El sueño más dulce

Un anochecer de otoño; abajo, la calle era un escenario de pequeñas luces amarillas que sugerían intimidad, y la gente ya iba abrigada como para el invierno. A su espalda la habitación empezaba a llenarse de una fría penumbra, pero nada conseguiría abatir a Frances: estaba flotando, con el ánimo tan elevado como una nube de verano, tan contenta como una niña que acaba de aprender a andar. La causa de este insólito buen humor era un telegrama de su ex marido, Johnny Lennox —el camarada Johnny—, que había recibido hacía tres días. FIRMADO CONTRATO PARA PELÍCULA DE FIDEL PAGARÉ TODOS LOS ATRASOS Y LO CORRESPONDIENTE A ESTE MES EL DOMINGO. Y el domingo había llegado. Sabía que aquel «todos los atrasos» obedecía a una euforia semejante a la que ella estaba experimentando; de ningún modo los pagaría «todos», pues a esas alturas ascendían a una cantidad tan grande que había perdido la cuenta. Aun así, la confianza que él demostraba parecía indicar que esperaba una suma verdaderamente importante. La confianza era el… no, no debía decir que era el sello de Johnny, pero ¿acaso alguna vez lo había visto amilanado por las circunstancias, o desconcertado siquiera?

Detrás de ella, sobre el escritorio, había dos cartas dispuestas la una al lado de la otra, como una lección acerca de las improbables pero frecuentes yuxtaposiciones dramáticas de la vida. En una le ofrecían un papel en una obra. Frances Lennox era una actriz de reparto, formal y fiable; nunca le habían exigido otra cosa. Se trataba de una obra nueva y brillante, un mano a mano en el que el protagonista masculino sería Tony Wilde, a quien hasta entonces había considerado tan inalcanzable que jamás había aspirado a ver su nombre junto al de él. Y había sido el propio Tony Wilde quien la había propuesto para el papel. Dos años antes habían trabajado juntos; ella interpretando un personaje insignificante y funcional, como de costumbre. Al final de la breve temporada —la obra había distado de ser un éxito—, después de la última función y entre una y otra salida a escena para saludar, había oído: «Buen trabajo, has estado muy bien». Sonrisas desde el Olimpo, había pensado, aunque sabía que él ya había manifestado cierto interés por ella. No obstante, ahora había tomado conciencia de todas las fantasías febriles por las que se dejaba llevar, lo que no la pilló desprevenida, pues sabía lo atrincherada que estaba, lo bien que controlaba su faceta erótica. A pesar suyo, echó a volar su imaginación pensando en su capacidad para divertirse (aún no la había perdido, ¿verdad?), incluso para experimentar un imprudente placer, si le daban pie, mientras demostraba lo que era capaz de hacer en el escenario, siempre y cuando le brindaran la oportunidad. Sin embargo, en un pequeño teatro y con una obra tan arriesgada no ganaría mucho. De no ser por el telegrama de Johnny, no habría podido permitirse el lujo de aceptar.

En la otra carta le ofrecían que se encargara de un consultorio sentimental (con un nombre aún por decidir) en The Defender. Se trataba de un trabajo seguro y bien pagado que supondría una prolongación de su otra faceta profesional, la de periodista freelance, que era la que le daba de comer.

Hacía años que escribía sobre los temas más variados. Había hecho sus pinitos en periódicos locales y sensacionalistas, en cualquier sitio donde le pagaran algo. Más tarde comenzó a investigar para artículos serios, que se publicaron en la prensa nacional. Tenía fama de escribir notas rigurosas y equilibradas que a menudo presentaban un enfoque original sobre hechos corrientes.

Se le daría bien. ¿Para qué la capacitaba su experiencia si no para tratar con objetividad los problemas ajenos? Pero aceptar ese trabajo no le proporcionaría placer ni la sensación de estar ampliando sus horizontes. Más bien la obligaría a enderezar los hombros con esa férrea determinación interior que es como un bostezo reprimido.

Qué harta estaba de problemas, de almas magulladas, de críos abandonados; qué maravilloso sería decir: «Bien, ya podéis cuidaros solos por un tiempo. Yo estaré en el teatro todas las noches y la mayor parte del día.» (Llegada a ese punto se echó a sí misma otro jarro de agua fría: «¿Has perdido la cabeza?» Sí, y le encantaba).

Vio brillar la copa de un árbol todavía envuelto en su follaje estival, ahora un poco enrarecido; la luz procedente de dos plantas más arriba, de las habitaciones de la vieja, lo había rescatado de la oscuridad para llenarlo de animado movimiento y de un tenue verdor: el color apenas se insinuaba. De manera que Julia estaba en casa. Al readmitir a su suegra —ex suegra— en su mente, experimentó una aprensión familiar, causada por el peso de la censura que descendía a través de la casa hasta ella, aunque recientemente se había percatado de algo más. Julia había estado ingresada en el hospital, al borde de la muerte, y Frances se había visto obligada a reconocer cuánto dependía de ella. ¿Qué haría sin Julia? ¿Qué harían todos?

Entretanto, todo el mundo se refería a ella como «la vieja»; incluida Frances, hasta hacía poco. Andrew, en cambio, no. Y había notado que Colin había empezado a llamarla Julia. En las tres habitaciones situadas directamente encima de donde se encontraba en ese momento, debajo de las de Julia, vivían los hijos que había tenido con Johnny Lennox: Andrew, el mayor, y Colin, el menor.

Frances también disponía de tres habitaciones: un dormitorio, un estudio y un cuarto que siempre venía bien cuando alguien se quedaba a pasar la noche. Había oído comentar a Rose Trimble: «¿Para qué necesita tantas habitaciones? Es una egoísta».

Sin embargo, nadie se preguntaba para qué quería Julia cuatro habitaciones. La casa era suya. En lo alto de ese edificio ruidoso y demasiado concurrido, en el que la gente no paraba de entrar y salir, dormía en el suelo y llevaba amigos cuyos nombres Frances casi siempre ignoraba, había una zona aparte que era todo orden, donde el aire parecía suavemente malva y olía a violetas, con armarios que contenían sombreros de hacía décadas, adornados con velos, diamantes falsos y flores, así como trajes de una tela y un corte extraordinarios, que ya no se encontraban en las tiendas. Julia Lennox bajaba por la escalera y salía a la calle con la espalda erguida y las manos enfundadas en guantes —tenía cajones repletos de ellos—, con zapatos impecables, sombrero y abrigo violeta, gris o malva, rodeada por un halo de aromas florales. «¿De dónde saca esa ropa?», había preguntado Rose antes de descubrir una verdad del pasado: que era posible guardar la ropa durante años y que no era preciso tirarla una semana después de comprarla.

Debajo de la zona de la casa correspondiente a Frances había un salón que se extendía desde el fondo hasta la fachada, y en cuyo amplísimo sofá rojo, los adolescentes solían intercambiarse apasionadas confidencias, de dos en dos; si Frances abría la puerta con cautela, a veces veía hasta media docena de «críos», acurrucados como una camada de cachorros.

El uso de la estancia no justificaba el que le hubieran concedido tanto espacio en el centro del edificio. La vida de la casa se desarrollaba en la cocina. La sala sólo demostraba su utilidad cuando organizaban una fiesta, lo que no ocurría a menudo, porque los chicos iban a discotecas y conciertos de música pop; aunque les costaba salir de la cocina y separarse de la grandiosa mesa que Julia había usado para servir sus cenas, con un ala plegada, en los tiempos en que «recibía invitados», como ella decía.

Ahora la mesa estaba siempre extendida, rodeada de entre dieciséis y veinte sillas y banquetas.

El apartamento del sótano era grande, y Frances casi nunca sabía quién acampaba en él. Los sacos de dormir y los edredones salpicaban el suelo como si fuesen despojos de una tormenta. Cuando bajaba no podía evitar sentirse una especie de espía. Aparte de insistir en que mantuvieran el lugar limpio y ordenado —de vez en cuando les daba por «limpiar», aunque los efectos de esos arrebatos higiénicos no resultaban fáciles de apreciar—, procuraba no interferir. Julia no adolecía de las mismas inhibiciones; a menudo descendía por la estrecha escalera y contemplaba la escena de los durmientes, que en ocasiones seguían dentro de sus sacos hasta el mediodía o incluso más, rodeados de tazas sucias, pilas de discos, radios y montañas de ropa; luego se volvía despacio, una figura severa a pesar de los pequeños velos y los guantes, que en ocasiones llevaban una rosa bordada en la muñeca, y tras deducir por la rigidez de una espalda o por una cabeza que se alzaba con nerviosismo que habían reparado en su presencia, subía lentamente la escalera, dejando en el viciado aire un aroma a flores y polvos cosméticos caros.

Frances se asomó a la ventana para ver si salía luz de la cocina; sí, de manera que estarían todos allí, esperando la cena. ¿Quiénes serían esta noche? En ese momento Johnny dobló la esquina con su Escarabajo, aparcó hábilmente y se apeó. Las fantasías de tres días se desvanecieron en el acto, mientras Frances pensaba: «He sido una idiota, una loca. ¿Qué me indujo a creer que iba a cambiar algo?» Aunque de verdad fuera a realizarse esa película, no habría dinero para ella y los chicos, como de costumbre…, si bien él había asegurado que ya habían firmado el contrato, ¿no?

Durante el tiempo que tardó en caminar despacio, detenerse ante el escritorio para contemplar las dos cartas fatídicas, llegar a la puerta, siempre a paso lento, y empezar a bajar la escalera, fue como si aquellos tres días no hubieran existido. No actuaría en la obra, no disfrutaría de la peligrosa intimidad del teatro con Tony Wilde, y estaba casi segura de que al día siguiente escribiría a The Defender para aceptar la columna.

Descendió poco a poco, tratando de recuperar la compostura, y se detuvo ante la puerta abierta de la cocina, sonriendo. Allí estaba Johnny, junto a la ventana, de pie y con los brazos apoyados en el alféizar, lleno de arrogancia y —aunque de un modo inconsciente— también de culpa. En torno a la mesa había un variopinto grupo de jóvenes, entre ellos Andrew y Colin. Todos contemplaban a Johnny, que había estado pontificando sobre un tema u otro, con cara de admiración; todos menos sus hijos. Estos sonreían, como los demás, pero de pura ansiedad. Al igual que Frances, sabían que el dinero que les había prometido se había esfumado en el país de los sueños. (¿Por qué se lo había contado? ¡Debería haber sido más lista!) No era la primera vez. Y también sabían, como ella, que Johnny se había presentado en ese momento, cuando sabía que la cocina estaría llena de jóvenes, para que no lo recibieran con ira, lágrimas, reproches…, aunque todo eso pertenecía al pasado, a un pasado lejano.

Johnny abrió los brazos con las palmas hacia ella y esbozó una sonrisa forzada.

—La película se ha cancelado… La CIA… —Al ver la cara que ella ponía, dejó la frase sin terminar, mirando con nerviosismo a los chicos.

—No te molestes —replicó Frances—. La verdad es que no esperaba otra cosa.

Entonces los chicos se volvieron hacia ella con un gesto de preocupación que intensificó sus remordimientos.

Frances se aproximó al horno, donde varios platos estaban a punto de llegar al momento de la verdad. Como si la espalda de su ex mujer lo hubiera absuelto, Johnny comenzó con la vieja cantinela sobre la CÍA y sus maquinaciones, que esta vez habían sido responsables de la cancelación de la película.

Colin, que por lo visto necesitaba hechos a los que aferrarse, lo interrumpió:

—Pero, papá, pensé que el contrato…

—Demasiados problemas —se apresuró a alegar Johnny—. No lo entenderías… La CÍA siempre se sale con la suya.

Frances miró con cautela por encima del hombro y descubrió que el rostro de Colin estaba crispado por una mueca que era a la vez de rabia, confusión y resentimiento. Como de costumbre, Andrew parecía tranquilo, casi risueño, aunque ella sabía que se trataba de una falsa impresión. Esa escena y otras parecidas se habían repetido en incontables ocasiones durante la infancia de los chicos.

En 1939, el año en que estalló la guerra, dos jóvenes optimistas e ignorantes —semejantes a los que ese día se hallaban sentados en torno a la mesa— se habían enamorado, al igual que millones de otros jóvenes de los países combatientes, y se habían abrazado buscando consuelo en un mundo cruel. No obstante, también habían sentido entusiasmo, el síntoma más peligroso de la guerra. Johnny Lennox la presentó a la Liga de las Juventudes Comunistas, que estaba a punto de abandonar para convertirse en adulto, aunque todavía no en soldado. El camarada Johnny era casi una estrella, y necesitaba que ella se enterase. Frances se había sentado al fondo de salas atestadas para oírle explicar que se hallaban ante una guerra imperialista y que las fuerzas progresistas y democráticas debían boicotearla. Muy pronto, sin embargo, él apareció vestido de uniforme en las mismas salas, ante la misma gente, exhortándola a poner su granito de arena, porque de pronto, debido al ataque de los alemanes a la Unión Soviética, la guerra era contra el fascismo. Junto a los leales se encontraban algunos alborotadores y opositores que prorrumpieron en abucheos y sonoras carcajadas. Se burlaron de Johnny, que estaba allí tranquilamente describiendo la nueva línea del Partido como si no hubiera dicho justo lo contrario poco tiempo antes. A Frances le impresionó su serenidad; con su postura —los brazos extendidos con las palmas hacia fuera—, aceptaba la hostilidad, casi la provocaba, sufriendo por las duras exigencias de la época. Llevaba un uniforme de la RAF. Su primera intención había sido convertirse en piloto, pero su vista no estaba a la altura de lo exigido, de modo que terminó como cabo, pues por razones ideológicas se había negado a aceptar el grado de oficial. Ocuparía un puesto en la administración.

Así había sido la iniciación de Frances a la política, o más bien a la política de Johnny. A finales de la década de los treinta, mantenerse al margen de la política constituía en cierto modo una proeza para una persona joven, pero eso había hecho exactamente. Era hija de un abogado de Kent. El teatro había representado para ella una ventana hacia el glamour, la aventura, el gran mundo; primero en obras escolares y luego en grupos de aficionados. Aunque siempre había interpretado papeles importantes, la habían encasillado a causa de su clásica belleza inglesa. Sin embargo, ahora también ella llevaba uniforme; figuraba entre las numerosas jóvenes adscritas al Ministerio de la Guerra, y se encargaba sobre todo de llevar a los oficiales de alta graduación en coche de un lado a otro. Las jóvenes atractivas se lo pasaban bien realizando esa clase de trabajo, aunque se trata de un aspecto de la guerra que suele ocultarse por respeto a los muertos, o quizás incluso por vergüenza. Frances bailaba mucho, salía a cenar, y tuvo sus escarceos con seductores franceses, polacos y americanos, pero no olvidó a Johnny ni las angustiadas noches de pasión que habían compartido y que alimentaron la añoranza que más tarde sentirían el uno por el otro.

Entretanto, él estaba en Canadá, adiestrando a los aviadores de la RAF acuartelados allí. A estas alturas lo habían nombrado oficial y, como evidenciaban sus cartas, le iba bien; luego regresó a Inglaterra convertido en capitán y ayudante de un pez gordo. Estaba tan apuesto con uniforme, y ella tan atractiva con el suyo… Esa semana se casaron y concibieron a Andrew, lo que supuso el fin de los buenos tiempos, pues ella estaba encerrada en una habitación con un bebé, sola y asustada por los bombardeos. De pronto tenía una suegra, la temible Julia, que, vestida como una dama de sociedad de una revista de modas de los años treinta, se dignó salir de su casa de Hampstead —la casa que ahora habitaba— para mostrarse horrorizada por el sitio donde vivía Frances y ofrecerle un hueco en su hogar. Frances se negó. Aunque no estuviera metida en política, compartía el ferviente deseo de independencia de su generación. Se había marchado de la casa paterna para mudarse a una habitación amueblada, y con el tiempo, pese a haber quedado reducida a poco más que la esposa de Johnny y la madre de un niño, era independiente, se definía a partir de esa idea y se aferraba a ella. Poca cosa, sin duda, pero era lo único que tenía.

Los días y las noches transcurrieron penosamente, y ella estaba tan lejos de la vida glamurosa que había llegado a disfrutar como si jamás hubiera salido de la casa de sus padres. Los dos últimos años de la guerra trajeron consigo muchas dificultades, pobreza y terror.

La comida era mala. Las bombas, que parecían diseñadas para destrozar los nervios de la gente, afectaban a los suyos. Costaba mucho encontrar ropa, y la poca que se encontraba era horrible. No tenía amigos; sólo se relacionaba con otras mujeres con hijos pequeños. Lo que más temía era defraudar a Johnny cuando regresara, aparecer ante sus ojos como una madre gorda y cansada, muy distinta de la elegante joven de uniforme que lo había enamorado. Y eso fue precisamente lo que sucedió.

Durante la guerra, Johnny había progresado y se había hecho notar. Nadie podía negar que fuese inteligente y rápido, y sus ideas políticas no llamaban la atención en aquellos momentos. Después de la guerra le ofrecieron buenos empleos en el proceso de reconstrucción de Londres. Los rechazó. No estaba dispuesto a dejarse comprar por el capitalismo. Sus ideas y su fe no habían cambiado un ápice. Al camarada Johnny Lennox, vestido otra vez de paisano, sólo le preocupaba la Revolución.

Colin había nacido en 1945. Dos niños pequeños en un piso miserable de Notting Hill, por entonces una de las zonas más pobres de Londres. Trabajaba para el Partido. Ha llegado el momento de explicar que por «Partido» debe entenderse el Comunista, aunque bastaba con referirse a él de esa manera. Cuando dos extraños se encontraban, solía producirse el siguiente diálogo: «¿Tú también estás en el Partido?» «Por supuesto». «Me lo imaginaba», lo que significaba: «Eres una buena persona. Me gustas, y por eso tenías que estar en el Partido, como yo».

Frances no se afilió al Partido, aunque Johnny se lo pidió, asegurándole que resultaba perjudicial para él que su esposa se negara a hacerlo.

—Pero ¿quién va a enterarse? —preguntó Frances, con lo que sólo consiguió que la despreciara un poco más, porque no tenía idea de política ni la tendría nunca.

—El Partido lo sabe —respondió Johnny.

—Lástima.

Decididamente, no se entendían, y el Partido era el menor de sus problemas, por mucho que irritara a Frances. Pasaban privaciones, por no decir que vivían en la miseria. Él lo consideraba un signo de entereza. Al volver de un seminario, «Johnny Lennox habla de la amenaza de la agresión americana», la encontraba tendiendo la colada de los niños en un destartalado sistema de cuerdas y poleas precariamente atornillado a la ventana de la cocina, o cuando ella regresaba del parque, con un crío de la mano y el otro en el cochecito. La cesta de éste estaba llena de comestibles, y detrás del niño había un libro que había llevado con la esperanza de leer mientras los críos jugaban.

«Eres una auténtica mujer trabajadora, Fran», la elogiaba él. Pero si Johnny estaba encantado, su madre no. Cuando iba a verlos, siempre después de anunciarse por escrito en un papel tan grueso que una podía cortarse con él, se sentaba, visiblemente incómoda, en el borde de una silla con restos de galletas o naranja.

—Johnny, esto no puede seguir así —declaraba.

—¿Por qué no, Mutti? —La llamaba Mutti porque ella detestaba ese apodo—. Tus nietos serán un motivo de orgullo para el pueblo británico.

En momentos como ése Frances rehuía la mirada de Julia, porque no quería incurrir en la deslealtad. Sentía que todo en su vida, incluida ella misma, era insulso, feo, agotador, y que las tonterías de Johnny sólo representaban una parte del problema. Todo eso terminaría, estaba segura. Tenía que terminar.

Y así fue, porque Johnny le comunicó que se había enamorado de una auténtica camarada, un miembro del Partido, y que se iría a vivir con ella.

—¿Y yo? —preguntó Frances, aunque ya sabía la respuesta.

—Te pasaré una pensión, desde luego —afirmó Johnny. Nunca lo hizo.

Frances buscó una guardería pública y consiguió un empleo de mala muerte como ayudante del escenógrafo y figurinista en un teatro. Le pagaban muy poco, pero se las apañó. Julia se quejaba de que los niños estaban abandonados y de que su ropa movía a lástima.

—Tal vez debería hablar con su hijo —replicó Frances—. Me debe la pensión alimenticia de un año. —Después fueron dos y luego tres.

«Si la familia le pasase una cantidad decente de dinero, ¿renunciaría al trabajo para ocuparse de los niños?», preguntó Julia.

Frances respondió que no.

—Pero yo no me entrometería —insistió Julia—. Te lo prometo.

—No lo entiende —repuso Frances.

—Claro que no. ¿Te importaría explicármelo?

Johnny dejó a la camarada Maureen y volvió con Frances, tras asegurarle que había cometido un error. Ella lo aceptó. Se sentía sola, sabía que los niños necesitaban un padre y estaba hambrienta de sexo.

La abandonó de nuevo por otra camarada de verdad. Cuando quiso reconciliarse otra vez, ella le dijo: «Largo».

Ahora trabajaba todo el día en el teatro, y aunque no ganaba mucho más, se las arreglaba. Los niños tenían ocho y diez años. Continuamente surgían problemas en el colegio, y no les iba bien en los estudios.

—¿Qué esperabas? —dijo Julia.

—Yo nunca espero nada —respondió Frances.

Entonces las cosas cambiaron radicalmente. Frances se quedó atónita cuando el camarada Johnny aceptó que Andrew ingresara en un buen colegio. Julia sugirió Eton, porque su marido había estudiado allí. Frances supuso que Johnny se opondría, pero entonces se enteró de que él también había asistido a Eton y de que había conseguido ocultarle este hecho denigrante durante años. Julia no mencionaba el tema porque el paso de Johnny por Eton no los había cubierto precisamente de gloria, ni a él ni a la familia. Había estudiado allí tres años, pero lo había dejado para marcharse a la guerra civil española.

—¿Vas a decirme que te alegras de que Andrew se matricule en esa escuela? —le preguntó Frances por teléfono.

—Bueno, allí al menos recibirá una buena educación —dijo Johnny con frescura, y ella oyó el tácito: «Mira de qué me sirvió a mí la mía».

De manera que, financiado por Julia, Andrew dejó las miserables habitaciones que compartía con su madre y su hermano para ir a Eton, empezó a pasar las vacaciones con compañeros de clase y se convirtió en un amable desconocido.

Frances asistió a una fiesta de fin de curso, con un atuendo comprado especialmente para la ocasión y el primer sombrero que se ponía en su vida. Al advertir que Andrew se alegraba de verla, pensó que había hecho bien en presentarse.

Algunos se acercaron para preguntar por Julia, la viuda de Philip y la nuera del padre de éste, a quien un viejo recordaba de su infancia. Por lo visto, era una tradición que los Lennox estudiasen en Eton. También la interrogaron sobre Johnny, o Jolyon.

—Qué interesante… —comentó un ex profesor suyo—. Ha escogido una carrera interesante.

A partir de entonces Julia asistió a todas las celebraciones formales, donde, para su sorpresa, la recibían efusivamente; durante los tres años que Johnny había pasado allí, ella sólo se había sentido como la esposa de Philip, es decir, alguien poco relevante.

Colin se negó a ir a Eton, quizás a causa de un profundo y retorcido concepto de lealtad hacia su madre, a quien había visto luchar durante muchos años. Eso no significaba que no se produjeran enfrentamientos entre ellos; el chico peleaba, discutía y sacaba notas tan malas que Frances estaba convencida de que trataba de disgustarla adrede. Por otro lado, se mostraba frío y cruel con su padre cuando éste daba señales de vida para decir que lo sentía mucho pero no tenía dinero para pagar la pensión. Finalmente accedió a ir a una escuela progresista, Saint Joseph, también por cuenta de Julia.

Entonces Johnny propuso algo que esta vez Frances no rechazó. Julia les cedería una parte de la casa a ella y a los niños. No necesitaba tanto espacio, era ridículo…

Frances pensó en Andrew, que al salir del colegio volvía a una u otra vivienda miserable, cuando volvía, y jamás invitaba a amigos a casa.

Pensó en Colin, que no se molestaba en disimular lo mucho que detestaba su forma de vida. Les dijo que sí a Johnny y a su suegra, y aterrizó en la magnífica casa que siempre pertenecería a Julia.

Sólo ella sabía cuánto le había costado decidirse. Durante años había preservado su independencia y cubierto tanto sus gastos como los de los niños sin aceptar dinero de Julia ni de sus propios padres, que la habrían ayudado encantados. Y ahora había firmado la capitulación definitiva: lo que otros veían como «un acuerdo sensato», para ella significaba una derrota. Ya no era la misma, sino un apéndice de la familia Lennox.

En cuanto a Johnny, había hecho lo que cabía esperar de él. Cuando su madre le decía que debía mantener a sus hijos y conseguir un empleo por el que le pagasen un sueldo, él la acusaba a gritos de ser un típico miembro de las clases explotadoras que sólo pensaba en el dinero, mientras que él trabajaba para el futuro de toda la humanidad. Discutían con frecuencia y a voces. Al oírlos, Colin palidecía, guardaba silencio y se largaba durante horas o días. Andrew conservaba su sonrisa displicente e irónica, su pose. En ese entonces pasaba mucho tiempo en casa e incluso llevaba amigos.

Entretanto, Johnny y Frances se habían divorciado, porque él se había casado como era debido, formalmente, en una boda a la que habían asistido Julia y sus camaradas. Su mujer se llamaba Phyllida, y aunque no militaba en el Partido, él afirmaba que tenía madera y que la convertiría en una buena comunista.

Esta pequeña historia era el motivo por el que ahora Frances estaba de espaldas a los demás, removiendo un guiso que no necesitaba que lo removieran. Efecto retardado: le temblaban las rodillas y notaba la boca como si la tuviese llena de ácido, porque su cuerpo por fin empezaba a asimilar las malas noticias, por cierto bastante más tarde que su mente. Pese a que sabía que estaba enfadada, con todo derecho, albergaba más indignación hacia sí misma que hacia Johnny. De acuerdo, se había permitido pasar tres días sumida en un loco sueño…, pero ¿cómo se le había ocurrido involucrar a los chicos? Claro que había sido Andrew quien le había entregado el telegrama; había esperado a que ella se lo enseñase y luego había dicho: «Frances, por fin tu descarriado marido va a cumplir con su obligación». Se había sentado en el borde de una silla: joven, rubio y atractivo, semejaba más que nunca un pájaro a punto de levantar el vuelo. Era alto, lo que acentuaba su delgadez; los tejanos cubrían holgadamente sus largas piernas, y sus huesudas, estilizadas y elegantes manos reposaban sobre las rodillas con las palmas hacia arriba. Le sonreía, y ella sabía que pretendía ser amable. Se esforzaban por llevarse bien, y sin embargo ella continuaba en guardia, porque había sufrido su rechazo durante demasiados años. El chico se había referido a él como «tu marido», no como «mi padre». Trataba con cordialidad a Phyllida, la nueva esposa de Johnny, aunque luego se quejaba de que era una pesada.

Había felicitado a Frances por el papel que le habían ofrecido en la nueva obra y había bromeado sin malicia sobre las consejeras sentimentales.

Colin también se había mostrado cariñoso, lo cual era raro en él, y había telefoneado a sus amigos para contarles lo de la obra.

La nueva situación suponía una desgracia para los dos; era terrible, pero al fin y al cabo qué más daba un pequeño golpe cuando habían recibido tantos a lo largo de los años, se dijo mientras aguardaba que sus rodillas recuperaran la fuerza, con los ojos cerrados, sujetándose del borde de un cajón con una mano y removiendo el guiso con la otra.

Detrás de ella, Johnny proseguía su discurso sobre la prensa capitalista, las mentiras que publicaba acerca de la Unión Soviética y la imagen tergiversada que presentaba de Fidel Castro.

Tras una perorata semejante, Frances había demostrado que tantos años de oír las críticas y la jerga de Johnny prácticamente no habían hecho mella en ella.

—Parece una persona interesante —había murmurado.

—Por lo visto no he conseguido enseñarte nada, Frances. Es imposible meterte algo en la cabeza —le había soltado él.

—Sí, lo sé, soy tonta.

Había sido una repetición del gran momento, el momento clave y decisivo en que Johnny había regresado a su lado por segunda vez, esperando que lo aceptara: le había gritado que era una nulidad en política, una pequeñoburguesa venida a menos, una enemiga de clase, y ella había respondido:

—Sí, de acuerdo, soy tonta, ahora lárgate.

No podía continuar ahí de pie sabiendo que los chicos la observaban con nerviosismo, dolidos por ella, aunque los demás contemplaran a Johnny con expresión de afecto y admiración.

—Échame una mano, Sophie —pidió.

En el acto aparecieron unas manos serviciales, las de Sophie y en apariencia las de todos los demás, que depositaron las fuentes en el centro de la mesa. Exquisitos aromas inundaron el aire cuando retiraron las tapas.

Tomaron asiento a la cabecera de la mesa, contentos de sentarse al fin, sin fijar la vista en Johnny. Todas las sillas estaban ocupadas, pero había otras junto a la pared, de manera que, si quería, podía acercar una. ¿Lo haría? Se sentaba a comer con ellos a menudo, lo cual enfurecía a Frances, aunque era obvio que él creía que lo tomaban como un cumplido. Pero esa noche no; después de causar la impresión deseada y saciar (si es que eso era posible) su necesidad de que lo admirasen se marcharía…, ¿no? No se iba. Todas las copas de vino estaban llenas. Johnny había llevado dos botellas; el generoso Johnny, que nunca entraba en un lugar sin su ofrenda para las libaciones… Frances se sentía incapaz de seguir conteniendo la bilis, las indeseadas palabras de amargura que se le agolpaban en la boca. «Vete —le rogó mentalmente—. Lárgate de una vez».

Había cocinado un abundante y suculento guiso con carne y castañas, según la receta de Elizabeth David, cuyo libro Gastronomía rural francesa descansaba, abierto, en algún lugar de la cocina. (Años después exclamaría: «Dios mío, participé en una revolución culinaria sin saberlo»). Estaba segura de que esos jovencitos sólo comían «como es debido» en esa mesa. Andrew servía puré de patatas con apio. Sophie repartía cucharadas de guiso. Colin distribuía las raciones de espinacas a la crema y zanahorias rehogadas en mantequilla. Johnny contemplaba la escena callado, ya que en ese momento nadie le prestaba atención.

¿Por qué no se marchaba?

Los comensales de esa noche, o al menos unos cuantos, eran los que ella consideraba habituales. A su izquierda estaba Andrew, que se había servido raciones generosas pero miraba la comida como si no la reconociese. Junto a él se había sentado Geoffrey Bone, un compañero de colegio de Colin que, hasta donde Frances alcanzaba a recordar, había pasado todas las vacaciones con ellos. Según Colin, no se llevaba bien con sus padres. (Por otra parte ¿quién se llevaba bien con sus padres?). A su lado, Colin había vuelto hacia su padre el redondo y encendido rostro, que irradiaba angustia acusadora, con el cuchillo y el tenedor en las manos. Junto a Colin estaba Rose Trimble, que había salido con Andrew durante una breve temporada: un obligado escarceo con el marxismo lo había llevado a una conferencia titulada «¡África rompe las cadenas!», y allí la había conocido. Aunque la aventura sentimental (¿podía llamarse así?; ella tenía dieciséis años) había terminado, Rose seguía visitando la casa y, de hecho, parecía haberse instalado en ella. Enfrente de Rose estaba Sophie, una chica judía cuya belleza se encontraba en pleno apogeo; esbelta, con brillantes ojos negros y reluciente cabello moreno, sin duda inducía a quienes la veían a pensar primero en la intrínseca injusticia del Destino y luego en los imperativos y exigencias de la Belleza. Colin estaba enamorado de ella. Andrew también. Y Geoffrey. Junto a Sophie se hallaba el polo opuesto del buen chico relativamente apuesto, inglés y amable que era Geoffrey: el impulsivo y angustiado Daniel, a quien recientemente habían amenazado con expulsarlo de Saint Joseph por robar. Era subdelegado, y Geoffrey, el delegado, había tenido que advertirle que debía reformarse o de lo contrario… Era una amenaza vana, desde luego, destinada a impresionar a otros confiriendo visos de gravedad a algo que hacían todos. Este pequeño incidente, que aquellos jóvenes mundanos comentaban con ironía, constituía una confirmación, por si hiciera falta alguna, de la proverbial injusticia del mundo, pues Geoffrey robaba constantemente en las tiendas, pese a que costaba asociar esa cara ingenua y complaciente con las malas acciones. Y había algo más: Daniel reverenciaba a Geoffrey desde siempre, y recibir una regañina de su héroe era más de lo que podía soportar.

Junto a Daniel había una chica que Frances no había visto antes, aunque suponía que en su momento le hablarían de ella. Era rubia, pulcra y de buena presencia, y al parecer se llamaba Jill. A la derecha de Frances estaba Lucy, que no iba a Saint Joseph: era la novia de Daniel, asistía a Dartington, y se dejaba ver a menudo por allí. Lucy, a quien en un colegio normal habrían nombrado monitora por su carácter responsable, su inteligencia y sus dotes de liderazgo, aseguraba que los colegios progresistas, o por lo menos Dartington, resultaban adecuados para algunos estudiantes, pero que otros necesitaban disciplina y que ella habría deseado asistir a una escuela corriente, con normas, reglamentos y exámenes que la obligaran a esforzarse. Daniel opinaba que en Saint Joseph eran unos hipócritas de mierda que predicaban la libertad, pero a la hora de la verdad reprimían con todo el peso de la moral.

—Yo no diría que reprimen —explicó Geoffrey afablemente a todos los presentes, protegiendo a su acólito—, sino que fijan límites.

—Para algunos —puntualizó Daniel.

—Sí, admito que es injusto —convino Geoffrey.

Sophie comentó que adoraba tanto a Saint Joseph como a Saín (el director). Los chicos trataron de aparentar indiferencia ante esta noticia.

Colin seguía sacando tan malas notas en los exámenes que debía su plácida existencia a la célebre tolerancia de la escuela.

Entre las muchas cosas que Rose le reprochaba a la vida, la principal era que no la hubiesen enviado a un colegio progresista, y cuando se discutían sus ventajas y desventajas, lo que sucedía con frecuencia y a voz en cuello, ella guardaba silencio, con el rubicundo rostro más rojo que nunca a causa de la furia. Sus puñeteros padres la habían mandado a una vulgar escuela para chicas de Sheffield, y aunque a todos los efectos se había «pirado» y vivía aquí, sus quejas contra el colegio no cesaban y solía decir entre lágrimas, a quienes quisieran oírla, que no sabían la suerte que tenían. Andrew había llegado a conocer a los padres de Rose, que eran funcionarios municipales.

—¿Qué tienen de malo? —había preguntado Frances con la esperanza de oír hablar bien de ellos, porque Rose no le caía bien y deseaba que se marchara. (¿Por qué no se lo pedía? Porque habría sido contrario al espíritu de la época).

—Me temo que son gente corriente —respondió Andrew, sonriendo—. Son los típicos pueblerinos convencionales, y creo que Rose los tiene bastante desorientados.

—Ah —dijo Frances, viendo cómo se esfumaba la posibilidad de que Rose regresara a su casa.

Y también en eso había algo más. ¿No había tildado ella misma a sus padres de aburridos y convencionales en muchas ocasiones? No los consideraba unos fascistas de mierda, desde luego, aunque tal vez los habría descrito así si hubiera estado tan familiarizada con esos adjetivos como Rose. ¿Cómo iba a recriminar a la chica que se alejase de unos padres que no la entendían?

Ya empezaban a servirse más comida…, todos salvo Andrew. Apenas había tocado lo que le habían puesto en el plato. Frances fingió no reparar en ello.

Andrew tenía problemas, aunque resultaba difícil determinar la gravedad de la situación.

Le había ido bastante bien en Eton, había hecho amistades, que en opinión de Frances era lo que debía hacerse, y el año siguiente ingresaría en Cambridge. Hasta entonces se dedicaría a holgazanear, decía. Y estaba cumpliendo su propósito, desde luego. A veces dormía hasta las cuatro o cinco de la tarde, presentaba un aspecto enfermizo y bajo su encanto y don de gentes disimulaba… ¿qué disimulaba?

Frances sabía que era desdichado, pero la desdicha de sus hijos no representaba una novedad. Habría que hacer algo. Julia había bajado a su sección de la casa para preguntarle:

—¿Has entrado en la habitación de Andrew, Frances?

—No me atrevería a entrar sin que él me invitara.

—Eres su madre, ¿no?

Este intercambio de palabras que puso de manifiesto el abismo que mediaba entre ellas, hizo que Frances se quedara mirando a su suegra con impotencia, como de costumbre. No sabía qué decir. Julia, una figura inmaculada, permanecía allí como el Juicio Final, al acecho, y Frances, nerviosa como una colegiala, deseaba desplazar el peso de su cuerpo de un pie al otro.

—Hay tanto humo que casi no se ve nada —se quejó Julia.

—Ah, ya entiendo, te refieres a la hierba…, a la marihuana, ¿no? Pero hoy en día todos la fuman. —No se atrevió a confesar que ella también la había probado.

—Así que para ti no significa nada, ¿eh? No tiene importancia.

—No he dicho eso.

—Duerme todo el día, se atonta con esa humareda y no prueba bocado.

—¿Qué quieres que haga, Julia?

—Habla con él.

—No puedo… No podría… No me escucharía.

—Entonces hablaré yo. —Julia dio media vuelta sobre sus pequeños e impecables tacones y se marchó dejando una estela de fresca fragancia a rosas.

Julia y Andrew hablaron. Muy pronto Andrew tomó la costumbre de visitar a Julia en sus habitaciones, algo que nadie se había atrevido a hacer antes, y a menudo regresaba con información destinada a allanar obstáculos y suavizar los roces.

—No es tan mala como crees. De hecho, es encantadora.

—No es la primera palabra que me viene a la mente cuando pienso en ella.

—Pues a mí me cae bien.

—Ojalá bajase de vez en cuando. ¿Crees que comería con nosotros?

—No. No aprueba nuestro estilo de vida.

—Podría reformarnos… —dijo Frances, intentando bromear.

—¡Ja, ja! Pero ¿por qué no la invitas?

—Julia me da pánico —respondió Frances, reconociéndolo por primera vez.

—¡Tú le das miedo a ella! —señaló Andrew.

—Eso es totalmente absurdo. Estoy segura de que jamás ha temido a nadie.

—Mira, mamá, no lo entiendes. Siempre ha vivido muy protegida. No está acostumbrada a nuestro jaleo. No olvides que antes de que muriera el abuelo ni siquiera había cocido un huevo, mientras que tú tienes que vértelas con las hordas hambrientas y hablas su lengua. ¿No te das cuenta? —No había dicho «nuestra» lengua, sino «su» lengua.

—Lo único que sé es que se queda ahí arriba, comiendo una ración minúscula de arenque ahumado y cuatro centímetros de pan y tomando una copa de vino, mientras nosotros nos atiborramos de manjares suculentos. Quizá podríamos subirle una bandeja.

—Se lo consultaré —argüyó Andrew, y tal vez lo hiciera, pero nada cambió.

Frances se obligó a subir a la habitación de Andrew. Eran las seis de la tarde y ya estaba oscureciendo. Hacía dos semanas de eso. Llamó a la puerta, aunque sus piernas casi le exigían que volviera abajo.

Después de unos silenciosos instantes de espera, oyó:

—Adelante.

Frances entró. Andrew estaba fumando tendido en la cama, vestido. A su lado, la ventana dejaba entrever una nebulosa cortina de fría lluvia.

—Son las seis de la tarde —dijo ella.

—Ya lo sé.

Frances se sentó sin que él la invitara a hacerlo. La habitación era amplia y estaba amueblada con muebles antiguos y macizos y bonitas lámparas chinas. Andrew no parecía el ocupante idóneo, y Frances pensó involuntariamente en el marido de Julia, el diplomático, que sin duda se habría encontrado en su elemento allí.

—¿Has venido a sermonearme? No te molestes; Julia ya ha hecho bastante.

—Estoy preocupada por ti —dijo Frances con voz temblorosa; en su garganta se agolpaban años, décadas de preocupación.

Andrew levantó la cabeza de la almohada para mirarla mejor. Sus ojos no reflejaban hostilidad, sino más bien hastío.

—Hasta yo me siento preocupado por mí —dijo—, pero creo que estoy a punto de empezar a controlarme.

—¿De veras, Andrew? ¿De veras?

—Al fin y al cabo, no es heroína, cocaína o… Tampoco hay un montón de botellas vacías debajo de mi cama.

Sin embargo, había algunas píldoras azules esparcidas por el suelo.

—Entonces ¿qué son esas píldoras?

—Ah, las pastillas azules. Anfetas. No te preocupes por ellas.

—Además no son adictivas —agregó Frances como si citara a alguien, tratando infructuosamente de imprimir un dejo irónico a su voz—, y puedes dejarlas en cualquier momento.

—No estoy seguro de eso. Creo que estoy enganchado…, pero a la hierba. Lo cierto es que aligera el peso de la realidad. ¿Por qué no la pruebas?

—Ya la he probado. No me hace nada.

—Lástima —comentó Andrew—. Yo diría que cargas con más realidad de la que eres capaz de soportar.

No añadió una palabra, así que tras una pequeña espera Frances se levantó y al cerrar la puerta oyó:

—Gracias por venir, mamá. Vuelve cuando quieras.

¿Acaso deseaba su «intromisión»? ¿Había estado aguardando a que lo visitara? ¿Necesitaba hablar?

Esa noche en particular percibió con más fuerza el vínculo que había entre ella y sus dos hijos, pero era terrible; los tres estaban unidos por el desencanto, sencillamente porque habían sufrido un nuevo golpe.

Sophie estaba hablando.

—¿Sabes que a Frances le han ofrecido un papel fantástico? —le preguntó a Johnny—. Se convertirá en una estrella. Es genial. ¿Has leído la obra?

—Al final no voy a trabajar en la obra, Sophie —dijo Frances.

Sophie se volvió hacia ella, con sus maravillosos ojos arrasados de lágrimas.

—¿Qué quieres decir? No puedes…, no es…, no puede ser verdad.

—Lo es, Sophie.

Sus dos hijos observaban a la muchacha, quizás hasta le propinaban puntapiés por debajo de la mesa como diciéndole: «Cierra el pico».

—Oh —gimió la hermosa jovencita, cubriéndose la cara con las manos.

—Las cosas han cambiado —prosiguió Frances—. No puedo explicártelo.

Los dos chicos dirigieron a su padre una mirada acusadora. Johnny se rebulló, amagó un encogimiento de hombros, lo reprimió y sonrió.

—He venido para deciros algo más, Frances —soltó de golpe.

Conque por eso no se había marchado y seguía allí, incómodo, sin sentarse: tenía algo más que decir.

Frances se preparó y vio que Colin y Andrew hacían lo mismo.

—Debo pedirte un gran favor —añadió Johnny a su traicionada mujer.

—¿De qué se trata?

—Habrás oído hablar de Tilly, claro… Ya sabes, la hija de Phyllida.

—Por supuesto que he oído hablar de ella.

Tras sus visitas a Phyllida, Andrew había dado a entender que el clima de la casa no era armonioso y que la niña les ocasionaba muchos dolores de cabeza.

—Phyllida es incapaz de ocuparse de Tilly.

Al oír aquello Frances profirió una carcajada, adivinando lo que seguiría.

—No —dijo—, imposible. De ninguna manera.

—Piénsalo, Frances. No se entienden. Phyllida está desesperada. Y yo también. Quiero que Tilly viva aquí. Tú eres tan buena con…

Frances, paralizada de ira, se percató de que los chicos habían palidecido; los tres permanecieron en silencio, mirándose.

—¡Ay, Frances, eres tan buena, es fantástico…! —exclamó Sophie.

Geoffrey, que después de frecuentar la casa durante tantos años podía considerarse un miembro más de la familia, se sumó a Sophie:

—¡Qué idea genial!

—Un momento, Johnny —dijo Frances—. ¿Me estás pidiendo que me haga cargo de la hija de tu segunda mujer porque vosotros no podéis con ella?

—Exactamente —admitió él, sonriendo.

Se produjo una larga pausa. A los entusiastas Sophie y Geoffrey les pareció que Frances no se lo estaba tomando como habían esperado, con el espíritu progresista del idealismo universal: aquella mentalidad de «todo es para bien en el mejor de los mundos posibles» que algún día simbolizaría los años sesenta.

—Supongo que contribuiréis a su manutención, ¿no? —atinó a decir Frances, y cayó en la cuenta de que con esas palabras estaba accediendo a su petición.

Ahora Johnny escrutó los jóvenes rostros para comprobar si los demás estaban tan escandalizados como él ante la mezquindad de su ex.

—No es cuestión de dinero —replicó con suficiencia.

Al ver acalladas sus protestas, Frances se levantó, se dirigió hacia el mostrador de la cocina y se quedó de espaldas a los demás.

—Quiero traer a Tilly —dijo Johnny—. De hecho, ya está aquí, en el coche.

Colin y Andrew se acercaron a su madre, uno a cada lado. Eso le infundió fuerzas para volverse y encararse con Johnny. Era incapaz de hablar. Al ver a su ex mujer flanqueada por sus hijos, los tres indignados, con gesto acusador, Johnny también calló, aunque sólo por unos instantes.

Después se recuperó, extendió los brazos con las palmas hacia ellos y declamó:

—De cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad. —Y dejó caer los brazos.

—¡Oh, qué bonito! —exclamó Rose.

—Genial —dijo Geoffrey.

—Precioso —murmuró Jill, la recién llegada.

Todos los ojos estaban fijos en Johnny, una situación que no era nueva para él. Permaneció en su sitio, recibiendo rayos de censura y haces de amor con una sonrisa en la cara. Johnny era un hombre alto con el cabello entrecano cortado a lo emperador romano —«siempre a sus órdenes»—, téjanos negros ceñidos y chaqueta de cuero estilo Mao, confeccionada especialmente para él por una camarada y admiradora de la industria textil. La seriedad era su pose favorita, tanto si sonreía como si no, porque una sonrisa nunca denotaba más que una concesión temporal, si bien en ese momento sonreía con descaro.

—¿Quieres decir que Tilly ha estado esperando en el coche durante todo este tiempo? —preguntó Andrew.

—Joder —gruñó Colin—. Típico.

—Voy a buscarla. —Johnny salió, sin mirar a su ex mujer ni a los chicos al pasar por su lado.

Nadie se movió. Frances pensó que si sus hijos no se hubieran encontrado tan cerca, apoyándola, se habría desmayado. Todas las caras estaban vueltas hacia ellos: los demás por fin habían comprendido que se trataba de un mal momento.

Oyeron que se abría la puerta principal —Johnny tenía un juego de llaves de la casa de su madre, naturalmente—, y luego, en la entrada de la cocina, apareció una pequeña figura asustada, envuelta en una holgada trenca, que intentaba sonreír; pero de su boca brotó un triste sollozo cuando posó la vista en Frances, que según le habían dicho era encantadora y cuidaría de ella «hasta que las cosas se arreglaran». Semejaba un pajarillo abatido por una tormenta; Frances cruzó la estancia y la abrazó, susurrando:

—Tranquila, tranquila.

Entonces recordó que Tilly no era una niña, sino una adolescente de unos catorce años, y que su impulso de sentarse y acunarla en su regazo resultaba absurdo.

—Creo que necesita meterse en la cama —le dijo Johnny, que estaba detrás de ella. Y volviéndose hacia los demás, añadió—: Me voy. —Pero no se fue.

La chica levantó los ojos suplicantes hacia Andrew, que a fin de cuentas era la única persona que conocía entre tantos extraños.

—No os preocupéis, yo me ocupo de ella. —Rodeó los hombros de Tilly con un brazo y dio media vuelta para salir de la cocina—. La llevaré al sótano. Allí se está bien y hace calor.

—Oh, no, no, por favor —gimió la chica—. No puedo estar sola, no puedo, no me obliguéis.

—Claro que no —la reconfortó Andrew. Luego dijo a su madre—: Pondré otra cama en mi habitación, sólo por esta noche. —Y se la llevó.

Todos guardaron silencio mientras escuchaban cómo la convencía de que subiese la escalera.

Frances se volvió hacia Johnny y le dijo en voz baja, esperando que los demás no la oyeran:

—Lárgate. Vete de una vez.

Él trató de ganarse a los jóvenes con una sonrisa; primero a Rose, que se la devolvió, aunque titubeó; sostuvo la mirada de reproche de Sophie y saludó con un seco movimiento de cabeza a Geoffrey, a quien conocía desde hacía años. Y se marchó. La puerta principal se cerró. Después oyeron el golpe de la portezuela del coche.

Ahora Colin seguía a Frances, tocándole el brazo y el hombro, inseguro respecto a lo que debía hacer.

—Vamos —dijo—, subamos.

Salieron juntos. Mientras ascendían por la escalera Frances se puso a soltar tacos, primero en voz baja para que no la oyeran los chicos, luego a gritos.

—Joder, joder, joder, cabrón, maldito cabrón hijo de puta.

Al llegar a su salita se sentó y se echó a llorar. Colin no sabía cómo reaccionar, hasta que se le ocurrió darle unos pañuelos y luego un vaso de agua.

Entretanto, enterada por la boca de Andrew de lo sucedido, Julia bajó, abrió la puerta de Frances sin llamar y entró.

—Por favor, explícamelo —rogó—. No lo entiendo. ¿Por qué permites que se comporte de esta manera?

Julia von Arne había nacido en una región de Alemania especialmente bonita; una zona con colinas, arroyos y viñedos. Era la única niña, la menor de tres hermanos nacidos en el seno de una familia armoniosa y agradable. Su padre era diplomático y su madre, músico. En 1914 recibieron la visita de Philip Lennox, un prometedor agregado de la embajada británica en Berlín. No era de extrañar que a sus catorce años Julia se enamorase del apuesto Philip —que contaba veinticinco—, pero él también quedó prendado de ella. Era guapa, menuda, con una melena de rizos dorados, y llevaba vestidos acampanados que, según el romántico joven, parecían flores. Había recibido una educación estricta, supervisada por institutrices inglesas y francesas, y a él se le antojaba que cada gesto suyo, cada sonrisa, cada giro de cabeza era medido, estudiado, como si sus movimientos formaran parte de una danza. Al igual que todas las jóvenes aleccionadas para ser conscientes de su cuerpo, debido a los temibles peligros de la falta de recato, sus ojos hablaban por ella, lo que le permitía llegar al corazón con una mirada, y cuando entornaba los delicados párpados sobre unos ojos azules que invitaban al amor, él se sentía rechazado. Philip tenía hermanas, alegres marimachos que disfrutaban del clásico verano ensalzado en tantas memorias y novelas, y las había visto pocos días antes en Sussex. Se había burlado de Betty, una amiga de éstas, porque se había presentado a la cena con sus musculosos y bronceados brazos cubiertos de rasguños blancos que revelaban que había estado jugando con los perros en los campos de heno. Su familia lo había observado para ver si le gustaba esa joven, que podría ser una esposa apropiada, y él estaba dispuesto a tenerla en cuenta. No obstante, aquella menuda señorita alemana le pareció tan glamurosa como una belleza vislumbrada en un harén, rebosante de promesas de una felicidad insospechada, y se figuró que si un rayo de sol la tocaba se derretiría como un copo de nieve. Cuando ella le regaló una rosa roja del jardín, él supo que estaba ofreciéndole su corazón. Le declaró su amor a la luz de la luna y al día siguiente habló con su padre. Sí, sabía que era demasiado joven, pero solicitaba permiso formalmente para proponerle matrimonio cuando cumpliera los dieciséis años. De manera que se separaron en 1914, cuando la guerra estaba en sus inicios, aunque tanto los Arne como los Lennox, al igual que muchos liberales neutrales, consideraban descabellada la idea de que Alemania e Inglaterra llegaran a enfrentarse. Cuando se declaró la guerra hacía dos semanas que Philip había dejado a su amada llorando desconsoladamente. En aquellos tiempos los gobiernos se veían obligados a anunciar que los enfrentamientos acabarían en Navidad, por lo que los amantes estaban convencidos de que volverían a verse pronto.

Casi de inmediato la xenofobia comenzó a envenenar el amor de Julia. Aunque a su familia no le molestaba que amara a un inglés —¿acaso sus respectivos soberanos no se llamaban «primos»?—, los vecinos hacían comentarios insidiosos y los criados chismorreaban. Durante los años que duró la guerra los rumores afectaron no sólo a Julia, sino también a su familia. Sus tres hermanos estaban en el frente, su padre en el Ministerio de la Guerra, y su madre realizaba labores de voluntaria, pero aquellos apasionados días de julio de 1914 los convirtieron a todos en blanco de sospechas y comentarios maliciosos. Julia nunca perdió la fe en su propio amor ni en Philip. A él lo hirieron dos veces; ella se enteró por medios clandestinos, y lloró. Por muy malherido que estuviese, clamaba su corazón, ella siempre lo querría. Lo licenciaron en 1919. Julia estaba esperándolo, convencida de que acudiría a buscarla, cuando en la habitación donde habían flirteado cinco años antes entró un hombre al que supuestamente debía reconocer. Llevaba una manga vacía prendida a la pechera con un alfiler, y su rostro estaba tenso y arrugado. Ella aún no había cumplido los veinte años. Philip vio a una joven alta —había crecido varios centímetros—, con la rubia melena recogida en la coronilla y sujeta con un grueso pasador azabache, vestida de luto riguroso por sus dos hermanos muertos. El tercero —un chico de menos de veinte años— había resultado herido y, todavía uniformado, estaba sentado con la pierna rígida apoyada en un escabel. Los dos hombres, que hasta hacía tan poco habían sido enemigos, se miraron fijamente. Sin sonreír, Philip se acercó a él con la mano tendida. El joven desvió involuntariamente la mirada con una mueca de disgusto, pero enseguida recobró la compostura: sonrió, y se estrecharon la mano. Esta escena, que desde ese día se repetiría muchas veces de distintas maneras, carecía entonces de la importancia que revistiría en la actualidad. La ironía, que enaltece ese elemento que nos empeñamos en excluir de nuestra visión de las cosas, les habría parecido intolerable; nosotros nos hemos vuelto más insensibles.

Y esos dos amantes, que de haberse cruzado en la calle no se habrían reconocido, tuvieron que decidir si la añoranza que habían sentido el uno por el otro durante los terribles años de la guerra era lo bastante poderosa para justificar un matrimonio. Nada quedaba de la encantadora e ingenua niña, ni del hombre sentimental que había llevado la rosa roja junto a su corazón hasta que se había marchitado. Los grandes ojos azules destilaban tristeza, y Philip, al igual que el hermano menor de Julia, solía sumirse en largos silencios cuando recordaba cosas que sólo otros soldados acertarían a comprender.

Se casaron con discreción; no era el momento más apropiado para una ostentosa boda germanobritánica. En Londres el fervor bélico comenzaba a remitir aunque la gente todavía hablaba de los «cabezas cuadradas» y los «hunos». Aun así, se mostraban amables con Julia, que por primera vez, aunque creía que se amaban, se preguntó si no habría sido un error elegir a Philip. Ambos fingían ser personas serias por naturaleza, en lugar de seres que padecían una depresión incurable. A pesar de todo, la guerra quedó atrás y los rencores se disiparon. Julia, que en Alemania había sufrido por su enamorado inglés, hizo un esfuerzo voluntario por convertirse en inglesa. Aunque prácticamente dominaba el idioma, volvió a tomar clases y pronto empezó a hablar un inglés perfecto y exquisito, como pocos nativos eran capaces de hacer. Sabía que tenía modales circunspectos, por lo que intentó adoptar una actitud más desenfadada. Su vestuario también era impecable, pero a fin de cuentas estaba casada con un diplomático y debía guardar las apariencias, como decían los ingleses.

Iniciaron su vida matrimonial en una pequeña casa de Mayfair, donde, con la ayuda de una cocinera y una criada, Julia recibía invitados, como se esperaba de ella, y alcanzó una posición parecida a la que en su recuerdo había ocupado el hogar paterno. Entretanto, Philip había descubierto que casarse con una alemana no era la mejor receta para una carrera fácil. Las discusiones con sus superiores revelaron que ciertos puestos le estarían vedados —en Alemania, por ejemplo—, y que podía desviarse del recto camino que conducía a la cima y acabar desterrado en lugares como Sudáfrica o Argentina. Entonces decidió ahorrarse decepciones y se pasó a la administración. Progresaría profesionalmente, pero lejos del refinamiento de las cancillerías en el extranjero. A veces coincidía en la casa de su hermana con la Betty con quien podría haberse casado —y que seguía soltera, a causa del gran número de hombres muertos en la guerra— y pensaba en lo diferente que hubiese sido su vida con ella.

Cuando Jolyon Meredith Wilhelm Lennox nació, en 1920, tuvo una enfermera y luego una niñera. Era un niño alto y delgado, con rizos dorados y unos ojos azules que reflejaban hostilidad y censura, casi siempre hacia su madre. Al enterarse por su niñera de que ésta era alemana, pilló una rabieta y se portó mal durante varios días. Lo llevaron a conocer a la familia de Alemania, pero la visita no fue bien; le disgustaron tanto el lugar como sus extrañas costumbres: le exigían que se sentara a la mesa con las manos a los lados del plato mientras no comía, que hablara sólo cuando le dirigiesen la palabra y que entrechocara los talones cuando quisiera pedir algo. Se negó a volver a ese país. Julia discutió con Philip cuando éste decidió enviar al niño a un internado a los siete años. Aunque esto no se consideraría insólito en nuestros días, en aquel entonces Julia hubo de armarse de valor. Philip alegó que todas las personas de su posición hacían lo mismo y se puso como ejemplo: él también había ingresado en un internado a los siete años. De acuerdo, recordaba que había echado de menos a la familia, pero eso carecía de importancia, se superaba pronto. Ese argumento —«¡fíjate en mí!»—, destinado a acallar las protestas por la sencilla razón de que quien lo esgrimía estaba convencido de su superioridad, o al menos de su sensatez, no persuadió a Julia. En el interior de Philip había un lugar al que jamás lograría acceder, una reserva, una frialdad que al principio atribuyó a la guerra, las trincheras, las profundas heridas psicológicas. Pero había empezado a dudar; su relación con las esposas de los colegas de su marido no era lo bastante íntima para preguntarles si ellas también percibían que en sus hombres había un territorio vedado, una zona señalada como VERBOTEN, la entrada a la cual estaba prohibida…, pero ella observaba, se percataba de muchas cosas. «No —pensó—, si separas a un niño tan pequeño de su madre…» Perdió la batalla y también a su hijo, que en adelante se mostró tan cortés y afable como a menudo impaciente.

Que ella supiera, al chico le había ido bien en su primer colegio, pero no en Eton. Los informes distaban de ser buenos. «No entabla amistades con facilidad». «Es un solitario».

Durante unas vacaciones lo interrogó, ingeniándoselas para ponerlo en una situación de la que no lograra librarse fácilmente, pues siempre eludía las preguntas directas.

—Dime, Jolyon, ¿el hecho de que yo sea alemana te ha causado problemas?

Él parpadeó, como si quisiera escapar, pero le dedicó su característica sonrisa amable y respondió:

—No, mamá, ¿por qué iba a causarme problemas?

—Era sólo una duda.

Luego le pidió a Philip que «hablara» con Jolyon, con lo que quería decir, desde luego: «Haz que cambie, por favor, me está rompiendo el corazón».

—Desde luego, no suelta prenda —fue la contestación de su marido.

En realidad, a Julia la tranquilizaba bastante pensar en Eton, pues era consciente del peso de esa institución como forjadora de excelencia y garantía de éxito. Había renunciado a su hijo —su único hijo— para entregarlo al sistema educativo inglés, y esperaba una retribución: que Jolyon saliera adelante, como su padre, y con el tiempo siguiera los pasos de éste, quizá como diplomático.

Cuando murió su padre, y poco después su madre, Philip quiso mudarse a la amplia casa de Hampstead. Era la residencia familiar y él, el hijo, viviría allí. A Julia le gustaba su pequeña casa de Mayfair, tan fácil de llevar y de mantener limpia, y se resistía a vivir en una que tuviese tantas habitaciones. Y sin embargo allí fue a parar. Nunca intentaba imponer su voluntad a Philip. Jamás discutían. Se llevaban bien porque ella no insistía en sus preferencias. Se comportaba como había visto hacerlo a su madre, cediendo a los deseos de su marido. Bueno, alguien tenía que ceder, pensaba Julia, y qué más daba quién lo hiciese. Lo importante era preservar la paz en la familia.

No les costó mucho incorporar los muebles de la casita, procedentes en su mayor parte de su hogar alemán, a la casona de Hampstead, donde de hecho no recibía tantos invitados como antes, aunque disponían de más espacio. Para empezar, Philip no era un hombre particularmente sociable: sólo tenía un par de amigos íntimos y por lo general los veía a solas. Y Julia suponía que se estaba volviendo vieja y aburrida, porque ya no disfrutaba de las fiestas como en el pasado. Aun así, organizaban cenas, a menudo con gente importante, y le complacía saber que lo hacía todo bien y que Philip estaba orgulloso de ella.

De vez en cuando viajaba a Alemania. Sus padres, que estaban envejeciendo, se alegraban mucho de verla, y ella quería a su hermano, ahora el único que le quedaba. Sin embargo, volver a la patria resultaba inquietante, incluso aterrador. La pobreza, el desempleo, los comunistas y luego los nazis estaban por todas partes, y las pandillas infestaban las calles. Y entonces apareció Hitler. Los Von Arne despreciaban por igual a los comunistas y a este último, y creían que ambos fenómenos desagradables desaparecerían sin más. Aquélla no era su Alemania, decían. Desde luego no era la Alemania que Julia recordaba como propia; siempre que olvidara, naturalmente, a los calumniadores de la época de la guerra. Habían llegado a acusarla de ser una espía. Las personas serias y educadas no, por supuesto…, bueno, sí, había habido un par de ellas. Llegó a la conclusión de que ya no se sentía a gusto en Alemania, y cuando sus padres fallecieron le resultó más fácil dejar de visitarla.

Al fin y al cabo, tenía que admitir que el pueblo inglés era un pueblo sensato. Una no podía ni imaginar que permitiesen enfrentamientos entre comunistas y fascistas en las calles… De acuerdo, ocasionalmente estallaba alguna revuelta, pero no había que exagerar; nada de aquello era comparable con Hitler.

Una carta de Eton les informó de que Jolyon había desaparecido, tras dejar una nota en la que decía que se iba a luchar en la guerra civil española. Estaba firmada por «el camarada Johnny Lennox».

Philip se valió de todas sus influencias para averiguar dónde se encontraba su hijo. ¿En la Brigada Internacional? ¿En Madrid? ¿En Cataluña? Por lo visto nadie lo sabía. Julia comprendía a Jolyon, pues le había horrorizado el comportamiento de Gran Bretaña y Francia para con el Gobierno electo de España. Su marido, que al fin y al cabo era diplomático, defendía a su Gobierno y su país, pero a solas con ella confesaba sentirse avergonzado. No admiraba las políticas que estaba respaldando y ayudando a poner en práctica.

Transcurrieron los meses. Por fin llegó un telegrama de su hijo, en el que pedía que le enviaran dinero a una dirección del East End de Londres. Julia lo interpretó como que quería que lo visitaran; de lo contrario les habría indicado un banco. Ella y Philip fueron juntos a la casa, situada en una calle miserable, y encontraron a Jolyon atendido por una mujer de aspecto decente a quien Julia tomó por una criada. Su hijo estaba en un cuarto de la planta alta y sufría una hepatitis que presumiblemente había contraído en España. Hablando con la mujer, que se hacía llamar camarada Mary, advirtió, primero, que ésta no sabía nada de España, y, después, que Jolyon no había estado en aquel país sino en esa casa, enfermo.

—Tardé un tiempo en darme cuenta de que sufría una crisis nerviosa —señaló la camarada Mary.

Era gente pobre. Cuando Philip extendió un talón por una suma considerable, le explicaron con bastante amabilidad que no disponían de cuenta bancaria, insinuando con un dejo apenas sarcástico que las cuentas bancarias sólo eran para ricos. Como no llevaban tanto dinero encima, Philip dijo que les enviaría el dinero al día siguiente, y así lo hizo. Jolyon, que ahora insistía en que lo llamasen Johnny, estaba tan delgado que se le marcaban los huesos de la cara, y aunque aseguraba que la camarada Mary y su familia eran la sal de la tierra, se avino fácilmente a regresar a casa.

Sus padres no volvieron a oír hablar de España, pero en la Liga de las Juventudes Comunistas, donde Johnny se había convertido en una estrella, lo consideraban un héroe de la guerra civil española.

Pusieron a su disposición un cuarto y más tarde una planta entera de la amplia casa, donde recibía a mucha gente que molestaba a los padres y sumía a Julia en un profundo abatimiento. Todos eran comunistas, por lo general muy jóvenes, y continuamente se llevaban a Johnny a asambleas, mítines, cursillos de fin de semana y manifestaciones. Julia le dijo que si hubiera visto las calles de Alemania, plagadas de bandas rivales, no se mezclaría con individuos de esa calaña, y como consecuencia de la discusión subsiguiente, Johnny se marchó. Sentando el precedente de sus futuras pautas de comportamiento, se alojó en las casas de sus camaradas, dormía en el suelo o dondequiera que hubiera un rincón libre y le pedía dinero a sus padres. «Supongo que no querréis que me muera de hambre, aunque sea comunista».

Julia y Philip no se enteraron de la existencia de Frances hasta que Johnny se casó con ella, durante un permiso, aunque Julia estaba ya bastante familiarizada con lo que describía como «esa clase de chica». Había observado a las jóvenes astutas, descaradas y coquetas que atendían a los oficiales de alta graduación; algunas estaban adscritas al departamento de su marido. «¿Es apropiado que disfruten tanto en medio de esta horrible guerra?», se preguntaba. Bueno, al menos nadie podía tacharlas de hipócritas. (Varias décadas después, mientras se miraba en el espejo con tristeza y rociaba sus blancos rizos con laca, una anciana dama suspiraría: ¡Ah, lo pasábamos tan bien, tan bien…! Era tan fascinante…, ¿entiendes?)

La guerra de Julia podría haber sido verdaderamente terrible. Su nombre había figurado en la lista de los alemanes que debían ser enviados al campo de internamiento de la isla de Man. «Nunca tuvieron la intención de recluirte —aseveró Philip—. Sólo fue un error administrativo».

Lo fuera o no, Philip hubo de intervenir para que borrasen el nombre de su esposa. Esa guerra atormentó a Julia con recuerdos de la anterior, y le parecía increíble que unos países destinados a ser amigos estuvieran combatiendo una vez más. No se encontraba bien, dormía mal y lloraba a menudo. Philip, comprensivo…, como siempre, la estrechaba en sus brazos y la acunaba. «Tranquila, tranquila, cariño». Podía abrazarla porque disponía de uno de los nuevos e ingeniosos brazos artificiales que permitían hacer cualquier cosa. Bueno, prácticamente cualquier cosa. Por las noches se quitaba el brazo y lo dejaba en su soporte. Entonces sólo podía abrazar a Julia a medias, de manera que ella lo abrazaba a él.

Los Lennox no fueron invitados a la boda de su hijo con Frances. Se enteraron por un telegrama que llegó poco antes de que Jolyon regresara a Canadá. Al principio a Julia le costaba creer que los tratase de esa manera. Philip la rodeó con el brazo:

—No lo entiendes, Julia —dijo.

—No, no entiendo nada.

—¿No ves que somos enemigos de clase? —explicó él en tono irónico—. No, no llores, Julia, ya madurará. O eso espero.

Sin embargo, miraba por encima del hombro de su mujer con una expresión que reflejaba la misma angustia que la embargaba a ella…, cada vez más a menudo y con mayor intensidad; una angustia desgarradora, generalizada y persistente de la que no conseguía librarse.

Sabían que Johnny estaba haciendo progresos en Canadá. ¿Qué significaba «hacer progresos» en ese contexto? Poco después de que se marchara, llegó una carta con una fotografía de él y Frances en la escalinata del registro civil. Los dos iban de uniforme, el de ella ceñido como un corsé; era una rubia de aspecto alegre y risueño. Una chica tonta, pensó Julia mientras guardaba la carta y la foto. El sobre llevaba el sello de un censor, como si su contenido sobrepasara los límites de la decencia, que era exactamente lo que pensaba Julia. Luego Johnny envió una nota que rezaba: «Podrías ir a ver qué tal se encuentra Frances. Está embarazada».

Julia no fue. Más adelante Johnny mandó un aerograma en el que les decía que había nacido el bebé, un niño, y que en su opinión lo mínimo que podía hacer Julia era visitar a Frances. «Se llama Andrew», añadía en la posdata, como si se le hubiese ocurrido en el último momento; y Julia recordó las participaciones del nacimiento de Jolyon, enviadas en grandes y gruesos sobres blancos e impresas en una cartulina que semejaba finísima porcelana, y las elegantes letras negras que decían «Jolyon Meredith Wilhelm Lennox». A ninguno de los destinatarios les cupo la menor duda de que anunciaban una importante adición a la especie humana.

Sabía que debía ir a ver a su nueva nuera, pero fue postergándolo, y cuando por fin se presentó en la dirección que le había facilitado Johnny, Frances se había marchado. Era una calle lóbrega en la que había un edificio derruido por una bomba. Julia se alegró de no tener que entrar en ninguna de esas casas, pero la enviaron a otra de apariencia aún peor. Estaba en Notting Hill; la recibió una mujer de aspecto descuidado que, sin sonreír le dijo que llamara a esa puerta de allí, la del tragaluz agrietado.

—Un momento —respondió una voz irritada cuando llamó a la puerta—. Vale, adelante.

La habitación, grande y mal iluminada, tenía ventanas sucias, desteñidas cortinas de raso verde y alfombras raídas. En la verdosa penumbra estaba sentada una mujer joven y corpulenta, con las piernas separadas sin medias, y un niño tendido junto a su pecho. Sostenía un libro en la mano, encima de la cabeza del pequeño; que se movía rítmicamente mientras las manos se abrían y cerraban sobre la carne desnuda. El seno descubierto, grande y flácido, exudaba leche.

Julia pensó por un instante que se había equivocado de casa, pues era imposible que aquella joven fuese la de la fotografía. Se quedó allí quieta, forzándose a admitir que en efecto se hallaba ante Frances, la esposa de Jolyon Meredith Wilhelm.

—Siéntese —le espetó la joven, como si verse obligada a pronunciar esas palabras, e incluso contemplar a Julia, fuera la gota que colmaba el vaso.

Frunció el entrecejo y se enderezó. Los labios del bebé soltaron el pezón con un ruido seco, y un líquido lechoso se deslizó desde el pecho hasta una cintura fofa. Frances volvió a introducirle el pezón en la boca; el pequeño dejó escapar un gemido ahogado y empezó a mamar otra vez con los mismos movimientos de cabeza breves y temblorosos que Julia había observado en los cachorros apiñados junto a las tetas de la menuda perra salchicha que había tenido tiempo atrás. Frances se cubrió el otro seno con un trapo que Julia habría jurado que era un pañal.

Las dos mujeres se miraron con desagrado.

Julia no se sentó. Había una silla, pero estaba salpicada de manchas sospechosas. Habría podido sentarse en la cama, pero como estaba deshecha, decidió no hacerlo.

—Johnny me escribió para pedirme que viniera a ver cómo se encontraba —dijo.

La voz fría, suave, casi rumorosa, modulada a un ritmo o una escala que sólo Julia conocía, impulsó a la joven a fijar de nuevo la vista en ella. Luego se echó a reír.

—Estoy como me ve, Julia —dijo Frances.

El pánico empezaba a apoderarse de Julia. Pensó que aquel sitio era horrible, el colmo de la miseria. Si bien la casa en la que ella y Philip habían encontrado a Johnny en la época de su malograda aventura española era pobre, de paredes delgadas y aspecto precario, por lo menos estaba limpia, y la casera, Mary, parecía una mujer decente. En este sitio, en cambio, Julia se sentía atrapada en una pesadilla. Esa desvergonzada joven semidesnuda, con sus grandes pechos de los que chorreaban leche, el bebé que chupaba ruidosamente, un leve olor a vómito o a pañales sucios… Julia tuvo la sensación de que Frances estaba forzándola, casi con brutalidad, a contemplar un estilo de vida indecoroso que ella nunca había tenido que afrontar. Su propio hijo había llegado a sus brazos perfectamente limpio y después de que la nodriza lo alimentase. Julia se había negado a amamantarlo; le parecía un acto demasiado animal, aunque no se había atrevido a decirlo. Los médicos y las enfermeras, con un tacto exquisito, habían convenido en que no debía dar el pecho… por cuestiones de salud. Julia había jugado a menudo con el pequeño y hasta se había sentado en el suelo con él para disfrutar de una hora de esparcimiento, cronometrada al minuto por la niñera. Recordaba la fragancia a jabón y a polvos de talco. Recordaba haber olido con enorme placer la cabecita de Jolyon…

«Es increíble —se dijo Frances—. Esa mujer es increíble»; y el desprecio estuvo en un tris de hacerle soltar una carcajada.

Julia permanecía de pie en medio de la habitación, con su elegante e impecable traje de lanilla gris, que no presentaba ni una arruga. Lo llevaba abotonado hasta el cuello, donde un pañuelo de seda malva añadía un toque de color. Sus manos, aunque totalmente protegidas de las sucias superficies que la rodeaban por unos guantes grises de cabritilla, hacían pequeños movimientos de rechazo y melindrosa reprobación. Sus zapatos eran como brillantes mirlos, con hebillas de bronce que a Frances se le antojaron lastres, quizá destinados a impedir que los pies remontaran el vuelo, o incluso que empezaran a ejecutar primorosos pasos de baile. El pequeño tul que cubría su sombrero gris, provisto también de una hebilla metálica, no ocultaba la expresión de horror de sus pies. Era una mujer enjaulada, y para Frances, agobiada por la soledad, la pobreza y la ansiedad, su aparición en aquel cuarto, que ella detestaba y del que sólo quería escapar, suponía una provocación deliberada, una ofensa.

—¿Qué quiere que le diga a Jolyon?

—¿A quién? Ah, sí. Pero… —Frances se irguió con energía, sujetando con una mano la cabeza del bebé y con la otra el trapo que le cubría el pecho—. No me dirá que Johnny le pidió que viniera aquí…

—Pues sí, me lo pidió.

Ambas compartieron un momento de incredulidad y se dirigieron sendas miradas inquisitivas. Cuando Julia había leído la carta en la que Johnny le exigía que visitara a su esposa, le había dicho a Philip:

—Creía que nos odiaba. Si no somos lo bastante buenos para asistir a su boda, ¿por qué me ordena que vaya a ver a Frances?

Philip respondió con aspereza, pero también con aire distraído, pues siempre estaba absorto en sus obligaciones.

—Veo que esperas coherencia. En mi opinión, eso es casi siempre un error.

Frances, por su parte, jamás había oído a Johnny hablar de sus padres sin llamarlos fascistas, explotadores o, en el mejor de los casos, reaccionarios. Entonces, ¿cómo era posible que hubiera…?

—Frances, me gustaría mucho ayudarla. —Extrajo un sobre del bolso.

—Oh, no, estoy segura de que Johnny no lo aprobaría. Él nunca aceptaría dinero de…

—Ya descubrirá que es perfectamente capaz de aceptarlo.

—No, no, Julia, por favor.

—Muy bien. Adiós entonces.

Julia no volvió a ver a Frances hasta que Johnny regresó de la guerra, y Philip, que estaba enfermo y moriría pronto, manifestó su preocupación por Frances y los niños. Julia, que aún tenía aquella visita fresca en la memoria, protestó y dijo que estaba segura de que Frances no quería saber nada de ella, pero Philip insistió: «Por favor, Julia. Hazlo sólo para tranquilizarme».

Julia se dirigió al apartamento de Notting Hill convencida de que lo habían elegido por la sordidez y la fealdad del barrio. Ya tenían dos hijos. El que había visto la primera vez, Andrew, estaba hecho un inquieto y alborotador niño de dos años; el otro, Colin, era un bebé. Una vez más encontró a Frances amamantando. Estaba gorda, fofa, abandonada, y aquel apartamento, a Julia no le cabía la menor duda, constituía un peligro para la salud. Dentro de una fresquera adosada a la pared había una botella de leche y un poco de queso. La pintura de la malla metálica del mueble obstruía las rendijas, de manera que el aire no circulaba bien. La ropa de los niños estaba tendida en una estructura de madera que parecía a punto de venirse abajo. No, replicó Frances con voz fría, hostil y crítica. No quería dinero, no, gracias.

Julia había adoptado inconscientemente una postura suplicante, con las manos temblorosas y los ojos arrasados en lágrimas.

—Pero piensa en los niños, Frances.

Fue como si vertiese ácido sobre una herida. Oh, sí, Frances se preguntaba a menudo qué pensarían sus padres, por no hablar de los de Johnny, de la forma en que vivía con sus hijos.

—Tengo la impresión de que nunca pienso en otra cosa. —El tono de su voz, cargado de furia, decía: «¡Cómo se atreve!»

—Por favor, déjame ayudarte, por favor… Johnny es un necio, siempre lo ha sido, y no es justo que los niños paguen las consecuencias.

El problema era que para entonces Frances estaba totalmente de acuerdo en lo referente a la necedad de Johnny. La ilusión había desaparecido por completo, dejándole un residuo de irresoluble exasperación para con él, sus camaradas, la Revolución, Stalin y demás. No obstante, quien estaba en la picota ahora no era Johnny, sino ella, su pequeño y amenazado sentido de identidad e independencia. Por eso el «piensa en los niños» de Julia la hirió como un dardo envenenado. ¿Qué derecho tenía ella, Frances, a luchar por su independencia, por sí misma a costa de…? Pero no sufrían, no. Sabía que no sufrían.

Julia se marchó, dio parte de lo ocurrido a Philip y procuró no pensar en aquellas habitaciones de Notting Hill.

Con el tiempo, cuando se enteró de que Frances había entrado a trabajar en un teatro, Julia pensó: «¡Un teatro! ¡Claro! ¿Qué otra cosa si no?» Después, Frances se convirtió en actriz, y Julia se preguntó: «¿Representará papeles de criada?»

Fue al teatro, se sentó en una de las últimas filas de la platea con la esperanza de pasar inadvertida y vio a Frances encarnar a un personaje secundario en una comedia bastante agradable. Estaba más delgada, aunque todavía rolliza, y lucía una melena de apretados rizos. Hacía de propietaria de un hotel de Brighton. Julia no vio en ella el menor rastro de la risueña jovencita de antes de la guerra con su uniforme ceñido. A pesar de todo, su buena interpretación animó a Julia. Frances se percató de que había ido a verla, porque era un teatro pequeño y Julia había aparecido con uno de sus inimitables sombreros con velo y se había sentado con las enguantadas manos sobre el regazo. Ninguna otra mujer del público llevaba sombrero. Y esos guantes… Ay, ¡qué ridículos!

Durante toda la guerra, sobre todo en los momentos difíciles, Philip había alimentado el recuerdo de un pequeño guante de muselina suiza; aquellos lunares blancos sobre fondo blanco y el pequeño volante en la muñeca se le antojaban una deliciosa frivolidad y una promesa de que la civilización se establecería.

Poco después Philip murió de un ataque al corazón, lo que no sorprendió a Julia. La guerra lo había afectado profundamente. Trabajaba sin descanso, incluso en casa, por las noches. Ella sabía que se había implicado en operaciones audaces y peligrosas y que sufría por los hombres que había enviado a la aventura, a veces a la muerte. La guerra lo había convertido en un viejo y, como a ella, lo había obligado a revivir la anterior: Julia lo sabía por los comentarios mordaces que se permitía hacer de vez en cuando. Estas dos personas que en otro tiempo se habían amado con pasión habían acabado por profesarse una paciente ternura, como si hubiesen decidido proteger sus recuerdos, al igual que una herida, de cualquier contacto brusco, negándose incluso a escrutarlos con atención.

Ahora que Julia estaba sola en la casona, Johnny, que quería instalarse allí, le sugirió que se mudase a un apartamento. Por primera vez en su vida Julia se mantuvo firme y se negó. Viviría allí, y no esperaba que Johnny ni cualquier otro la entendiera. Su casa natal, la de los Von Arne, se había perdido. Su hermano menor había muerto en la Segunda Guerra Mundial. La propiedad se había vendido y ella había recibido el dinero de la transacción. Ahora esa casa, en la que con tantas reservas había vivido en un principio, era su hogar, el único vínculo que le quedaba con aquella Julia que había tenido un hogar, que había deseado tenerlo, que se definía a sí misma a partir de un lugar con recuerdos: ella era Julia Lennox, y ésa era su casa.

—Eres egoísta y avara, como todos los de tu clase —le espetó Johnny.

—Tú y Frances podéis venir a vivir aquí, pero yo no pienso marcharme.

—Muchas gracias, Mutti, pero creo que declinaremos la invitación.

—¿Por qué me llamas Mutti? Nunca me llamabas así cuando eras pequeño.

—¿Pretendes ocultar tu origen alemán, Mutti?

—No, no me parece que esté ocultando nada.

—A mí sí. Hipócrita. ¿Qué otra cosa se puede esperar de la gente como tú?

Estaba verdaderamente furioso. Su padre no le había dejado un penique; todo había ido a parar a Julia. Él había planeado vivir en la casa y llenarla de camaradas que necesitaran refugio. Después de la guerra todo el mundo era pobre y vivía a salto de mata, y Johnny se sustentaba de trabajos que hacía para el partido, algunos de ellos ilegales. Se había enfadado con Frances porque ésta se había negado a aceptar una asignación de Julia. Cuando su esposa le había dicho: «No lo entiendo, Johnny, ¿quieres aceptar dinero de un enemigo de clase?», él le había pegado por primera y única vez. Ella le devolvió el golpe con más fuerza todavía. No se lo había preguntado con ánimo de burlarse ni de criticarlo; sólo deseaba, sinceramente, una explicación.

Aunque Julia gozaba de una posición desahogada, no era rica. Podía permitirse costear los estudios de Andrew y Colin, pero si Frances no hubiera aceptado irse a vivir con ella, la vieja habría alquilado parte de la casa. Ahora economizaba en cosas que habrían hecho reír a Frances de haberse enterado. No compraba ropa. Despidió al ama de llaves que vivía en el apartamento del sótano y ella misma empezó a encargarse de las tareas domésticas, con la ayuda de una asistenta que iba dos veces a la semana. (A esta mujer, la señora Philby, hubo que persuadirla con halagos y regalos de que siguiera trabajando cuando Frances llegó con sus vulgares costumbres). Ya no compraba la comida en Fortnum’s, pero después de la muerte de Philip había descubierto que sus gustos eran sencillos y que los criterios por los que obligatoriamente debía regirse la esposa de un funcionario del Foreign Office nunca habían sido los suyos.

Cuando Frances ocupó toda la casa, salvo la planta superior, Julia experimentó cierto alivio. Pese a que Frances aún no le caía bien, pues parecía empeñada en escandalizarla, Julia adoraba a los niños y se propuso protegerlos de sus padres. Lo cierto es que ellos le tenían miedo, al menos al principio, pero ella nunca llegó a saberlo. Pensaba que Frances intentaba evitar que se acercasen a ella; ignoraba que los alentaba a visitar a su abuela.

—Por favor. ¡Es tan buena con nosotros! Le encantaría que fuerais a verla.

—Oh, no, es demasiado. ¿Tenemos que ir?

Cuando Frances acudió a la redacción del periódico para aceptar el empleo, se reafirmó en sus preferencias por el teatro. Como periodista freelance carecía de experiencia con las instituciones y no albergaba el menor deseo de trabajar en equipo. En cuanto entró en el edificio de The Defender, percibió una atmósfera especial: sí, se trataba del esprit de corps. Luchaban por continuar con la venerable trayectoria de The Defender como abogado de toda clase de causas nobles, una trayectoria que se remontaba al siglo XIX; o eso creían, sobre todo quienes trabajaban allí. Este período, la década de los sesenta, podía equipararse a cualquiera de las grandes etapas del pasado. Una tal Julie Hackett le dispensó la bienvenida al redil. Era una mujer dulce, por no decir femenina, con mechones de grueso cabello negro sujetos aquí y allá mediante una variedad de pasadores y peinetas, un personaje deliberadamente indiferente a la moda, ya que consideraba que ésta esclavizaba a las mujeres. Observaba con atención todo cuanto la rodeaba lista para corregir errores fácticos o ideológicos, y criticaba a los hombres en cada frase que pronunciaba, dando por sentado, como suelen hacer los creyentes, que Frances coincidía con ella en todo. Había seguido de cerca la carrera de Frances, leyendo artículos suyos en distintos periódicos, incluido The Defender, pero uno en particular la había decidido a contratarla. Se trataba de una nota satírica pero benévola sobre Carnaby Street, que empezaba a convertirse en un símbolo de la Gran Bretaña moderna y atraía a los jóvenes, tanto de cuerpo como de espíritu, de todos los rincones del mundo. Frances había escrito que sufrían una especie de alucinación colectiva, ya que se trataba de una callejuela sucia y miserable, y aunque las prendas que se vendían allí no estaban desprovistas de encanto —al menos algunas— no superaban a las de las calles que no iban acompañadas de las mágicas sílabas «Carnaby». ¡Herejía! Una valiente herejía, concluyó Julie Hackett, que comenzó a ver en Frances a un alma gemela.

Le enseñaron un despacho donde una secretaria separaba las cartas dirigidas a «Tía Vera» y las colocaba en distintas pilas, pues hasta las peores desdichas humanas han de encajar en categorías fácilmente identificables. Mi marido es infiel, alcohólico, me pega, no me da suficiente dinero, va a dejarme por su secretaria, prefiere quedarse en el bar con sus amigos a estar conmigo. Mi hijo es alcohólico, drogadicto, ha dejado embarazada a su novia, no quiere marcharse de casa, vive en las calles de Londres, cobra un sueldo pero se niega a contribuir con los gastos de la casa. Mi hija… Las pensiones, las subvenciones, la conducta de los funcionarios, problemas de salud… aunque ésas las contestaba un médico. De las cartas más sencillas se ocupaba la secretaria, firmando con el seudónimo de «Tía Vera», todo un próspero nuevo departamento de The Defender. El trabajo de Frances consistiría en leer las cartas, detectar temas o inquietudes frecuentes e inspirarse en ellos para redactar un artículo serio y largo que se publicaría en una página destacada del periódico. Podría escribir e investigar en casa. Si bien formaría parte de la plantilla de The Defender, no trabajaría en la redacción, lo que representaba un alivio para ella.

Cuando salió del metro, de regreso a casa, compró comida y bajó la cuesta, cargada con las bolsas.

Julia, que estaba mirando por la ventana, la vio llegar. Al menos aquel abrigo elegante constituía una mejora con respecto a la gruesa trenca de lana: ¿habría alguna esperanza de verla vestida con otra cosa que los tejanos y los jerséis de siempre? Caminaba con dificultad, por lo que le recordó a un burro cargado con alforjas. Cuando se detuvo cerca de la casa, Julia notó que había ido a la peluquería y que llevaba la rubia cabellera peinada a la moda: lisa y con raya en medio.

Había pasado por delante de viviendas donde la música palpitaba y vibraba tan fuerte como los latidos de un corazón furioso, pero Julia había dicho que no estaba dispuesta a tolerar ruidos, que no los soportaba, de manera que siempre escuchaban música con el volumen bajo. Desde el cuarto de Andrew a menudo llegaban suaves melodías de Palestrina o Vivaldi; del de Colin, jazz; del salón, donde estaba el televisor, canciones y voces entrecortadas; del sótano, el bum, bum, bum que necesitaban «los críos».

La casona, completamente iluminada, sin una sola habitación a oscuras, parecía irradiar luz no sólo por las ventanas, sino también por las paredes: exudaba luz y música.

A Frances se le cayó el alma a los pies al ver la silueta de Johnny tras las cortinas de la cocina. Estaba en medio de una arenga, a juzgar por el modo en que gesticulaba, y cuando ella entró lo encontró en el punto culminante. Otra vez Cuba. Alrededor de la mesa había un grupo de jóvenes, a los que no tuvo tiempo de identificar. Andrew, sí; Rose, sí… Sonaba el teléfono. Dejó las pesadas bolsas y levantó el auricular; era Colin, desde el colegio.

—¿Has oído la noticia, mamá?

—No, ¿qué noticia? ¿Te encuentras bien, Colin? Te marchaste esta misma mañana…

—Sí, sí, escucha, acabamos de enterarnos, ha salido en las noticias. Kennedy ha muerto.

—¿Quién?

—El presidente Kennedy.

—¿Estás seguro?

—Le han pegado un tiro. Pon la tele.

—Ha muerto el presidente Kennedy. Le han disparado —anunció por encima del hombro. Silencio absoluto mientras estiraba la mano y encendía la radio. Nada. Se volvió y advirtió que todos, incluido Johnny, estaban estupefactos. Su ex marido había callado para buscar una «fórmula correcta», y al cabo de unos instantes logró articular un «debemos evaluar la situación…», pero fue incapaz de continuar.

—La televisión —dijo Geoffrey Bone, y «los críos» se levantaron de la mesa, como una sola persona, salieron de la cocina y subieron al salón.

—Cuidado, Tilly está viendo la tele —les gritó Andrew, y corrió tras ellos.

Frances y Johnny se quedaron solos, mirándose.

—Supongo que has venido a preguntar por tu hijastra, ¿no? —inquirió.

Johnny se rebulló, inquieto: ardía en deseos de subir a ver las noticias de las seis, pero había planeado decir algo, y ella aguardó, reclinada contra los estantes que había junto a los quemadores, pensando: «Muy bien, deja que adivine…», y tal como esperaba, él le soltó:

—Es Phyllida, me temo.

—¿Sí?

—No se encuentra bien.

—Eso me ha comentado Andrew.

—Tengo que irme a Cuba dentro de un par de días.

—Entonces más vale que la lleves contigo.

—El problema es que los fondos no alcanzan y…

—¿Quién paga?

De pronto apareció la expresión de «ya estamos», que a ella siempre le permitía juzgar su propio grado de estupidez.

—A estas alturas deberías saber que ciertas cosas no se preguntan, camarada.

En otros tiempos la habría invadido una sensación de incompetencia y culpabilidad; en aquel entonces Johnny poseía una capacidad asombrosa para hacerla sentirse como una idiota.

—Pues te lo pregunto. Pareces olvidar que tengo razones para interesarme por tu economía.

—¿Y cuánto te pagan en tu nuevo trabajo?

Ella le sonrió.

—No lo suficiente para mantener a tus dos hijos y ahora también a tu hijastra.

—Y a cualquiera que venga buscando un plato de comida gratis.

—¿Qué? No querrás que cierre las puertas a estos revolucionarios en potencia, ¿verdad?

—Son una panda de vagos y drogatas —replicó él—. Gentuza. —Decidió no seguir por ese camino y adoptó un tono amistoso, apelando a la bondad de Frances—. Phyllida no está bien; de verdad.

—¿Y qué esperas que haga yo al respecto?

—Quiero que cuides de ella.

—No, Johnny.

—Entonces que la cuide Andrew. No tiene nada mejor que hacer.

—Está ocupado atendiendo a Tilly. Está muy enferma, ¿sabes?

—Casi siempre exagera para que la compadezcan.

—¿Entonces por qué nos la endosaste a nosotros?

—Oh…, joder —protestó el camarada Johnny—. Los trastornos psíquicos no son mi especialidad, sino la tuya.

—Está enferma. Enferma de verdad. ¿Cuánto tiempo pasarás fuera?

Él bajó la cabeza y frunció el entrecejo.

—Dije que volvería dentro de seis semanas, pero con esta nueva crisis… —Al recordar la crisis agregó—: Voy a ver las noticias. —Y salió corriendo de la cocina.

Frances calentó sopa —un caldo de pollo— y pan de ajo, preparó una ensalada, apiló fruta en la frutera y dispuso quesos de distintas clases en una fuente. Pensaba en la pobre Tilly. Un día después de su llegada, Andrew había ido a verla al estudio.

—¿Puedo instalar a Tilly en la habitación de invitados, mamá? —le preguntó—. No quiero que duerma en la mía, aunque creo que le gustaría.

Frances se esperaba ese momento. Su planta estaba dividida en cuatro habitaciones: el dormitorio, el estudio, la sala y un pequeño cuarto que había alojado huéspedes en los tiempos en que Julia dirigía la casa. Ella sentía que ese piso era suyo, un lugar seguro que la resguardaba de todas las presiones, de toda la gente. Ahora Tilly y su enfermedad estarían al otro lado de un estrecho pasillo. Y el cuarto de baño…

—De acuerdo, Andrew; pero no puedo cuidarla, al menos en la medida en que lo necesita.

—No. Me ocuparé yo. Voy a arreglarle la habitación. —Cuando se disponía a marcharse, añadió en voz baja y apremiante—: Está realmente mal.

—Sí, lo sé.

—Tiene miedo de que la encerremos en un manicomio.

—Claro que no la encerraremos; no está loca.

—No —dijo él con una sonrisa irónica, más encantadora de lo que pensaba—, aunque tal vez yo sí, ¿no?

—No lo creo.

Ella oyó bajar a Andrew con la chica y los dos entraron en la habitación de invitados. Silencio. Frances intuyó lo que ocurría. Tilly estaba acurrucada en la cama, o en el suelo, y Andrew la abrazaba, tranquilizándola, quizás incluso cantándole… Lo había oído en otras ocasiones.

Y esa misma mañana había presenciado la siguiente escena: mientras preparaba la comida, Andrew se sentó a la mesa con Tilly, envuelta en una mantilla de bebé que había encontrado en un baúl. Había un bol con copos de maíz y leche delante de ella y otro delante de Andrew. Él le daba de comer igual que lo haría con un niño pequeño:

—Una para Andrew…, una para Tilly…, una para Andrew…

Al oír «una para Tilly», ella abrió la boca, con los grandes y angustiados ojos azules fijos en Andrew. Parecía incapaz de parpadear. Andrew inclinó la cuchara, y ella permaneció sentada con los labios cerrados, sin tragar. Andrew se obligó a comer una cucharada y empezó de nuevo:

—Una para Tilly…, ahora una para Andrew…

Aunque sólo llegaban cantidades insignificantes de comida a la boca de Tilly, al menos Andrew estaba alimentándose.

—Tilly no come —le informó Andrew a Frances—. No, en serio, es mucho peor que yo. No come nada.

En esa época la palabra «anorexia» todavía no era de uso común, al igual que «sexo» o «sida».

—¿Por qué? ¿Lo sabes? —preguntó ella, como diciendo: «Por favor, explícame el motivo por el que a ti te cuesta tanto comer».

—En su caso, supongo que la culpa es de su madre.

—¿En tu caso no?

—No, en mi caso, yo diría que la culpa es de mi padre. —En ese momento la crítica humorística y el atractivo de aquella pose que le habían forjado en Eton parecieron desentonar con su personalidad y se convirtieron en rasgos grotescos, como máscaras inapropiadas. La miraba fijamente con ojos sombríos, ansiosos, suplicantes.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Frances, tan desesperada como él.

—Esperar, esperar un poco, nada más; todo saldrá bien.

Cuando «los críos» —tenía que dejar de usar esa expresión— bajaron y se sentaron a la mesa, aguardando la comida, Johnny ya no estaba con ellos. Todo el mundo se quedó escuchando la pelea que se libraba en la planta superior. Gritos, insultos, palabras indescifrables.

—Quiere que Julia se vaya a vivir a su piso y cuide a Phyllida mientras él está en Cuba —explicó Andrew.

Todos se volvieron hacia Frances, para ver su reacción. Ella reía.

—Ay, Dios… —Suspiró—. Realmente, no tiene remedio.

Todos intercambiaron miradas de desaprobación. Todos, salvo Andrew. Sentían admiración por Johnny y pensaban que Frances estaba resentida.

—Sencillamente, es imposible —dijo Andrew con seriedad—. No es justo pedirle algo así a Julia.

Solían hablar en tono burlón de la planta superior y de Julia, a quien llamaban «la vieja». No obstante, desde que Andrew había regresado y había trabado amistad con su abuela, se sentían obligados a seguir su ejemplo.

—¿Por qué iba a cuidar de Phyllida? —prosiguió—. Está muy ocupada con nosotros.

Esta nueva perspectiva de la situación suscitó un silencio reflexivo.

—Phyllida no le cae bien —dijo Frances, apoyando a Andrew, y se contuvo para no añadir: «Y yo tampoco. Nunca le han gustado las mujeres de Johnny».

—¿Cómo iba a caerle bien? —preguntó Geoffrey, y Frances lo observó con expresión inquisitiva: aquello era nuevo—. Phyllida ha estado aquí esta tarde.

—Te buscaba —señaló Andrew.

—¿Phyllida? ¿Aquí?

—Está chalada —terció Rose—. Yo la vi. Está como una cabra. Como una regadera. —Rió.

—¿Qué quería? —preguntó Frances.

—La eché —explicó Andrew—. Le dije que no debía venir a esta casa.

Arriba se oyeron portazos y los gritos de Johnny, que bajó corriendo la escalera, seguido por una sola palabra de Julia: «¡Imbécil!»

Johnny irrumpió echando chispas.

—Vieja puta —espetó—. Puta fascista.

«Los críos» miraron a Andrew, buscando orientación. Estaba pálido, con aspecto enfermizo. Gritos, peleas… aquello era demasiado para él.

—Qué pasada —comentó Rose, fascinada por la violencia de la situación.

—Tilly se alterará otra vez —dijo Andrew.

Hizo amago de levantarse, y Frances, temiendo que utilizara lo ocurrido como excusa para no comer, le rogó:

—Siéntate, Andrew, por favor.

Él se sentó, y ella se sorprendió de que la obedeciera.

—¿Sabías que tu…, que Phyllida ha estado aquí? —le preguntó Rose a Johnny, riendo. Tenía la cara encendida, y sus pequeños ojos negros relampagueaban.

—¡Qué! —exclamó Johnny con voz estridente, mirando de refilón a Frances—. ¿Ha estado aquí?

Nadie respondió.

—Hablaré con ella —afirmó Johnny.

—¿No tiene padres? —inquirió Frances—. Podría irse con ellos mientras estás en Cuba.

—Los odia. Y con razón. Son escoria lumpen.

Rose se tapó la boca con el dorso de la mano, conteniendo una carcajada.

Entretanto, Frances echó una ojeada alrededor para ver quiénes eran los comensales esa noche. Además de Geoffrey…, bueno, y de Andrew y Rose, por supuesto, estaban Jill y Sophie, esta última llorando. Había también un chico a quien no conocía.

En ese momento sonó el teléfono; era Colín otra vez.

—He estado pensando… —dijo—. ¿Está Sophie? Debe de sentirse muy afectada. Ponme con ella.

Eso le recordó a todo el mundo que Sophie tenía que estar afectada, porque su padre había muerto de cáncer el año anterior y la razón por la que pasaba la mayor parte de las noches allí era que en su casa su madre no paraba de llorar y le contagiaba su sufrimiento. Sin duda la muerte de Kennedy…

Sophie prorrumpió en sollozos al teléfono y los demás oyeron:

—Ay, Colin, gracias, tú me entiendes, ay, Colin, sabía que lo harías, ay, vendrás, gracias, muchas gracias.

Volvió a su sitio en la mesa y dijo:

—Colin tomará el último tren —les comunicó, y ocultó el rostro entre las manos, unas manos largas y elegantes con las uñas pintadas en la tonalidad de rosa prescrita para esa semana por los jueces de la moda en Saint Joseph, entre los cuales se contaba. Su larga y brillante melena negra se desparramó sobre la mesa, como si la idea de que no tendría que sufrir sola durante mucho tiempo más se hubiera hecho visible.

—Todos lamentamos lo de Kennedy, ¿no? —dijo Rose con acritud.

¿No debería estar Jill en el colegio? Claro que los alumnos de Saint Joseph iban y venían, sin preocuparse por horarios ni exámenes. Cuando los profesores reclamaban mayor disciplina, seguramente les recordarían los principios sobre los que habían fundado la institución, el más importante de los cuales era el desarrollo personal. Colin había salido hacia allí esa mañana y ya iba camino de casa. Geoffrey había anunciado que quizá fuera al día siguiente: sí, había recordado que lo habían nombrado delegado de su clase. ¿Acaso Sophie había abandonado los estudios definitivamente? Al menos pasaba más tiempo aquí que allí. Jill se había instalado en el sótano con su saco de dormir, y sólo subía a la hora de las comidas. Le había dicho a Colin, quien a su vez se lo había comunicado a Frances, que necesitaba un respiro. Daniel había vuelto al colegio, pero con toda seguridad regresaría a casa si lo hacía Colin: cualquier excusa era buena. Frances sabía que estaban convencidos de que, en cuanto se volvían, se producían acontecimientos maravillosamente espectaculares.

Al fondo de la mesa, una cara nueva le sonreía con aire conciliador, esperando que dijese: «¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?» No obstante ella se limitó a ponerle un plato de sopa delante y a devolverle la sonrisa.

—Me llamo James —se presentó él, ruborizándose.

—Ah, hola, James. Sírvete pan… o lo que quieras.

El chico tendió con ademán vergonzoso una mano grande para tomar una gruesa rebanada de (saludable) pan integral. Sin soltarla, miró en torno a sí con evidente satisfacción.

—James es amigo mío; bueno, en realidad es mi primo —señaló Rose, ingeniándoselas para mostrarse nerviosa y agresiva a la vez—. Le expliqué que no habría ningún problema si venía… a cenar, quiero decir…

Frances advirtió que se trataba de otro refugiado de una familia rota, y empezó a hacer mentalmente la lista de la compra para el día siguiente.

Esa noche sólo eran siete a la mesa, incluida ella. Johnny se hallaba de pie junto a la ventana, rígido como un soldado. Esperaba que lo invitaran a sentarse. Había un sitio libre. Frances no pensaba complacerlo; le traía sin cuidado que su reputación ante «los críos» se resquebrajase.

—Antes de irte, cuéntanos quién mató a Kennedy —dijo.

Johnny se encogió de hombros, desconcertado por una vez.

—¿Los soviéticos tal vez? —sugirió el recién llegado, atreviéndose a reclamar un lugar entre ellos.

—Tonterías —replicó Johnny—. Los camaradas soviéticos no son partidarios del terrorismo.

El pobre James se quedó compungido.

—¿Y Castro? —preguntó Jill. Johnny la miraba con frialdad—. Digo, por lo de bahía de Cochinos, o sea…

—Él tampoco es partidario del terrorismo —dijo Johnny.

—Dame un telefonazo antes de irte —le pidió Frances—. Has dicho que te marchas dentro de un par de días, ¿no?

Sin embargo, Johnny no se largaba.

—Fue un chalado —declaró Rose—. Lo mató un chalado.

—Pero ¿quién le pagó? —preguntó James, que aunque había recuperado la compostura estaba rojo de tanto esfuerzo por hacerse notar.

—No debemos descartar a la CÍA —señaló Johnny.

—Nunca hay que descartarla —convino James, y Johnny lo premió con una sonrisa y un gesto de asentimiento.

Era un joven robusto, corpulento, y sin duda mayor que Rose; mayor que todos los demás… ¿excepto Andrew? Rose se percató de que Frances lo inspeccionaba y reaccionó de inmediato: siempre estaba alerta ante posibles críticas.

—James está metido en política —explicó—. Es amigo de mi hermano mayor. Ha dejado los estudios.

—Vaya —repuso Frances—. Qué novedad.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Rose con ansiedad, furiosa—. ¿A qué ha venido eso?

—Vamos, Rose, estaba bromeando.

—Le gusta bromear —terció Andrew, traduciendo a su madre como si tuviese que dar la cara por ella.

—Hablando de bromas —dijo Frances. Cuando todos habían subido a ver las noticias, había visto en el suelo dos bolsas grandes llenas de libros. Se las señaló a Geoffrey, que no logró reprimir una sonrisa de orgullo—. Veo que hoy has conseguido un buen botín, ¿eh?

Todos rieron. En su mayoría robaban de manera compulsiva, pero Geoffrey había hecho de ello una profesión. Realizaba frecuentes rondas por las librerías para cometer sus hurtos. Prefería los libros de texto, pero se contentaba con cualquier cosa que pillara. Decía que los «liberaba». Se trataba de un chiste de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, y de un nostálgico vínculo con su padre, que había sido piloto de un bombardero. Geoffrey le había contado a Colin que creía que desde entonces su padre había perdido interés por todo. «En particular por mi madre y por mí». Para lo que la familia obtenía de él, bien podría haberse muerto en la guerra. «¡No eres el único! —le había contestado Colin—. La guerra, la revolución… ¿qué diferencia hay?»

—Dios bendiga a Foyle’s —dijo ahora Geoffrey—. He liberado más ejemplares allí que en cualquier otra librería de Londres. Foyle’s es un benefactor de la humanidad. —Miraba a Frances con nerviosismo—. Aunque ella no aprueba mi conducta.

Todos lo sabían. A menudo Frances comentaba: «Es culpa de mi nefasta educación. Me inculcaron que robar estaba mal». Ahora, cada vez que ella o cualquier otro criticaba a los demás o no estaba de acuerdo con ellos, le coreaban: «Es culpa de tu nefasta educación», hasta que Andrew soltó: «Ese chiste ya está muy manido».

Habían pasado media hora ideando variaciones del manido chiste sobre una educación nefasta.

Johnny atacó con la perorata de costumbre:

—Bien hecho; sacadles a los capitalistas todo lo que podáis. Ellos os han robado a vosotros en primer lugar.

—A nosotros seguro que no, ¿verdad? —lo increpó Andrew.

—A la clase trabajadora. Al pueblo. Joded a esos cabrones siempre que se os presente la oportunidad.

Andrew nunca había robado; lo consideraba una conducta degradante, propia de la escoria, y desafió directamente a su padre.

—¿No deberías volver con Phyllida?

Si bien Johnny podía hacer oídos sordos a las palabras de Frances, la reprimenda de su hijo lo empujó hacia la puerta.

—No olvidéis nunca —sentenció dirigiéndose a todos— que debéis procurar que cada uno de vuestros actos, cada palabra, cada pensamiento, concuerden con las necesidades de la Revolución.

—Bueno ¿y qué has traído? —le preguntó Rose a Geoffrey, al que admiraba casi tanto como a Johnny.

Geoffrey sacó los libros de la bolsa y los apiló sobre la mesa.

Los únicos que no aplaudieron fueron Frances y Andrew.

Frances extrajo de su maletín una de las cartas que le habían llegado al periódico y leyó en voz alta.

—«Querida Tía Vera»… Esa soy yo… «Querida Tía Vera, tengo tres hijos en edad escolar. Todas las tardes vuelven a casa con objetos robados, casi siempre dulces y galletas…» —Se oyeron gruñidos—. «Pero puede ser cualquier cosa, incluso libros de texto…» —Aplaudieron—. «Hoy mi hijo mayor apareció con unos tejanos carísimos». —Volvieron a aplaudir—. «No sé qué hacer. Cada vez que suena el timbre, pienso que es la policía». —Frances les dio tiempo para protestar—. «Mis hijos me asustan. Le agradecería mucho que me aconsejara, Tía Vera. Estoy desesperada». —Volvió a guardar la carta.

—¿Y qué vas a contestarle? —quiso saber Andrew.

—Quizá deberías aconsejarme, Geoffrey. Al fin y al cabo, un delegado de clase tendría que ser ducho en estos asuntos.

—No seas así, Frances —le reprochó Rose.

—Ay —gimió Geoffrey, tapándose la cara con las manos y moviendo convulsivamente los hombros, como si llorase—, se lo toma en serio.

—Claro que me lo tomo en serio —repuso Frances—. Eso es robar. Sois ladrones. —Se dirigió a Geoffrey con la libertad que le conferia el hecho de que prácticamente viviese en su casa desde hacía años—. Eres un ladrón. Eso es todo. Yo no soy Johnny.

Se produjo un silencio angustioso. Rose emitió una risita ahogada. El rostro encarnado del recién llegado, James, equivalía casi a una confesión.

—¡Vamos, Frances! —exclamó Sophie—. No sabía que reprobaras nuestro comportamiento hasta ese punto.

—Pues así es —reconoció Frances, suavizando el gesto y el tono de voz porque se trataba de Sophie—. Ya lo sabes.

—Es culpa de su nefasta educación… —empezó Rose, pero se interrumpió al advertir que Andrew clavaba los ojos en ella.

—Ahora veré si llego a tiempo de oír las noticias y después me pondré a trabajar. —Mientras se marchaba, añadió—: Buenas noches a todos. —Con ello autorizaba tácitamente a cualquiera que quisiera pasar la noche allí, como por ejemplo James.

Llegó a tiempo para las noticias, aunque por poco. Al parecer un loco había disparado contra Kennedy. Por lo que a ella respectaba había muerto otra figura pública, nada más. Probablemente se lo mereciera. Jamás se habría permitido expresar en voz alta un pensamiento tan contrario al espíritu de la época. A veces pensaba que reservarse sus opiniones era lo único que había aprendido de su larga relación con Johnny.

Antes de concentrarse en el trabajo, que esa noche consistiría en leer el centenar de cartas que había llevado a casa, abrió la puerta de la habitación de invitados. Silencio y oscuridad. Se acercó de puntillas a la cama y se inclinó sobre el bulto cubierto por las mantas, que podría haber pasado por el cuerpo de un niño. Y sí, Tilly tenía el pulgar metido en la boca.

—No estoy dormida —dijo una voz débil.

—Estoy preocupada por ti. —Frances notó que le temblaba la voz, aunque se había prometido no involucrarse emocionalmente. ¿De qué serviría?—. Si te preparo una taza de chocolate caliente, ¿te la tomarás?

—Lo intentaré.

Frances lo preparó en su estudio, donde tenía un hervidor eléctrico junto con algunos artículos de primera necesidad, y se lo llevó a la chica, que murmuró:

—No quiero que pienses que no soy agradecida.

—¿Enciendo la luz? ¿Lo beberás ahora?

—Déjalo en el suelo.

Frances obedeció, sabiendo que con toda probabilidad a la mañana siguiente encontraría la taza en el mismo sitio, y llena.

Trabajó hasta tarde. Oyó llegar a Colin, que enseguida se sentó en el amplio sofá a charlar con Sophie. Alcanzaba a oír sus voces, ya que el viejo sofá rojo se hallaba justo debajo de su escritorio. Y exactamente encima estaba la cama de Colin. Percibió que hablaban, ahora en susurros, y unos pasos sigilosos en la planta de arriba. Bueno, estaba segura de que Colin era consciente de que debía tomar precauciones. Se lo había dicho claramente a su hermano, que siempre lo sermoneaba sobre esas cuestiones.

Sophie tenía dieciséis años. Frances hubiera querido estrecharla entre sus brazos y protegerla. Ni Rose ni Jill ni Lucy, ni ninguna de las demás jovencitas que entraban y salían de la casa habían despertado en ella sentimientos semejantes. Así que ¿por qué Sophie? Porque era preciosa; sí, eso era lo que deseaba proteger y preservar. Y resultaba absurdo…, debería avergonzarse de sí misma. Aunque esa noche ya estaba bastante avergonzada. Abrió la puerta y aguzó el oído. En la cocina parecía haber más gente aparte de Andrew, Rose y James… Por la mañana lo averiguaría.

Durmió mal, y en dos ocasiones cruzó el pasillo para echar un vistazo a Tilly; en una de ellas encontró la habitación a oscuras, silenciosa y con un ligero aroma a chocolate. En la segunda vio que Andrew subía la escalera, después de cumplir la misma misión, y regresó a la cama. Sin embargo, no logró conciliar el sueño. Le preocupaban los robos. Cuando Colin había ingresado en Saint Joseph, tras su mediocre paso por la escuela primaria, habían comenzado a aparecer en casa artículos que ella sabía que no pertenecían a su hijo; pequeñas cosas, como una camiseta, un paquete de bolígrafos, un disco. Recordaba lo mucho que le había impresionado que robase una antología de poesía. Lo riñó. Él alegó que todo el mundo hacía lo mismo y que ella era una anticuada. La cosa no quedó ahí. ¡Iba a un colegio progresista! Una chica llamada Petula, miembro de la primera carnada de amigos —que también iban y venían, si bien con menos libertad, ya que a fin de cuentas eran más jóvenes—, informó a Frances de que Colin robaba porque buscaba amor; o eso aseguraba el profesor encargado de la residencia. Habían discutido acaloradamente el tema durante la comida. No, no se refería al amor de los padres, sino al del director, que por un motivo u otro se había enfadado con Colin. Geoffrey, que ya cinco años antes era casi un miembro más de la familia, estaba orgulloso de lo que robaba en las tiendas. Frances se había escandalizado, pero se había limitado a decirle: «Muy bien, procura que no te pillen». No le había ordenado que dejara de hacerlo porque no habría obedecido, pero también porque no sospechaba que los robos se convertirían en el pan de cada día. Además, y esto era lo que le impedía pegar ojo, siempre le había gustado formar parte de aquel grupo de jóvenes modernos, los nuevos árbitros de la moda y la moral. Sin duda compartía —o había compartido— un sentimiento que podía definirse en la frase: «Nosotros contra ellos». La vivaracha Petula (que ahora estaba en una escuela de Hong Kong para hijos de diplomáticos) había asegurado que robar impunemente constituía un rito de iniciación, y que los adultos deberían entenderlo.

Ese día Frances tendría que escribir un artículo largo, sesudo y ecuánime precisamente sobre ese tema. Empezaba a arrepentirse de haber aceptado el trabajo. Le exigiría definirse ante numerosas cuestiones, cuando por naturaleza tendía a observar los puntos de vista antagónicos y limitarse a decir: «Sí, es un asunto muy complejo».

Hacía poco que había llegado a la conclusión de que robar estaba decididamente mal, y no por culpa de su nefasta educación, sino porque llevaba años escuchando a Johnny alentar toda clase de conductas antisociales, casi como un cabecilla guerrillero: «Tirad la piedra y esconded la mano». Esta simple verdad se le había revelado de buenas a primeras. Johnny quería destruir cuanto le rodeaba, como si fuera una especie de Sansón. Todo se reducía a eso. La Revolución, de la que tanto hablaban él y sus compinches, consistiría en arrasarlo todo con un lanzallamas, hasta que sólo quedara la tierra quemada y luego…, bueno, reconstruirían el mundo a su gusto, así de simple. Una vez que se entendía este punto, resultaba obvio, pero entonces había que plantearse la siguiente pregunta: ¿era posible que personas incapaces de organizar su propia existencia, personas que vivían en un caos constante, construyeran algo que mereciese la pena? Esta idea sediciosa —que se adelantaba en varios años a su época, al menos en los círculos que ella conocía— convivía con una emoción de la que no era consciente. Pensaba que Johnny era un… No había necesidad de decirlo con todas las letras… Con el tiempo se había forjado una opinión muy clara al respecto, pero asimismo había llegado a depender de aquel halo de cándido optimismo que rodeaba a sus camaradas y a él, así como a todo cuanto hacían. Creía —acaso sin saberlo— que el mundo sería cada vez mejor, que todos ascendían por la escalera mecánica del Progreso, que los males del presente se desvanecerían poco a poco y que la humanidad alcanzaría una época más saludable y dichosa. Y cuando estaba en la cocina, preparando la comida para «los críos», viendo aquellas caras juveniles, escuchando sus voces irreverentes y confiadas, tenía la sensación de que estaba garantizándoles ese futuro, como si se tratase de una promesa silenciosa. ¿Cuál era el origen de ésta? Johnny. La había absorbido del camarada Johnny, y aunque su mente se empeñaba en criticarlo, cada día más, de manera emocional e inconsciente confiaba en él y en su dorado mundo feliz.

Al cabo de unas horas se sentaría a escribir su artículo, en el que expresaría, ¿el qué?

Si no había sido capaz de adoptar una actitud firme ante los hurtos en su propia casa, pese a que había llegado a reprobarlos de manera categórica, ¿qué derecho tenía a decirles a otros lo que debían hacer?

Qué confundidos estaban esos pobres chicos. Al salir de la cocina los había oído reír, pero con inquietud; la voz de James había sonado más alta que las demás, pues deseaba que aquellos espíritus libres lo aceptaran. Pobrecillo, había huido (como ella) de sus aburridos padres provincianos en pos de las maravillas del marchoso Londres y había llegado a una casa que Rose denominaba «Villa Libertad» —le encantaba esa frase— sólo para oír exactamente las mismas palabras de repulsa —seguramente robaba, como todos— que sin duda le dirigían sus padres.

Ya eran las nueve; muy tarde para Frances. Tenía que levantarse. Abrió la puerta del pasillo y vio a Andrew sentado en el suelo, en un punto que le permitía vigilar la habitación de la chica. «Mira, mírala», articuló en silencio.

El pálido sol de noviembre se filtraba en el cuarto de enfrente, donde una figura menuda, con una aureola de cabello rubio y una anticuada prenda rosa —¿una bata?—, permanecía sentada en un taburete. Si Philip la hubiera visto, qué fácil habría sido convencerlo de que se trataba de la joven Julia, su antiguo amor. En la cama, envuelta en su mantilla infantil, Tilly, apoyada en una pila de almohadas, contemplaba a la anciana sin pestañear.

—No —dijo Julia con voz fría y clara—, no te llamas Tilly. Es un nombre estúpido. ¿Cuál es el verdadero?

—Sylvia —balbució la chica.

—Entonces, ¿por qué te haces llamar Tilly?

—Cuando era pequeña no sabía pronunciar «Sylvia» y decía «Tilly». —Hasta ese momento nadie la había oído pronunciar tantas palabras seguidas.

—Muy bien. Te llamaré Sylvia.

Julia sujetaba una taza dentro de la cual había una cuchara. Delicadamente, llenó ésta con la cantidad apropiada de lo que fuera que contuviese la taza —despedía un vago olor a sopa— y la acercó a los labios de Tilly, o de Sylvia, que los mantenía apretados.

—Ahora escúchame bien. No dejaré que te mates sólo porque eres una tonta. No lo permitiré. Ahora abrirás la boca y te pondrás a comer.

Los pálidos labios temblaron un poco, pero se abrieron, y la joven siguió mirando fijamente a Julia, como hipnotizada. La cuchara entró en la boca y su contenido desapareció. Los espectadores permanecían en vilo, aguardando un movimiento de deglución, que finalmente se produjo.

Frances se volvió hacia su hijo y notó que también tragaba, como por simpatía.

—Verás —prosiguió Julia mientras volvía a llenar la cuchara—, yo soy tu abuelastra, y no permito a mis hijos ni a mis nietos que hagan tonterías. Tienes que entenderme, Sylvia… —Cuchara dentro… otro movimiento de deglución. Andrew tragó saliva de nuevo—. Eres una jovencita muy guapa y muy lista…

—Soy un asco —se oyó desde las almohadas.

—Yo no lo creo; pero si decides ser un asco, lo serás, y yo no lo permitiré. —Otra cucharada—. En cuanto haya conseguido que te recuperes, volverás al colegio y pasarás los exámenes. Luego irás a la universidad y serás médico. Me arrepiento de no haber estudiado Medicina, pero tú lo harás en mi lugar.

—No puedo. No puedo. No puedo volver al colegio.

—¿Por qué no? Andrew me contó que antes te iba muy bien en los estudios. Ahora coge la taza y bébete el resto sola.

Los espectadores contuvieron el aliento; era un momento —¿decididamente?— crítico. ¿Y si Tilly-Sylvia rechazaba la reconstituyente sopa y volvía a meterse el pulgar en la boca? ¿Y si cerraba los labios con fuerza? Julia sujetaba el tazón contra la mano que había soltado la mantilla.

—Toma.

La mano tembló, pero se abrió. Julia le puso con todo cuidado la taza entre los dedos y se los cerró. La mano se levantó, la taza llegó a los labios y por encima de ella brotó un murmullo:

—Pero es tan difícil…

—Lo sé.

Con ayuda de Julia, la temblorosa mano sostuvo la taza junto a los labios. La chica bebió un sorbo y tragó.

—Voy a vomitar —musitó.

—No, de eso nada. Ya basta, Sylvia.

Una vez más, Frances y su hijo contuvieron la respiración. Si bien Sylvia no vomitó, hubo de hacer un esfuerzo para reprimir las arcadas cuando Julia dijo «ya basta».

Entretanto, de «la planta de los chicos» bajó primero Colin y luego Sophie. Los dos se detuvieron. Colin estaba sonrojado y Sophie, que parecía llorar y reír a la vez, hizo ademán de subir otra vez por la escalera pero en cambio se acercó a Frances, y le rodeó los hombros con un brazo.

—Mi querida, querida Frances —dijo, y soltando una carcajada bajó corriendo por la escalera.

—No es lo que estás pensando —aseguró Colin.

—No estoy pensando nada —repuso Frances.

Andrew se limitó a sonreír, guardándose sus consejos.

Colin presenció la escena que tenía lugar en la habitación de invitados, asimiló lo que sucedía y, antes de bajar a grandes zancadas por la escalera, declaró:

—Bien por la abuela.

Julia, que había hecho caso omiso de su público, se levantó del taburete y se alisó la falda. Le quitó la taza a la chica y dijo:

—Volveré dentro de una hora para ver cómo te encuentras —dijo—. Luego te llevaré a mi cuarto de baño para que te laves y te cambies de ropa. Te recuperarás muy pronto, ya lo verás.

Recogió la taza de chocolate que Frances había depositado en el suelo la noche anterior y salió de la habitación.

—Supongo que esto es tuyo —le dijo a Frances, entregándosela. A continuación se volvió hacia Andrew—. Tú también deberías dejar de comportarte como un tonto.

Sin cerrar la puerta de la habitación subió por la escalera recogiéndose la bata rosa con una mano, para que no arrastrara.

—Estupendo —dijo Andrew a su madre—. Bien hecho, Sylvia —le gritó a la chica, que sonrió, aunque débilmente. Subió por la escalera a toda prisa.

Frances oyó una puerta, la de Julia, y luego otra, la de Andrew. En el cuarto de enfrente, un haz de luz caía sobre la almohada, y Sylvia, porque a partir de ese momento sin duda sería Sylvia, lo interceptó con la mano, haciéndola girar mientras la examinaba.

En ese momento se oyeron golpes, timbrazos y alaridos de mujer procedentes de la puerta principal. La adolescente sentada al sol soltó un chillido y se escondió bajo las mantas.

Cuando la puerta se abrió, el clamor de «dejadme entrar» resonó por toda la casa. Era una voz histérica y ronca.

—Dejadme entrar, dejadme entrar.

Andrew salió de su cuarto dando un portazo y bajó corriendo.

—Yo me ocupo de ella. Oh, Dios, cierra la puerta de la habitación de Tilly.

Frances obedeció.

—¿Qué pasa? —gritó Julia desde arriba—. ¿Quién es?

—Su madre —le contestó Andrew en voz baja—. La madre de Tilly.

—Entonces me temo que Sylvia tendrá un contratiempo —dijo Julia, y permaneció en la escalera, en guardia.

Frances, que todavía estaba en camisón, entró en su habitación, se puso rápidamente unos téjanos y un jersey y bajó a toda velocidad en dirección a las voces.

—¿Dónde está? Quiero ver a Frances —aulló Phyllida.

—No grites, iré a buscarla —respondió Andrew sin levantar la voz.

—Aquí estoy —dijo Frances.

Phyllida era una mujer alta y delgada como un palillo, con una alborotada cabellera roja mal teñida y largas y afiladas uñas pintadas de violeta. Señaló furiosamente a Frances con una mano demasiado grande.

—Quiero a mi hija —dijo—. Me has robado a mi hija.

—No seas tonta —protestó Andrew, girando en torno a la histérica mujer como un insecto que intentara decidir dónde picar. Le posó una mano sobre el hombro, para tranquilizarla, pero ella se apartó. Entonces, súbitamente fuera de control, gritó—: ¡Basta! —Se apoyó contra la pared, intentando recuperar la compostura. Estaba temblando.

—¿Qué pasa conmigo? —preguntó Phyllida—. ¿Quién cuidará de mí?

Frances advirtió que ella también temblaba; tenía el corazón desbocado y le costaba respirar: aquella dinamo de energía emocional la estaba alterando, y otro tanto le ocurría a su hijo. De hecho, Phyllida, que los contemplaba con la mirada ausente de un mascarón de proa, estaba erguida y con aire triunfal, más serena que ellos.

—No es justo —se lamentó, señalando a Frances con las garras violetas—. ¿Por qué iba a vivir aquí y no conmigo?

Andrew se había repuesto.

—Vamos, Phyllida. —La sonrisa protectora apareció de nuevo en su rostro—. Sabes que no puedes hacer esto.

—¿Por qué? —Phyllida se volvió y centró su atención en él—. ¿Por qué ella tiene casa y yo no?

—Si tú también tienes casa —repuso Andrew—. Yo estuve allí, ¿recuerdas?

—Pero él se marcha y me deja. —Acto seguido, exclamó—: ¡Se marcha y me deja sola! —Luego, más tranquila, se dirigió a Frances—: ¿Lo sabías? ¿Sí o no? Piensa abandonarme, como a ti.

En cierto modo, ese comentario racional le demostró a Frances hasta qué punto Phyllida le había contagiado su histeria: estaba temblando, y sus rodillas parecían incapaces de sostenerla.

—¿Y? ¿Por qué no dices nada?

—No sé qué decir —consiguió articular Frances—. No entiendo a qué has venido.

—¿Que a qué he venido? ¿Y tienes la desfachatez de preguntármelo? —Y de nuevo se puso a gritar—: ¡Tilly! ¡Tilly! ¿Dónde estás?

—Déjala tranquila —dijo Andrew—. Siempre estás quejándote de que no la soportas, ¿por qué no permites que lo intentemos nosotros?

—Pero está aquí. Está aquí. ¿Qué pasa conmigo? ¿Quién cuidará de mí?

El ciclo amenazaba con reiniciarse.

—No puedes pretender que Frances te cuide —respondió Andrew en voz baja pero temblorosa—. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Pero ¿qué pasa conmigo? ¿Qué pasa conmigo? —Ahora era casi un gemido, y por primera vez los furiosos ojos parecieron ver realmente a Frances—. No eres precisamente Brigitte Bardot, ¿verdad? Entonces, ¿por qué Johnny pasa tanto tiempo aquí?

La situación adquirió un cariz inesperado. Frances se quedó sin habla.

—Viene a menudo porque nosotros vivimos aquí, Phyllida —contestó Andrew—. Colin y yo somos sus hijos, ¿recuerdas? ¿Lo habías olvidado?

Por lo visto sí. Al cabo de unos momentos bajó el dedo acusador y parpadeó como si acabara de despertar. A continuación dio media vuelta y se marchó dando un portazo.

Frances experimentó una flojera generalizada. Tuvo que apoyarse contra la pared. Andrew permaneció inmóvil, con una sonrisa estúpida en los labios. «Es demasiado joven para afrontar esta clase de situaciones», pensó Frances. Se encaminó con paso vacilante hasta la cocina, se agarró a la puerta mientras entraba y vio a Colin y a Sophie sentados a la mesa, comiendo tostadas.

Enseguida advirtió que Colin iba a criticarla. Sophie había estado llorando otra vez.

—Bueno —soltó Colin con frío rencor—, ¿qué esperabas?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Frances. Era una pregunta absurda, pero intentaba ganar tiempo.

Se sentó con la cabeza apoyada en las manos. Sabía bien a qué se refería Colin. Se trataba de una acusación general: le echaba en cara que ella y su padre lo hubieran echado todo a perder; que Frances no fuese una cómoda madre convencional, como las demás, y que llevaran una vida bohemia, que a él le molestaba profundamente por temporadas, aunque en ocasiones reconocía que le gustaba.

—Se presenta aquí —prosiguió Colin—, aparece como si tal cosa y monta un escándalo, y ahora tenemos que cargar con Tilly.

—Quiere que la llamemos Sylvia —puntualizó Andrew, que se había acercado a la mesa.

—Me da igual cómo se llame —replicó Colin—. ¿Qué diablos hace aquí?

Se le habían humedecido los ojos, y con sus gafas de montura negra parecía un pequeño búho con las plumas erizadas. Andrew, larguirucho y delgado, era la antítesis de Colin, redondo, con una cara tersa y franca que en este momento estaba hinchada por el llanto. Frances cayó en la cuenta de que aquellos dos, Colin y Sophie, debían de haber pasado la noche abrazados llorando, ella por su padre muerto, él por su angustia ante…, bueno, ante todo.

—¿Por qué la tomas con mamá? No es culpa suya —señaló Andrew, que al igual que Frances seguía conmocionado y tembloroso.

Si Frances no hacía algo para evitarlo, los dos hermanos se enzarzarían en una pelea. Discutían a menudo, siempre porque Andrew defendía a Frances cuando Colin le hacía reproches.

—Por favor, Sophie, prepárame una taza de té —pidió Frances—. Y estoy segura de que a Andrew también le vendría bien una.

—Ya lo creo —admitió Andrew.

Sophie se levantó, contenta de que le pidieran un favor. Al perder el apoyo de su presencia delante de él, Colin miró alrededor parpadeando, tan descontento que Frances habría querido abrazarlo…, aunque él jamás se lo hubiera permitido.

—Iré a ver a Phyllida más tarde —anunció Andrew—, cuando se haya tranquilizado. No es mala persona cuando está serena. —Se puso en pie de un salto—. Dios, me había olvidado de Tilly, quiero decir de Sylvia, y seguramente lo ha oído todo. Cada vez que su madre se mete con ella, la deja hecha polvo.

—A mí también me ha dejado hecha polvo —reconoció Frances—. No puedo parar de temblar.

Andrew salió corriendo de la cocina y no volvió. Julia había bajado a ver a Sylvia, que estaba escondida debajo de las mantas, gritando: «Que no se me acerque, que no se me acerque», al tiempo que Julia repetía una y otra vez: «Calla, calla. Se marchará enseguida».

Frances bebió el té en silencio mientras los temblores remitían. Si hubiera leído en un libro que la histeria era contagiosa, habría comentado: «Pues sí, es lógico». Sin embargo, no lo había experimentado en carne propia hasta ese momento. «No me extraña que Tilly esté hecha un lío si ha vivido en un ambiente así», pensó.

Sophie se había sentado junto a Colin y se habían rodeado mutuamente con un brazo igual que un par de huérfanos. Al cabo de un rato salieron a tomar el tren para regresar al instituto, y antes de marcharse Colin miró a su madre y le sonrió con aire contrito. Sophie la abrazó.

—Ay, Frances, no sé qué sería de mí si no pudiera venir aquí.

Frances ya no podía evitar escribir su artículo.

Dejó a un lado las cartas sobre robos y buscó otro tema. «Querida Tía Vera, estoy tan preocupada que no sé qué hacer». Su hija de quince años se acostaba con un chico de dieciocho. «Estas niñas piensan que son como la Virgen María, que no corren ningún riesgo». Aconsejó a la ansiosa madre que consiguiese anticonceptivos para su hija. «Consulte a su médico de cabecera —escribió—. Los jóvenes de hoy empiezan a mantener relaciones sexuales mucho antes de lo que nosotros lo hicimos. Pregunte por la nueva píldora. Surgirán problemas. No todas las adolescentes son responsables, y la píldora debe tomarse con regularidad, todos los días».

Así fue como el primer artículo de Frances suscitó una tormenta de indignación moral. Llegaron montones de cartas de padres asustados, y Frances temió que la despidieran, pero Julie Hackett se mostró encantada. Frances estaba haciendo aquello para lo que la habían contratado, lo que se esperaba de alguien lo bastante valiente para afirmar que Carnaby Street era un vulgar espejismo.

Los refugiados que habían llegado a Londres huyendo de Hitler, y después de Stalin, eran muy pobres, a menudo paupérrimos, y vivían como podían de una traducción por aquí, una reseña literaria por allá y alguna que otra clase de idiomas. Trabajaban de conserjes en hospitales, o en la construcción o haciendo faenas domésticas. Algunos bares y restaurantes tan miserables como ellos les ayudaban a satisfacer la nostálgica necesidad de sentarse a tomar un café y hablar de política y literatura. Habían estudiado en universidades de toda Europa y eran intelectuales, una palabra que inevitablemente despertaba desconfianza entre los xenófobos e ignorantes británicos, que cuando admitían que los recién llegados eran mucho más cultos que ellos no lo decían precisamente como un elogio. Cierto café en particular servía gulash, bolas de masa hervida, sopas espesas y otros sustanciosos platos a esos inmigrantes abandonados a su suerte que pronto aumentarían la riqueza y el prestigio de la cultura nacional. A finales de los cincuenta y principios de los sesenta había por allí editores, escritores, periodistas, artistas e incluso un premio Nobel, y un extraño que entrara en el Cosmo se llevaría la impresión de que ése era el lugar más moderno del norte de Londres, pues todo el mundo vestía con el uniforme del anticonvencionalismo: jerséis de cuello cisne, tejanos caros, chaquetas estilo Mao o cazadoras de cuero, y llevaban largas melenas o el popular corte de pelo que imitaba al de los emperadores romanos. También había unas pocas mujeres con minifalda, las novias de aquellos hombres, que asimilaban las atractivas costumbres extranjeras mientras bebían el mejor café de Londres y comían pastas de crema de inspiración vienesa.

Frances había adquirido el hábito de ir a trabajar al Cosmo. En la sección de la casa que consideraba suya, protegida contra posibles invasiones, vivía pendiente de los pasos de Julia o de Andrew, que visitaban constantemente a Sylvia para llevarle una taza de esto o de lo otro e insistían en que dejara la puerta abierta, porque a la niña le daba miedo estar encerrada. Por otro lado, Rose deambulaba furtivamente por la casa. En una ocasión en que Frances la había pillado husmeando entre los papeles de su escritorio, se había limitado a reír y decir alegremente: «Ay, Frances», antes de salir corriendo. Julia también la había sorprendido en sus habitaciones. No robaba, o no mucho, pero era una espía nata. Julia le exigió a Andrew que la echara, y éste se lo comunicó a Frances, que, aliviada porque no le caía bien la chica, le sugirió a Rose que era hora de que regresase con su familia. Crisis nerviosa. Según los informes que llegaban del sótano, donde vivía Rose («Es mi madriguera»), se pasaba el día en la cama llorando y tenía aspecto de enferma. Cuando las cosas se tranquilizaron, la joven volvió a sentarse a la mesa para cenar, con una actitud a un tiempo desafiante, enfurruñada y conciliatoria.

Alguien podría haber aducido que quejarse de esos pequeños trastornos domésticos y luego ir a sentarse en un rincón del Cosmo, cuyas paredes retumbaban con los debates y las conversaciones, era —sin duda— un tanto retorcido, sobre todo porque las cosas que se oían casi siempre tenían que ver con la Revolución. Todos los parroquianos eran revolucionarios, aunque paradójicamente habían huido del resultado de una revolución. Representaban, en su mayoría, alguna fase del sueño, y podían pasarse horas discutiendo sobre determinada asamblea celebrada en Rusia en 1905, o en 1917; sobre lo que había ocurrido en Berchtesgaden o cuando las tropas alemanas habían invadido la Unión Soviética, y sobre el estado de los yacimientos petrolíferos rumanos en 1940. Hablaban de Freud, Jung, Trotski, Bujarin, Arthur Koestler y la guerra civil española. Y a Frances, que hacía oídos sordos cuando Johnny pronunciaba sus arengas, el ambiente se le antojaba curiosamente relajante, a pesar de que no prestaba atención a lo que decían. Es verdad que un café ruidoso y lleno de humo de cigarrillo (a la sazón un acompañamiento indispensable de la actividad intelectual) resulta más íntimo que una casa donde la gente se reúne para charlar. A Andrew le gustaba aquel sitio, y a Colin también: opinaban que irradiaba energía positiva, por no mencionar las buenas vibraciones.

Johnny acudía a menudo, pero se había ido a Cuba, por lo que ella no corría peligro.

Frances no era la única colaboradora del The Defender en aquel bar. Había también un hombre que escribía sobre política y a quien Julie Hackett le había presentado de la siguiente manera: «Éste es nuestro principal politicastro, Rupert Boland. Es un intelectualoide, pero no es mala persona para tratarse de un hombre».

Aunque se trataba de un tipo que no habría llamado la atención en circunstancias normales, allí destacaba porque llevaba corbata y un austero traje marrón. Tenía un rostro agradable, y al igual que ella estaba escribiendo o tomando notas con un bolígrafo. Se saludaron con una inclinación de la cabeza y una sonrisa, y justo en ese momento Frances avistó a un individuo alto, con chaqueta estilo Mao, que se levantaba para marcharse. Dios, era Johnny. Se puso un largo abrigo afgano teñido de azul, el último grito en Carnaby Street, y salió. Unas mesas más allá estaba Julia, sentada en un rincón, obviamente intentando esconderse (probablemente de Johnny). Estaba charlando con… un amigo a todas luces muy íntimo. ¿Su novio? Hacía poco que Frances había caído en la cuenta de que Julia apenas había superado la barrera de los sesenta y pocos años. Pero no, era imposible que tuviese una aventura (o una liaison, como con toda seguridad habría dicho ella) en una casa llena de adolescentes fisgones. Resultaba tan impensable como que la tuviera Frances.

Al abandonar el teatro, probablemente para siempre, Frances había sentido que cerraba las puertas a un posible romance o una relación seria.

Y Julia… Frances pensó que debía de encontrarse bastante sola en la última planta de aquella casa atestada y ruidosa, donde los jóvenes la llamaban «vieja», o incluso «vieja fascista». Escuchaba música clásica por la radio y leía. Sin embargo, de vez en cuando salía, y por lo visto iba a ese lugar.

Julia llevaba un traje azul pastel y un sombrero malva con —por supuesto— un pequeño velo de tul. Sus guantes estaban sobre la mesa. Su amigo, un señor canoso y bien conservado, presentaba un aspecto tan elegante y anticuado como ella. Se levantó y se inclinó sobre la mano de Julia, rozándola con los labios. Ella sonrió y saludó agachando brevemente la cabeza. Cuando él se hubo marchado, la cara de Julia se recompuso, adoptando una expresión que Frances habría calificado de estoicismo. Había disfrutado de una hora de libertad y ahora regresaría a casa, o quizá fuese a hacer algunas compras. ¿Quién se ocupaba de Sylvia? Andrew debía de encontrarse en casa. Aunque Frances no había vuelto a entrar en su habitación, estaba convencida de que pasaba muchas horas a solas allí, fumando y leyendo.

Era viernes. Preveía que esa noche habría un montón de sillas apiñadas alrededor de la mesa a la hora de la cena. Sería una ocasión especial, y todo el mundo lo sabía, incluida la pandilla de Saint Joseph, porque Frances había telefoneado a Colin para comunicarle que Sylvia bajaría a cenar y encargarle que se asegurase de que todos la llamaran por su nombre.

—Y pídeles que se comporten con tacto, Colin.

—Gracias por confiar tanto en nosotros —había respondido él.

Su protector afecto hacia Sophie se había convertido en amor, y en Saint Joseph todos los tenían por pareja. «Una pareja de tortolitos», había dicho Geoffrey con magnanimidad, ya que lo más probable era que estuviese celoso. De él siempre cabía esperar una actitud caballerosa, a pesar de los hurtos…, de que fuera un ladrón. No podía decir lo mismo de Rose, cuya envidia de Sophie se reflejaba en sus ojos y en su semblante lleno de rencor.

Querida Tía Vera: Nuestros dos hijos se niegan a volver al instituto. El varóntiene quince años. La chica, dieciséis. Estuvieron haciendo novillos durante meses sin que nos enterásemos. Luego la policía nos informó de que pasaban mucho tiempo con gente poco recomendable. Ahora prácticamente no vienen a casa. ¿Qué podemos hacer?

Sophie había anunciado que no volvería al colegio después de Navidad, pero quizá cambiara de idea sólo para estar con Colin. No obstante, él aseguraba que le iba mal y que no quería presentarse a los exámenes finales, previstos para el verano. Tenía dieciocho años. Se quejaba de que los exámenes eran una estupidez y él demasiado mayor para ir a la escuela. Rose —de la que Frances no era responsable— había abandonado los estudios. Y James también. Sylvia llevaba meses sin asistir a clase. Geoffrey sacaba buenas notas, como siempre, y todo parecía indicar que sería el único que se presentaría a los exámenes. Daniel lo haría sólo por imitarlo, si bien no era tan listo como su ídolo. Jill pasaba más tiempo en casa que en el instituto. Lucy, de Dartington, también se presentaría y era evidente que aprobaría con calificaciones brillantes.

Frances, que siempre se había mostrado obediente, asistía a clase con puntualidad, se presentaba a los exámenes y de no haber sido por la guerra y por Johnny con toda seguridad habría ingresado en la universidad. No entendía cuál era el problema. Pese a que nunca le había gustado mucho el colegio, lo consideraba un proceso inevitable. Tarde o temprano no le quedaría otro remedio que ganarse la vida; eso era lo importante. En la actualidad, los jóvenes no parecían pensar en esas cosas.

Escribió la carta que le habría gustado enviar y que naturalmente no enviaría.

Estimada señora Jackson: No tengo la menor idea de qué aconsejarle. Por lo visto, hemos criado una generación que espera que la comida le caiga en la boca sin trabajar por ella. Con mis más sinceras disculpas,

Tía Vera

—¿Por qué no puedo leerlo yo? —preguntó Rose—. No es justo.

—No es el único ejemplar en el mundo —replicó Colin.

—Yo lo tengo; te lo dejaré —dijo Frances.

—Ay, Frances, gracias, eres muy buena conmigo.

Como todo el mundo sabía, eso significaba que esperaba que siguiera siendo buena con ella.

—Voy a buscarlo. —Se trataba de una excusa para salir de la cocina, donde pronto comenzarían a discutir. Y hasta entonces todo marchaba tan bien…

Se dirigió hacia la habitación que estaba justo encima de la cocina, el salón, localizó La prueba de Richard Feverel en la librería, y al volverse vio a Julia, que se encontraba sentada en la oscuridad, sola. Era la primera vez desde que había tomado posesión de la parte baja de la casa que topaba con ella en esa estancia. En circunstancias ideales se habría sentado a intentar entablar una conversación amistosa con ella, pero tenía prisa, como de costumbre.

—Iba a bajar a veros —explicó Julia—, pero he oído llegar a Johnny.

—No puedo evitar que venga —repuso Frances. Estaba pendiente de los ruidos de la cocina… ¿Seguirían tranquilos, sin discutir? Y los de arriba… ¿Sylvia se encontraba bien?

—Johnny tiene un hogar —dijo Julia—, aunque me da la impresión de que no pasa mucho tiempo en él.

—Bueno, si Phyllida está allí, no lo culpo.

Había esperado que Julia sonriese al oír aquello, pero, en cambio, prosiguió:

—Hay algo que debo decirte…

Frances aguardó el inevitable chaparrón.

—Eres demasiado blanda con Johnny —añadió Julia—. Te ha tratado de una manera abominable.

«¿Entonces por qué le has dado la llave?», pensó Frances, aunque sabía que una madre jamás le negaría a su hijo la llave de una casa que él consideraba suya. Además, ¿qué ocurriría con los chicos?

—Tal vez deberíamos cambiar la cerradura, ¿no? —comentó, intentando bromear.

Julia, sin embargo, se lo tomó en serio.

—Lo haría si no supiera que tú le darías la llave nueva. —Se levantó, y Frances, cuya intención había sido sentarse, vio que se esfumaba otra oportunidad.

—Julia —dijo—, usted siempre me critica, pero no me apoya. —Se refería a que Julia hacía que se sintiese como una colegiala deficiente en todos los aspectos.

—¿A qué viene eso? —preguntó Julia—. No entiendo. —Estaba furiosa y ofendida.

—No me refiero a que… Ha sido muy buena… siempre ha sido generosa… No, sólo quería decir que…

—No creo que me haya desentendido de mis responsabilidades para con la familia —dijo Julia, y Frances advirtió con incredulidad que estaba a punto de llorar.

La había herido, y, sólo de pensar que eso era posible, se puso a tartamudear.

—Julia… Pero, Julia…, se equivoca, no pretendía… —Hizo una pausa y añadió—: Oh, Julia. —Hablaba en un tono diferente que hizo que su suegra, que se dirigía a la puerta, se detuviera en seco para estudiarla como si estuviera dispuesta a dejarse conmover, incluso a franquearse con ella.

De pronto, abajo sonó un portazo.

—¡Ahí está! —exclamó Frances, desesperada—. Es Johnny.

—Sí, el camarada Johnny —dijo Julia, y empezó a subir la escalera.

Frances bajó a la cocina y encontró a Johnny en la posición habitual, de espaldas a la ventana, junto a un apuesto negro que llevaba ropa más cara que cualquiera de los presentes y que sonrió cuando Johnny lo presentó:

—El camarada Mo, de África oriental.

Frances se sentó, empujando la novela sobre la mesa en dirección a Rose, sin dejar de mirar con admiración al camarada Mo y a Johnny, que continuó con su perorata sobre la historia de África oriental y los árabes, sin duda destinada a impresionar a su colega.

Frances se encontraba en un dilema. No quería invitar a Johnny a sentarse. Le había pedido —aunque Julia no la habría creído— que no se presentase a las horas de las comidas y que telefonease antes de visitarlos. Por otra parte, aquel hombre era un invitado, y naturalmente debía…

—¿Le apetecería comer algo? —preguntó, y el camarada Mo se frotó las manos, rió, dijo que se moría de hambre y se sentó a su lado.

Cuando Frances invitó a Johnny a tomar asiento, éste anunció que sólo bebería una copa de vino; había llevado una botella. En los sitios que unos minutos antes habían ocupado Andrew y Sylvia, ahora estaban los camaradas Mo y Johnny, que se repartieron lo que quedaba del pastel de carne y de las verduras.

La furia de Frances rayaba en el desánimo: ¿qué sentido tenía enfadarse con Johnny? Saltaba a la vista que no comía desde hacía días: se atiborraba de pan, bebía a grandes sorbos y entre cucharada y cucharada volvía a llenar su copa y la del camarada Mo. Los jóvenes estaban contemplando un apetito mucho más voraz que el suyo.

—Serviré el postre —anunció Frances con rabia contenida.

La mesa se llenó de platos con pegajosas delicias de las tiendas chipriotas, hojaldres con miel y frutos secos, y el pastel de chocolate que Frances preparaba especialmente para «los críos».

Después de mirar a su padre y a su madre, como preguntándole: «¿Por qué lo has invitado a sentarse? ¿Por qué se lo permites…?», Colin se levantó, apartó la silla con tanta brusquedad que fue a dar contra la pared, y salió de la cocina.

—Me siento como en un segundo hogar —comentó el camarada Mo mientras comía pastel de chocolate—. No conozco esas pastas. Se parecen a unas que comemos nosotros. ¿Son árabes?

—Chipriotas —puntualizó Johnny—, aunque sin duda inspiradas en la cocina oriental… —Acto seguido soltó una perorata sobre las especialidades del Mediterráneo.

Todos lo escuchaban fascinados: había que reconocer que Johnny sabía ser ameno cuando no hablaba de política, pero aquello era demasiado bueno para durar. Muy pronto pasó al tema del asesinato de Kennedy y la posible implicación de la CÍA y el FBI. De ahí saltó a los planes de los americanos para meterse en África, esgrimiendo como prueba el hecho de que el camarada Mo había recibido una fabulosa oferta de dinero de parte de la CÍA. El camarada Mo confirmó este punto con orgullo, luciendo las encías y todos los dientes. Un agente de parte de la CÍA en Nairobi se había ofrecido a financiar su partido a cambio de información.

—¿Y cómo supo que era de la CÍA? —inquirió James.

El camarada Mo respondió que «todo el mundo sabía» que la CÍA acechaba África como un león a su presa. Soltó una carcajada, encantado, y echó un vistazo alrededor, buscando aprobación.

—Todos deberíais visitar nuestro país. Así veríais las cosas con vuestros propios ojos y os lo pasaríais en grande —propuso, ajeno a que estaba pintando un futuro glorioso—. Johnny ha prometido que vendrá.

—¿Ah, sí? Creía que pensaba irse ahora…, uno de estos días —señaló James.

El camarada Mo dirigió una mirada inquisitiva a Johnny.

—El camarada Johnny será bien recibido en cualquier momento.

—¿De modo que no le dijiste a Andrew que te ibas a África? —preguntó Frances, y anticipándose a la respuesta, añadió—: Que se queden con las ganas de saberlo.

Johnny sonrió y dijo:

—Sí, siempre hay que dejar que se queden con las ganas.

—¿A quiénes? —quiso saber Rose.

—A la CÍA, naturalmente —contestó Frances.

—Ah, sí, la CÍA. Desde luego. —James estaba asimilando información, que era su especialidad y su propósito.

—Que se queden con las ganas de saberlo —repitió Johnny, y dirigiéndose a su obsecuente discípulo, añadió en su tono más solemne—: En política, nunca debes permitir que tu mano izquierda sepa lo que hace la derecha.

—O lo que hace la izquierda —apostilló Frances.

Johnny no hizo caso del comentario.

—Siempre has de cubrir tus huellas, camarada James. No hay que facilitarle las cosas al enemigo.

—Tal vez yo también debería ir a Cuba, ¿no? —dijo el camarada Mo—. El compañero Fidel está fomentando los vínculos con los países africanos liberados.

—Y con los no liberados —puntualizó Johnny, confiándoles a todos los secretos de la política.

—¿Para qué va usted a Cuba? —preguntó Daniel con sincero interés, desde el otro lado de la mesa con su llameante melena roja, sus pecas y una permanente expresión de abatimiento en los ojos debida a la certeza de que no le llegaba a la suela de los zapatos a… Geoffrey, por ejemplo. O a Johnny.

—No deberías hacer esa clase de preguntas —dijo James, y miró a Johnny como pidiéndole confirmación.

—Exactamente —convino Johnny. Se levantó y regresó a su podio de conferenciante, de espaldas a la ventana, tranquilo pero alerta—. Quiero ver cómo un país que sólo ha conocido la esclavitud y la opresión construye la libertad, una sociedad nueva. Fidel ha hecho milagros en los últimos cinco años, pero en los próximos cinco se producirá un auténtico cambio. Me encantaría llevar a mis hijos, a Andrew y a Colin, para que lo vieran en persona… A propósito, ¿dónde están? —Todavía no había reparado en su ausencia.

—Andrew está con Tilly…, con Sylvia —respondió Frances—. Tendremos que llamarla así a partir de ahora.

—¿Por qué? ¿Se ha cambiado el nombre?

—Es su nombre verdadero —terció Rose con resentimiento; detestaba su nombre y quería que la llamaran «Marilyn».

—Yo siempre la he conocido como Tilly —repuso Johnny con un aire caprichoso que recordaba el de Andrew—. Bueno, ¿y Colin?

—Está haciendo deberes —contestó Frances. Se trataba de una respuesta poco verosímil, pero Johnny no tenía modo de saberlo.

Estaba nervioso. Sus hijos constituían su público favorito, y apenas sospechaba hasta qué punto eran críticos con él.

—¿Se puede viajar a Cuba como un simple turista? —preguntó James, que obviamente censuraba a los turistas y su frivolidad.

—Él no irá como turista —explicó el camarada Mo. Incómodo al permanecer sentado a la mesa mientras su compañero de armas estaba de pie ante la audiencia, se levantó y se colocó junto a Johnny—. Lo ha invitado Fidel. —Aquello era una novedad para Frances—. Y a usted también.

Johnny se puso violento; saltaba a la vista que no quería que se revelara esa información.

—Un amigo de Fidel fue a Kenia para asistir a los actos de la independencia —prosiguió el camarada Mo— y me dijo que Fidel quería invitar a Johnny y a su esposa.

—Debía de referirse a Phyllida.

—No. Dijo el camarada Johnny y la camarada Frances.

Johnny estaba furioso.

—Es obvio que el compañero Fidel no está al corriente de la indiferencia de Frances ante la situación del mundo.

—No —repitió el camarada Mo, aparentemente ajeno al hecho de que Johnny estaba a punto de estallar a su lado—. Dijo que había oído que era una actriz famosa y que la habían invitado a formar un grupo de teatro en La Habana. Yo me sumo a la invitación. Si quiere, puede formar un grupo de teatro revolucionario en Nairobi.

—Oh, Frances —murmuró Sophie juntando las manos, con los ojos brillantes de alegría—, es fabuloso, absolutamente fabuloso.

—Al parecer el trabajo de Frances está más encaminado a dar consejos sobre problemas familiares —replicó Johnny y, firmemente decidido a poner fin a aquel disparate, alzó la voz y se dirigió a los adolescentes—. Pertenecéis a una generación afortunada —proclamó—. Vosotros, jóvenes camaradas, construiréis un mundo nuevo. Tenéis la capacidad necesaria para ver más allá de las viejas farsas, las mentiras, los engaños… Podéis darle la vuelta al pasado, destruirlo, cambiar las cosas… Este país se enfrenta a dos grandes dificultades. Por un lado están los ricos, con una infraestructura sólida y bien consolidada; por el otro, está infestado de actitudes anticuadas y embrutecedoras. Ese será el problema. Vuestro problema. Ya puedo ver la Gran Bretaña del futuro, libre, rica, sin pobreza, con la injusticia convertida en un mero recuerdo…

Continuó de ese modo durante un rato, repitiendo exhortaciones que sonaban a promesas. «Vosotros transformaréis el mundo… La responsabilidad recaerá sobre los hombros de vuestra generación… El futuro está en vuestras manos… Vosotros viviréis para ver un mundo mejor, un lugar fabuloso, y sabréis que fue gracias a vuestros esfuerzos… Qué maravilla tener vuestra edad, ahora, con todo al alcance de vuestras manos…»

Los jóvenes rostros y los jóvenes ojos resplandecían de adoración por él y las palabras que pronunciaba. Johnny se hallaba en su elemento, absorbiendo admiración. Había adoptado la postura de Lenin, con una mano señalando el futuro y la otra cerrada sobre el corazón.

—Es un gran hombre —concluyó en voz baja y tono reverencial, mirándolos a todos con seriedad—. Fidel es auténticamente grande. Nos está indicando el camino hacia el futuro.

Una cara dio señales de no estar en perfecta sincronía con Johnny: James, que lo admiraba más de lo que aquél podía imaginar, necesitaba orientación.

—Pero, camarada Johnny… —dijo levantando la mano como si estuviera en clase.

—Y ahora buenas noches —lo interrumpió Johnny—. Tengo una reunión. Y el camarada Mo también.

Saludó con una inclinación de la cabeza, con gesto adusto pero cordial dirigido a todos menos a Frances, a quien dirigió una mirada fría. Se marchó seguido por el camarada Mo, que se despidió de Frances diciendo:

—Muchas gracias, camarada. Me ha salvado la vida. Estaba muerto de hambre. Y ahora, por lo visto tengo una reunión.

Los jóvenes se quedaron sentados en silencio, escuchando el Escarabajo de Johnny ponerse en marcha y alejarse.

—¿Qué os parece si laváis los platos? —sugirió Frances—. Yo tengo que trabajar. Buenas noches.

Aguardó un rato para ver quién se daba por aludido. Geoffrey, desde luego, el niño bueno; Jill, que estaba ostensiblemente enamorada del apuesto Geoffrey; Daniel, porque también estaba enamorado de Geoffrey, aunque no lo supiera; Lucy…, bueno, de hecho, todos. ¿Y Rose?