26

De niño jugaba a cerrar los ojos por largo tiempo y descubrir siluetas en la oscuridad. Las había de todas formas: alargadas, circulares, en espiral; otras eran como puntos luminosos que quedaban suspendidos por momentos, para luego perderse, como un diente de león que el viento arrastra a voluntad. Los sonidos comenzaron a hacerse más claros e identificables. Oí dos copas chocar entre sí, seguido de unas risas. A pesar de no ver claramente las figuras, podía adivinarlas. Era una fiesta de sociedad, elegante y exclusiva, donde los hombres vestían de etiqueta, aunque sus rostros eran de animales: jabalís con arracadas, rinocerontes agitando sus martinis y leones con melenas envaselinadas disfrutaban de la música. Una mujer atravesó lentamente el salón. Su delgadez hacía pensar en un esqueleto al que se le ha untado una delgada capa de piel. Ensartó una aceituna en el colmillo del jabalí que la acompañaba, riendo con descaro, como si esa sola ocurrencia distrajera lo suficiente para que el tatuaje en su espalda desnuda pasara inadvertido. Conversaba con otra mujer que alguna vez fue joven y hermosa. Parecía una momia rejuvenecida a base de un gran esfuerzo, que ha cambiado sus vendas por un apretado vestido de tirantes, que las estrías en sus senos luchaban por sostener. Junto a ellas, vestido de esmoquin, el luchador enmascarado Blue Demon les aconsejaba: «No lo olviden, chicas, lo primero que hay que hacer cuando las momias ataquen es no perder la serenidad». Ambas le escucharon con el mismo interés con que un velador anota las palabras «Sin novedad» en su bitácora nocturna. La mujer del tatuaje articuló una sonrisa forzada y sus arrugas rechinaron, como una puerta eléctrica que recorre un riel oxidado. Una música tétrica y sombría, digna del funeral de un jefe de Estado europeo, se oyó a la distancia. Blue Demon me miró, y apartando su atención de las mujeres, me dijo: «Todo hombre tiene una línea, y una vez que decide cruzarla, ésta se borra para siempre y es imposible regresar el camino o retroceder el tiempo». Un lejano punto fue acercándose poco a poco, hasta convertirse en una silueta, y después en una hermosa mujer. Reconocí el rostro de Malka. Me sonrió, y cuando lo hizo, algunas de sus pecas se separaron de su mejilla, flotando suavemente. Me voy a volver pequeña para que puedas cargarme, me dijo, ahora con su rostro de niña, mientras apretaba en su pequeña mano una lonchera de metal con el dibujo de Don Gato. Una serie de tentáculos emergieron de la lonchera y fueron enroscándose en su pierna. Siempre estuvimos esperando por ti, papá, ¿por qué nunca viniste a salvarnos? No dejó de sonreír, a pesar de que los tentáculos comenzaron a cubrirla poco a poco hasta que quedó irreconocible.

Desperté manoteando al aire. Me llevé la mano al rostro y sentí cómo las vendas lo cubrían. Intenté quitarlas pero alguien lo impidió. No dijo palabra alguna, pero oí su respiración suave, apenas perceptible. Pregunté dónde me encontraba pero siguió sin responder. Escuché sus pasos alejarse y cerrar una puerta. «De las pesadillas se escapa, de los sueños sólo se despierta, Mc Kenzie», oí susurrar, a pesar de sentir que me encontraba a solas. La puerta se abrió nuevamente. El sonido de unos zapatos golpeó contra el suelo, hasta detenerse a mi lado. Señor Mc Kenzie, soy el agente Burton, dijo una voz a modo de presentación, fui comisionado para hacerme cargo de su regreso a Estados Unidos lo más pronto posible. ¿Cómo se encuentra?, preguntó, como quien debe cumplir un formulismo. No lo sé, acabo de despertarme, por qué mejor no me lo dice usted. El director Serling se encargó personalmente de su situación, dijo, eligiendo cuidadosamente cada palabra. Se le declaró fuera de peligro, aclaró. ¿Dónde me encuentro?, pregunté. En Tampico, contestó, lleva en el hospital casi una semana, fue tratado por heridas de bala y serias quemaduras, pero su evolución ha sido favorable, según los doctores. ¿Cómo está Malka?, pregunté, sin saber por qué no lo hice antes. ¿Quién?, dijo Burton. Malka, la joven que estaba conmigo. Nadie con ese nombre fue encontrado con usted. Lo único que sabemos es que alguien lo trajo al hospital con sus pertenencias y se retiró. La ciudad se encuentra en medio de una guerra entre los cárteles de la droga, relató, no es raro que se dejen heridos, ni tampoco que horas después vengan a rematarlos grupos rivales; comprenderá que quienes trabajan en urgencias no hacen demasiadas preguntas. Escuché un par de pasos entrar a la habitación. ¿Cuál es el nombre completo de la persona que busca, es norteamericana?, preguntó Burton. No lo sé, sólo que se llama Malka, tiene alrededor de treinta años, tez blanca, pecas, cabello castaño suelto, complexión delgada, ojos verdes y estuvo en el ejército israelí. Burton negó nuevamente saber algo al respecto. Resultamos heridos en el ataque al castillo, relaté. ¿Un castillo?, preguntó. Sí, con esculturas surrealistas en medio de un valle perdido, a un par de horas de aquí; lo construyó un inglés loco apellidado James, le dije. No sé nada de un castillo, ni de nadie llamada Malka, contestó. Sentí la tela irritarme la piel a la altura de los pómulos. Escuché otros pasos entrar al cuarto y recorrer la habitación. Burton guardó silencio. Soy la doctora Reyes Alexandre, dijo una voz joven, modulada pero firme. Cuando lo dejaron con nosotros llevaba varios días sin atención médica, pero afortunadamente las quemaduras en su cuerpo sanaron mejor de lo esperado. ¿Cuándo me quitan las vendas de los ojos?, pregunté. Se aclaró la garganta. Un olor suave y dulzón flotaba en el aire, probablemente su perfume. Es necesario que lo sepa, continuó con gravedad, tanto su rostro como sus ojos resultaron seriamente dañados, se detuvo, como quien espera que la otra persona descifre lo que falta por decir. No lo hice. Siento informarle, dijo bajando la voz, que ha perdido la vista. Fue algo que no esperaba. Mi primera reacción fue pensar que había escuchado mal, pero en el fondo sabía que no era así. Uno sabe cuándo no hay que preguntar nuevamente por una mala noticia. En un par de días, continuó la doctora, estará en condiciones de dejar el hospital, dijo. Es afortunado de estar con vida, señor Mc Kenzie, dijo. ¿Hay alguna operación, algo más que se pueda hacer?, pregunté. No somos un gran hospital, dijo, imaginando lo que pensaba de su diagnóstico, pero en cualquiera le dirán lo mismo: el fuego consumió sus ojos por completo. Guardó silencio por unos segundos. La donación de órganos sería la única posibilidad, continuó, pero debo serle franca, las listas de espera en todos los países están saturadas y la edad es un factor determinante en los criterios de selección. Preferible un joven con más años por delante para ver el mundo, afirmé. No lo diría de esa manera pero…, su localizador emitió un sonido. Debo irme, informó, cualquier cosa que necesite puede contactarme, finalizó. Tuve un pensamiento absurdo pero sobrecogedor: me pregunté si en mis sueños aparecerían imágenes. Un antiguo recuerdo volvió a mi mente: el de una hermosa joven invidente que todos los días pasaba frente a mi casa, ayudada únicamente por su bastón. Mientras pensaba en ella, me pregunté: ¿para qué camina un ciego? Cualquiera que fuera la respuesta, tenía el resto de mi vida para encontrarla.

Serling me llamó a la mañana siguiente. Fue cortés pero directo: se alegraba de que me encontrara con vida y me informó que todo estaba listo para mi traslado a Estados Unidos. Kandinsky está con vida, le informé. ¿Está seguro?, me preguntó. Intentó matarme, contesté. Se unió a un millonario desquiciado que asesinará a quien trate de encontrar la cinta, relaté. Guardó un silencio incómodo y suspiró, como quien lo hace por lástima. Seguramente Burton le había contado del castillo, las esculturas, una exintegrante del ejército israelí y Serling pensaba que había perdido la razón. Sé que suena imposible, dije, y me interrumpió: MacKenzie, encontramos la sangre de Kandinsky en su departamento y su dedo mutilado, en lo que a mí concierne la única línea de investigación que seguimos es la de asesinato. Si me ayuda yo podría demostrar, dije, y me interrumpió nuevamente: Si no lo hubiera ayudado, Kandinsky estaría vivo, y usted no habría perdido la vista. Necesita descansar, dijo, un hombre llamado Forrest Ackerman denunció su desaparición, y eso nos puso sobre alerta. ¿Ackerman está vivo?, pregunté, ¿David Skal, Philip J. Riley, se encuentran bien?, volví a preguntar. Serling pareció no prestarme atención. Ha pasado por un gran trauma y necesita recuperarse, me dijo, nunca debió haber aceptado ese caso. Burton se encargará de que llegue con bien a su casa. Nos mantendremos en contacto. Y colgó. Burton dejó un objeto largo y delgado sobre mis piernas. ¿Qué es esto?, le pregunté, pasando mi mano por un tubo de metal frío y liso, como el fémur de un muerto. La doctora recomendó que comenzara a caminar con la ayuda de un bastón. Cómpreme un bastón de verdad, objeté, uno que tenga vida. Éste es el que la doctora aconsejó. No creo que le cueste mucho trabajo encontrar uno más vivo en el mercado municipal, le indiqué, vaya allí y busque un puesto donde hay dos calaveras vestidas como novias, dé vuelta a la derecha y dos locales más adelante hallará un hombre que vende bastones; en su local encontrará colgado uno de madera con mango curvo, tallado con motivos mexicanos: águilas, serpientes, aztecas, nopales, le describí, créame, lo reconocerá cuando lo vea. Si quiere que salga de este hospital, encuéntrelo, porque será el único que usaré, le ordené, y arrojé al piso el bastón metálico, que rebotó dos veces, provocando un gran estruendo. Escuché a Burton retirarse y cerrar la puerta.

Transcurrió más de media hora en completo silencio, hasta que un grupo de albañiles de una construcción cercana comenzó a dar golpes de martillos y a taladrar el concreto. Parecía no importarles guardar silencio ante la proximidad del hospital. A la hora de la comida detuvieron las labores para calentar sus alimentos. El olor a aceite, carne y tortillas se filtraba por la ventana. Desde el primer día que desperté, hasta mi partida, los albañiles no dejaron de escuchar una radionovela llamada «Porfirio Cadena, el Ojo de Vidrio». Llegué a memorizar la entrada del programa, en la que el locutor narraba con una canción ranchera de fondo: «¿Por qué se hizo criminal el Ojo de Vidrio?… Voy a cantar el corrido, del salteador de caminos, que se llamaba Porfirio, llamábanle Ojo de Vidrio… la borrascosa juventud de Porfirio Cadena, ¿cómo perdió uno de sus ojos y por qué tuvo que seguir la vida criminal, perseguido por sus poderosos enemigos?… Una nueva serie campirana del escritor norteño Rosendo Ocañas». Media hora después, cuando la radionovela terminó, y los albañiles regresaron a su trabajo, entró la doctora con un par de enfermeras al cuarto. Me realizaron algunas curaciones y revisaron mis signos vitales. No pareció importarles el ruido de la construcción. Mañana será dado de alta, dijo, y oí unos pasos retirarse. Burton, llamé, puede quedarse unos momentos. Debió sorprenderse, porque tardó en contestar. Su loción, le dije, además de que cuando la doctora habló, no lo hizo de frente a mí, sino que desvió su voz a la derecha. ¿Consiguió alguna información del castillo?, le pregunté. Burton no contestó. Estamos retirados de ese lugar y la gente de aquí perdió la confianza de hablar con los extraños; sus pertenencias están listas, mañana temprano será dado de alta. ¿Mis pertenencias?, pregunté. Son pocas, dijo, ¿siempre viaja tan ligero? ¿Entre ellas hay una maleta roja de metal? Sí, contestó, o lo que queda de ella. ¿Puede traerla? Creo que es conveniente que descanse, dijo la doctora, su pulso se acelera demasiado. Tráigala, ordené. Burton regresó al cabo de varios minutos. Le pedí abrir la maleta y describirme su contenido. Son rollos de película, dijo, se encuentran en buen estado, aunque la maleta está quemada casi en su totalidad. Los rollos están numerados, busque el número uno y desenrolle la cinta para que la vea a contraluz: ¿Qué ve? Figuras, respondió. Los créditos, le dije con molestia, busque los créditos al inicio de la película. Le hice repetir «Londres después de medianoche» suficientes veces hasta estar completamente seguro de que tenía la cinta entre sus manos. ¿Puede dejarla en la habitación, junto a la cama?, le pedí. Oí cómo cerraba los broches de la maleta. Deslicé mis dedos por la superficie, y sentí el metal levantado y rugoso a causa del fuego. Dicen que los ciegos tienen mucho tiempo para pensar. Debió ser mi imaginación, porque oí una moneda caer y rebotar un par de veces contra el suelo. Una llave goteó toda la noche desde el baño; cuando me pareció insoportable, me levanté de la cama. Me arranqué el suero del brazo y quité las vendas de mis ojos. Toqué mi rostro, se sentía como la superficie de la maleta. Avanzaba un par de pasos cuando, súbitamente, el sonido de las gotas cesó. Sin ninguna forma de guiarme, me sentí desubicado, sin saber hacia dónde ir. Extendí los brazos esperando encontrar una pared pero no lo logré. Caminé torpemente, hasta que mis pies chocaron contra un objeto. Me arrodillé para intentar reconocerlo. Era la maleta. Como un vagabundo con su única pertenencia, la apreté contra mi pecho y me arrastré a una esquina del cuarto. Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, dormí de un tirón.

A la mañana siguiente escuché a Burton entrar en el cuarto. Nos saludamos con fría corrección. Dos enfermeras me sentaron en una silla bajo la regadera y comenzaron a bañarme. Nada hace sentir a un hombre más desvalido que ser auxiliado en las funciones más elementales. Burton me ayudó a vestir y un par de minutos después me sentaron en una silla de ruedas. Entre mis pertenencias aparecieron la llave de Hoover y mi cartera. Abrí los compartimientos, saqué lo que debían ser las fotos de Kristen y las acaricié por algunos momentos, como si el hacerlo tuviera algún sentido. Pedí a Burton que enlazara la llave a una cadena y la coloqué en mi cuello. Insistí en no separarme de la maleta en todo el camino. Entramos a un elevador y posteriormente fui llevado por un pasillo, entre el rumor de la gente. Reconocí el olor del perfume de la doctora y me adelanté a saludarla. No expresó su sorpresa. Hola, señor Mc Kenzie, el señor Burton lleva una copia de su expediente médico para iniciar el tratamiento de su recuperación, dijo, he recomendado que consulte a un cirujano plástico para operar las heridas en su rostro. No encuentro el sentido de operar un rostro que jamás podré mirar, le dije. Es su decisión, admitió. ¿Podré ver en mis sueños?, le cuestioné. La pregunta debió tomarla por sorpresa, porque no contestó. Sé que seguiré soñando, pero ¿habrá imágenes en mis sueños?, insistí. No es mi campo de estudio, reconoció, pero médicamente su cerebro no sufrió ninguna clase de daño y no parece presentar ninguna clase de efecto postraumático, está en perfecto estado, de manera que soñará con imágenes. No sé si con el tiempo éstas dejen de ser importantes y se vayan desvaneciendo de su memoria. Debimos llegar al final del pasillo, porque oí algo parecido a una puerta eléctrica abrirse y me llegó una suave brisa y el olor a tierra mojada. ¿Conoce a algún mago?, le pregunté a la doctora. ¿Perdón?, contestó desconcertada. El funeral de un mago, continué, sobre todo de un viejo mago, es lo más triste que puede presenciar, le expliqué, algunos de sus compañeros asisten en sillas de ruedas con sus viejos trajes con olor a guardado; y aunque se cuentan anécdotas, una sensación de melancolía flota en el ambiente. Su mejor amigo se para junto al ataúd, toma la vara mágica del mago muerto y la quiebra frente a todos. Es un sonido único: duro, seco, pero que perdura en la memoria por siempre; en el fondo, uno sabe que un hombre y sus trucos han dejado de existir. Me apoyé en los descansabrazos de la silla de ruedas y me puse de pie. Los agentes no tenemos nada parecido en nuestros funerales, recordé. Usted no ha muerto, señor Mc Kenzie, dijo la doctora. Sentí los rayos del sol calentar mi cuello. Un agente no es nada sin la observación, le dije, poniéndome los lentes oscuros que Burton colocó en la bolsa de mi chaqueta. Hay más formas de ver el mundo que a través de los ojos, dijo ella, pronto las descubrirá, y puso su mano en mi hombro, que debe ser la forma en que se termina la conversación con un ciego. Burton me entregó un bastón, lo palpé, intentando reconocer los grabados aztecas. Más vale que sea el que le pedí, advertí, no trate de engañar a un ciego. Una mano ayudó a que no me golpeara la cabeza al subir al auto. Esa acción yo mismo la había realizado a cientos de detenidos, pero fue extraño sentirla en uno mismo; supuse que debía acostumbrarme, ya que a partir de ahora mi mundo estaría lleno de extrañas y nuevas sensaciones. El motor del auto se encendió. ¿Doctora?, le llamé, esperando que aún se encontrara ahí. ¿Sí?, contestó. ¿Se ha preguntado por qué extraña razón nadie abraza a un ciego? Guardó silencio, sin saber qué contestar. No estaría mal que alguien lo hiciera de vez en cuando, le dije a la doctora. Golpeé dos veces el techo con mi bastón, para indicar a Burton que estaba listo y el auto arrancó. Una suave brisa con olor a sal entró por la ventanilla. Debimos detenernos en un semáforo, porque oí unos pasos acercarse. «Reaparecen ovnis ante tanta violencia —gritó un vendedor de periódicos, seguramente repitiendo el encabezado—, tal parece que nos vigilan, ojalá sea para bien», lea el Entérese, cómprelo porque se acaba. Tanteé la puerta hasta encontrar la manija y comencé a subirla, hasta que la brisa cesó. El vendedor debió golpear la ventanilla un par de veces, esperando quizá que le comprara un diario. En ese momento el auto reinició la marcha, dejando todo atrás.

El vuelo por avión transcurrió sin contratiempos. Abordé antes que los demás pasajeros y recibí un trato cordial de las azafatas. Me coloqué los audífonos y puse un canal de música instrumental. Los agentes de migración dudaron por unos momentos al verificar mi fotografía. ¿Cómo compararla contra un rostro irreconocible? Tomaron mis huellas digitales y, tras unos momentos de espera, logré pasar. Bienvenido a Estados Unidos, dijo mecánicamente un empleado, tras golpear dos veces con su sello el documento de la embajada. Insistí en caminar usando el bastón, pero Burton dijo que las distancias eran largas y pidió un vehículo de transporte interno. Subimos a un taxi, cuyo chofer escuchaba en la radio un partido de basquetbol. Entramos al departamento que rentaba, donde una enfermera, enviada por la oficina de retiro del FBI, esperaba para atenderme. Me llevó un par de días reconocer el departamento con la ayuda del bastón, a fin de poder moverme con seguridad. Al tercer día abrí la ventana para escuchar el ruido de la ciudad. El viento trajo un olor a basura quemada y en el parque cercano un árbitro hizo sonar su silbato. Un auto frenó con violencia. Dos bocinazos largos y luego el silencio. Un pájaro debió aterrizar cerca del alero del edificio, porque escuché sus aleteos. Cerré la puerta detrás de él. Luego, un poco inquieto, caminé hasta el clóset y lo abrí. Me puse de rodillas y tanteé hasta que encontré la maleta. La sostuve con fuerza y me la llevé conmigo. Me mantuve sentado en el sillón, tamborileando con los dedos sobre la superficie quemada de la maleta. Los sonidos del parque habían cesado. El vecino apagó su televisor. Recordé el último comentario de Edna: Londres después de medianoche era una moneda que alguien había lanzado a la vastedad del universo. Me vino a la mente la idea de que sólo existen dos clases de historias: en las que uno encuentra o pierde algo, y para la mayoría de los seres humanos, encontrar siempre es mejor que perder. Éste no era uno de esos casos. Golpeé la superficie de la maleta con fuerza. Sentí el metal abollarse bajo mi puño.

Dos días después recibí una llamada de Philip J. Riley. Conversamos por espacio de una hora, preguntó por mi estado de salud y si estaba en condiciones de recibir visitas. Le dije que prefería tratar el asunto por teléfono. Pensé que Ackerman, Skal y usted estarían muertos, comenté. No contestó. Le oí contener la respiración por unos segundos. Mi auto resultó embestido por un camión con reporte de robo. Fue pérdida total para el seguro, los médicos aún no se explican cómo sobreviví sin lesiones de gravedad. ¿Y el conductor del camión?, pregunté. Ni rastro de él, ni huellas en el volante o las portezuelas y el chofer que debía conducirlo esa noche apareció muerto un par de días más tarde. Esa misma noche, la alarma de la casa de Ackerman se activó, fue una suerte que estuviera hospitalizado. La policía sólo encontró vidrios rotos y al perro guardián muerto de un disparo. ¿Cree en las coincidencias?, me preguntó. No le contesté. David Skal desapareció, continuó, no encontraron rastros de violencia en su departamento y no parecía tener enemigos; la hipótesis de un robo no parece lógica, pues encontraron siete mil dólares en su caja fuerte, además de objetos de cine muy valiosos, que no fueron sustraídos del departamento. Tal vez escapó, afirmé. ¿De quiénes?, preguntó. Le relaté la historia del señor Martínez, y todos los acontecimientos, tal como los recordaba, o creía recordarlos. Parece como un sueño, acertó a decir. ¿Usted sabía que la búsqueda del filme podía ser peligrosa?, le cuestioné. Tuve algunas sospechas al principio, dijo con voz sombría, un par de detectives aceptaron el caso para rechazarlo días después y uno más desapareció sin cobrar los cheques de su pago. ¿Recibió alguna amenaza directa del señor Martínez o de su gente? No contestó. Era una batalla desigual, tratar de adivinar las reacciones por el tiempo de respuesta, la respiración y la intuición. ¿Hizo contacto con usted un hombre que no parpadeaba?, le pregunté. No creo que nada de eso tenga importancia en este momento, contestó. Forry regresó a casa hace un par de días, comentó. ¿Cómo se encuentra? Su condición es irreversible, la memoria le va y le viene por momentos, contestó, es probable que no se acuerde de usted, ni por qué lo contrató. Debo encontrarme con él lo antes posible, afirmé, pero usted disculpará, debo hacer algo antes. Nos despedimos y colgué. Me comuniqué con Burton, y le dije que necesitaba verlo. Llegó una hora más tarde. Me encontró sentado en el sillón, con la maleta sobre mis piernas. Abrí los broches. Necesito que copie esta película en videocasete, devedé, o cualquier formato que se pueda proyectar con facilidad, le comenté, hágalo con la mayor discreción y no puede guardarse ninguna otra copia en disco duro, computadora o como llamen a esas cosas, ¿quedó claro? Contestó afirmativamente. A Burton debió parecerle extraño que a un ciego le apremiara tener la copia de una cinta, pero no dijo nada. Puede llevarme un par de días transferir la cinta a video, agregó. No importa, le contesté, en estos momentos el tiempo corre de manera diferente para mí. Cerré de golpe la maleta y sus broches. Me puse de pie, ayudado por el bastón y extendí el brazo al frente, sosteniendo la maleta. Sentí cómo la quitó de mis manos. Burton, le dije, cierre al salir. El noticiero de las seis relató la noticia de una mujer alemana de treinta y cinco años que murió en su departamento y fue encontrada un año más tarde. Todas sus cuentas de gas, agua y electricidad se pagaron con cargo a su banco y sólo cuando el contrato de la renta se venció la encontraron. Ninguno de los pocos vecinos de su piso se enteró del fallecimiento y su contestadora no tenía ningún mensaje grabado de familiares o amigos. Me pregunté qué tan solo y olvidado puede llegar a estar un ser humano.