La calle más segura de Washington, D. C. no era la avenida Pensilvania, que comunica a la Casa Blanca, sino la que cruzaba por la casa del director Hoover. En ningún otro lugar del mundo los vecinos podían sentirse tan protegidos; sin embargo, una noche de Navidad, desafiando a uno de los hombres más poderosos del país, alguien, presumiblemente un par de niños, robaron las luces de Navidad de los pinos que el director tenía frente a su casa. Los agentes asignados a la seguridad fueron degradados y terminaron sus días detrás de un escritorio. Detuve mi auto frente a la acera a las 8.15 a.m., como todas las mañanas. El Cadillac blindado del jefe acababa de ser lavado y lucía como salido de la agencia. El chofer se acercó para comentarme que la marcha se arrastraba ligeramente al arrancar y pidió permiso para llevarlo al taller mecánico. Nada de talleres, el auto se repara aquí durante la noche, le dije, me encargaré de eso. El director nunca tuvo confianza en la gente de fuera y ordenaba que todas las reparaciones de su auto fueran realizadas por personal del Buró. El rumor del agua en el estanque se oía a través del jardín. Una camioneta de la florería Jackson & Perkins, la preferida del director, se estacionó, y después de una revisión exhaustiva, sus empleados comenzaron a plantar los rosales en el jardín. La casa era de dos pisos, con ladrillos color rojo y crema y un techo gris de dos caídas, estilo Federal Colonial, como el de los primeros pobladores de la zona; al frente se hallaba un pequeño jardín con dos enormes pinos. Entré a la cocina, donde Annie, su ama de llaves, terminaba de preparar el café y el desayuno del director. Mi taza estaba humeante y lista como todas las mañanas, con dos panecillos con mantequilla y azúcar a un costado. Le agradecí y comí rápidamente. El señor aún no toma su baño, no se oye el agua correr, comentó Annie. Probablemente el ruido de los jardineros no le permitió oír la regadera; pero por lo regular siempre esperaba que fuera yo quien le informara que el desayuno estaba listo. Annie creía en los rumores, seguramente difundidos por el mismo director para no ser molestado por las mañanas, de que dormía completamente desnudo. La sala estaba poblada de todo tipo de antigüedades: sillones, muebles, grandes cajas de música, esculturas y tapetes orientales; de tal forma que era necesario zigzaguear para evitarlas. Podía tratarse de una forma de defensa y protección territorial: cualquiera que tratara de huir con prisas por esa sala terminaría en el suelo y probablemente lastimado. Pinturas que retrataban al director en distintas épocas de su vida colgaban de las paredes, mientras que una considerable cantidad de bustos con su efigie descansaban sobre columnas de mármol, como si se tratara de la casa de un césar que rinde tributo a sí mismo. Una serie de fotos del director con cada uno de los presidentes a los que sirvió, con excepción de Truman, colgaban de las paredes, dedicadas y autografiadas. Dibujos que lo caricaturizaban, muchos como un viejo bulldog, colgaban a los lados de la escalera. Más fotos, éstas con famosos actores y actrices de Hollywood, decoraban el pasillo del segundo piso; llamaba la atención que estrellas de cine sonrieran orgullosas de ser fotografiadas con el director, como si la simple existencia de esa foto pudiera protegerlas del mismo Satán. A pesar de la gruesa alfombra que las cubría, las maderas del pasillo chillaban a medida que uno se acercaba al dormitorio, acaso como un sistema de alarma que le prevenía de los intrusos. Llamé dos veces a la puerta sin obtener respuesta. Una voz, casi gutural, me hizo detener el tercer golpe. Puede pasar, agente Mc Kenzie, dijo la voz. Giré la perilla y entré. No importaba la hora del día que fuera, su dormitorio siempre se encontraba en penumbras. Las persianas de las ventanas nunca se abrían hasta que abandonaba el cuarto, y la mayoría de las veces estaban ocultas por un largo biombo chino. Era imposible adivinar desde fuera sus movimientos en el interior. El director se encontraba sentado al borde de la cama, como si llevara toda la noche en ese lugar. Su cabello enmarañado le daba una apariencia poco prolija y su papada parecía una bolsa con agua bajo su rostro. Un mosquito parado en su cuello le succionaba la sangre sin preocupaciones, como si tuviera todo el tiempo del mundo para llenarse. Un par de ronchas indicaban que se habían alimentado toda la noche con la sangre del director. Se lo espanté y trató de alejarse, pero voló tan pesadamente que apenas se sostenía en el aire. Lo aplasté con ambas manos y su muerte se oyó como una gran burbuja que explota en medio del silencio. Una mancha de sangre quedó en las palmas de mi mano, que limpié con mi pañuelo. Sus dos perros, G-Boy y Cindy, se encontraban en los mismos lugares de siempre: en el rincón del dormitorio y a los pies del sillón favorito del jefe, respectivamente. ¿Llegaron mis rosales?, preguntó el director, quien nunca daba los buenos días a sus agentes. Sí, le contesté. ¿De Jackson & Perkins?, volvió a preguntar. Los están plantando en este momento, en la tarde quedarán listos, dije, adelantándome. Muy bien, contestó, ¿encontraron mi segunda pantufla? No señor, le respondí. Es un misterio, como el robo de mis luces navideñas, ¿no es así? Guardé silencio. El director algunas veces hablaba para sí mismo; otras, para el resto de la gente. No era fácil distinguir lo que quería. Los misterios sin resolver son como heridas que no cicatrizan, que manan eternamente hasta desangrarnos, dijo en voz baja. Eran las 8.45 a.m. y teníamos casi veinte minutos de retraso con el itinerario. Los hábitos del director, rígidos como el acero, comenzaban a relajarse. Me encontraba en presencia de una minúscula fractura en una sólida pared de mármol, que durante años pareció impenetrable. Muchos en el FBI creían que el director Hoover, el director asociado Tolson y Helen Gandy eran inmortales y sólo envejecían ficticiamente para evitar que sospecháramos de ellos. ¿Sabe cuál ha sido mi secreto todos estos años?, me dijo. ¿Disculpe, señor director?, contesté sorprendido. Sí, dijo, el secreto para mantenerme todos estos años en mi puesto, para lograr que ocho presidentes no hayan podido destituirme, ¿lo sabe? Negué. Nunca subestimar al enemigo, declaró. Una vez conversé con el mejor pitcher de todos los tiempos, relató, por supuesto que no le diré quién fue, pero lanzaba como el mismo demonio, con tanta fuerza que el catcher se ponía un filete de carne detrás del guante para amortiguar el golpe y cuando caía la novena entrada el filete estaba cocinado. Podía ser una broma, pero preferí no sonreír. Estornudó con un gran estruendo. Una tarde le pregunté cuál era su secreto para ser tan grande, y sobre todo para serlo siempre, y ¿sabe qué me contestó? Me mantuve en silencio. «Le lanzo a cada bateador que se para en el plato como si fuera el mismo Babe Ruth, ése es mi secreto». Nunca subestime al enemigo, agente Mc Kenzie; si es posible, hágale creer que es más listo que usted, y le aseguro que tarde o temprano lo atrapará en una mentira y será suyo. Los peores criminales que he visto en cuarenta años de aplicación de la ley, continuó, tuvieron una cosa en común: todos y cada uno de ellos eran unos mentirosos. Se puso de pie. El elástico del pantalón de su pijama estaba flojo, por lo que tuvo que sostenerlo para evitar que cayera. Se calzó la única pantufla que le quedaba y se encaminó al baño. Prepare todo, me dijo, no tenemos tiempo que perder. La llave de la regadera se abrió y el agua comenzó a caer.
A media mañana el director se había recuperado totalmente. Se mantuvo callado y esquivo conmigo, como alguien a quien se le ha revelado un secreto y cuya presencia se vuelve incómoda. Me ordenó de mala manera que diera seguimiento a unos expedientes mientras conversaba a solas con el director asociado Tolson. Miss Gandy, su secretaria, debió verme molesto, porque dejó lo que estaba haciendo para mirarme en silencio. Cometí una imprudencia al hacerle una pregunta personal. ¿Nunca ha confiado en nadie?, le pregunté. ¿Perdón?, contestó miss Gandy. El director, ¿nunca ha confiado en nadie?, ¿en usted, por ejemplo? «Confianza» es una palabra oscura en este medio, agente Mc Kenzie, afirmó, el director Hoover no confía ni en la ley de gravedad, y con un trabajo como el suyo, yo tampoco lo haría. He trabajado para él durante cincuenta y cuatro años y jamás me ha llamado por otro nombre que no sea «miss Gandy», dijo, para luego mirarme con seriedad, debería preguntarse por qué está aquí, agente Mc Kenzie, por qué no hay otro en su lugar, recalcó sin mirarme, algo debió ver el director en usted, finalizó, mecanografiando con rapidez un documento, como si tuviera que recuperar el tiempo perdido. Sentí como si Cancerbero, contradiciendo su naturaleza más profunda, hubiese ocultado sus colmillos y lamido mi mano para infundir algo parecido al afecto. Me retiré de la oficina y esperé a que las puertas del elevador se abrieran. Antiguos compañeros bromeaban en la cafetería del Buró. Al verme entrar sus rostros cambiaron, para de inmediato hablar en voz baja y centrar la atención en sus alimentos. Ninguno se acercó a mi mesa, o hizo alguna señal para que me sentara con ellos. Comí en silencio, en una mesa apartada, sin nadie a mi alrededor. Todos me miraron como a un animal solitario que ha dejado de pertenecer a la manada.
Al final del día, poco antes de retirarme, miss Gandy me mandó llamar. Tras unos minutos de espera, pasé a la oficina del director, quien me hizo una seña para que me adelantara. Escribía un memorando con lentitud, deteniéndose algunas veces para ocultar el casi imperceptible temblor de su brazo. Me recordó a un viejo acorazado que ha navegado demasiado tiempo en aguas minadas, y que una vez superadas descubre que navíos más modernos y veloces lo van dejando atrás. Al final del día, cuando la tarde decaía, poco antes de retirarme, me mandó llamar nuevamente y me senté frente a su escritorio. Detuvo su escritura y sacó una llave atada a una delgada cadena de oro. Me la entregó. ¿Qué debo hacer con…?, pregunté, pero fui interrumpido. No se separe ni un segundo de la llave, dijo con seriedad, considérese unido a ella como si fuera una mano o una pierna. No la esconda, no la guarde, no la preste, porque nunca sabrá cuándo podrá ser contactado. Llegado el momento es posible que alguien lo contacte para que la use. Su pluma fuente debió fallar, porque la agitó un par de veces antes de continuar escribiendo. Llegué al Buró de Investigaciones en 1924, hace cuarenta y ocho años, me contó, y en 1935 ayudé a fundar el FBI: ocho administraciones presidenciales han pasado frente a mí, he asistido al funeral de cinco presidentes. Fui el primero en informar a Robert Kennedy de la muerte de su hermano, y aunque ambos juraron acabar conmigo estuve sentado en la primera fila de sus funerales. He defendido al país de mafiosos, espías alemanes, rusos, de los comunistas, de las panteras negras; incluso los he protegido de sí mismos, sin esperar ninguna clase de recompensa. Mis críticos dicen que he utilizado ese poder para ocultar asuntos de importancia para la nación, incluidos datos sobre mi persona: dónde nací exactamente, cuáles son mis orígenes familiares, hasta mi verdadera edad, cosas como ésas. Mi vida siempre fue un libro abierto, agente Mc Kenzie, simplemente arranqué los capítulos más interesantes, no es mi culpa que nadie supiera cómo encontrarlos. Extendió el memorando para que lo tomara. Fuerzas extrañas están tratando de colapsar todo lo que he logrado, agente Mc Kenzie, pero cuando lo logren, se darán cuenta de lo necesarios que éramos para mantener el equilibrio de su mundo. Leí el memorando y supe que el colapso había llegado. Con letra irregular, el director escribió: «Investigar si el grupo de rock and roll llamado Los Beatles está formado por extraterrestres que intentan dominar a nuestra juventud con su música». Me puse la cadena con la llave en el cuello. Prepare todo para ir a casa, me dijo, ha sido un largo día. El director se levantó y se enfiló a la puerta por la cual se entraba al baño. La abrió y debió sorprenderse, porque se mantuvo unos segundos mirándose al espejo. Molesto por la equivocación, cerró la puerta con fuerza y se enfiló a la salida. Guardé el memorando en el bolsillo del traje. El camino rumbo a su casa transcurrió en silencio. Mantuvo los ojos cerrados la mayor parte del trayecto. Nos detuvimos frente a la casa y entramos a la cochera. Se bajó e inspeccionó el jardín. Miró los rosales, tocó un par de pétalos y entró por la puerta de la cocina. Saludó a Annie con una leve inclinación de cabeza y avanzó por la sala, esquivando las sillas, muebles y los bustos de sí mismo, como una serpiente que se desliza por territorio conocido. Me dijo que le acompañara a la mesa, donde la cena estaba por servirse. Ordenó a Annie otro plato para mí. Yo tenía un compromiso, pero era imposible negarse. El director Hoover era lo que los viejos marinos llaman una ola no negociable. Annie llegó con la cena. Me extrañó que ésta consistiera en huevos escalfados y tostadas, como si nadie se atreviera a decirle que nadie acostumbraba comer eso a esa hora. Llamó a Annie. El huevo está roto, fue todo lo que le dijo. Le retiró el plato y un par de minutos después le trajo otro similar. El director lo observó, como quien pasa revista a un cadete. Probó un bocado y el resto se lo dio al perro. Un tenedor resbaló de su mano y cayó sobre la alfombra. Estaba por ponerme de pie para recogerlo cuando me detuvo con un gesto. Déjelo, ordenó. Ocho administraciones, me dijo, ¿sabe lo que es trabajar para ocho hombres que se consideran todopoderosos? Se creen demasiado inteligentes como para resolver los problemas del mundo, pero siempre esperan que lleguemos nosotros en el último momento a salvarles el día, enterrar sus ilegalidades y errores políticos. Son lo suficientemente tontos para cortar las amarras del puente que los sostiene y pretenden estrangularme con ellas, agregó. Colocó los cubiertos a un lado del plato y llamó a Annie para que se llevara los restos de la cena. Uno termina por cansarse de ellos, comentó, son muchos años de cuidar las espaldas de gente que se empeña en destruirme. Quiso alcanzar un vaso con agua, pero un movimiento involuntario le hizo tirarlo. El líquido se derramó sobre el mantel y comenzó a extenderse. Molesto, se puso de pie y caminó rumbo a la escalera. Me mantuve a sus espaldas mientras subía uno a uno los escalones. Se detuvo un par de veces a mirar sus fotos con los presidentes; no supe si lo hizo porque lo deseara o como una forma de ganar tiempo y no mostrar fatiga. Entramos a su dormitorio, siempre en penumbras. Se dirigió a su sillón y se sentó. Por la forma en que se dejó caer supe que hizo un gran esfuerzo por subir las escaleras. Era como presenciar a un hombre que trata de contener su propio derrumbe. Descansó durante casi quince minutos, en los que por algunos instantes comenzó a cabecear por el sueño. Nunca fui como los demás niños, su confesión me sorprendió. Mi madre me dijo una vez, antes de dormir, que yo era su estrella más brillante y ¿sabe lo que le pregunté? Me mantuve en silencio. Si yo soy la estrella, ¿quiénes son las sombras, madre, y cuánto tiempo tardarán en encontrarnos? Fue la única vez que le oí hablar de su familia. Se incorporó y avanzó hasta el baño, y cerró la puerta tras de sí. Algunos minutos después, regresó con su pijama puesta, calzando una sola pantufla. Dio un par de pasos hasta la cama pero no se sentó. Se mantuvo en pie, balanceándose ligeramente, como un viejo roble cuyas raíces carcomidas apenas pueden sostenerle. ¿Quién es el titiritero?, gritó, sacudiéndome de los hombros, ¿quién es el titiritero? Traté de calmarlo pero manoteó. ¡Alguien nos está soñando a todos, Mc Kenzie!, vociferó, llamándome por primera vez por mi apellido. ¡Si lo despierta moriremos!, seguido de lo cual me dio un fuerte abrazo. Sentí toda su humanidad derrumbarse y lo sostuve. Lo senté al borde de la cama, donde quedó por varios segundos; su cabello despeinado se alzaba como la cresta de un gallo. Chasqueó dos veces sus labios y los hilos de saliva entre ellos se estiraron como viejas telarañas. Oí a Annie acercarse por el pasillo y abrí la puerta para interceptarla, a fin de que no lo viera en ese estado. Me dejó una bandeja con el vaso de leche que el director acostumbraba pedir todas las noches. Annie contaba que nunca descubrió que bebiera un solo sorbo, pero siempre ordenaba dejar el vaso en su buró. Mañana lo espero a la hora de siempre, dijo el director sin siquiera despedirse, mientras se acomodaba bajo las sábanas. G-Boy, con sus dieciocho años a cuestas, estaba echado en un rincón del dormitorio; mientras que Cindy, con la mitad de edad, no se separaba de su lugar habitual, a los pies del sillón favorito del director. Ninguno de los dos ladraba, pero estaban más melancólicos y callados que de costumbre. G-Boy suspiró. El director terminó de arroparse, y fijó su vista en el techo. A la mañana siguiente, tanto él como el vaso con leche estarían en el mismo lugar, sin haber sufrido ningún cambio. Cerré la puerta del dormitorio al salir y bajé en silencio las escaleras; pasé por la cocina, y al no encontrar a nadie, empujé la puerta trasera. Una suave brisa agitó los rosales, sobre los que una abeja revoloteaba en círculos. La espanté con el dorso de la mano y la observé alejarse por el jardín. Sobre la habitación del director los rayos del atardecer se reflejaban en la ventana. Entré a mi auto y lo puse en marcha. Miré por el retrovisor la casa. A medida que me alejaba, los agentes que resguardaban al director fueron disminuyendo de tamaño hasta convertirse en pequeños puntos, como hormigas que caminan contra un cielo carmesí.
Entré a mi departamento alrededor de las ocho y media de la noche. Sophie, una bella traductora de la ONU que a la mañana siguiente partía definitivamente para Francia y a quien yo debía ver esa noche, se cansó de esperar y dejó una nota en la puerta de mi casa. Intenté localizarla por teléfono en su departamento pero nadie contestó. Nunca más volvimos a vernos: el destino tiene suficientes caminos para que dos personas no puedan encontrarse jamás. Encendí el televisor para tratar de buscar algún noticiero, pero sólo encontré algunas mesas redondas sobre política, en una de las cuales se criticaba la actuación del director Hoover, de manera que preferí apagar el aparato. Me preparé un emparedado de salami con tres quesos, a cuyos panes corté las orillas y tosté hasta sentirlos crujientes. Hojeé dos de los principales diarios en busca de las columnas de política. En los últimos meses, las presiones y rumores sobre el inminente cese del director por parte del presidente Nixon parecían ser más que rumores. Los informes presumían el interés del presidente de poner un incondicional al mando del Buró, y así convertir al organismo en un ala de espionaje de la Casa Blanca. Algunos de los principales articulistas del país, quienes durante años fueron amigos del director y que se congratulaban cuando éste les daba una exclusiva o una declaración para la primera plana, ahora lo criticaban como algo obsoleto que debía desaparecer. De erigirse por muchas décadas como una fiera a la que todos temían, el director se había transformado en un animal viejo y huraño, que se replegaba en las sombras para proteger sus dominios. Jack Anderson, uno de los principales periodistas del país, fue el primero en desafiar abiertamente al director, usando sus mismas técnicas para obtener información, revisando literalmente su basura para encontrar aquello que pudiera servir a sus propósitos. «Hagamos a Hoover lo que él nos hace a nosotros», dijo a sus colaboradores, mientras investigaba posibles nexos del director con miembros de la mafia, o exhibía sus principales fallas y excesos contra las libertades civiles al aplicar la ley. El director consideraba a Anderson como algo más bajo que la suciedad que los buitres vomitan; pero lo que realmente le molestaba era que mucha de la información que conseguía le era suministrada desde dentro del Buró. La enorme y sólida presa que el director construyó para almacenar los secretos comenzaba a tener filtraciones. Apagué las luces de la casa y me dirigí al dormitorio. Me tumbé en la cama y cerré los ojos; antes de quedarme dormido me pareció oír algo que goteaba a la distancia.
A la mañana siguiente estacioné como todos los días el auto frente a la casa del director. El pavimento de la calle se encontraba mojado. A la distancia las nubes negras presagiaban tormenta y el cielo se oscureció. Una fina lluvia comenzó a caer. Los perros correteaban por el jardín, uno de ellos, Cindy, se acercó al estanque y bebió agua, para luego regresar a la casa. Los agentes estaban apostados en sus posiciones: unos al frente de la casa, otros en las esquinas y un tercer grupo más alejado, cuya misión era identificar y apuntar los números de placa de todos los vehículos que pasaran frente al domicilio; esa lista era comparada periódicamente y las placas que con más frecuencia cruzaban eran identificadas y se investigaba a sus dueños; muy pocos de ellos persistían en utilizar esa ruta. Entré por la cocina, donde Annie preparaba el desayuno. El crepitar de la grasa de las rebanadas de tocino sobre la sartén sonaba como la interferencia de una radio de onda corta. Las puertas que comunicaban con la sala habían sido cerradas y el sistema de ventilación encendido para evitar que el olor de los alimentos se propagara por la casa. El director odiaba los olores en su cuarto, en especial el del tocino al freírse. Annie no oyó el ruido de la ducha, pero los perros estuvieron inquietos y ladrando en el jardín desde temprano. Sujetó con unas pinzas el tocino y lo dejó sobre una servilleta, donde la grasa escurrió; posteriormente lo depositó junto a dos huevos estrellados y dos panes tostados. En la sala, G-Boy descansaba inmóvil sobre un tapete persa, como una más de las esculturas de la sala. Por primera vez me gruñó al pasar. Subí la escalera y recorrí el pasillo. Llamé dos veces a la puerta sin obtener respuesta. Entré. El cuerpo del director se encontraba tirado sobre el tapete oriental junto a la cama. Caminé hasta él y toqué su mano. Estaba fría. Salí al pasillo y llamé a gritos a Annie y a Tom. Annie se comunicó con el médico personal del director. Miré mi reloj y a pesar de la hora traté de localizar al director asistente Tolson en su casa. Clyde Tolson fue un hombre de costumbres rígidas; sin embargo, después de su primer ataque tuvo que olvidar muchos de sus hábitos, incluidas las caminatas con el director al iniciar el día rumbo al trabajo. Los tiempos habían cambiado. Debía encontrarse camino al FBI; no obstante, esa mañana, por primera vez en muchos años, olvidó su sombrero y decidió regresar a casa. Sorprendido por la noticia, me informó que pronto nos alcanzaría. La serie de eventos que siguieron a la llamada fue como la activación de un mecanismo bien aceitado, uno que esperaba la muerte del director para ponerse a funcionar. Tolson habló con miss Gandy, y juntos empezaron a dar las órdenes. John Mohr, Alex Rosen y Mark Felt, ayudante del director asociado, informaron a doce asistentes, quienes a su vez notificaron a sus divisiones. Un télex codificado fue recibido por los agentes a cargo de las cincuenta y nueve oficinas federales en el país, así como a las diecinueve en el extranjero. Todos comenzaban a tejer la misma telaraña, para que cualquiera que decidiera empezar a investigar fuera contenido y retrasado por lo intrincado de sus hilos. El tiempo que tardara en darse a conocer la noticia al presidente Nixon y su equipo era un recurso que manejado sabiamente podía jugar a su favor. Tolson sabía que en ausencia del director, o de su muerte, él era el encargado, pero el miedo que todos sentían por el director, ahora muerto, podía transformarse en odio y deseo de venganza contra él, su mejor amigo y protegido. Tolson y su equipo se encontraban solos, era cuestión de tiempo que todos se lanzaran contra ellos. El presidente no tardó en enviar a L. Patrick Gray para encargarse del Buró, quien lo primero que hizo fue cerrar la oficina del director, para que ninguno de sus archivos confidenciales fuera retirado o destruido. Gray, identificado por todos como alguien externo a la organización, fue demasiado ingenuo al pensar que el director tendría sus archivos privados y personales cerca de él. Este error generó un tiempo valioso que Tolson y miss Gandy aprovecharon sabiamente. Las instrucciones que dio Hoover para deshacerse de los archivos más comprometedores llevaban horas de estarse cumpliendo. Debió ser como destruir la biblioteca del Congreso a contra reloj. Miss Gandy se encargó de los documentos clasificados bajo la letra «D»; «D» de destrucción. Mientras los enviados de Nixon se vanagloriaban de la toma de la oficina del director del FBI, el tesoro que buscaban día a día iba haciéndose trizas bajo sus propias narices. Media hora después, un grupo de agentes comenzó a sacar cajas de documentos de la casa del director y a llevarlas a un camión de mudanzas sin placas ni logotipos que esperaba en la calle. Todas las cajas estaban etiquetadas con las palabras «Oficial» y «Confidencial». Al abrir la puerta trasera pude observar desde donde me encontraba cientos de cajas apiladas al fondo de la caja del transporte. Las palabras del director Hoover retumbaron en mi mente: «Sólo somos una organización que recoge datos. Nosotros no exculpamos a nadie. Nosotros no condenamos a nadie». El conductor, un hombre de barba que usaba una gorra de los Red Sox, apenas me miró tras sus lentes oscuros; habló en voz baja con un agente, quien le entregó un trozo de papel. Subió al camión y se alejó, escoltado por dos autos del Buró. Miss Gandy entregó a Mark Felt doce cajas, de las que nunca se supo su paradero. Días después, el propio Felt, sin que se lo preguntara, habló escuetamente sobre el tema. Fue como tirar lingotes de oro al fondo del mar, me dijo. Miss Gandy afirmó bajo juramento que nunca se deshizo de ninguna clase de información relacionada con el FBI y aseguró que los únicos documentos del director que destruyó contenían información personal, como declaraciones de impuestos, recibos personales y el pedigrí de sus perros. Los fiscales nunca la creyeron, pero el único hombre que podía contradecirla y que conocía el verdadero contenido de los documentos estaba muerto. A la fecha, nunca estuve convencido de que lograran destruirse todos los archivos secretos del director; era una labor que hubiera requerido meses y gente, y con el director muerto y un presidente buscando dominar el Buró, el número de personas en quienes se podía confiar se reducía notablemente, sin contar que la posesión de cierta clase de documentos podía salvarles contra las embestidas presidenciales y del Congreso. Los perros del director sobrevivieron sólo un par de meses a su deceso: G-Boy se pasaba los días bajo la cama del dormitorio, mientras que Cindy, la más cariñosa con su dueño, no dejó de estar echada junto al sillón de su amo, hasta que fue encontrada muerta. Gray tuvo mayores preocupaciones en su cargo que encontrar los archivos del director. Fue el encargado de investigar a los ladrones, cuyas indagatorias desembocaron en el escándalo de Watergate. Nixon nominó a Gray como director permanente del Buró el 15 de febrero de 1973, pero el senado rechazó ratificarlo. Tres meses más tarde, Gray renunció luego de admitir que destruyó documentos no relacionados con el escándalo de Watergate que John Dean le entregó.
Visité por última vez al director asociado Tolson en su casa durante los primeros días de agosto de 1974. La sala de su residencia estaba decorada con sobriedad y aburrimiento tal que invitaba a cerrar los ojos y dormir. Estaba impecablemente limpia, pero olía a encerrado; como si ninguno de los objetos en su interior hubieran tenido contacto humano desde hacía mucho tiempo. Colgada de la pared, detrás de un vidrio, se podía ver desplegada la bandera del país; debía ser la que cubrió el ataúd del director durante su funeral y que le fue entregada a Tolson al terminar la ceremonia. Viejas fotos de sus andanzas de aquellos años lucían enmarcadas en distintos lugares. Tolson y el director Hoover, con sendos gorros para celebrar el fin de año en una lujosa fiesta, conversaban con una hermosa mujer vestida a la usanza de los años treinta. El director y Tolson sonriendo, sentados en unas tumbonas en una playa, con ropas y sombreros blancos y cruzando la pierna con sus zapatos de dos tonos. En otra, la más famosa, el director asociado Tolson, con la ayuda de un policía, toman en custodia al gánster Harry Brunette. El policía viste un abrigo, donde resalta su placa, mientras intenta equilibrar con su brazo derecho su tolete sin soltar al prisionero. Tolson, con un sombrero de ala ancha, lo sostiene por el lado derecho, metiendo su brazo entre el de Brunette, mientras esconde su mano en la bolsa derecha de su abrigo de dos botones, como si cargara un arma lista para disparar. No es posible ver el rostro de Harry Brunette porque su cabeza, cubierta con un sombrero, está agachada; pero su chaleco está abierto y su camisa sucia. El modo de caminar de cada uno de los tres hombres delata su posición en la escena: el policía parece perder el equilibrio mientras lucha por no soltar al prisionero, en tanto que Brunette es sólo un cuerpo sin rostro, que mira al suelo mientras da pasos vacilantes, como en busca de algo. Tolson, con paso firme, avanza mirando al frente, con la decisión de quien sabe que las fotografías le colocarán al día siguiente en la primera plana de los diarios.
La puerta de la sala se abrió silenciosamente y el director asociado Tolson entró, sentado en su silla de ruedas, empujada por una enfermera de aspecto oriental. Una frazada le cubría las delgadas piernas. Sus vínculos con el mundo exterior hacía tiempo que estaban rotos, por lo que tardó en reconocerme. Me hizo una seña para que tomara asiento. Edgar Hoover y Clyde Tolson fueron hombres de costumbres y rituales. Una fotografía famosa los mostraba en el restaurante del Hotel Mayflower, donde almorzaron juntos a diario durante cuarenta años. Todos los días a las doce en punto bajaban de la limusina y se sentaban a una mesa reservada exclusivamente para ellos, un poco más arriba que las del resto de los demás comensales. Comían hamburguesas y helado de vainilla, o sopa de pollo y ensalada si se encontraban a dieta. Tolson se sentaba de cara a la puerta y el director de espaldas a la pared, para que nadie pudiera sorprenderlos. El ritual de la cena no variaba mucho. Cinco noches a la semana, los dos hombres más poderosos del FBI asistían al restaurante Harvey, pedían bistecs término medio, sopa de tortuga verde, bebían Grand-Dad con agua de Seltz y al finalizar el director se iba con una bolsa de jamón y pavo que los empleados de cocina le daban para sus perros. Nada de eso quedaba ya. Quien estaba frente a mí era un anciano triste, indefenso y cabizbajo; muy alejado de aquellos que nunca pierden oportunidad de recordar a los novatos sus luchas míticas contra los gánsteres. Había perdido peso drásticamente desde mi última visita. La calvicie había invadido la mitad de su cráneo y su nariz, antes recta, ahora lucía redonda e hinchada como una albóndiga. Sus rasgos finos y simétricos ahora eran angulosos; en su mentón se dibujaba una mueca de disgusto. Sus ojos acuosos parecían dos diques a punto de reventarse, mientras que su rostro tenía tantas arrugas que las lágrimas podrían quedar atrapadas eternamente en los pliegues de su piel. Los viejos hábitos difícilmente mueren, y el director asociado Tolson era un hombre de hábitos y costumbres, sobre todo respecto a la ropa. Vestía de traje y corbata todos los días, aunque llevaba años sin salir de casa. Me pregunté qué tan difícil es vestir de traje todas las mañanas a un hombre viejo y qué sentido tendría hacerlo. Era como ver a un elegante cadáver con un sombrero de ala ancha que no termina por sentarle bien, esperando una muerte que no llega. Poco o nada quedaba de aquella enciclopedia humana con mente fotográfica, que comandó junto con el director el Buró de Investigaciones. Ya nadie le llamaba Killer Tolson, o Hatchetman, mucho menos recordaban el famoso tiroteo de la fotografía de Brunette, ni de cuando capturó a un grupo de saboteadores nazis en Long Island y Florida. Su salud había decaído notoriamente. Cuatro años menor que el director, ahora, sin su compañía y a los setenta y cuatro, sus padecimientos se habían acumulado como una abultada hoja de servicio de la que es imposible separarse. Sufría del corazón, úlceras, tuvo un aneurisma abdominal y parálisis parcial en ambos lados del cuerpo. La visión de su ojo izquierdo se le iba y regresaba sin razón aparente; escribir su propio nombre era una hazaña que difícilmente volvería a realizar. Su misión en la vida fue proteger la vida del director Hoover y la cumplió por más de cuarenta años, hasta que la esquiva muerte libró su vigilancia. La lluvia comenzó a golpear los cristales, mientras el agua se metía por una ventana abierta. La enfermera se levantó a cerrarla y posteriormente se retiró a buscar al ama de llaves. Del segundo hombre en importancia en el FBI durante cuarenta años ya nada quedaba. Desde la muerte del director se había refugiado en su casa a comer caramelos y ver televisión, convirtiéndose en una figura patética a la que los vecinos visitaban ocasionalmente para regalar chocolates o una tarjeta el día de San Valentín. Sus detractores lo describieron como «un hombre tan gris que resultaría invisible si se pusiera delante de una pared del mismo color»; sin embargo, ahora el director asociado Tolson parecía una esfinge de piedra que el viento ha ido desgastando poco a poco hasta convertir en ruinas.
Luego de reconocer la llave que colgaba de mi cuello por fin me sonrió. Abrió la boca y su quijada tembló como si estuviera a punto de desprenderse de un momento a otro. El lugar más oscuro siempre estuvo al lado del director, logró decirme después de un gran esfuerzo, con voz pausada, como si cada palabra se hubiera convertido en un viejo objeto que era necesario desempolvar antes de usar. Todos los que convivimos con él, relató de manera casi mecánica, como si leyera un telegrama, terminamos por convertirnos en sombras de las personas que alguna vez fuimos. El director no veía en usted a un simple agente, Mc Kenzie, continuó Tolson, con voz rasposa y débil, cuyos sonidos, difíciles de descifrar, parecían desvanecerse en cuanto abandonaban su boca. Ésa fue la razón por la que decidió no involucrarlo en la operación final, la que comenzamos cuando lo encontró sin vida. La muerte, dijo mirándome a los ojos, siempre fue un misterio que nuestros agentes nunca lograron resolver. Se quedó en silencio por varios minutos y su cabeza fue inclinándose poco a poco. Parecía estar a punto de dormirse. Me puse de pie para buscar a la enfermera. Tenía planes diferentes para usted, me dijo, mirando de nuevo la llave colgada de mi cuello. Tolson seguramente había conocido a todos los que la guardaron antes que yo, incluido Brennan. Pensé en preguntarle si alguna vez vio al director abrazar a alguien, o mostrar un verdadero afecto, pero no tenía sentido. La lluvia disminuyó, hasta que el sonido de las gotas contra las ventanas se volvió un rumor. Al despedirnos trató de levantar su brazo para estrechar mi mano, pero sólo logró despegarlo unos cuantos centímetros del descansabrazos; sus labios temblorosos trataban de decir algo, pero las palabras no salían de su boca, como si el aliento que las empujara hacia fuera hubiese dejado de existir. Tras un gran esfuerzo, logré escucharlo: «Nunca haga cosas que no esté seguro de poder ocultar, agente». Dejé al director asociado Tolson con sus fotos, sus recuerdos y la bandera que juró proteger durante los más de cuarenta años que sirvió al país. Días después, Richard Nixon, el hombre que le obligó a renunciar como director del FBI, renunciaba como trigésimo séptimo presidente de los Estados Unidos de América. Ambos hombres murieron sin saber que Garganta Profunda, la fuente anónima que dio información privilegiada a los periodistas Bernstein y Woodward sobre el escándalo Watergate, no fue otro que Mark Felt, el segundo de Tolson y a quien Gray y Nixon decidieron mantener como director asistente del FBI. Clyde Tolson, la mente más brillante del FBI después del jefe, desde luego, seguramente observó a Richard Nixon extender sus brazos y hacer la «V» de la victoria, momentos antes de subir al helicóptero Army One, en el que abandonaría la Casa Blanca por última vez. Tras una sonrisa que le llenó el alma, debió musitar para sí mismo: «En los viejos tiempos, esto nunca hubiera pasado».