su madre.
La puerta se cerró y Frances dijo en voz alta, a la habitación vacía:
—No, Julia, no lo harás; estás refunfuñando como una vieja arpía, para desfogarte.
Bien entrada la noche, mientras el «ésta era una casa honorable» de Julia le resonaba todavía en los oídos, Frances oyó el timbre y bajó a abrir. En el umbral había dos chicas de unos quince años, y su actitud hostil y exigente puso a Frances en guardia.
—Déjenos entrar. Rose nos espera.
—Pues yo no os esperaba. ¿Quiénes sois?
—Rose dice que podemos vivir aquí —respondió una de ellas, aparentemente dispuesta a abrirse paso a empujones.
—Rose no es nadie para decidir quién puede vivir aquí y quién no —repuso Frances, sorprendida de su propia firmeza. Luego, mientras las chicas titubeaban, añadió—: Si queréis ver a Rose, volved mañana a una hora razonable. Supongo que ya estará durmiendo.
—No, no es verdad.
Frances se volvió hacia la ventana del apartamento del sótano y vio a Rose gesticulando enérgicamente.
—Ya os dije que era una vieja bruja —oyó.
Las chicas miraron a Rose con expresión de «qué se puede esperar» y se marcharon.
—Cuando ganemos la revolución se va a enterar —espetó una en voz alta, por encima del hombro.
Frances fue directamente a ver a Rose, que la esperaba, temblando de furia. Su negra melena, que el corte Evansky ya no conseguía mantener a raya, estaba erizada; tenía la cara roja y parecía a punto de saltar sobre Frances.
—¿Cómo te atreves a decirle a alguien que puede vivir aquí?
—Es mi apartamento, ¿no? Pues en él puedo hacer lo que quiera.
—No es tu apartamento. Sólo te lo hemos cedido hasta que termines los estudios. Pero si alguien necesita la segunda habitación, se instalará en ella.
—Voy a alquilarla —anunció Rose.
Frances enmudeció de asombro, incapaz de creer lo que estaba oyendo, aunque era muy típico de Rose. Notó que la chica adoptaba una actitud triunfal al ver que no la contradecía.
—No te cobramos nada por el apartamento —señaló—. Vives aquí sin pagar un penique, de modo que ¿cómo se te ocurre pensar que te permitiremos alquilar una habitación?
—¡No me queda otro remedio! —gritó Rose—. Lo que me pasan mis padres no me alcanza para vivir. Es una miseria. Son unos tacaños.
—¿Para qué necesitas más si tienes casa y comida gratis y te pagan los estudios?
—Hijos de puta, sois todos unos hijos de puta —Rose estaba histérica, fuera de sí—. Te da igual lo que les pase a mis amigas. No tienen adonde ir. Han estado durmiendo en un banco de King’s Cross. Supongo que te gustaría verme allí a mí también.
—Puedes irte cuando quieras —repuso Frances—. No pienso retenerte.
—Primero tu querido Andrew me deja preñada y después tú me echas a la calle.
Frances se sorprendió, pero enseguida se dijo que no era verdad…, aunque recordó que Jill había tenido un aborto sin que ella se enterase. Rose sacó ventaja de su momento de vacilación.
—Y fíjate en Jill, la obligasteis a abortar contra su voluntad.
—Yo no sabía que estaba embarazada. No sabía nada al respecto —replicó Frances, y entonces cayó en la cuenta de que intentaba razonar con Rose, cosa que nadie en su sano juicio trataría de hacer.
—Claro, y supongo que tampoco sabías nada de lo mío, ¿no? Mucha zalamería, mucho «sed buenos con Rose», pero lo único que te importaba era proteger a Andrew.
—Mientes —replicó Frances—. Sé que mientes. —Aun así se asustó de nuevo: Colin le había dicho que no se enteraba de nada; ¿y si Andrew había dejado embarazada a Rose? Pero no, se lo habría contado.
—No seguiré aquí para que me trates como un trapo. Sé muy bien cuándo estoy de más.
Frances se rió de esa ridicula declaración, aunque también por el alivio que le producía la perspectiva de que Rose se marchara. La magnitud de ese alivio le indicó hasta qué punto su presencia constituía una carga para ella.
—¡Estupendo! —exclamó—. Estoy de acuerdo contigo. Evidentemente, lo mejor que puedes hacer es irte. Cuando te venga bien.
Y empezó a subir la escalera en medio de un silencio semejante al que aseguran que reina en el ojo de una tormenta. Echó un último vistazo a Rose y advirtió que había alzado el rostro como para rezar… y entonces aulló.
Frances cerró la puerta, corrió a su habitación y se arrojó sobre la cama. «Ay, Dios, ojalá nos libremos de Rose —pensó—. Ojalá se largue». Pero enseguida recuperó la sensatez: «Por supuesto que no se irá».
Oyó que subía corriendo por la escalera y llamaba a la puerta de Andrew. Permaneció largo rato allí. La casa entera retumbó con sus sollozos, sus gritos, sus amenazas.
Bastante después de medianoche volvió a pasar por delante de las habitaciones de Frances, y luego reinó el silencio.
Se oyó un golpe en la puerta: era Andrew. Estaba pálido de agotamiento.
—¿Puedo sentarme? —Se sentó—. No tienes idea de lo gracioso que resulta verte en este ambiente inverosímil —añadió guardando la compostura a pesar de las circunstancias.
Frances pensó en el aspecto que debía de presentar, descalza, con unos tejanos desgastados y un viejo jersey, y luego miró los muebles de Julia, más propios de un museo. Esbozó una sonrisa y sacudió la cabeza con un gesto que significaba: «Es demasiado».
—Dice que la has echado.
—Ojalá fuese así. Ha sugerido que se marchaba.
—Me temo que no lo hará.
—Dice que la dejaste embarazada.
—¿Qué?
—Lo ha dicho.
—No hubo penetración —aseguró Andrew—. Fue un simple magreo, nos metimos mano durante una hora, más o menos. Es increíble lo que ocurre en esos cursillos izquierdosos de verano… —Canturreó—: Cada pequeña ráfaga de aire parece murmurar: sexo, sexo, sexo, por favor.
—¿Qué vamos a hacer? ¡Dios! ¿Por qué no la echamos?
—Si la obligamos a irse, vivirá en la calle. No volverá a su casa.
—Supongo que tienes razón.
—Sólo será un año. Habrá que armarse de paciencia.
—Colin está furioso; no quiere que viva aquí.
—Lo sé. ¿Olvidas que todos lo hemos oído quejarse de la vida? Y de Sylvia. Y probablemente de mí también.
—Sobre todo de mí.
—Ahora voy a advertirte que si vuelve a insinuar que la dejé embarazada… Espera, supongo que también la forcé a abortar, ¿no?
—No lo ha dicho, pero puedes estar seguro de que lo dirá.
—Joder, es una pequeña arpía.
—Y hábil, además. Nadie se atreve a plantarle cara.
—Yo sí, ya verás.
—¿Qué vas a hacer? ¿Llamar a la policía? A propósito, ¿dónde está Jill? Es como si se la hubiese tragado la tierra.
—Rose y ella discutieron. Supongo que se la quitó de encima.
—¿Y dónde se ha metido? ¿Alguien lo sabe? En teoría, estoy in loco parentis.
—«Loco» es una palabra acertada en este contexto —bromeó Andrew.
Frances empezaba a percartarse de que, aunque «los críos» la veían como una especie de benevolente fenómeno de la naturaleza y sacaban buen provecho de su suerte, ella no era ni mucho menos la única persona in locoparentis. Al final del verano había recibido una carta de una inglesa que vivía en Sevilla y había escrito para contarle lo mucho que había disfrutado con la compañía de Colin, el encantador hijo de Frances. (¿Colin encantador? Desde luego, en casa no lo era). «Este verano nos tocó un grupo precioso. No siempre es tan sencillo. ¡Algunos tienen un montón de problemas! Me parece curioso cómo se instalan en casa de los padres de sus amigos. Mi hija pone excusas para no venir a verme. Tiene un hogar alternativo en Hampshire, en casa de un ex novio. Así están las cosas, y supongo que hay que tomarlas como vienen».
Una carta de Carolina del Norte. «¡Hola, Frances Lennox! Tengo la sensación de que te conozco muy bien. Geoffrey Bone ha pasado varias semanas aquí, con un grupo de jóvenes de distintas partes del mundo, para participar en la lucha por los derechos civiles. Todos los jóvenes perdidos y descarriados llaman a mi puerta… No, no me refiero a Geoffrey, que es el chico más divino que he conocido en mi vida. Pero yo los recojo, como tú y mi hermana Fran en California. Pete, mi hijo, viajará a Gran Bretaña el verano que viene, y estoy segura de que se presentará en tu casa».
Desde Escocia, Irlanda, Francia…, cartas que iban a parar a una carpeta con otras semejantes que recibía desde hacía años, desde la época en que prácticamente no veía a Andrew.
Así fue como las madres sustitutas, las «madrestierra» que proliferaban en los sesenta, comenzaron a cobrar conciencia de que no estaban solas y a entender que formaban parte de un fenómeno mundial: el espíritu de los tiempos entraba en escena otra vez. Trabajaban en red antes de que esa expresión se incorporase al lenguaje. Componían una red de educadoras, de educadoras neuróticas. Como habían conjeturado «los críos», Frances intentaba superar un complejo de culpa que se remontaba a su infancia. (Ella había respondido que no le habría sorprendido en absoluto). La hipótesis de Sylvia discurría por una «línea» diferente. (El origen de la palabra «línea» había que buscarlo en la jerga del partido). Gracias a sus geniales amigos místicos, había descubierto que Frances trabajaba en su karma, que había resultado dañado en una vida anterior.
En una de las visitas que hacía para gritarle a su madre, Colin llegó acompañado por Franklin Tichafa, de Zimlia, una colonia británica que según Johnny estaba a punto de seguir los pasos de Kenia. También lo aseguraban los periódicos. Franklin era un chico negro regordete y risueño. Colin le advirtió a su madre que no emplease la palabra «chico» debido a sus connotaciones despectivas.
—No es un hombre, ¿verdad? —repuso Frances—. Si no puedo usar la palabra «chico» para referirme a alguien de dieciséis años, ¿a quién iba a aplicársela?
—Lo hace adrede —dijo Andrew—, para incordiar.
En parte era verdad. En el pasado Johnny solía quejarse de que Frances se mostraba políticamente obtusa a propósito, para avergonzarlo delante de sus camaradas, y lo cierto era que en alguna ocasión lo había hecho, como en ese momento.
A todo el mundo le caía bien Franklin, que se llamaba así en honor a Roosevelt y «hacía» Letras en Saint Joseph para complacer a sus padres, si bien planeaba estudiar Economía y Ciencias Políticas una vez que fuese a la universidad.
—Todos estudiáis lo mismo —observó Frances—, Ciencias Políticas y Economía. Lo increíble es que alguien quiera cursar esa carrera con lo mal que hacen las cosas los que la estudiaron, sobre todo los economistas.
Se trataba de un comentario tan adelantado a su época que los jóvenes lo dejaron correr, o quizá ni siquiera le prestaron atención.
La noche de la primera visita de Franklin, Colin no subió a ver a Frances para la habitual sesión de acusaciones: no había ido a Maystock. Franklin se había acostado en el suelo de su habitación, en un saco de dormir. Frances los oía hablar y reír justo encima de su cabeza… Su agotado corazón empezó a tranquilizarse, y pensó que lo que Colin necesitaba era un buen amigo, alguien que riera mucho: tonteaban a menudo, y como todos los jóvenes de su sexo (o chicos), se zarandeaban, se empujaban y jugaban con brusquedad.
Franklin volvió una y otra vez, y Colin se declaró harto de Maystock. Una vez había pillado al doctor David durmiendo mientras él se removía en el diván, esperando que el gran hombre le dirigiera la palabra.
—¿Cuánto le pagáis? —preguntó.
Frances se lo dijo.
—Vaya chollo de trabajo —observó Colin.
¿Estaba guardándose sus sentimientos de nuevo, o había desfogado toda su furia en aquellas noches de acusaciones contra su madre? Frances lo ignoraba, pero no había mejorado en los estudios y al parecer se proponía dejarlos.
Fue Franklin quien le advirtió que sería una tontería.
—No lo hagas. Cuando seas mayor lo lamentarás.
Ese último comentario era una cita. En cualquier grupo de jóvenes, los dichos, toques de atención y consejos que han salido de boca de los padres se repiten luego en la de los hijos en tono humorístico, burlón o serio. Aquel «cuando seas mayor lo lamentarás» lo había pronunciado la abuela de Franklin al amor de la lumbre —un tronco ardiendo en el centro de la choza— en una aldea donde las cabras se colaban en las casas en la esperanza de encontrar algo que mereciera la pena robar. Una ansiosa mujer negra, a quien Franklin le había dicho que no quería aceptar la beca para Saint Joseph —estaba muerto de miedo—, había sentenciado: «Cuando seas mayor lo lamentarás».
—Ya soy mayor —replicó Colin.
Otra vez noviembre, oscuro y lluvioso. Como era fin de semana, todo el mundo estaba allí. Sylvia se había sentado a la izquierda de Frances, y los presentes fingían no notar que luchaba con la comida. Había abandonado el mágico círculo de amigos, que eran incapaces de decir algo sin lanzar una mirada sugestiva y adoptar un tono solemne. Al igual que Julia, había comentado: «No son buena gente».
Jake había ido a ver a Frances, visiblemente nervioso.
—Hay un problema, Frances. Es cultural. Creo que en Estados Unidos somos menos inhibidos que aquí.
—Me temo que estoy en desventaja —repuso Frances—. Sylvia no nos ha explicado por qué…
—No había nada que explicar, créeme.
Sylvia le confesó a Andrew que lo que la había «alterado» no eran los salvajes ritos satánicos que los demás habían imaginado y sobre los que bromeaban mientras ella los reconvenía por tontos, ni las sesiones de espiritismo que habían salido mal —o bien, según se mirase, ya que habían aparecido vociferantes fantasmas con un mensaje urgente que transmitir, como el de que Sylvia debía vestir siempre de azul y llevar un amuleto con una turquesa—, sino el hecho de que Jake la hubiera besado tras asegurarle que a su edad ya no le convenía ser virgen. Ella lo había abofeteado con todas sus fuerzas y lo había tachado de viejo verde. Aunque para Andrew estaba claro que Jake intentaba iniciarla en arcanos placeres sexuales, Sylvia dijo: «Podría ser mi abuelo».
Y era verdad, O casi.
Andrew había ido a pasar el fin de semana en Londres porque Colin le había telefoneado para comunicarle que Sylvia estaba sufriendo una recaída. No cabía duda de que Colin estaba preocupado, así que: ¿en qué quedaban todas sus rabietas por la presencia de Sylvia en la casa? «Tienes que venir, Andrew. Tú siempre sabes qué hacer». ¿Y Julia? ¿Acaso ella no sabía qué hacer? Por lo visto, ya no. Al enterarse de que Sylvia se encerraba en su habitación noche tras noche y se negaba a salir, había dicho en tono de tristeza, que al parecer últimamente era el único que adoptaba su voz:
—Ya ves, Sylvia, es lo que ocurre cuando una se junta con gente de esa calaña.
—Pero no pasó nada, Julia —había murmurado Sylvia, tratando de abrazar a la anciana.
Los brazos de Julia, que hasta hacía muy poco solían estrecharla con total naturalidad, ahora la rodearon, mas no de la misma manera, y Sylvia lloró en su habitación por el reproche implícito en la rigidez de esos viejos brazos.
Sylvia, sentada con el tenedor en la mano, hacía girar un trozo de patata cocida en crema de leche, como a ella le gustaba.
Andrew se encontraba a su lado. Colin se había acomodado entre él y Rose. No se miraron ni se dirigieron la palabra. James había llegado del instituto y también dormiría en el suelo del salón. Enfrente de Rose estaba Franklin, que había bebido de más. Sobre la mesa había varias botellas de vino, regalo de Johnny, que ocupaba su puesto en la ventana. Al lado de Franklin se hallaba Geoffrey, ya en su primer trimestre en la facultad de Economía. Vestido con ropa de una tienda de excedentes del ejército, parecía un guerrillero. Su presencia allí se debía a que se había encontrado con Johnny en el Cosmo y se había enterado de que éste acudiría a cenar a la casa. Sophie no estaba, pero unas horas antes había visitado a su querida Frances. Atravesaba una mala racha, no en la escuela de arte dramático, donde le iba de maravilla, sino por culpa de Roland Shattock. Esa noche iría con él a una discoteca. Junto a Frances estaba Jill, que había reaparecido esa tarde y había preguntado con timidez si podía quedarse a cenar. No presentaba buen aspecto y llevaba una venda en la muñeca izquierda. Rose la había recibido con un «¿Qué haces tú aquí?». Jill esperó a que hubiese suficiente ruido y risas para preguntarle a Frances:
—¿Me permites quedarme a vivir en la habitación libre del sótano? Eres tú quien decide quién puede instalarse allí, ¿no?
Por desgracia Colin había dicho que quería que Franklin pasase las fiestas con ellos y se alojase en esa habitación. Y era obvio que Jill y Rose no podían estar juntas.
—¿Piensas volver al instituto? —preguntó Frances.
—No sé si me aceptarían —respondió Jill, con una expresión de timidez y súplica que parecía significar. «¿Les pedirás que me acepten?»
Pero ¿dónde iba a vivir?
—¿Has estado en el hospital?
La chica asintió.
—Durante un mes entero —susurró. Eso significaba que había estado en una unidad de psiquiatría y que esperaba que Frances lo entendiera—. ¿Me dejarías dormir en el salón?
Andrew, aparentemente concentrado en Sylvia, animándola, riendo cuando ella bromeaba sobre sus problemas, también estaba pendiente de la conversación entre su madre y Jill. Buscó la mirada de Frances y negó con la cabeza. Un ademán con el pulgar señalando el suelo no habría sido más elocuente que aquel «no» casi imperceptible que pretendía pasar inadvertido. Sin embargo, Jill lo vio. Se quedó callada, mirando hacia abajo con labios temblorosos.
—El problema es que no tenemos dónde meterte —explicó Frances. Además no creía que Jill fuera capaz de seguir estudiando, aunque ella consiguiera que la readmitieran en el instituto. ¿Qué debía hacer?
Este pequeño drama transcurría en el extremo de la mesa que correspondía a Frances; en el otro reinaban el bullicio y el buen humor. Johnny les contaba su viaje a la Unión Soviética con una delegación de bibliotecarios y hacía bromas a costa de los no militantes, que habían metido la pata una y otra vez. Uno había pedido que le confirmasen —en una asamblea de la Sociedad de Escritores Soviéticos— que en la Unión Soviética no había censura. Otro había preguntado si el Estado soviético, «al igual que el Vaticano», había elaborado una lista de libros prohibidos.
—Realmente hicieron gala de una ingenuidad política imperdonable —afirmó Johnny.
A continuación hablaron de las elecciones recientes, que habían devuelto el poder al Partido Laborista. Johnny había participado activamente; se trataba de un asunto complejo, puesto que aunque saltaba a la vista que los laboristas representaban una amenaza mayor para las masas trabajadoras que los conservadores (ya que confundían a la gente con fórmulas incorrectas), se habían visto obligados a apoyarlos por motivos estratégicos. James escuchaba los pormenores de este problema como si se tratara de su música favorita. Johnny lo había saludado con una cordial inclinación de la cabeza y una palmada en el hombro, pero en ese momento prestaba atención al recién llegado, Franklin, al que aún tenía que ganarse. Pronunció un breve discurso sobre la política colonialista en Zimlia, rememoró los delitos de la política colonialista en Kenia, recreándose especialmente en los peores actos británicos, y comenzó a exhortar a Franklin para que luchase por la libertad de su país.
—Aunque los movimientos nacionalistas de Zimlia no están tan desarrollados como el de los Mau-Mau, sois vosotros, los jóvenes, quienes debéis liberar a vuestro pueblo de la opresión. —Johnny sostenía una copa en una mano, la izquierda, y estaba inclinado hacia delante, mirando a Franklin a los ojos mientras lo señalaba con el índice de la mano derecha, como apuntándole con un revólver. Franklin se removía en su silla con una sonrisa de incomodidad, hasta que dijo: «Disculpe», y se marchó… De hecho, fue al baño, pero dio la impresión de que huía, y cuando regresó le alargó el plato a Frances para que le sirviese otra ración, sin mirar a Johnny, que estaba esperándolo.
—En África, la historia ha depositado sobre los hombros de tu generación una responsabilidad mayor que la que han asumido las anteriores. Cómo me gustaría ser joven de nuevo, cómo me gustaría tener todo el futuro por delante.
Por una vez sus rasgos, casi siempre rígidos en una expresión de autoridad marcial, se suavizaron para reflejar añoranza. Los años pasaban y Johnny ya era un combatiente maduro; cuánto debía de detestar su condición, pensó Frances, pues todos los días llegaban noticias sobre nuevos abanderados jóvenes de la Revolución que poco a poco estaban eclipsando a Johnny. En ese momento Franklin levantó su copa, con un ademán ampuloso que pareció paródico.
—¡Por la Revolución en África! —brindó y se desplomó sobre la mesa, sin sentido.
Mientras, en la otra punta Jill se levantaba y decía:
—Perdón, perdón, he de irme.
—¿Quieres quedarte esta noche? Puedes dormir con James en el salón.
Jill, de pie, negaba con la cabeza y trataba de sujetarse con una mano —casualmente— del brazo de Frances, cuando de repente se desmayó a los pies de ésta.
—Qué follón —comentó Johnny, fascinado, y observó a Geoffrey y a Colin mientras despertaban a Franklin y le daban agua al tiempo que Frances levantaba a Jill.
Rose permaneció sentada, como si nada hubiera ocurrido. Sylvia murmuró que quería irse a la cama, y Andrew la acompañó.
Llevaron a Franklin a la segunda habitación del sótano y dejaron a Jill en el salón, dentro de un saco de dormir. James aseguró que cuidaría de ella, pero se durmió en el acto. Más tarde, Frances bajó a echarle un vistazo a la chica. A la tenue luz del pasillo, Jill ofrecía un aspecto espantoso. Necesitaba cuidados.
Habría que informar a sus padres, naturalmente, que sin duda no estarían al corriente de su situación. Por la mañana le diría a Jill que regresara a su casa.
No obstante, a la mañana siguiente se había largado, había desaparecido en el salvaje y peligroso Londres, y cuando le preguntaron a Rose, ésta contestó que no era la guardiana de Jill.
Cabía esperar que Franklin estuviese nervioso por compartir el apartamento con Rose. Temían que ésta tuviese prejuicios raciales, «viniendo de donde venía…», según la sutil alusión de Andrew a su extracción social. Sin embargo, no fue así; de hecho, Rose se mostraba «amable» con Franklin.
—Está siendo muy amable —dijo Colin—, y él piensa que ella es genial.
Lo pensaba, en efecto. Era genial. Y una amistad aparentemente imposible nació entre el bonachón joven negro y la rencorosa adolescente, cuya ira burbujeaba y bullía con la misma fiabilidad que la mancha roja de Júpiter.
Frances y sus hijos se maravillaron, porque les costaba pensar en dos personas más diferentes, pero lo cierto es que habitaban un paisaje moral similar. Rose y Franklin nunca llegarían a saber cuánto tenían en común.
Desde su llegada allí, Rose vivía poseída por una silenciosa ira ante la idea de que esa gente se arrogara el derecho de referirse a la casa como propia. Aquella casa magnífica, que parecía salida de una película, sus muebles, el dinero…, todo ello sólo constituía los cimientos de una angustia más profunda, un rencor amargo que nunca la abandonaba. El problema residía en la naturalidad con que aceptaban lo que los rodeaba, lo que daban por sentado, lo que sabían. Jamás había nombrado un libro —y durante un tiempo los había puesto a prueba mencionando títulos de los que ninguna persona sensata habría oído hablar— que no hubieran leído o que no les sonara de algo. Sabía que habían leído los libros que cubrían dos paredes del salón del suelo al techo. En una ocasión en que Frances la encontró allí, la desafió:
—¿De verdad has leído todos estos libros, Frances?
—Pues sí, creo que sí.
—¿Cuándo? ¿Tenías libros en casa cuando eras pequeña?
—Sí, al menos los clásicos. Supongo que todo el mundo los tenía en aquella época.
—¡Todo el mundo! ¡Todo el mundo! ¿Quién es todo el mundo?
—La clase media —respondió Frances, decidida a no dejarse provocar—. Y buena parte de la clase obrera.
—¡Vaya! ¿Y cómo lo sabes?
—Compruébalo —repuso Frances—. No es difícil de averiguar.
—¿Y cuándo tenías tiempo para leer?
—Veamos… —Frances rememoró la época en que los niños eran pequeños y ella pasaba mucho tiempo sola, combatiendo el aburrimiento con la lectura, y recordó que Johnny le daba la lata para que leyera esto y aquello… —Johnny fue una buena influencia —añadió, repitiéndose una vez más que debía ser justa—. Ha leído mucho, ¿sabes? Los comunistas suelen hacerlo; tiene gracia, ¿no?, pero es verdad. Me animaba a leer.
—Todos estos libros… —murmuró Rose—. Nosotros no teníamos libros.
—Si quieres, puedes recuperar el tiempo perdido —sugirió Frances—. Toma prestados los que más te gusten.
La naturalidad con que abordaban esos temas enfurecía a Rose. Parecían estar al corriente de cualquier asunto que ella mencionara, ya fuese una idea o un hecho histórico. Estaban en posesión de una especie de banco de datos: preguntara lo que preguntase, ellos lo sabían.
Rose había tomado libros de los estantes, pero no había disfrutado con ellos. No porque fuese lenta leyendo —que lo era, aunque no le faltaba tesón y perseveraba en su empeño—, sino porque mientras leía la embargaba una especie de furia que se interponía entre ella y la historia o los conocimientos que intentaba asimilar. Porque esa gente gozaba de todo aquello como si lo hubiera heredado, mientras que ella, Rose…
Al llegar y encontrarse con la compleja magnificencia de Londres, Franklin había pasado varios días temeroso, lamentándose de haber aceptado la beca. Todo aquello lo abrumaba. Su padre había sido maestro de los cursos inferiores en la escuela de una misión católica. Los sacerdotes, al reparar en la inteligencia del chico, lo habían alentado y apoyado hasta el día en que habían preguntado a una persona rica —cuyo nombre Franklin jamás conocería— si estaba dispuesta a incluir a aquel niño prometedor en su lista de protegidos. Se trataba de un compromiso caro: dos años en Saint Joseph y después, con suerte, la universidad.
Cuando Franklin regresó a su aldea, tras su paso por la escuela de la misión, se sintió secretamente avergonzado de la situación de sus padres. De hecho, todavía se avergonzaba: unas cuantas chozas de paja en la selva, sin electricidad, teléfono, agua corriente ni retretes. La tienda más cercana estaba a siete kilómetros de distancia. En comparación, la escuela de la misión parecía un lugar lujoso. Más tarde, en Londres se había llevado una violenta impresión: estaba rodeado de tal riqueza, de tales maravillas, que la misión se le antojaba miserablemente pobre. Había pasado los primeros días en la ciudad con un afable sacerdote, un amigo de los misioneros que, consciente de que estaría conmocionado, lo había llevado en autobús y en metro a los parques, los mercados, los grandes almacenes, los supermercados, el banco e incluso a restaurantes, todo ello para que se acostumbrase, pero de allí había pasado a Saint Joseph, un lugar que semejaba el mismísimo cielo: edificios como escapados de un libro ilustrado rodeados de grandes campos verdes; chicos y chicas, todos blancos salvo dos nigerianos que le resultaban tan extraños como aquéllos, y profesores muy diferentes de los padres católicos; todos tan cordiales, tan amables… Hasta entonces ningún blanco lo había tratado con amabilidad fuera de la misión. Colin se alojaba dos puertas más allá, en el mismo pasillo. Para Franklin, su habitación estaba provista de cuanto cabía desear, incluido un teléfono. Se trataba de un pequeño paraíso, aunque había oído a Colin quejarse de sus reducidas dimensiones. Cada comida era un festín —la variedad, la abundancia de los platos—, aunque había quien se lamentaba de que siempre sirvieran lo mismo. En la misión comían casi exclusivamente gachas de maíz con distintas salsas.
Poco a poco brotó en su interior un poderoso sentimiento que a veces amenazaba con salir de su boca convertido en una retahila de insultos y acusaciones, aunque mientras tanto sonreía y se comportaba de un modo agradable y sumiso. «No es justo, no está bien, ¿por qué tenéis tanto y no sabéis valorarlo?» El que no tuviesen conciencia de lo afortunados que eran le dolía, lo ofendía, lo irritaba. Y cuando iba a casa de Colin, aquella casona que se le antojaba un palacio (por tal la había tomado la primera vez que la había visto) y que estaba llena de cosas hermosas, se sentía incapaz de hablar mientras los demás bromeaban y tonteaban. Observaba al hermano mayor, Andrew, y la ternura que prodigaba a la chica que había estado enferma, y se imaginaba en el lugar de ella, sentado entre Frances y Andrew, ambos tan afectuosos, tan cordiales… Después de la primera visita se sintió igual que cuando le habían ofrecido la beca. Era demasiado para él, no estaba a la altura, ni siquiera sabía para qué servían la mitad de las cosas: los aparatos de la cocina, los muebles… A pesar de todo volvió una y otra vez, y descubrió que en esa casa lo trataban como a un hijo. Johnny representaba un problema al principio. Franklin, que había estado en contacto con sus doctrinas y su estilo de discurso, había decidido que no quería saber nada de una política que lo asustaba. Los políticos lo habían exhortado a matar blancos, pero él había conocido la bondad gracias a los curas blancos de la misión —pese a que eran muy severos—, a un anónimo benefactor blanco, y ahora a la amable gente blanca del nuevo colegio y de esa casa. Y sin embargo padecía, penaba, sufría: la envidia lo corroía. «Quiero. Quiero eso. Lo quiero. Quiero…»
Sabía que no le convenía decir lo que pensaba. Las ideas que se agolpaban en su mente eran peligrosas y no podía permitir que afloraran. Tampoco las expresaba ante Rose. Ninguno de los dos compartía con el otro las macabras y ponzoñosas escenas que se desarrollaban en su cabeza. Aun así, les gustaba estar juntos.
Tardó mucho tiempo en dilucidar cuál era la relación entre aquellos individuos y si estaban emparentados o no. No le sorprendía que hubiera tantas personas sentadas alrededor de la mesa, aunque para hallar un paralelismo tuvo que retrotraerse a su aldea, donde se recibía con cordialidad a la gente que buscaba un plato de comida y un sitio donde dormir.
En la pequeña casa que sus padres tenían en la misión, compuesta por una austera habitación y una cocina, no había sitio para la informal hospitalidad de la aldea. Sin embargo, en casa de sus abuelos, donde solía pasar las vacaciones, en torno al gran tronco que ardía durante toda la noche en medio de la choza, dormían envueltas en mantas personas que no había visto antes y que probablemente no volvería a ver: parientes lejanos que estaban de paso o amistades con problemas que buscaban refugio. Sin embargo, esa afectuosa generosidad iba unida a una pobreza de la que se avergonzaba y que —lo que era aún peor— ya no conseguía entender. ¿Sería capaz de soportar aquello cuando regresase?, se preguntaba al ver la ropa de Rose apilada sobre la cama, o las cosas que tenían los chicos del colegio: no había límites para lo que poseían y lo que esperaban poseer, mientras que él disponía de unas pocas prendas que cuidaba celosamente y que sus padres habían comprado con un enorme sacrificio.
Por no mencionar los libros de la planta alta. En la misión había una Biblia, devocionarios y un ejemplar de El viaje del peregrino, que había leído mil veces. Solía leer con semanas de retraso los periódicos que apilaban en la despensa de la misión para forrar estantes o cajones. Guardaba como un tesoro la Enciclopedia infantil Arthur Mee que había rescatado de la basura de una familia de blancos. De pronto se apoderó de él la impresión de que los sueños de su infancia se habían hecho realidad en aquellas paredes tapizadas de libros del salón. Cogió uno, lo hojeó y el precioso objeto palpitó entre sus manos. Se llevaba algunos a su habitación, procurando que Rose no lo advirtiera, porque lo había escandalizado al aseverar: «Sólo fingen que leen, ¿sabes? No es más que una farsa».
No obstante él se había reído, porque era lo que ella esperaba que hiciese: Rose era su amiga. Le dijo que la consideraba una hermana; y echaba de menos a sus hermanas.
Ese año celebrarían una Navidad auténtica, porque Colin y Andrew estarían en casa. A Sophie su madre le había dicho que, como no quería aguarle la fiesta, se iría a casa de su hermana. Estaba mejor: ya no lloraba constantemente y había empezado una terapia para «elaborar el duelo».
Puesto que Johnny pasaría una temporada en Londres entre un viaje y otro, supuestamente relevaría a Andrew en el cuidado de Phyllida.
Cuando Frances anunció que habría fiesta de Navidad, el espíritu de la frivolidad se manifestó de inmediato en las caras y los ojos de los jóvenes, así como en los chistes con que se burlaban del acontecimiento, aunque se esforzaban por moderarse para no quitarle la ilusión a Franklin. Estaba impaciente por participar en los festejos que anunciaban la prensa y la televisión y que llenaban ya las tiendas de deslumbrantes colores. También sentía pena, porque habría que hacer regalos y él disponía de muy poco dinero. Al ver que su chaqueta era demasiado fina y que carecía de jerséis de abrigo, Frances le había anticipado su regalo de Navidad: dinero para ropa. Lo guardaba en un cajón, y en ocasiones se sentaba en la cama y jugueteaba con él una y otra vez, como una gallina vigilando sus huevos. Tener esa suma de dinero en sus manos, sus manos, formaba parte del milagro que significaba para él la Navidad. Sin embargo, Rose abrió la puerta, lo vio inclinado sobre el cajón del dinero, se abalanzó sobre éste y lo contó.
—¿Dónde lo has robado?
Aquello se parecía tanto a lo que había aprendido a esperar de los blancos que tartamudeó:
—Pero amita, amita…
Rose, que no entendía a qué venía aquello, insistió:
—¿De dónde lo has sacado?
—Me lo ha dado Frances para que me compre ropa.
La cara de la chica se encendió de ira. Frances nunca le había ofrecido una suma semejante; sólo lo suficiente para un vestido de Biba y otro corte de pelo en Evansky.
—No necesitas comprar ropa —dijo ella.
Estaba sentada al lado de Franklin, tan cerca que las dudas de éste sobre sus posibles prejuicios raciales se desvanecieron. Ninguna persona de la colonia, ni siquiera los curas blancos, se sentaría tan cerca de un negro con esa actitud despreocupada y cordial.
—Hay cosas mejores en que gastar el dinero —añadió Rose. Se lo devolvió de mala gana y lo observó meterlo de nuevo en el cajón.
Esa noche Geoffrey les hizo una visita y se sumó al plan de Rose para equipar a Franklin. Al ingresar en la facultad de Economía, se había alegrado de constatar que el hurto de ropa, libros y lo que fuese que a uno le apeteciera se consideraba un medio válido para socavar el sistema capitalista. Pagar por algo era…, en fin, el colmo de la ingenuidad política. No, uno «liberaba» los objetos: la vieja jerga de la Segunda Guerra Mundial volvía a estar vigente.
Geoffrey acudiría a la fiesta —«Hay que estar en casa por Navidad»— y ni siquiera había prestado atención a lo que había dicho Franklin.
James dijo que estaba seguro de que sus padres no notarían su ausencia: iría a verlos por Nochevieja.
También estaría Lucy, de Dartington; cuyos padres se marchaban a China en una misión humanitaria.
Daniel, que debía regresar a su casa, pidió que le guardasen un trozo de pastel.
Habían recibido una conmovedora carta de Jill. Pensaba mucho en todos. Eran sus únicos amigos. «Por favor, escribidme. Por favor, enviadme dinero». Sin embargo, su dirección no constaba en el sobre.
Frances escribió a los padres de Jill preguntándoles si la habían visto. Ya les había escrito con anterioridad para confesarles que no había logrado convencerla de que siguiera estudiando. En esa ocasión le habían contestado: «No se culpe, señora Lennox. Nosotros nunca conseguimos que hiciera nada de provecho». Esta vez, la carta decía: «No, Jill no se ha dignado ponerse en contacto con nosotros. Le agradeceremos que nos avise si se deja caer por su casa. En Saint Joseph no saben nada de ella. Nadie sabe nada».
Frances escribió a los padres de Rose para comunicarles que a su hija le había ido bien en el primer trimestre. La respuesta de los padres fue: «Quizá no lo sepa, pero no hemos tenido noticias de nuestra hija, de manera que le agradecemos su carta. El instituto nos envió sus calificaciones. Suponemos que usted habrá recibido una copia. Fue una agradable sorpresa. Rose solía jactarse —al menos eso nos parecía a nosotros— de las malas notas que sacaba».
Sylvia también había hecho progresos. Esto se debía en parte al apoyo de Julia, pese a que se había vuelto menos incondicional en los últimos tiempos. Sylvia había subido a hablar con ella otra vez, y con voz temblorosa por el afecto y las lágrimas, había suplicado: «Por favor, Julia, no siga enfadada conmigo. No puedo soportarlo».
Se habían fundido en un abrazo, y la intimidad entre ellas se había reinstaurado casi por completo. Casi. Un pequeño resquemor enturbiaba la felicidad de Julia: la chica había dicho que «quería ser religiosa». Las historias de Franklin sobre los jesuítas que lo habían rescatado la habían conmovido profundamente, tanto que había decidido convertirse al catolicismo. Julia le contó que sus padres la habían mandado a misa los domingos, pero que «prácticamente no había pasado de ahí». No obstante, suponía que aún podía considerarse católica.
Sylvia, Sophie y Lucy pasaron la Nochebuena decorando un pequeño pino para el alféizar de la ventana y ayudando a Frances con los preparativos de la comida navideña. Se permitieron comportarse otra vez como niñas. Frances habría jurado que esas criaturas alegres y risueñas contaban once o doce años. Las engorrosas tareas de la cocina se convirtieron en una aventura salpicada de chistes y diversión. Franklin subió, atraído por el jolgorio. Geoffrey y James, que dormirían en el salón, y luego Colin y Andrew se entregaron con entusiasmo a la tarea de pelar castañas y mezclar el relleno. Al final, todos prorrumpieron en ovaciones al ver sobre la bandeja del horno el pavo untado con mantequilla y aceite.
Los preparativos se prolongaron y se hizo tarde. Sophie dijo que no necesitaba volver a casa, porque había llevado el vestido que se pondría el día siguiente. Cuando Frances se metió en la cama alcanzó a oír a los chicos en el salón de abajo, celebrando una fiesta anticipada. Pensó en cómo se sentiría Julia, dos pisos más arriba, sabiendo que su pequeña Sylvia estaba con otros y no con ella… Aunque Julia había avisado que no asistiría a la comida de Navidad, invitó a todo el mundo a una auténtica merienda navideña en el salón, que en ese momento se hallaba atestado de jóvenes emborrachándose.
Al igual que millones de mujeres de todo el mundo, la mañana de Navidad, Frances bajó a la cocina sola. A través de la puerta del salón, entornada presumiblemente para permitir la entrada de aire fresco, se entreveían figuras acurrucadas.
Frances se sentó a la mesa con un cigarrillo y una taza de té cargado que le hizo evocar las colinas donde incontables mujeres explotadas recogían las hojas para aquel exótico lugar: Occidente. En la casa reinaba un silencio absoluto… No, oyó pasos, y un instante después apareció Franklin, con una sonrisa de oreja a oreja. Vestido con una flamante chaqueta y un jersey grueso, alzó un pie por vez para lucir los zapatos y los calcetines nuevos; se levantó el jersey, enseñándole una camisa de cuadros, y luego ésta, a fin de mostrarle una camiseta de color azul subido. Se abrazaron. Frances sintió que estrechaba entre sus brazos la mismísima encarnación del espíritu navideño, porque el chico estaba tan contento que comenzó a reír y aplaudir.
—Frances, Frances, madre Frances. Eres nuestra madre, eres una madre para mí.
Frances detectó una inconfundible nota de culpa mezclada con la exuberante alegría: aquellas prendas habían sido liberadas.
Le preparó una taza de té y le ofreció una tostada, pero él se reservaba para el festín, y cuando se hubo sentado enfrente de ella, todavía sonriendo, Frances pensó que no le quedaba más remedio que enturbiar aquella dicha, aunque fuera Navidad.
—Franklin —dijo—, quiero que sepas que no todos somos ladrones en este país.
El chico se puso serio de inmediato, las dudas hicieron que se le crispase el rostro, y comenzó a lanzar rápidas miradas a un lado y a otro, como si se encontrase rodeado de acusadores.
—No digas nada —le pidió ella—. No es necesario. No te estoy recriminando nada, ¿entiendes? Sólo quiero que sepas que no robamos todo lo que queremos.
—Devolveré la ropa —dijo él, completamente desolado.
—No, de ninguna manera. ¿Quieres ir a la cárcel? Sólo escúchame. No pienses que todo el mundo es como… —No quería nombrar a los culpables, de modo que bromeó—: No todos liberamos las cosas que nos gustan.
Franklin se quedó cabizbajo, mordiéndose el labio inferior. En un clima de total camaradería los tres habían emprendido una gloriosa expedición a las riquezas de Oxford Street, donde las cálidas y coloridas prendas que tanto necesitaba habían pasado de las manos de Rose y Geoffrey a una gigantesca bolsa de la compra, pero él no había «liberado» nada, sino que se había limitado a admirar la destreza de sus amigos. Había sido un viaje a la mágica tierra de las posibilidades, como ir al cine y entrar en un mundo de maravillas, en vez de conformarse con contemplarlo. Del mismo modo en que la víspera Sylvia, Sophie y Lucy se habían convertido en niñas pequeñas, en «colegialas tontas», como las había llamado Colin, Franklin volvió a la infancia y recordó lo lejos que estaba de casa: era un extraño tentado por riquezas que jamás serían suyas.
Luego llegó Sylvia, que tras decidir que el corte Evansky no era para ella, había adornado sus rubias trenzas con lazos rojos. Abrazó a Frances y a Franklin, que se sintió tan agradecido por lo que interpretó como un gesto de indulgencia que volvió a sonreír, aunque sacudiendo la cabeza con tristeza y dirigiendo miradas de aflicción a Frances; por fortuna, gracias a la simpatía y la amabilidad de Sylvia, las cosas volvieron pronto a la normalidad… O casi.
La cocina se llenó de jóvenes con resaca pero ansiosos por beber un poco más, y cuando por fin se sentaron alrededor de la enorme mesa y ante la magnífica ave que sería trinchada de inmediato, todos se habían excedido lo suficiente para estar amodorrados. De hecho, James empezó a dar cabezadas y hubo que despertarlo. Franklin, que sonreía otra vez, miró su plato repleto, pensó en su misérrima aldea y dio gracias a Dios en silencio antes de atacar la comida con ansia. Las chicas, incluida Sylvia, comieron bien, en medio de un bullicio increíble, porque «los críos» habían vuelto a la adolescencia, aunque Andrew, «el viejo», se mantuvo en su papel, al igual que Colin, que sin embargo se esforzó por imbuirse del espíritu festivo. Aun así, Colin siempre sería un extraño que observaba las cosas desde fuera, por mucho que intentase payasear, por mucho que intentase ser uno más…, y lo sabía.
Eran ya las cuatro cuando apagaron las luces para recibir el budín de Navidad, envuelto en las llamas del coñac, y Frances les recordó que debían ventilar el salón para la merienda de Julia. ¿Merienda? ¿Alguien era capaz de tragar un bocado más? Se oyeron gemidos mientras las manos se alzaban para agarrar otro trozo de budín, un pastelillo de frutas o un poco de crema que tomaban a lametazos.
Las chicas subieron al salón y apilaron los sacos de dormir en un rincón. Abrieron todas las ventanas, porque la habitación apestaba. Bajaron las botellas vacías que habían pasado la noche bajo las sillas o en los rincones, y sugirieron que alguien tratara de convencer a Julia de que celebrase su fiesta una hora más tarde, ¿qué tal a las seis? Pero eso era imposible.
James estaba sentado con la cara entre las manos, medio dormido, y Geoffrey comentó que si no echaba una siesta, moriría. Rose y Franklin les ofrecieron las camas del sótano, y el grupo se habría dispersado en ese instante de no haber sido porque llamaron a la puerta principal y acto seguido apareció Johnny, permitiéndose una navideña expresión relajada, cargado de botellas y en compañía de su nuevo amigo, Derek Carey, un dramaturgo obrero recién llegado a Londres desde Hull. Derek parecía tan jovial como Papá Noel, y motivos no le faltaban, ya que aún se sentía embriagado por la cornucopia de Londres. La dicha lo había tocado la primera noche que pasó allí, dos semanas atrás. En una fiesta después del teatro había observado de lejos, maravillado, a dos espectaculares rubias, cuyo acento pijo en un principio se le había antojado fingido. Pensó que se trataba de prostitutas. Pero no, eran oligarcas descarriadas que buscaban refugio en los cenagosos lechos y las fragantes arboledas del marchoso Londres.
—Ay, Dios mío —balbuceó ante una de ellas—, si pudiera acostarme contigo, si pudiera meterme en tu cama, me sentiría más cerca del paraíso de lo que jamás he soñado.
Había aguardado con timidez un castigo verbal o físico, pero en cambio había oído:
—Lo harás, cariño, lo harás.
Después la otra le dio un beso con lengua que en su pueblo le habría costado semanas o meses de arduo trabajo. Habían terminado los tres juntos en la cama, y a partir de aquel momento, en cada sitio al que iba encontraba los nuevos placeres que esperaba. Ese día estaba borracho; de hecho, llevaba dos semanas así. Se situó junto a los restos del pavo, donde Johnny picaba ya con avidez, y se unió a él. Los hijos de Johnny permanecieron sentados en silencio, sin mirar a su padre.
—Me imagino que os gustaría probar el pavo, ¿no? —dijo Frances pasándoles un par de platos.
—Oh, sí, sería estupendo —respondió Derek en el acto, llenándose el plato.
Johnny hizo lo propio y se sentó. Colin y Andrew se marcharon arriba. Había sido absurdo preguntar: «¿Y Phyllida? ¿Tiene algo que comer?»
La presencia de los dos hombres había empañado la alegría de los jóvenes, que subieron al salón para descubrir que Julia había extendido sobre la mesa un mantel de encaje blanco y servido budín de frutas alemán y pastel navideño inglés en delicados platos de porcelana.
Frances se quedó sola con Johnny y su amigo. Se sentó y los miró comer.
—Frances, he de hablarte de Phyllida.
—No os preocupéis por mí —dijo el dramaturgo—. No escucharé. Aunque, creedme, tengo experiencia en problemas conyugales. Vaya si la tengo.
Johnny, que había rebañado el plato, se sirvió budín de Navidad en un bol, lo cubrió con crema y ocupó su sitio junto a la ventana.
—Iré al grano.
—Sí, por favor.
—Vamos, vamos, chicos —dijo el dramaturgo—. Ya no estáis casados, de manera que sobran los gruñidos y los ladridos. —Se sirvió vino.
—Phyllida y yo hemos terminado —empezó Johnny—. Para ir al grano… —repitió—, quiero volver a casarme. O quizás esta vez prescindamos de las formalidades; de todos modos son gilipolleces burguesas. He encontrado a una auténtica camarada, Stella Linch. Tal vez la recuerdes de los viejos tiempos…, de la época de la guerra de Corea.
—No —repuso Frances—. ¿Y qué vas a hacer con Phyllida? No, no me digas que ibas a sugerir que se mudara aquí.
—Sí. Quiero que viva en el apartamento del sótano. Aquí hay sitio de sobra. Y no olvides que es mi casa.
—¿No es de Julia?
—Moralmente es mía.
—Pero si ya la has usado para desembarazarte de una familia.
—Vamos, vamos —terció el dramaturgo. Hipó—. Caray. Lo siento.
—La respuesta es no, Johnny. La casa está llena, y por lo visto hay algo que se te escapa: si su madre viene a vivir aquí Sylvia se marchará.
—Tilly hará lo que se le diga.
—Te recuerdo que ya ha cumplido los dieciséis.
—Entonces tiene edad suficiente para visitar a su madre. Ni siquiera se acerca a ella.
—Sabes tan bien como yo que es porque Phyllida le grita. Además, no es a mí a quien debes pedir permiso, sino a Julia.
—Esa vieja bruja está chocha.
—No, Johnny, no está chocha. Y más vale que te des prisa, porque ha organizado una merienda.
—¿Una merienda? —saltó el camarada de Leeds—. Bien, bien, ¡genial! —Tambaleándose en la silla, se sirvió vino en una copa que ya estaba medio llena y agregó—: Perdonadme. —Se quedó instantáneamente dormido, con la boca abierta.
Frances oyó voces por encima de su cabeza, en el salón. Eran Johnny y su madre.
—¡Maldito imbécil! —gritó Julia.
Al cabo de un rato Johnny bajó corriendo por la escalera y entró en la cocina. Por una vez parecía desencajado y nervioso.
—Tengo derecho a disfrutar de la compañía de una mujer que es una auténtica camarada —le soltó a Frances—. Por primera vez en mi vida tendré una mujer que esté a mi altura.
—Dijiste lo mismo de Maureen, ¿recuerdas? Por no mencionar a Phyllida.
—Mentira —replicó Johnny—. No pude haber dicho nada semejante.
El dramaturgo despertó.
—¡Fin del primer asalto! —exclamó, antes de dormirse de nuevo.
Sophie llegó para anunciar que la fiesta había comenzado.
—Os dejo peleando contra los pecados del mundo —dijo Frances, y se marchó.
Antes de unirse a la fiesta subió a su habitación, se cambió de vestido y se cepilló el cabello delante del espejo, lo que le hizo recordar que en sus tiempos la habían descrito como una rubia atractiva. En escena había estado hermosa más de una vez; y sin duda había estado preciosa durante su fin de semana con Harold Holman, que se le antojaba tan lejano como si hubiera transcurrido un siglo.
A principios de diciembre Julia había bajado a las habitaciones de Frances con aire avergonzado, algo nada habitual en ella. «Frances, no quiero que te ofendas… —Le tendió un grueso sobre blanco, donde había escrito "Frances" en su impecable caligrafía. En el interior había varios billetes—. No se me ocurre una forma elegante de decirlo…, pero me haría muy feliz si… Por favor, ve a la peluquería y cómprate un vestido bonito para Navidad».
Frances solía llevar el pelo liso y con raya al medio, pero su peluquera (que desde luego no era la señora Evansky ni Vidal Sassoon, quienes solamente toleraban el estilo en boga) había logrado convertir su melena en el último grito. Y nunca había pagado tanto por un vestido. Habría resultado absurdo que se lo pusiera para la comida de Navidad, habida cuenta de que tenía que cocinar, pero en ese momento entró en el salón sintiéndose tan cohibida como una colegiala. Todos se deshicieron en alabanzas; Colin incluso se levantó y le ofreció su silla con una pequeña reverencia. Eran los modales apropiados para la ropa que lucía; y alguien más estaba admirándola. El distinguido Wilhelm se levantó, se dobló sobre su mano —que por desgracia aún debía de oler a comida— y besó el aire sin rozarla con los labios.
Julia la saludó con una inclinación de la cabeza y expresó sus cumplidos con sonrisas.
—Me mima demasiado, Julia —dijo Frances.
—Ay, querida —respondió su suegra—. Me encantaría que supieras lo que significa que te quieran y te mimen de verdad.
Julia sirvió el té con una tetera de plata, y Sylvia, su doncella, repartió rebanadas del budín de frutas y el pesado pastel de Navidad. En las sillas, Geoffrey, James, Colin y Andrew hacían un esfuerzo sobrehumano por mantenerse despiertos. Franklin seguía los paseos de Sylvia por la estancia como si hubiese aparecido por arte de magia. Wilhelm, Frances, Julia y las tres chicas —Sophie, Lucy y Sylvia— entablaron conversación.
Había un problema: las ventanas continuaban abiertas, y estaban en pleno invierno. Una fría oscuridad se cernía al otro lado de la habitación donde Julia rememoraba, como bien sabían todos, los tiempos en que había recibido a embajadores y políticos. «Y una vez incluso al primer ministro». En un rincón había una montaña de sacos de dormir y una botella de vino que los chicos habían pasado por alto.
Julia lucía un traje de terciopelo gris rematado con encaje, y los granates que llevaba en las orejas y el cuello lanzaban destellos y reproches. Hablaba de las lejanas Navidades de su infancia, en la casa de Alemania —un recital vivaz pero formal— mientras Wilhelm Stein escuchaba y confirmaba sus palabras con gestos de la cabeza.
—Sí —dijo en una pausa—. Sí, sí. Bueno, mi querida Julia, debemos aceptar que los tiempos han cambiado.
Abajo se oía la voz de Johnny, enzarzado en una acalorada discusión con el dramaturgo. Geoffrey, que se había dormido y había estado a punto de caer de bruces, murmuró una disculpa y se marchó, seguido por James. Frances se sintió profundamente avergonzada y a la vez contenta de que se fueran, ya que al menos confiaba en que las chicas no darían cabezadas y seguirían sosteniendo las primorosas tazas de té como si nunca hubieran hecho otra cosa. Todas menos Rose, desde luego, que estaba sentada en un rincón, apartada de los demás.
—Creo que las ventanas… —empezó Julia. Sylvia corrió a cerrarlas y echó las pesadas cortinas de brocado con forro y entretela, que al cabo de sesenta años habían adquirido un desvaído tono azul verdoso que hacía resaltar demasiado el azul del vestido de Frances. Rose había amenazado con descolgarlas para confeccionarse un vestido «como el de Escarlata O’Hara», y cuando Sylvia había dicho: «Pero Rose, Julia no lo aprobaría», le había respondido: «Era una broma. No tienes sentido del humor». Y era cierto.
Ahora Andrew dijo que sabía que eran todos unos bárbaros redomados, pero que si Julia hubiera visto la comilona que acababan de zamparse, los perdonaría.
El budín de frutas y el pastel de Navidad seguían intactos sobre los pequeños platos verdes decorados con pimpollos de rosa.
Se oyó una explosión de risas procedentes de abajo. Julia esbozó una sonrisa irónica. Sí, sonrió, aunque sus ojos estaban húmedos.
—Oh, Julia —canturreó Sylvia, abrazándola y apoyando la mejilla sobre la plateada cofia de ondas y rizos—. Nos ha encantado su encantadora merienda, de veras, pero si supiera…
—Sí, sí, sí —la interrumpió Julia—. Lo sé. —Se levantó.
Wilhelm Stein la imitó y la rodeó con un brazo, dándole palmaditas en la mano. Los dos distinguidos personajes permanecieron unos segundos de pie en medio del salón, el marco perfecto para ellos:
—Bueno, mis queridos jovencitos —dijo Julia al fin—, creo que ya es suficiente.
—Y salió del brazo de Wilhelm.
Nadie se movió hasta que Andrew y Colin se desperezaron y bostezaron. Sylvia y Sophie comenzaron a recoger las tazas. Rose, Franklin y Lucy fueron a unirse al animado grupo de la cocina. Frances se quedó donde estaba.
Johnny y Dereck se hallaban sentados cada uno a un extremo de la mesa, dirigiendo una especie de seminario. Johnny leía párrafos del Manual para una revolución, del que era autor y publicado por un editor respetable. El libro se vendía bien; como había afirmado un crítico, tenía «potencial para convertirse en un eterno best seller».
La contribución de Derek Carey al bienestar de las naciones consistía en exhortar a los jóvenes, asamblea tras asamblea, a destruir cualquier carta oficial que cayera en sus manos, a buscar trabajos en correos para hacer desaparecer dichas cartas y a robar en las tiendas cuanto fuera posible. Esas pequeñas acciones ayudarían a minar las estructuras de un Estado opresor como Gran Bretaña. Durante la reciente campaña electoral, les había recomendado que invalidaran las papeletas escribiendo en ellas insultos como «¡Fascistas!». Rose y Geoffrey, que necesitaban hacerse notar en aquella estimulante compañía, relataron su última incursión en las tiendas. Luego Rose corrió al sótano, subió con varias bolsas de regalos robados y empezó a repartirlos: aunque casi todos eran muñecos de peluche —tigres aterciopelados, pandas y osos—, también había una botella de coñac, que entregó a Johnny, y otra de armagnac, que alargó a Derek.
—Así se hace, camarada —la felicitó Derek con un guiño cómplice que a Rose, sedienta de cumplidos, le llegó al alma; fue como una medalla al mérito. Y Johnny la premió saludándola con el puño en alto. Nadie la había visto antes tan feliz.
Franklin estaba desolado, porque quería hacerle un obsequio a Frances y esperaba que algunos de los «objetos liberados» llegase a sus manos, pero advirtió que no sería así.
—Y esto es para Frances —anunció Rose.
Se trataba de un canguro con una cría en la bolsa del vientre. Lo levantó y miró alrededor con una sonrisa, aguardando los aplausos, pero Geoffrey se lo arrebató, ofendido por lo que consideraba una crítica a Frances. Franklin admiró la mamá canguro y le pareció el regalo perfecto para Frances, que era una madre para todos; no entendió la reacción de Geoffrey y tendió la mano para pedirle el juguete. Geoffrey se lo pasó. Franklin se sentó y empezó a meter y sacar la cría de canguro de su bolsa.
—Podrías introducir unos cuantos canguros en Zimlia —señaló Johnny, y levantó su copa—. Por la liberación de Zimlia.
Franklin buscó un vaso entre los desechos que cubrían la mesa, y cuando lo hubo encontrado lo alzó para que Rose se lo llenase.
—Por la liberación de Zimlia.
Era el tipo de broma que le divertía y lo asustaba a un tiempo. Estaba al corriente de la terrible guerra de Kenia porque la habían visto en clase, y no acababa de comprender el motivo por el cual Johnny y los profesores de Saint Joseph deseaban que Zimlia se embarcara en un conflicto parecido. No obstante, ahora, contento con la comida, la bebida y el canguro, bebió otra vez al oír el brindis de Derek «por la Revolución» mientras se preguntaba qué revolución y dónde.
—Voy a darle esto a Frances —dijo.
Cuando se encontraba en mitad de la escalera recordó que el canguro era robado y que esa misma mañana Frances lo había reñido por robar. Sin embargo, no quería volver a la cocina con el juguete, y así fue como éste fue a parar a manos de Sylvia, que en ese momento subía una bandeja cargada de tazas a las habitaciones de Julia.
—Ay, qué bonito —exclamó cuando Franklin le puso el canguro bajo la axila, porque tenía las manos ocupadas. Dejó la bandeja en el rellano y contempló el canguro—. Oh, Franklin, es precioso. —Lo besó y le dio un afectuoso abrazo que lo colmó de dicha.
En el salón, Andrew dormía en un sillón, estirado y con las manos sobre el estómago. Colin y Sophie estaban tendidos en el sofá, abrazados y también dormidos.
Franklin los miró y el corazón le dio otro vuelco cuando recordó lo desconcertante que se le antojaba todo. Sabía que Colin y Sophie, «amigos» en otro tiempo, ya no lo eran, y que Sophie tenía un «amigo» que había ido a celebrar las fiestas con su familia. Entonces ¿por qué estaban abrazados? ¿Por qué Sophie apoyaba la cabeza en el hombro de Colin? Franklin todavía no se había acostado con ninguna chica. En la misión no las había, y los curas, que estaban pendientes de todo lo que sucedía, vigilaban a los chicos. En casa de sus padres la situación era igual. Si bien había tenido ocasión de coquetear y bromear con muchachas cuando visitaban a sus abuelos, nunca había pasado de ahí.
Como les ocurría a tantos recién llegados, Franklin se sentía confuso por las cosas que ocurrían en Gran Bretaña. Al principio había pensado que allí no existían reglas morales, aunque pronto había empezado a sospechar que debía de haberlas; pero ¿cuáles eran? Sabía que en Saint Joseph los chicos se acostaban con las chicas, o al menos eso parecía. Las parejas solían tenderse en el prado situado detrás del colegio, y el solitario Franklin escuchaba sus risas o, peor aún, sus silencios. Tenía la impresión de que las mujeres de aquella isla estaban disponibles para cualquiera, incluso para él si conseguía encontrar las palabras adecuadas. Sin embargo, había visto a un chico nigeriano, nuevo en el instituto, acercarse a una chica y decir: «¿Me dejarás meterme en tu cama esta noche si te hago un bonito regalo?» Ella le había propinado una bofetada tan fuerte que lo había tumbado. Franklin había estado ensayando mentalmente frases parecidas, aguardando el momento de probar suerte. Lo curioso era que la chica que había abofeteado al nigeriano se acostaba con un chico cuya habitación estaba en el mismo pasillo, y siempre dejaban la puerta entornada, de tal manera que todo el mundo podía ver lo que ocurría en el interior. Nadie les prestaba la menor atención.
Bajó por la escalera y se detuvo a escuchar tras la puerta de la cocina, donde Johnny impartía una clase sobre tácticas guerrilleras para destruir el poder militar imperialista que se asemejaba mucho a las recomendaciones de Derek: por lo visto, los robos en las tiendas constituían un arma importante. Bajó a su habitación y abrió el cajón en el que guardaba el dinero. Parecía haber menos. Lo contó y comprobó que, en efecto, había menos de la mitad. Seguía contando cuando Rose apareció detrás de él.
—Ha desaparecido la mitad del dinero —dijo en tono de desesperación.
—Lo cogí yo. Me lo merezco, ¿no? Conseguiste un montón de ropa gratis. Ese dinero no te habría alcanzado para comprar cosas tan bonitas. De manera que has salido ganando. Tienes ropa nueva y la mitad del dinero.
Franklin la miró con una mueca de desconfianza, tristeza y furia. Para él aquel dinero representaba algo más que un regalo de Frances, que era como una madre para él. Había sido como una bienvenida a la familia, un símbolo de que pasaba a formar parte de ella.
Rose permaneció fría, llena de desprecio.
—No entiendes nada —dijo—. Lo merezco, ¿no lo ves? —Se encogió de hombros en un gesto de impotencia y lo miró fijamente hasta que él apartó la vista. Luego subió por la escalera.
Franklin buscó un escondrijo para el dinero, pero en esa habitación no había ninguno. En la aldea solía ocultar las cosas prohibidas bajo la paja, o enterrarlas en el suelo de tierra o en el bosque. En casa de sus padres había ladrillos que podía desprender y volver a colocar en su sitio. Acabó por guardar de nuevo el dinero en el cajón. Se sentó en el borde de la cama y lloró porque echaba de menos su tierra, porque Frances estaba enfadado con él y porque no se sentía cómodo con aquellos revolucionarios de arriba que lo trataban de igual a igual. Al final durmió un rato y, más tarde, cuando subió a la cocina, descubrió que los dos hombres se habían ido y que todo el mundo estaba ayudando a lavar los platos. Se unió a la tarea con alivio y placer, sintiéndose uno más. Por lo visto iban a cenar, aunque todos bromeaban con que les resultaría imposible seguir comiendo. Bastante tarde, a eso de las diez, el esqueleto del pavo reapareció rodeado de relleno y diversas salsas y acompañado por una gran fuente de patatas asadas. Todos estaban sentados a la mesa, bebiendo, cansados y satisfechos consigo mismos y con la Navidad, cuando oyeron que llamaban a la puerta principal. Frances miró por la ventana y vio a una mujer en actitud de no saber si volver a llamar o marcharse. Colin se acercó a su madre. Los dos temían que se tratase de Phyllida.
—Iré yo —se ofreció Colin.
Salió, y Frances lo vio conversar con la desconocida, que se balanceaba ligeramente. Colin le puso una mano en el hombro, como para sujetarla, y luego la rodeó con un brazo y la ayudó a entrar.
Había estado deambulando por las oscuras calles y en ese momento parpadeaba, cegada por la brillante luz del vestíbulo. Frances fue a su encuentro.
—¿Eres el amor de mi vida? —preguntó la desconocida.
Parecía una mujer de mediana edad, pero era difícil asegurarlo, porque tenía la cara mugrienta, al igual que las bonitas manos que se aferraban a Colin. Presentaba todo el aspecto de alguien que acaba de ser rescatado de un incendio o una catástrofe. Una expresión de dolor crispaba el rostro de Colin; el sensible adolescente lloraba.
—Mamá —dijo en tono de súplica.
Frances corrió al otro lado de la mujer, y entre los dos la subieron al salón, que estaba vacío y ordenado.
—¡Qué bonita sala! —exclamó la mujer, tambaleándose.
Colin y Frances la ayudaron a recostarse en el sofá, y de inmediato la desconocida levantó las sucias manos y empezó a marcar el ritmo mientras cantaba… ¿qué? Sí, una antigua canción:
—«He vagado de aquí para allá, de aquí para allá… Sí, he vagado mucho, cariño mío, y ahora estoy lejos de casa».
Tenía una voz melodiosa, afinada, dulce. Su aspecto no era el de una indigente. No iba vestida con andrajos, pero saltaba a la vista que estaba enferma. Su aliento no olía a alcohol. Se puso a entonar otra canción:
—Sally… Sally… —La dulce voz alcanzó virtuosamente una tonalidad aguda y se mantuvo allí—. Sí, cariño, sí —le dijo a Colin—. Salta a la vista que tienes buen corazón. —Sus grandes ojos azules, inocentes e incluso infantiles, estaban fijos en Colin. No parecía haber reparado en Frances—. Pero ten cuidado. Ese buen corazón puede causarte problemas; Marlene lo sabe mejor que nadie.
—¿Cómo se llama, Marlene? —preguntó Frances, sujetando una sucia mano que estaba demasiado fría y falta de vitalidad. Reposaba lánguida y temblorosa entre las suyas.
—Ya no tengo nombre, querida. Mi nombre está perdido y olvidado, pero puede llamarme Marlene. —Comenzó a decir ternezas en alemán. Luego volvió a canturrear fragmentos de canciones. Eran temas de la Segunda Guerra Mundial, entre ellos Lili Marlene, que repitió una y otra vez—. Ich liebe dich —dijo—. Sí, te quiero.
—Voy a buscar a Julia —anunció Frances.
La encontró cenando con Wilhelm, sentados a ambos extremos de una pequeña mesa con cubiertos de plata y copas de cristal. Explicó lo que ocurría.
—Veo que tenemos una nueva vagabunda en casa —se quejó Julia, aunque con ánimo burlón—. Es preciso poner límites a la hospitalidad, Frances. ¿Quién es esa señora?
—No es una señora —repuso Frances—, sino una vagabunda.
Cuando regresó al salón, Andrew había llegado con un vaso de agua y lo sostenía junto a los labios de la desconocida.
—El agua no es mi bebida favorita —protestó ella, antes de tenderse nuevamente y cantar que no le vendría nada mal otra copa. Acto seguido volvió a hablar en alemán.
Julia permaneció de pie, escuchándola. Luego le hizo una seña a Wilhelm y se sentaron el uno junto al otro como si se dispusieran a celebrar un juicio.
—¿Puedo llamarla Marlene? —preguntó Wilhelm.
—Llámeme como quiera, cielo, como más le guste. No hacen daño las palabras, sino los palos. Y vaya si me los dieron, pero de eso hace mucho tiempo. —En este punto lloró un poco, con gemidos entrecortados, como una niña—. Me dolió —reiteró—. Sí, me dolió, pero los alemanes eran buenos chicos, unos caballeros.
—¿Se ha escapado de un hospital, Marlene? —preguntó Julia.
—Sí, querida, podría decirse que me he fugado del hospital, pero ellos me dejarán volver. Son muy buenos con la pobre Molly. —Empezó a cantar—: No hay nadie como la hermosa Sally. Ella es el amor de mi vida… —Y luego con voz aguda y melodiosa—: Sally… Sally…
Julia se levantó, le indicó con un gesto a Wilhelm que se quedara donde estaba y luego a Frances que la acompañase al pasillo. Colin las siguió.
—Creo que deberíamos permitir que se quedara. Está enferma, ¿no?
—Enferma y loca —puntualizó Julia. Luego, con delicadeza, suavizando el tono, le preguntó a Colin—: ¿Sabes a qué se dedica… o se dedicaba?
—Ni idea —respondió Colin.
—Entretenía a los alemanes en París durante la última guerra. Es una puta.
—Pero no es culpa suya —protestó Colin.
El Espíritu de los Sesenta, con ojos vehementes, voz temblorosa y manos tendidas en actitud suplicante se enfrentaba al pasado de la especie humana, responsable de todas las injusticias, encarnado en Julia.
—Ay, qué chico tan tonto —repuso ésta—, ¿qué más da si la culpa es suya, nuestra o de otros? ¿Quién cuidará de ella?
—¿Qué hacía una inglesa trabajando como prostituta en el París ocupado por los alemanes? —preguntó Frances.
De repente, en un tono que ninguno de los dos había oído antes, Julia dijo:
—Las putas no tienen problemas de visado; siempre son bien recibidas.
Frances y Colin cambiaron una mirada: ¿a qué venía aquello? Sin embargo, los viejos tienen a menudo esos arrebatos, en los que un cambio de voz, una mueca dolorida o una frase estridente —como en ese momento— reflejan los vestigios de una afrenta o una decepción del pasado y luego… todo pasa como si tal cosa, sin más. Nadie llega a saber qué ha ocurrido.
—Llamaré al Friern Barnet —dijo Julia.
—Oh, no, no —le rogó Colin.
Julia entró de nuevo en el salón, interrumpió otra interpretación de Sally y se inclinó para preguntar:
—¿Molly? ¿Se llama Molly? Dígame, ¿se ha escapado de Friern Barnet?
—Sí, me escapé porque es Navidad. Me escapé para ver a mis amigos, pero no sé dónde están. Pero Friern es bueno y Barnet más bueno aún, así que dejarán volver a la pobre Molly Marlene.
—Ve a telefonear —ordenó Julia a Andrew, que salió de la habitación.
—Nunca os lo perdonaré —soltó Colin, enfadado, triste y ofendido.
—Pobre muchacho —se compadeció Wilhelm.
—Vais a enviarla de vuelta a un… un…
—A un manicomio, cariño, quieres decir a un manicomio —dijo la mujer—. Pero no pasa nada, no te aflijas. Ni te enfades. —Se rió.
Andrew regresó después de hacer la llamada. Todos se sentaron a esperar, Colín con lágrimas en los ojos, y escucharon a la loca reclinada en el sofá cantar Sally una y otra vez. La aguda y dulce melodía estrujó el corazón a todos, no sólo a Colin.
Abajo, la crisis había interrumpido el jolgorio de la cena y suscitado una discusión tan acalorada que los comensales habían terminado por dispersarse.
Sonó el timbre. Andrew bajó a abrir y reapareció con una mujer de mediana edad y aspecto cansado, bata gris y algo que le colgaba del brazo…, sí, una camisa de fuerza.
—Muy bien, Molly —le dijo a la fugada en tono de reproche—. Vaya momento que has escogido. Sabes que siempre estamos cortos de personal durante las fiestas.
—Has sido mala, Molly —susurró la enferma para sí en tono admonitorio mientras se levantaba apoyándose en Frances. Se propinó una palmada en la mano—. Molly Marlene es una niña traviesa.
La funcionaría examinó a la enferma y llegó a la conclusión de que no habría necesidad de recurrir a la fuerza. Pasó un brazo por los hombros de Molly, o Marlene, y la condujo hacia la puerta y las escaleras. Las siguieron todos, salvo Julia.
—Adióoooooos… No lloréiiiiis… —En el vestíbulo se volvió hacia ellos—. Aquéllos fueron buenos tiempos —dijo—. Los más felices de mi vida. Todos preguntaban por mí. Me llamaban Marlene. De hecho, es mi nombre de guerra. Siempre me pedían que cantara mi Sally.
Y cantando su Sally salió a la calle, del brazo de su cuidadora, que se dio la vuelta para decirles:
—Es la Navidad, ¿saben? Todos se alteran en Navidad.
—¿Cómo hemos podido hacerle eso? —le recriminó Colin a su madre, con los ojos anegados en lágrimas—. No echaríamos ni a un perro en una noche como ésta. —Y subió a su habitación. Sophie, que aún estaba en la cocina, corrió tras él para consolarlo. En realidad hacía una noche bastante agradable: como si ésa fuera la cuestión.
Al día siguiente, por la tarde, Colin tomó el autobús para ir a la clínica psiquiátrica. Lo único que sabía era que quedaba en el norte de Londres. Grande como una mansión, evocando por asociación de ideas el escenario de una novela gótica. Colin accedió a un pasillo que parecía medir unos cuatrocientos metros de largo, pintado de un brillante verde vómito. Al fondo encontró las escaleras, y en ellas a la mujer que la noche anterior había ido a buscar a la pobre Molly-Marlene. Le comunicó que Molly Smith estaba en la habitación 23 y que no se disgustara si no lo reconocía. Llevaba un delantal de plástico, toallas sobre el brazo y una fragante pastilla de jabón en la mano. La 23 era una habitación amplia, luminosa y con grandes ventanas, pero necesitaba una mano de pintura. En las paredes había ramitas de acebo pegadas con cinta adhesiva, y sentados en las desvencijadas sillas hombres y mujeres de diversas edades, algunos con la mirada ausente, otros moviéndose con nerviosismo en una actitud que era la expresión visible de sus ansias de estar en otra parte, y un grupo de unas diez personas participaba en una especie de merienda festiva, con tazas de té en las manos, pasándose fuentes de galletas y conversando. Una de ellas era Molly, o Marlene. Incómodo y turbado como un niño indefenso en una habitación llena de adultos, Colin se acercó:
—Hola, ¿me recuerda? Anoche estuvo en mi casa.
—¿De veras, cariño? Ay, lo siento, no lo recuerdo. ¿Entonces me escapé? A veces me escapo y luego… Pero siéntate, cariño. ¿Cómo te llamas?
Colin tomó asiento en una silla vacía, cerca de la mujer, observado por todos los presentes, que siempre estaban deseando que ocurriera algo interesante. Intentaba entablar conversación cuando la celadora, enfermera o guardiana, la mujer de la noche anterior, entró y anunció:
—El baño está libre.
Un hombre de mediana edad se levantó y salió.
—Después yo —dijo Molly, sonriéndole a Colin con un gesto de vaga pero ansiosa atención.
—¿Cuánto tiempo…? Quiero decir…, ¿hace mucho que está aquí? —preguntó Colin.
—Oh, sí, cariño, mucho tiempo.
La celadora, que no había soltado su carga de toallas y jabón, se hallaba de pie en el vano de la puerta.
—Ésta es su casa —terció—. Es la casa de Molly.
—Bueno, no tengo otra —convino Molly, riendo con alegría—. A veces salgo a pasear, pero siempre vuelvo.
—Sí, sales a pasear, pero no siempre vuelves, y tenemos que salir a buscarte —señaló la celadora con una sonrisa.
Colin permaneció allí cerca de una hora y, cuando empezaba a pensar que debía marcharse, que no soportaba más aquello, entró una joven que parecía tan confusa como él. Por lo visto, Molly había llamado a su puerta en Nochebuena.
La chica, guapa, menuda y de aspecto lozano, con la misma desazón que embargaba a Colin escrita en la cara, se sentó junto a él y les habló sobre su colegio, uno de los buenos colegios para chicas, mientras Molly y sus amigos la escuchaban como si trajera noticias de la lejana Tartaria. Por fin la celadora anunció que era la hora del baño de Molly.
Alivio general. Molly se levantó y se fue al cuarto de baño, seguida por la celadora.
—Ahora te portarás bien, ¿eh, Molly?
Los que se quedaron se pusieron a discutir quién sería el siguiente: todos se resistían, porque Molly dejaba el cuarto de baño convertido en un pantano.
—Cuando sale, el baño parece un pantano —informó con seriedad a los jóvenes una vieja loca—, como si un hipopótamo hubiese pasado por allí.
—¿Qué sabes tú de hipopótamos? —se burló un viejo loco, a todas luces un adversario habitual—. Siempre haces comentarios fuera de lugar.
—Sé mucho de hipopótamos —replicó la vieja con furia—. Los miraba desde la terraza de nuestra casa, que estaba a orillas del Limpopo.
—Cualquiera puede decir que tuvo una casa junto al Limpopo o el Danubio azul —protestó él—, cuando nadie puede demostrar lo contrario.
Colin y la chica, que se llamaba Mandy, salieron del hospital, y él la llevó a cenar a su casa, donde todos estaban ávidos de detalles sobre el terrible manicomio y sus pacientes.
—Son iguales que nosotros —declaró Colin.
—Sí, no entiendo por qué han de estar encerrados —añadió Mandy con ímpetu.
Más tarde Colin abordó primero a Julia y después a su madre. A los adultos curtidos por la vida les resulta difícil, muy difícil escuchar a jóvenes idealistas que piden explicaciones sobre las desgracias del mundo. «¿Por qué?, ¿por qué?», quería saber Colin, y la cosa no acabó allí, ya que regresó al hospital. No obstante, se sintió derrotado al descubrir que Molly no se acordaba de su visita anterior. Finalmente le dejó su dirección y su teléfono.
«Por si alguna vez le hace falta algo», le dijo a alguien a quien le faltaba de todo, especialmente su cordura. Mandy hizo lo mismo.
—Has cometido una tontería —protestó Julia.
—Has sido muy amable —opinó Frances.
Durante una temporada Mandy se integró en el grupo de «críos» que acudía a cenar. Eso no le acarreó problemas, ya que tanto su padre como su madre trabajaban. No decía que eran una mierda, sino que hacían todo lo que podían. Era hija única. Luego se la llevaron a Nueva York. Ella y Colin se escribieron durante años.
Transcurrieron veinte antes de que volvieran a verse.
En los ochenta, como consecuencia de otra moda ideológica, se cerraron todos los asilos y sanatorios psiquiátricos, y los pacientes quedaron librados a su suerte, condenados a nadar o hundirse. Llegó una carta en cuyo sobre decía, en letra temblorosa, «Colin»; sólo eso y la dirección. Viajó a Brighton y la encontró en una de las residencias dirigidas por filántropos que acogían a los pacientes de las antiguas instituciones mentales, cobrándoles hasta el último penique de sus pensiones para alojarlos en unas condiciones que a Dickens le habrían resultado familiares.
Se encontró con una anciana enferma a la que no reconoció, pero que al parecer lo conocía a él.
—Tiene cara de buena persona —dijo Molly Smith, si es que de verdad se apellidaba Smith—. Dile que tiene cara de buena persona. ¿Conoces a Colin?
Se estaba muriendo a causa de la bebida —¿de qué iba a ser?—, y en otra de las visitas que le hizo, Colin topó con Mandy, convertida en una elegante señora americana con un par de hijos y un marido o dos. Volvieron a verse en el entierro, y luego Mandy regresó a Washington y desapareció de la vida de Colin.
Pero aquella noche de Navidad se produjo otro incidente.
Tarde, mucho después de medianoche, Franklin subió sigilosamente por la escalera, atento a los ruidos de Rose, que al parecer dormía. La cocina estaba oscura. Siguió subiendo y pasó por delante del salón, donde Geoffrey y James yacían en sus sacos de dormir. Continuó hacia la planta siguiente, buscando la habitación de Sylvia. Había luz en el rellano. Llamó a la puerta con unos golpecitos tan leves como picotazos de gallina. Nada. Lo intentó de nuevo, con muchísima delicadeza; no se atrevía a llamar más fuerte. Entonces, justo por encima de él, apareció Andrew.
—¿Qué haces? ¿Te has perdido? Ésa es la habitación de Sylvia.
—Oh, lo siento, he pensado que…
—Es tarde —dijo Andrew—. Vuelve a la cama.
Franklin bajó por la escalera hasta quedar fuera de la vista de Andrew y luego se dejó caer, doblándose, apoyando la cabeza en las rodillas. Lloró, aunque en voz muy baja, para que nadie lo oyera.
De repente notó un brazo en su hombro.
—Pobre Franklin. Tranquilo —dijo Colin—. No te preocupes por Andrew. Es uno de los guardianes natos de este mundo.
—La quiero —sollozó Franklin—. Estoy enamorado de Sylvia.
Colin aumentó la presión de su brazo y apoyó la mejilla contra la cabeza de Franklin. La frotó contra la mullida mata de pelo que parecía irradiar salud y fuerza, como el brezo.
—No es verdad —repuso—. No es más que una cría, ¿sabes? Sí, aunque tenga dieciséis años, o diecisiete, o los que sean, es una…, bueno, aún no ha madurado. Es culpa de sus padres. Le fastidiaron la vida. —En este punto descubrió con sorpresa que estaba tentado de risa: aquello era absurdo. Aun así, perseveró—. Son todos unos mierdas. —Tosió para enmascarar una carcajada.
Franklin estaba más desconcertado que de costumbre.
—Tu madre me parece maravillosa. Es muy buena conmigo.
—Sí, supongo que sí. Pero Sylvia no te conviene. Tendrás que enamorarte de otra. Qué tal… —Comenzó a enumerar a las chicas del colegio, recitando los nombres como si cantara—. Tienes a Jilly y a Jolly. Tienes a Milly y a Molly. Tienes a Elizabeth y a Margaret, a Caroline y a Roberta. —Con voz normal y una carcajada maliciosa, agregó—: Nadie podría tacharlas de inmaduras.
«Pero yo quiero a Sylvia», pensaba Franklin. Esa niña pálida, con su algodonosa melena rubia, lo había hechizado; estrecharla entre sus brazos sería… Apartó la mirada y guardó silencio. Colin percibió que aquellos hombros, bajo su brazo, despedían calor y angustia. Cuánto se identificaba con esa angustia, qué seguro estaba de que nada de lo que pudiera decir haría que Franklin se sintiera mejor. Comenzó a acunarlo suavemente. Lo único que Franklin quería en ese momento era regresar a África, marcharse para no volver; aquello era demasiado para él, y no obstante sabía que Colin era bueno. Y le gustaba estar sentado allí, rodeado por los brazos de ese buen chico.
—¿Quieres subir tu saco de dormir a mi habitación? Será mejor que estar en compañía de Rose, y podremos dormir hasta que nos dé la gana.
—Sí…, no, no, es igual. Me voy abajo. Gracias, Colin. —«Pero la quiero», repetía para sus adentros.
—Como te apetezca —dijo Colin. Se levantó y subió a su cuarto.
Franklin bajó al suyo, pensando: «Por la mañana me pondrá de vuelta y media…» Se refería a Andrew. Sin embargo, éste no mencionó el incidente, y Sylvia nunca supo que la añoranza había empujado a Franklin a llamar a su puerta.
Cuando llegó al pie de la escalera, encontró a Rose con los brazos en jarras y una mueca de desconfianza en el rostro.
—Si pretendes acostarte con Sophie, piénsatelo mejor. Aunque Roland Shattock no le haga caso, Colin está loco por ella.
—¿Sophie? —balbuceó Franklin.
—Oh, sí, todos vais detrás de Sophie.
—Ha sido un error —dijo Franklin—. Un error, nada más.
—¿De veras? —preguntó Rose—. ¿Crees que puedes engañarme? —Le dio la espalda y se metió en la cama.
Pese a que no estaba enamorada de Franklin, que ni siquiera le gustaba, le habría gustado que intentara ligársela. Una hermana; vamos, ya le enseñaría ella qué clase de hermana era. No podía rechazar a un negro, ¿verdad? Lo heriría en su amor propio.
Franklin, hecho un ovillo en su cama, tenso como un puño, lloraba desconsoladamente.
Aquel año tumultuoso, 1968, fue bastante pacífico en casa de Julia, que desde hacía tiempo no estaba llena de «críos» sino de adultos formales.
Cuatro años es mucho tiempo…, al menos cuando uno es joven.
Sylvia, que al final se reveló como una persona extraordinariamente brillante, había comprimido los estudios de dos años en uno, abordaba los exámenes como si de retos estimulantes se tratase y no parecía cultivar amistades. Se había convertido al catolicismo, visitaba a menudo a un jesuita de Farm Street llamado padre Jack e iba todos los domingos a la catedral de Westminster. Le faltaba poco para licenciarse en Medicina.
A Andrew también le iba bien. Viajaba desde Cambridge con frecuencia. A su madre le preocupaba que no tuviese novia, pero él decía que aún le daba dentera pensar en todas las uvas verdes que les había visto comer a ellos, «los carrozas».
Colin había accedido a presentarse a los exámenes finales del instituto, pero no lo hizo. Pasó semanas enteras en la cama, gritando «largo» a cualquiera que llamase a su puerta. Un día se levantó como si tal cosa y anunció que quería ver mundo —«Es hora de que vea mundo, mamá»—, y se marchó. Llegaron postales de Italia, Alemania, Estados Unidos, Cuba («Ya podéis decirle a Johnny de mi parte que está como una cabra. Este país es una mierda»), Brasil y Ecuador. Entre viaje y viaje regresaba a casa y se mostraba cortés, pero poco comunicativo.
Sophie se había graduado en la escuela de arte dramático y de vez en cuando le ofrecían un pequeño papel en una obra. Fue a ver a Frances y se quejó de que la habían encasillado por culpa de su aspecto. Frances no respondió: «No te preocupes, eso pasará con el tiempo». Vivía con Roland Shattock, que ya se había hecho un nombre e interpretado a Hamlet. Le confesó a Frances que no era feliz con él y que sabía que debía dejarlo.
Frances había estado a punto de volver al teatro. Había llegado a aceptar un papel tentador, pero en el último momento se había visto obligada a rechazarlo. El dinero; el dinero otra vez. Ya no tenía que pagar los estudios de Colin, y Julia se había ofrecido a hacerse cargo de los de Sylvia y Andrew, pero entonces Sylvia les pidió permiso para que Phyllida se instalara en el apartamento del sótano. He aquí lo que había ocurrido: Johnny había telefoneado a Sylvia para ordenarle que fuera a ver a su madre: «Y no te niegues, Tilly, no pongas excusas».
Sylvia había encontrado a su madre esperándola, vestida como para aparentar cordura, aunque con aspecto enfermizo. En la casa no había nada que comer, ni siquiera una barra de pan. Johnny se había ido a vivir con Stella Linch y no pagaba el alquiler. Le había dicho que se buscara un trabajo.
—¿Cómo voy a buscar trabajo, Tilly? —había preguntado Phyllida a su hija—. No estoy bien.
Era evidente.
—¿Por qué no me llamas Sylvia?
—No puedo. Todavía oigo a mi niña diciendo: «Soy Tilly». La pequeña Tilly; así es como te recuerdo.
—Fuiste tú quien me puso el nombre de Sylvia.
—De acuerdo, Tilly, lo intentaré. —Antes de que la verdadera conversación hubiese empezado, Phyllida estaba enjugándose las lágrimas con pañuelos de papel—. Si pudiera vivir en ese apartamento, me las apañaría. A veces consigo sacarle algo de dinero a tu padre.
—No quiero oír hablar de él —dijo Sylvia—. Nunca fue un padre para mí. Casi no lo recuerdo.
Su padre era el camarada Alan Johnson, tan célebre como el camarada Johnny. Había combatido en la guerra civil española —en su caso, de verdad— y lo habían herido. Julia, que había seguido su ascenso hacia el estrellato, lo describía como «un eminente rojo errante, igual que Johnny».
—Johnny piensa que Alan me da más dinero del que en realidad me entrega. Hace más de dos años que no me pasa ni un penique.
—Te he dicho que no quiero oír hablar de él.
Estaban sentadas en una habitación casi desierta, porque Johnny se había llevado prácticamente todos los muebles para empezar su nueva vida con Stella. Había una mesa pequeña, dos sillas y un viejo sofá.
—Mi vida ha sido un calvario —se lamentó Phyllida, en un tono tan familiar que Sylvia se levantó. No se trataba de una táctica ni de una artimaña: se sentía expulsada por su madre, por el miedo. Comenzaba a apoderarse de ella ese temblor interior que en el pasado la había dejado indefensa, incapacitada, histérica.
—No es culpa mía —dijo.
—Tampoco mía, desde luego —replicó Phyllida con la ronca y fluctuante voz de su letanía de quejas—. Nunca he hecho nada para merecer el trato que he recibido.
En ese momento reparó en que Sylvia se había ido al otro extremo de la habitación, lo más lejos posible de ella, y que la miraba con una mano sobre la boca, como si estuviera a punto de vomitar.
—Lo siento —se disculpó—. Por favor, no te vayas. Siéntate, Tilly… Sylvia.
La chica regresó, apartó su silla de la de su madre, se sentó y aguardó con expresión gélida.
—Si pudiera vivir en ese apartamento, me las apañaría. Se lo pediría a Julia, pero Frances me da miedo. Se negaría. Por favor, pídeselo por mí.
—¿Acaso no harías tú lo mismo? —inquirió Sylvia con aspereza. La gente que conocía y quería a la deliciosa criatura que, en palabras de Julia, «da vida a esta casa como un pajarillo», no habría reconocido ese semblante pétreo.
—Pero no es culpa mía… —empezó Phyllida otra vez, y al ver que Sylvia se levantaba para irse, dijo—: No, no, espera. Lo lamento.
—No aguanto tus quejas ni tus acusaciones. ¿No lo entiendes, mamá? No lo soporto.
—No lo haré más, te lo prometo —aseguró Phyllida, intentando sonreír.
—¿Lo dices en serio? Quiero terminar con los exámenes y ser médico. Si estás en la casa, acosándome todo el tiempo, tendré que largarme. No lo soporto.
Su vehemencia sorprendió a Phyllida.
—Ay, cariño —suspiró—, ¿tan mala madre he sido?
—Sí, y todavía lo eres. Cuando era niña no dejabas de decirme que todo era culpa mía, que si no fuese por mí podrías hacer esto o aquello. Una vez me amenazaste con que las dos meteríamos la cabeza en el horno y moriríamos juntas.
—¿De veras? Supongo que sería por una buena razón.
—Oh, mamá. —Sylvia se levantó—. Hablaré con Julia y con Frances, pero no pienso cuidar de ti. No esperes que lo haga. Estarías martirizándome todo el tiempo.
De manera que justo cuando Frances decidió con alegría dejar para siempre el periodismo, a Tía Vera y los artículos sociológicos serios, por no mencionar los pequeños trabajos que hacía con Rupert Boland, Julia le comunicó que tendría que pasarle una asignación a Phyllida y cuidar de ella.
—No es como tú, Frances. Es incapaz de valerse por sí misma; pero ya le he dicho que deberá arreglárselas sola y no molestarte.
—Lo más importante es que no moleste a Sylvia.
—Según ella, sabrá arreglárselas.
—Espero que no se equivoque.
—Pero si yo le paso una asignación a Phyllida… ¿podrías ocuparte tú de los gastos de Andrew? ¿Ganas lo suficiente?
—Sí, por supuesto.
Así fue como volvió a esfumarse el sueño del teatro. Todo eso había ocurrido en el otoño de 1964, junto con otro acontecimiento: Rose se había marchado.
Sabía que le había ido bien en los exámenes; no necesitaba que los resultados se lo confirmaran. Apareció en un momento en que Frances, Colin y Andrew estaban juntos.
—Tengo una gran noticia: me largo —anunció—. De manera que por fin os libraréis de mí. Me voy para siempre. Voy a estudiar a la universidad. —Y bajó la escalera corriendo.
Poco después se esfumó. Esperaban que llamara o escribiese, pero no lo hizo. Dejó el apartamento del sótano hecho una pocilga: ropa esparcida por el suelo, restos de un bocadillo en una silla y un par de medias colgadas en el tendedero del baño. Por otro lado, los «críos» vivían de esa manera, y aquello no era necesariamente un indicio de que hubiera sucedido algo fuera de lo normal.
Frances telefoneó a los padres de Rose. No, no sabían nada de ella.
—Dijo que iba a estudiar a la universidad.
—¿De veras? Bueno, supongo que cuando le venga bien nos lo hará saber.
¿Habría que avisar a la policía? No parecía lo más indicado en el caso de Rose. En varias ocasiones habían discutido largamente la idea de llamar a la policía por Rose, Jill e incluso por Daniel —que cierta vez había desaparecido durante varias semanas—, y siempre la habían rechazado porque no constituía una medida acorde con los principios de los sesenta. No debían ponerse en contacto con la pasma, los maderos, la bofia, los representantes de la tiranía fascista (Gran Bretaña). Julio…, agosto… Geoffrey había oído a través de la red de información que entonces comunicaba a los jóvenes de distintos continentes que Rose estaba en Grecia con un revolucionario americano.
En agosto Phyllida consiguió lo que quería y se instaló en el apartamento del sótano. En septiembre Rose regresó con una enorme mochila negra a la espalda y la dejó en el suelo de la cocina.
—He vuelto —proclamó—, con todos mis bienes terrenales.
—Espero que te lo hayas pasado bien —comentó Frances.
—Y una mierda. Los griegos son un asco. Bueno, llevaré mis cosas abajo.
—No puedes. ¿Por qué no nos informaste de tus planes? El apartamento está ocupado.
Rose se dejó caer en una silla, pasmada e impotente.
—Pero… ¿por qué?… Dije que… ¡No es justo!
—Dijiste que te marchabas para siempre. Y no te pusiste en contacto con nosotros para contarnos lo que pensabas hacer.
—Pero es mi apartamento.
—Lo siento, Rose.
—Puedo acampar en el salón.
—No, no puedes.
—Ya tengo los resultados de los exámenes. Sobresaliente en todos.
—Enhorabuena.
—Voy a ingresar en la universidad. En la London School of Economics.
—Pero ¿has solicitado plaza?
—Oh, mierda.
—Tus padres no saben nada al respecto.
—Ya veo, hay una conspiración contra mí.
Rose estaba encorvada y su rechoncha cara reflejaba una fragilidad insólita en ella. Estaba afrontando —quizá por primera vez, aunque seguramente no sería la última— el hecho de que su forma de ser podía hundirla en la…
—¡Mierda! —Repitió—: ¡Mierda! He sacado cuatro sobresalientes.
—Te aconsejo que preguntes a tus padres si están dispuestos a pagarte los estudios. En tal caso, ve al instituto y pídeles que intercedan por ti en la LSE. De todas maneras, me temo que el curso empezó hace tiempo.
Se levantó con dificultad, como un pájaro herido, cogió su enorme mochila negra y salió con paso vacilante de la cocina. No se oía nada desde el vestíbulo. ¿Estaba recuperándose, pensándolo mejor, tal vez? Entonces se oyó un portazo. No fue al instituto ni a casa de sus padres, pero los chicos la vieron en discotecas, manifestaciones y mítines políticos en distintos puntos de Londres.
Casi inmediatamente después de que Phyllida se instalara allí, llegó Jill. Era un fin de semana y Andrew se encontraba allí. Frances y él estaban cenando e invitaron a Jill a que los acompañara.
No le preguntaron qué había hecho. Tenía las manos cubiertas de cicatrices y había engordado hasta un extremo insalubre. Ya no era la jovencita rubia, delgada y pulcra del pasado; la ropa le venía demasiado ceñida y sus facciones se habían vuelto fofas. Aunque no la interrogaron, ella los puso al día. La habían internado en una institución psiquiátrica, se había fugado, había regresado voluntariamente y había acabado ayudando a las enfermeras con los demás pacientes. Pensaba que estaba curada, y los médicos coincidían con ella.
«¿Crees que podrías interceder ante el colegio para que me readmitieran? Si pudiera presentarme a los exámenes… Estoy segura de que aprobaría. Estuve estudiando un poco en el manicomio. —De nuevo Frances respondió que era un poco tarde—. ¿No podrías hablar con ellos?» —insistió Jill.
La complació, y en el instituto hicieron una excepción por Jill, a quien creían capaz de superar los exámenes si se aplicaba. Pero ¿dónde iba a vivir? Le preguntaron a Phyllida si le importaría ocupar la habitación donde se había alojado Franklin: «A caballo regalado…»
En cuanto Jill se instaló, sin embargo, Phyllida la convirtió en blanco de sus acusaciones. Desde la cocina oían la constante y monótona retahila de quejas, y al cabo de un solo día Jill pidió ayuda a Sylvia, y juntas fueron a hablar con Frances y Andrew.
—Nadie la soporta —dijo Sylvia—. No culpéis a Jill.
—No la culpo —repuso Frances.
—No la culpamos —convino Andrew.
—Podría dormir en el salón —sugirió Jill.
—Puedes usar nuestro cuarto de baño —ofreció Andrew.
Concedieron a Jill lo que les había parecido inadmisible en el caso de Rose, pues ella no llenaría el centro de la casa con nubarrones de ira y desconfianza.
—Lo sabía —comentó Julia—. Sabía que llegaría este momento. Esta hermosa casa se ha convertido en una pensión. Me sorprende que no haya sucedido antes.
—Casi nunca usamos el salón.
—Ésa no es la cuestión, Andrew.
—Lo sé, abuela.
Tal fue la situación a partir del otoño de 1964: Andrew iba y venía desde Cambridge, Jill estudiaba con esmero, como una chica responsable y buena, Sylvia se esforzaba tanto que Julia decía entre lágrimas que acabaría por enfermar, Colin pasaba temporadas allí y temporadas fuera. Frances trabajaba en casa y en el Cosmo, a menudo colaborando con Rupert Boland en interesantes proyectos. Phyllida permanecía en el apartamento del sótano y se portaba bien, sin molestar a Sylvia, que rehuía su compañía.