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Le llevó al carpintero dos días quitar todas las puertas del departamento, excepto la de la entrada. ¿Para qué pueden servirle a un ciego, si no es para chocar contra ellas? Más tarde le pedí que clavara mesas, sillas y la cama al piso. Mis pocas posesiones debían ser como montañas, que no cambiarían de lugar; ahora sólo bastaba con memorizar el mapa.

Ese mismo día Burton regresó con el original y dos copias de la cinta. Guardé la maleta en el clóset y dejé el devedé junto con el videocasete sobre la mesa y le agradecí. Es una película muda, dijo con algo que sentí como desilusión de su parte. En efecto, respondí. ¿Por qué tanto misterio?, ¿qué tiene de especial? Me quedé en silencio por unos momentos. Nada, le contesté finalmente, manías de viejo, uno termina por volverse melancólico por el pasado. Investigué sobre usted, me dijo, como quien trata torpemente de iniciar conversación. Me preocuparía por su futuro como agente si no lo hubiera hecho, contesté. Trabajó con el director Hoover sus últimos años, dijo, como quien espera que le cuente la historia, pero no lo hice. Cuentan que era su hombre de confianza, agregó. «Confianza» es una palabra oscura en este medio, agente Burton, le dije, recordando las palabras de miss Gandy. Sabiendo que llegó en auto, pues lo escuché estacionarse, le pregunté: ¿Puede llevarme a una cita? Claro que sí. Avenida Russell 4511, en Hollywood, le dije, anticipándome a su pregunta. Me levanté y fui al baño. Abrí el botiquín detrás del espejo y tanteé hasta encontrar el segundo nivel. Apreté el paquete. Al sentir la suavidad supe que era lo que buscaba, de manera que retiré la envoltura y comencé a desenrollarlo. Cambié mis vendas por unas nuevas, aseguré el gancho para que no se desprendieran y cerré el botiquín. Al pasar la mano por mi rostro, separé un poco las vendas a la altura de los ojos, como si me estorbaran para ver: fue un reflejo que pronto olvidaría. Volví a la sala apoyado en el bastón. Traiga la maleta con la cinta y las copias, le indiqué a Burton, tenemos una entrega pendiente por hacer. Conté los pasos: cuatro largos, uno corto, y al extender la mano: la puerta. En la parte superior, los seguros, y abajo, un poco a la izquierda, la perilla. Más allá, el misterio de un mundo al que alguna vez pertenecí.

El auto recorrió las calles con demasiada lentitud para mi impaciencia. La tapicería olía ligeramente a encerrado. Una pieza de metal golpeó durante todo el camino, hasta que el sonido se convirtió en parte del viaje. Apreté el bastón y deslicé la mano hacía abajo para sentir las figuras grabadas, sin lograr reconocer ninguna. Aún era un ciego inexperto. Dos veces debió cruzar con el semáforo en amarillo, porque aceleró de improviso e hizo sonar su bocina como advertencia. Dobló una calle, bajó la velocidad y se orilló. Avenida Russell 4511, anunció Burton. Perfecto, dije, y esperé a que me abriera la puerta. Golpeé el bastón contra la acera, como quien anuncia su llegada. Respiré profundamente, como un animal desorientado que intenta guiarse por el olfato. Subí uno a uno los escalones a un ritmo de tres golpes. Un pie, dos pies, el bastón. Un pie, dos pies, el bastón. Golpeé la puerta con fuerza. Un largo rechinido de las bisagras y después el silencio. Incluso en Hollywood, debía parecer extraño que un hombre con el rostro totalmente vendado tocara a la puerta de la casa. Nadie dijo nada. Busco a Forrest Ackerman, anuncié. Dolly debió reconocer mi voz, porque no pudo disimular su sorpresa: Puede pasar, señor Mc Kenzie, dijo sin hacer ninguna clase de pregunta sobre mis heridas. No tuve más remedio que aceptar la ayuda de Burton. Un aprendiz de ciego y su bastón debían ser una pesadilla para la casa de un coleccionista como Ackerman. Me senté en un mullido sillón de dos plazas. Si nada había cambiado desde mi última visita, el sofá favorito de Ackerman debía estar del lado derecho. El robot de Metrópolis con guirnaldas navideñas al frente y a sus pies un ataúd de madera. Escuché pasos acercarse, unas ruedas girar y el golpe de otro bastón sobre el piso de madera. El olor de la colonia de Ackerman lentamente comenzó a impregnar la habitación. Los resortes del sofá rechinaron al recibir el peso de su cuerpo. ¿En qué puedo servirle, señor Mc Kenzie? Ordené a Burton colocar la maleta en el suelo y dejarnos a solas algunos minutos. Dolly me preguntó si deseaba tomar algo, pero rehusé cortésmente. Ackerman pidió un whisky con agua y hielos. Debió tenerlo prohibido, porque ambos se mantuvieron en silencio por unos segundos, hasta que Dolly finalmente cedió y dijo que pondría muy poco whisky. Los pasos de Burton se alejaron por el pasillo. Unos minutos más tarde, Dolly regresó con el vaso que depositó en una mesa. Volveré en un momento, comunicó, es necesario cambiar el oxígeno. Debió arrastrar el carrito con el tanque, porque el sonido de llantas rodando fue perdiéndose poco a poco, hasta que cerró la puerta y quedamos a solas. Me recuerda a Claude Rains en El hombre invisible, dijo Ackerman, sólo le faltan los lentes oscuros. ¿Sabe que lo nominaron al Oscar como mejor actor y sólo aparece unos minutos en pantalla?, agregó, el resto de la cinta es su poderosa voz y unos grandiosos efectos especiales. Una sucesión de rápidos golpeteos se escucharon sobre el techo del bungalow. Es un pájaro carpintero, explicó Ackerman, pero me mantuve en silencio, es la terquedad con alas, agregó, todos los días picotea un tanque de concreto creyendo que algún día lo quebrará. Permanecimos en silencio por varios minutos, sin que ninguno tomara la iniciativa para decir la primera palabra. Le escuché sacar algo de una bolsa de plástico. Me gusta su bastón, dijo, muy mexicano. Le agradecí, sólo por decir algo. Este padecimiento, continuó, refiriéndose al alzhéimer, me ha obligado a llevar un cuaderno de apuntes. Debió recorrer las hojas una a una, porque repetía el abecedario en voz muy baja, hasta que llegó a la M. Mc Kenzie, dijo, tras unos segundos en los que pareció leer el contenido de su cuaderno. Según esto, usted debía buscar un objeto perdido muy preciado para mí. Así parece, le contesté. Mi memoria, señor Mc Kenzie, es como una vieja fotografía a la que el tiempo le ha borrado paisajes, cambiado gente de lugar y ensombrecido rostros, hasta convertirla en un trozo de papel mal revelado. Estoy viejo y cansado, reconoció, he perdido los recuerdos y cometido muchas locuras a lo largo de noventa y un años, pero si de algo estoy seguro es de no haber contratado a un detective ciego para buscar un filme perdido. Es una larga historia, contesté. Puede contarla bajo su propio riesgo, me dijo, pero será como escribir un libro sobre hielo que el sol no tardará en derretir. No le puedo prometer recordarlo para siempre, es más, ni siquiera dentro de un par de horas. Decidí contarle todo sin omitir detalles. Entretanto, él gruñó un par de veces, tosió y se aclaró la garganta. Preguntó un par de cosas sin importancia, más bien generales, y terminé. ¿La cinta está en esa maleta quemada?, preguntó. Sí, respondí. ¿Está completa?, volvió a preguntar. Tanteé con la mano el vacío hasta encontrarla y la alcé hacia él. Ocho rollos de nitrato de plata en buen estado, le contesté. No dijo nada. Debió ponerla sobre su regazo, porque escuché abrir los broches uno a uno. Se mantuvo en silencio por varios minutos. Esto debería de significar mucho para mí, dijo, si lograra recordarlo. ¿Pasé prácticamente toda mi vida buscándola?, me preguntó. No hice ningún comentario. No pude saber si acarició la cinta, si sonrió, o si todo le era indiferente, como el regalo a un niño que llega a destiempo. Su respiración era agitada, pero para un hombre que espera la recarga de su tanque de oxígeno, podía ser normal. Supongo que ahora podemos cerrar el libro de nuestras vidas, me dijo, cerrando de golpe la maleta y asegurando los broches. Me puse de pie y llamé a Burton, quien me guió por la sala. Nada hace sentir más viejo e inútil a un ser humano que la necesidad de apoyarse en el hombro de otro para ser guiado. ¿Le gustaría acompañarme a verla?, dijo, será un gusto narrarle lo que pasa. No deja de parecer extraño, le dije. «Extraño» es una palabra común entre nosotros, los coleccionistas, señor Mc Kenzie, afirmó. Esta película debió significar mucho para mí y también para usted, explicó, si decidió pasar por todo lo que me contó para encontrarla. Sería una pena no compartir ese momento. Le diré a Dolly que prepare todo, agregó, sin esperar mi respuesta. Me vino a la mente el recuerdo de un anciano en la sierra de Chihuahua, con quien escuché un partido de béisbol de grandes ligas por la radio. Seguramente no sabía que los Indios jugaban en Cleveland ni que los Marineros en Seattle, pero pasó tres horas y media sin despegarse de la narración; a su manera, vivía sus emociones a través de la voz de un desconocido. Forrest J. Ackerman sería mis ojos durante los sesenta y nueve minutos que duraba la cinta; aunque después de contármela ese recuerdo comenzara a desvanecerse en su mente, como el hielo que debía flotar en su vaso. Después, cuando todo terminara, me pondría de pie y regresaría al departamento, para enfrentar lo que me restaba de vida. Ackerman narró la cinta con precisión, todo el tiempo se sorprendió con la actuación de Lon Chaney. No refirió ninguna anécdota, ni datos bibliográficos, sólo comentó distraídamente que el sombrero y la dentadura de Chaney le recordaban a unos que guardaba en su museo. Al final aplaudió. Entonces me puse de pie y me apoyé en el bastón. Decidí no llamar a Burton y arriesgarme a salir solo del lugar. Mc Kenzie, dijo Ackerman, tengo una proposición para usted, finalizó. No tengo la más remota idea de qué pueda ser, dije, pero si va a encomendarme otro caso, necesitaré un asistente. ¿Qué tanto puede ocultarse un detective ciego?

La proposición de Ackerman no resultó tan descabellada como mi idea de establecer una agencia de detectives dirigida por un ciego. ¿Le gustaría mudarse a esta casa?, ofreció. No es tan amplia como la primera Ackermansión, pero estará más cómodo que en su departamento. En mi libreta apunté que tanto usted como yo no tenemos familiares directos con vida, comentó. Me pregunté si el término «desaparecidos» entraba en alguna categoría especial. No estoy tratando de pagar ninguna clase de deuda ofreciéndole hospedaje, continuó, pero creo que para usted y para mí lo mejor será permanecer juntos. Puede pensarlo el tiempo que guste, ofreció, no tengo planes para salir de este bungalow. Me enfilé rumbo a lo que intuía era la puerta de salida, inseguro, vacilante. Piense en mí como un nuevo socio, finalizó. Una semana más tarde, el descubrimiento del filme perdido más buscado en la historia del cine se hizo oficial. Decenas de directores, historiadores y críticos de cine se dieron cita para la primera exhibición pública después de más de ochenta años. Editores de revistas de cine de todo el mundo visitaron la casa de Ackerman para entrevistarlo. Él esquivó la mayoría de las preguntas, no porque lo deseara, sino porque ignoraba las respuestas. Las reporteros acudían a Ackerman como a un gurú en busca de respuestas; sin embargo, en lugar de conseguir información, cada reportero le revelaba al gurú algo desconocido de la cinta. Ackerman sólo les dedicaba una emotiva y dulce sonrisa, y los entrevistadores se retiraban con la satisfacción de una misión cumplida. Convinimos en no revelar las circunstancias de cómo apareció el filme y todo lo relacionado con las personas involucradas, así como mantener mi anonimato. Un periodista francés, enviado por el Cahiers du Cinéma, preguntó insistentemente quién había encontrado la cinta. Ackerman debió dudar por unos segundos, olvidar nuestro trato, o sentirse cansado de la misma pregunta, porque lo pensó por unos instantes. No supe si me miró en busca de ayuda o aprobación. El hombre invisible, contestó. ¿Cómo dijo?, preguntó incrédulo el periodista, en cuya voz percibí un dejo de molestia. El hombre invisible fue quien trajo la cinta hasta mi puerta, repitió. Sonreí y me puse de pie. El periodista debió pensar que una de las figuras del museo de Ackerman cobraba vida cuando observó a un hombre con el rostro vendado acomodar sus lentes oscuros y alejarse con la ayuda de un bastón decorado con motivos mexicanos; podría apostar que su siguiente pensamiento fue si el maniquí de Vincent Price, que Ackerman mandó traer del sótano para hacernos compañía, se quitaría el sombrero de copa para despedirse, mientras empujaba su silla de ruedas fuera de la habitación.

Un par de semanas más tarde, un breve comunicado de tres líneas informó que Londres después de medianoche había sido retirada de la lista de los diez filmes más buscados por el American Film Institute. Bastó presionar un par de teclas para borrar el título y actualizar la base de datos. Automáticamente otra cinta ocupó su lugar, como un enfermo que sube un peldaño en la lista de espera de trasplantes. Una mañana, Ackerman sufrió un desvanecimiento. Su presión, así como su ritmo cardíaco bajaron peligrosamente. Los paramédicos llegaron en cuestión de minutos. Antes de subir a la ambulancia con ellos, Dolly me tranquilizó diciendo que su primo no tardaría en llegar. El sonido de la sirena fue disminuyendo, a medida que la ambulancia se alejaba. Un par de minutos después todo parecía ser sólo un recuerdo. Estuve atento a cada coche que pasó frente al bungalow, pero ninguno se detuvo. El tiempo transcurre diferente para un ciego que para el resto de los seres humanos. No hay relojes ni amaneceres, o puestas de sol que signifiquen algo. Todas las horas parecen la misma hora y todos los días el mismo día. El primo de Dolly nunca llegó. No me consideraba el mejor vigilante para cuidar el resto de la colección Ackerman, por lo que descolgué el teléfono, pero me detuve. ¿A quién llamar? ¿A Dolly, a Burton, a Serling, al 911? ¿Qué podría decirles que no me hiciera parecer un niño asustado que tiene miedo a la soledad? Oí ruidos en el jardín trasero y después en la ventana. Cualquiera podía entrar y robar la capa de Lugosi, la dentadura y el sombrero de Lon Chaney de Londres después de medianoche, o la silla de Lincoln. El anillo que Karloff usó en La momia estaba en reparación con el joyero y me pregunté si ésa podría ser la causa de la sorpresiva recaída de Ackerman. ¿El poder que lo mantenía vivo era más que una simple leyenda? La puerta de madera, que seguramente por las prisas nadie recordó atrancar, se abrió lentamente, rechinando sus goznes. Levanté el bastón mexicano como arma de defensa. Debí verme ridículo pero no me importó. Descuide, Mc Kenzie, no le haré daño. Aun ciego, reconocí con claridad la voz de Malka. No creo en las coincidencias, fue lo primero que dije, una exsoldado del ejército israelí no aparecería aquí simplemente porque sí. Llevo algunos días vigilando la casa, admitió. Es un bungalow, corregí, y no creo que deba temer a un anciano coleccionista, a un exagente del FBI ciego y a la mujer que los cuida. Guardó silencio. Para gran parte de los ciegos todo es escuchar; algunos prefieren oler, pero uno termina por llenarse más de sonidos que de aromas. No es de ustedes de quien me escondo, susurró, estoy convencida de que no murió. ¿Quién?, pregunté. Usted sabe a quién me refiero, contestó, al millonario de la cueva, bajó un poco más la voz, pude investigar con ayuda de algunas amistades de mis años en el ejército y descubrieron cosas interesantes. Pero yo vi cuando Pepito y el millonario cayeron al río, le recordé. Nunca encontraron sus cuerpos, insistió. Las corrientes de agua pudieron llevarlos debajo de alguna roca, o fueron devorados por los cocodrilos, le respondí, podrían haber terminado en cualquier lugar. Un ingeniero en computación, dijo en voz baja, que aseguró a un diario local haber descifrado el manuscrito Voynich desapareció misteriosamente, y su oficina, con todo su archivo, fue saqueada, relató Malka. Antes de que dijera algo me interrumpió. Cuatro días después, intentaron robar el manuscrito de la Universidad de Yale. No sé a usted, Mc Kenzie, pero a mí tampoco me gustan las coincidencias, agregó. Nadie ha vuelto a ver al millonario en su departamento de Nueva York o Londres desde entonces y las operaciones financieras de sus empresas han disminuido al mínimo, es claro que está escondiéndose, aseguró. ¿De usted?, pregunté, con un poco de burla. Si estuviera vivo, intervine, en este momento ninguno de los dos estaría frente al otro. Pareció no oírme. Tarde o temprano dejará una pista: un nuevo negocio, la compra de un cuadro que llame la atención, y cuando eso suceda, estaré ahí. Asesinó gente que me importaba, destruyó la colección perdida de James y lo dejó en ese estado, deberá pagar por todos sus crímenes. En cuanto él descubra su identidad, le advertí, se invertirán los papeles y será usted quien tendrá que esconderse. Mi nombre no es Malka, dijo, no como quien confiesa sino como quien revela algo necesario para seguir conversando. Nadie sabía quién era antes y nadie sabrá quién soy ahora, ni siquiera usted. Conozco el lugar de una cita, continuó, a la que no podrá faltar. La cena de Navidad con su madre, pensé inmediatamente. Malka había investigado demasiado bien. Sentí una mano posarse sobre las vendas y acariciar mi rostro suavemente. Se oyeron pasos en el porche. La alarma de un auto se activó. Malka, o cualquiera que fuera su nombre, me abrazó. Fue un acto tan rápido que no tuve tiempo de reaccionar. Oí sus pasos alejarse por la puerta trasera. No hubo tiempo para ninguna clase de despedida. La puerta del frente se abrió y una voz gruesa se presentó como el primo de Dolly, disculpándose por el retraso. Una corriente de aire entró por la ventana, refrescando mi rostro por entre los vendajes. Por un momento pensé en preguntar al primo de Dolly si había visto a una chica a mi lado, pero me contuve. Dijo que iría a la cocina para buscar algo de tomar, sin preguntar si se me ofrecía algo. Oí nuevamente el ruido del pájaro carpintero picoteando el tanque de concreto, como todas las mañanas. El bastón cayó de mis manos. Tanteé el piso pero me fue imposible encontrarlo. Me sentí como un saco de arena abierto que una tolvanera va vaciando poco a poco, como si en ese acto se escapara la propia vida.

A pesar de estar cerca de morir, una semana después de recuperar el anillo de Boris Karloff, la salud de Ackerman mejoró hasta ser dado de alta. A los quince días presentaba un mejor aspecto y bromeaba. Una llamada telefónica pareció alegrarle la mañana. Es una invitación, reveló, después de colgar. Carla Laemmle, nieta del viejo Laemmle, fundador de la Universal, cumple noventa y nueve años. Carla no solo fue prima ballerina en El fantasma de la ópera, junto a Lon Chaney padre, rememoró, sino que pronunció el primer diálogo en una película de monstruos en la historia del cine, ella es la joven que lee la guía de viaje en el carruaje que va por el paso del Borgo en Drácula, ¿la recuerda?, insistió emocionado. Guardé silencio. ¿No le gustaría acompañarme?, preguntó, tal vez vayan Lupita Márquez y Baby Peggy, agregó, tratando de convencerme. Negué con cortesía; la presencia de un hombre ciego y cubierto de vendas resultaría demasiado, incluso para una reunión como ésa. Imaginé por unos segundos a Ackerman, Laemmle, Márquez y sus amigos sobrevivientes arribando en sus sillas de ruedas, empujadas por un séquito de enfermeras; sin duda intentarían brindar con lo único que sus estómagos pudieran resistir, al tiempo que conversarían en voz baja sobre cómo la inmortalidad elige a sus víctimas. Un mes más tarde, entre la correspondencia habitual, llegó la primera postal procedente de Roma. Con letra menuda, que Ackerman leyó con dificultad, Malka informaba de los movimientos de alguien que sospechaba pudiera ser el señor Martínez. La sucesión de postales llegó con intervalos de uno a tres meses, conteniendo pistas, indicios, rumores, breves descripciones de lugares y estados de ánimo, pero nada concluyente. Ackerman las leía con gozo e interés. Semanas más tarde, las volvía a encontrar y las releía como si las descubriera por primera vez. Tiempo después, las postales dejaron de llegar. La tarde del día de Navidad, mientras nos encontrábamos sentados en la sala, Dolly nos dijo que por la mañana el cartero había traído un sobre. Un grupo de niños cantaban villancicos en la calle. Ackerman se emocionó y lo tomó, mientras leía lentamente. Es una carta para usted, me dijo, pero no es de nuestra amiga, la letra es diferente, me informó. Rasgó el sobre por un extremo. Son dos fotos, reveló. La primera es de una joven de ojos verdes sentada en una plaza tomando un café, luce pensativa y no sabe que la han fotografiado; es buena foto, aclaró. Escuché a Dolly abrir la puerta a los niños, quienes al entrar probablemente se acomodaron junto al robot de Metrópolis, decorado como árbol de Navidad, con guirnaldas y esferas. La otra es una foto instantánea, al parecer de un hombre, dijo. ¿Es o no es un hombre?, pregunté con dureza. No lo sé, contestó Ackerman, está borrosa, pero lleva puesta una máscara y está escrito a lápiz: «La vida es un carnaval veneciano, Mc Kenzie». Qué extraño, comentó Ackerman en voz baja, en el reverso tiene escrita otra frase, pero en latín: «Quis custodiet ipsos custodes?», repitió. Debió mirarme en espera del significado, pero pensaba en Malka y si se encontraría con vida. Pensaba en una cena navideña en Monterrey con una invitada inesperada. Pensaba en una caverna que se derrumba, y en el fuego abrasador; en actrices del cine mudo, ancianos coleccionistas, solitarios historiadores de cine y dinosaurios atacados por la gente. Pensaba en amores que no se olvidan, en cartas ocultas por décadas en gavetas de escritorio, y en reencuentros familiares que jamás sucederán en esta vida. Pensaba en qué pasaría con cierta colección cuando los anillos perdieran su poder y Ackerman muriera. ¿Sería subastada un par de meses después, por un hombre de traje y corbata armado con un martillo de madera? Me pregunté si alguien puede ponerle precio a los recuerdos de otro ser humano. «¿Quién vigila a los vigilantes?», le dije a Ackerman, pero no me entendió. Los villancicos de los niños comenzaron. «¿Quién vigila a los vigilantes?», le grité nuevamente, sin saber si me había oído. Un par de minutos después, los niños se retiraron. Ackerman los despidió como un abuelo comprensivo. El reloj dio ocho campanadas y Dolly avisó que la cena estaba servida. Los ancianos dormimos temprano la noche de Navidad. Cenamos antes que todos, festejamos en falso adelantándonos al reloj, robándole horas al tiempo que se nos va. Al término de la cena, Dolly puso una frazada sobre mis piernas. Esa noche Ackerman celebró haber encontrado una vieja película de karatecas en la televisión. Se llamaba Los maestros inválidos, me dijo, es sobre dos hombres que son traicionados por su jefe, quien le corta los brazos a uno y a otro le deshace las piernas con ácido; los dos hombres se pelean hasta que un anciano sabio ofrece enseñarles kung-fu, a condición de que unan sus discapacidades para vengarse de quien los dejó inválidos. ¿La conoce?, preguntó Ackerman. La imagen de un hombre sin piernas subiendo a la espalda de uno sin brazos, listos para pelear, recorrió mi mente por varios segundos. Negué, sonriendo detrás de los vendajes. Sería un placer que me la narrara. Dolly le comunicó la llegada de un paquete y se lo entregó. Un joven mexicano, contó Ackerman, mientras le escuchaba rasgar la envoltura, compra objetos que fueron vendidos cuando se cerró la Ackermansión, y me los envía de regreso. Uno vive por momentos como éstos, Mc Kenzie, me dijo con gusto, mientras pedía a Dolly colocar las piezas sobre la repisa de la chimenea. Ackerman no dijo nada al respecto, pero debió parecerle extraño tenerlas de vuelta: como si la vida fuera un bumerán que viajara a través del tiempo y regresase de manera necia e insistente. Dolly se retiró a la cocina a seguir tejiendo una frazada con el nuevo sistema solar que, según Ackerman, pronto terminaría. El pájaro carpintero comenzó a picotear nuevamente el tanque de concreto. Pensé que la vida es una madeja que los necios desenredan sólo para descubrir que al final no hay nada que no hubiéramos visto al principio.

Tampico, 14 de marzo de 2011