25

Cuando desperté, cuatro cirios funerarios ubicados en cada extremo de la cama iluminaban el lugar. Mi visión aún se encontraba borrosa, pero logré distinguir a la cocinera de la gran cicatriz en el rostro, que entraba con un vaso de cristal con agua y lo ponía debajo de mi cama, mientras del mismo lugar se llevaba otro casi vacío. Me sonrió. Las arrugas de su rostro y la cicatriz se tensaron como una cuerda que sostuviera un enorme piano. Se alejó. Traté de tomarla con el brazo, pero sentí el tirón de una aguja clavada en mi vena. La miré marcharse en silencio, como si sus pies flotaran sin tocar el suelo. Seguí el delgado tubo de plástico, desde mi brazo hasta una bolsa con suero, que colgaba de un clavo en la pared. Revisé el elástico de mi ropa interior, sin encontrar el mapa que había escondido. En el buró sólo descubrí mi cartera, el pasaporte y algunos frijoles saltarines, los que a causa de la débil luz no pude notar si aún se movían.

Me estiré hacia el buró para tomar mi cartera. La revisé. Había guardado las dos fotos juntas por tanto tiempo que se pegaron, por lo que hace tiempo decidí enmicarlas. Esas dos fotos que siempre llevaba conmigo eran mi principal nexo con Kristen y nuestra hija Karen. Esta vez, al verlas, decidí memorizarlas como si fueran un poema. Kristen poseía una belleza especial que irradiaba una sensación de paz y contemplación para quien la miraba, como si se estuviera en presencia de una delicada escultura en un museo que ha cerrado sus puertas. Todo en ella parecía un suave bosquejo: su cabello largo color negro descendía en espirales hasta la espalda, el rostro oval, finalizado en un delicado mentón, sin líneas de expresión ni hoyuelos, sólo un pequeño lunar en forma de corazón en la mejilla izquierda; la silueta del labio superior recordaba una gaviota que vuela con las alas extendidas, debajo de la nariz más hermosa que haya visto en mi vida. Sus ojos pequeños, intensos y expresivos, recordaban un ansiado horizonte lejano e inalcanzable. La foto del reverso la retrata de lado, con el cabello dividido en dos largos mechones sobre el pecho, dejando al descubierto una hermosa oreja, de donde pende un arete. Su cabeza está ligeramente inclinada y su brazo derecho, blanco y desnudo, se adivina apoyado en la cadera. La expresión de su rostro es divertidamente contradictoria: una bella sonrisa se dibuja en sus labios, mezclada con una mueca que pareciera estar a punto de regañar amorosamente a alguien de menor tamaño que está fuera de cuadro: nuestra hija Karen, de quien sólo logra verse una pequeña mano, como si el resto del cuerpo hubiera dejado de existir. Escuché ruido en el pasillo y guardé rápidamente las fotos en la cartera. Una suave brisa se coló por la ventana y apagó tres de los cuatro cirios. Estaba demasiado cansado para levantarme, por lo que decidí cerrar los ojos y esperar.

Desperté nuevamente al escuchar el rechinido de la puerta. Todo era oscuridad en la habitación. Una serie de pasos recorrieron el lugar: primero se acercaron para posteriormente alejarse. Una luz se desplazó de derecha a izquierda, como si flotara. El primer cirio se iluminó y descubrí el rostro de Malka, serio como en un funeral. Uno a uno fue encendiendo los tres restantes, acercó una silla y se sentó a mi lado. Quitó la aguja del suero de mi brazo con delicadeza. ¿Qué sucedió?, le pregunté. No contestó, como si estuviera eligiendo cuidadosamente las palabras antes de decirlas. El brillo de sus ojos del día anterior era menos que un vago recuerdo. Me alegro de que esté bien, dijo, rehuyendo la pregunta y mi mirada. Dio un par de pasos y descorrió una cortina. Una luna llena con resplandores rojizos descansaba sobre los cerros y su luz bañó la habitación, ofreciendo una débil claridad. ¿Dónde está el mapa?, le pregunté. Será mejor que descanse, fue su única respuesta. ¿Sabía del pasadizo oculto que lleva al museo de James?, le volví a cuestionar. Me alegro de que se encuentre mejor, dijo, sufrió una fuerte conmoción, pensamos que había muerto. Debo estarlo, porque parece que le estoy hablando desde el más allá, no escucha nada de lo que le digo. No contestó. ¿Qué sabe de la casa destinada a ser un cine?, le pregunté. Debió irse cuando pudo, Mc Kenzie, y nada de esto habría pasado, dijo, a modo de advertencia. Siguió evadiendo el tema. Necesita reponer sus fuerzas, recomendó. Cuando las recupere, contesté molesto, tiene mi palabra que le apretaré el cuello hasta que escupa toda la verdad. Esto último pareció enojarla, pero se contuvo. La comisura de sus labios se elevó imperceptiblemente, como si contuviera una sonrisa burlona. Veré que le preparen algo de comer, me dijo, perdió el conocimiento durante dos días. No va a funcionar conmigo, le advertí. ¿A qué se refiere?, preguntó Malka. La brujería del vaso con agua bajo mi cama, contesté. Se dirigió hasta una puerta de hierro forjado, cuya perilla tenía la forma de una mano que simulaba apretar una pelota imaginaria. La vela de la lámpara que sostenía en la mano se agitó a punto de apagarse, pero resistió la corriente de aire. Es por su alma inmortal, Mc Kenzie, contestó Malka con seriedad. Si su alma se despierta con sed durante la noche y se aleja en busca de agua, corre el riesgo de que no regrese nunca, me advirtió. El vaso con agua le protegerá, dijo. Debió ser una mala jugada por el cansancio, o la poca luz de la vela, porque cuando entrelazó sus dedos con los de la perilla, me pareció que ésta cobraba vida y apretaba la mano de Malka. Las bisagras de la puerta rechinaron a medida que la fue abriendo. Un objeto golpeó contra el cristal de la ventana. Volteé sin encontrar nada. Cuando volví a mirar a la puerta, Malka había desaparecido.

Un par de horas más tarde, oí el primer golpe. Luego vino otro, y después muchos más. Parecían pedradas lanzadas contra el cristal. Cientos de pequeños escarabajos buscaban entrar por la ventana entreabierta. El piso de la habitación comenzó a llenarse de ellos y algunos alcanzaron a caer en mi cama. No volaban, sino que avanzaban lentamente como si reconocieran el nuevo territorio. Los más desafortunados, que cayeron patas arriba, luchaban por darse la vuelta. Logré tirar varios al suelo, pero aún me sentía cansado para intentar levantarme y cerrar la ventana. Malka entró nuevamente, acompañada de la cocinera. Por más que lo intentaran, era imposible caminar sin aplastar los escarabajos. El chasquido de sus cuerpos al ser destrozados bajo sus pies equivalía a caminar sobre vidrios rotos. Malka colocó un candelabro sobre la mesa y cerró la ventana. Hasta ese momento la cocinera comenzó a sacarlos de la habitación con una escoba. Los escarabajos emitían un sonido extraño, como si enviaran señales de auxilio en clave morse a los demás. Hice un esfuerzo por ponerme de pie y me senté al borde de la cama. Experimenté un mareo. Moví el brazo para sostenerme de una barra de la cama, pero no la alcancé. Mi cuerpo se inclinó hacia el frente. Malka alcanzó a sostenerme para que no cayera. Aún está débil, será mejor que se recueste, aconsejó. No tuve más remedio que hacerle caso. No encontramos en sus pertenencias ninguna dirección o teléfono para llamar a sus familiares. Despreocúpese, no hay a quién avisar. ¿Esposa, hijos, nietos?, preguntó. Meneé la cabeza. Como no encontré más que una tarjeta, hablé al teléfono de alguien llamado Kandinsky sin obtener respuesta, relató. Está muerto, interrumpí, lo mutilaron y asesinaron. Trabajaba en el FBI y colaboraba conmigo en la búsqueda del filme. Pues alguien contestó la primera llamada y colgó, lo intenté nuevamente pero entró el buzón, dijo. Malka mostró una pequeña bolsa de cuero, de donde sacó una llave, una vieja foto familiar y mi anillo de matrimonio. Nunca comentó que estuviera casado. Es posible que aún lo esté. ¿Se separó?, preguntó nuevamente. Mi esposa y mi hija desaparecieron hace treinta años, le conté brevemente la historia. No encontraron el auto, ni los cuerpos, el equipaje, nada, continué, fue como si nunca hubieran existido. Debe ser difícil para un agente del FBI no poder solucionar un caso así, dijo, en especial cuando su propia familia está involucrada. Malka había revisado demasiado bien mis pertenencias. ¿Qué edad tenía su hija cuando desapareció?, me preguntó. Cinco años, contesté, se llamaba Karen. Yo fui adoptada a los seis, dijo, podría ser su hija, aventuró, arriesgando una leve sonrisa. Agradecí la broma en lugar del convencional y forzado pésame. La gente cambia mucho físicamente, comentó, e imaginé si Karen tendría las pecas de Malka, su nariz fina, su sonrisa, y si desearía como ella por sobre todas las cosas del mundo una lonchera de Don Gato. Me devolvió la foto, el anillo y la llave, la cual colgué nuevamente en mi cuello. Me detuve un instante para pasar mi dedo pulgar por el rostro de Kristen. Guardé la foto y el anillo bajo la almohada. Una brisa agitó el cabello de Malka y la sorprendí mirándome. Levantó la sábana y cubrió mi brazo con ella. Cada vez que mi padre me veía sufrir por una mala experiencia amorosa, decía algo tan cursi que me reconfortaba: «El amor está a la vuelta de la esquina», finalizó. Es posible, contesté, pero el mundo está lleno de esquinas, ya no tengo tiempo de recorrerlas todas, contesté, pero gracias, fue un buen intento. Malka se levantó del borde de la cama y encendió una pequeña vela que llevaba consigo. Kitty, así le decía de cariño, es decir Kristen, tenía la nariz más hermosa que haya visto en mi vida. Malka se detuvo sin saber qué decir. Un perfecto triángulo escaleno unido a su rostro. Una nariz a la cual ningún hombre hubiera rehusado hacerle el amor. ¿Se puede amar a una nariz?, preguntó sonriendo. Hay cosas que el ejército israelí no pudo enseñarte, contesté. ¿Y qué pasó?, preguntó. Fui descubriendo poco a poco a la mujer que estaba pegada a esa nariz y me casé con ella, contesté. Malka iba a decir algo cuando se oyó el rechinar de la puerta. La cocinera entró cargando una bandeja con comida y agua, la cual dejó en una mesa a mi lado, para retirarse inmediatamente. Que pase buena noche, recomendó Malka, lo veré en la mañana. Cerré los ojos. Por primera vez me sentí viejo, inútil, cansado y terriblemente solitario.

A la mañana siguiente me desperté en mejor forma. Caminé un poco por la habitación, estiré los brazos y poco a poco fui recuperando las fuerzas. Bajé por las escaleras sin encontrarme con Malka o la cocinera, así que salí y caminé por el valle. Miles de escarabajos tapizaban el suelo alrededor del castillo. Algunos se movían erráticamente, mientras que otros permanecían inmóviles, como si estuvieran muertos. Observé uno boca arriba, que extendía sus patas con desesperación para darse vuelta. A su lado, un grupo de hormigas lo rodeaba para devorarlo. Tomé la brizna de una planta y ayudé al escarabajo a ponerse en pie. Escapó lo más rápido que pudo de la horda de hormigas y se perdió entre la vegetación. A mi edad podía permitirme romper algunas leyes, incluso de la naturaleza.

El rumor del agua era suave y relajante. Me senté junto a la poza en forma de ojo, observándola. Mi silueta reflejada en la superficie cristalina del agua se distorsionaba con el viento que soplaba suavemente. Tiré la brizna al agua. Ésta flotó durante algunos segundos, hasta que fue atrapada por la corriente. Giró en espiral acompañada por los cuerpos de los escarabajos y terminó perdiéndose entre las columnas talladas en la montaña. Sentí una punzada en el cerebro, como si una aguja para tejer lo atravesara limpiamente. Cuando abrí los ojos me encontraba boca arriba y las manos suaves de Malka acariciaban mi mejilla. No parecen las manos de una soldado, comenté. Trate de no hablar, sugirió, no sabemos cuánto tiempo estuvo desvanecido. Miré mi reloj. No estaba seguro, y no quise decirlo, pero debió ser casi una hora. De no caer para atrás, habría terminado ahogado en la poza como los escarabajos. Me senté en una roca. No es posible que se quede más tiempo, necesita recibir atención médica. El clima en este valle es agradable, comenté, ¿es así todo el año? ¿Está pensando en quedarse a vivir?, preguntó Malka. La temporada de lluvias aquí es muy peligrosa, la corriente crece y arrastra todo a su paso, ni las montañas o los canales pueden contenerla. James parece haberlas dominado antes de construir las pozas, contesté. Al agua nadie la detiene, tarde o temprano encuentra su camino, dijo, observando la cascada. Malka, necesito conocer la casa destinada a ser un cine, le dije, tomándola de la mano. Ella se soltó de inmediato, como si recibiera un choque eléctrico: James planeó demasiadas cosas en su vida, algunas las terminó, otras únicamente las imaginó. Malka contestaba con la rapidez de quien quiere hacer notar que tiene prisa, para terminar lo más pronto posible. El lanchero llegó hace una hora, me anunció, él lo acompañará al pueblo para que tome el autobús que sale para la ciudad. Subiré a la habitación por mis cosas, dije, buscando ganar tiempo. Todo está en el bote, aclaró, sólo falta usted. ¿Por lo menos puede devolverme el mapa que me quitó cuando me revisó la ropa interior?, pregunté molesto. No sé a qué se refiere, contestó, mientras me entregaba una bolsa de cuero, en cuyo interior encontré mi pasaporte, el reloj, la cartera, las fotos de Kristen y dos frijoles saltarines que sostuve en la palma de la mano. Guardé en la bolsa del pantalón el único que aún se movía y tiré el otro. Para algunas personas los objetos son tan importantes como los seres humanos. Ni usted ni yo estamos en esa situación, Mc Kenzie. Escuché algo acercarse. Un hombre moreno, de baja estatura, con sombrero de palma y que se apoyaba en una pata de palo le hizo una seña. Es el lanchero, dijo Malka, él lo llevará hasta el bote, dijo a modo de despedida. Una puerta dentro del castillo se cerró, provocando un gran estruendo. El coleccionista que me contrató, relaté, mientras la miraba fijamente a los ojos, sin saber qué esperaba encontrar, está convencido de que las películas perdidas son como doncellas en peligro que piden ser rescatadas. Un par de abejas zumbaron junto a nosotros, pero no pareció prestarles atención. Dígale que cuando llegó era tarde, el dragón ya se las había comido. Era su forma de decir adiós. Nadie derramaría lágrimas, ni estrecharía manos que nunca desearía soltar. El lanchero se apretó la pata de palo para retirarla de la tierra húmeda donde se había hundido. Mientras avanzamos por un pasillo empedrado, su pata de palo no dejó de golpear rítmicamente las baldosas, en cuyas grietas emergía el musgo. Llamó mi atención que usaba las ropas al revés. Llegamos hasta el río, cuyo violento caudal arrastraba todo a su paso. Una gran cuerda atravesaba de un lado a otro de la orilla. Debía ser una suerte de ayuda, por si algún desafortunado era arrastrado por la corriente. Una sencilla lancha, de no más de tres metros de largo por medio de ancho, esperaba amarrada a un rústico muelle, que se mantenía a flote gracias a dos toneles de metal. Nos subimos. La lancha tenía agua estancada y un par de viejos remos estaban sobre unas argollas de metal. Sólo un milagro debió hacer que llegara completa y sólo otro más poderoso evitaría que naufragara de regreso: dos milagros era pedir demasiado. La corriente volvió a sacudirnos y me agarré de un extremo del bote. No vi ningún chaleco salvavidas en la embarcación. No se ponga nervioso, mi güero, esta lancha ya está bien calada, hasta sabe el camino sola, dijo, y por los remos no se apure, bromeó, mientras golpeaba su pata de palo contra el casco, traigo uno de repuesto. Soltó las amarras y fuimos río abajo. Para entonces, y a pesar de la fuerza de la corriente, el nivel del río se encontraba más disminuido que el día de mi llegada. Las marcas en los árboles, las rocas, las cavernas indicaban que en temporada de lluvias el nivel debía subir más de cuatro metros. No se vaya a caer, me recomendó, porque no hay forma de recogerlo, dijo el lanchero. El río es traicionero, aunque vea remansos no se confíe, por abajo hay remolinos que se han llevado hasta caballos. Todo este lugar está lleno de cavernas bajo el agua. Un buzo que vino a explorarlas se perdió y se le acabó el aire. Una expedición lo encontró y trataron de rescatar el cuerpo pero dos murieron en el intento. Lo pincharon con arpones, porque estaba todo hinchado y ya no cabía por donde entró, y pues mejor lo dejaron donde estaba. ¿Las cavernas se encuentran exclusivamente en esta zona, o hay otras más arriba, cerca de las pozas?, le pregunté. Muchas de esas montañas están huecas, me dijo, yo iba con mi hermano y cuando la corriente bajaba en la temporada de sequía, nos metíamos a explorarlas. Encontrábamos de todo: puntas de flecha, huesos de gente, nichos…, cosas que los antiguos dejaban para sus muertitos. ¿Viene muy seguido al castillo?, le pregunté. Una vez al mes si el río lo permite. Traigo los víveres y algunos encargos. Golpeamos con una roca bajo el agua y la lancha se sacudió. Una cámara fotográfica de película cayó de un saco y se abrió. En la madre, dijo el lanchero, me van a matar si se chinga. El rollo de película quedó esparcido en el suelo en espiral. Lo recogí y traté de meterlo nuevamente en la cámara, entre dos tubos. Me llegaron las imágenes como destellos. Los escarabajos y la brizna de planta arrastradas en una espiral desaparecieron tras las columnas que parecían sostener la montaña. «El arte sostiene el mundo», dije para mí. La lancha volvió a sacudirse y la cámara escapó de mis manos, hundiéndose en el río. Ahora sí ya sacamos boleto, dijo el lanchero, me van a colgar de los güevos, lamentó. ¿Hay una caverna detrás de la poza principal, la que tiene tallada las columnas?, pregunté. Sí, contestó, es la más grande de todas, pero nomás se puede ver en la temporada de sequía, el resto del año está bajo el agua. Lléveme, tengo un presentimiento. Yo también, güero, presiento que me van a partir la madre por su culpa si me ven traerlo de regreso. Le pagaré bien, contesté, lo suficiente para comprarse una lancha de verdad y que se olvide de esta piragua. Más respeto, güero, que le perteneció a mi…, se interrumpió a media frase, ¿cree que me alcance para una lancha con motor Mercury de 80 caballos fuera de borda?, preguntó con el rostro iluminado. Asentí. Entonces lo voy a llevar por un atajo, nomás agárrese. Nos desviamos por un estero. La velocidad de la corriente disminuyó hasta volverse apacible. En tres ocasiones la propela se enredó con el lirio y hubo que echar en reversa y levantar el motor para liberarla. El calor era más sofocante a medida que nos internábamos, por lo que me vi obligado a humedecer un trapo para empaparme el rostro. La altura de la maleza nos rebasaba, impidiendo ver a la distancia. Era como viajar a ciegas. Comencé a sentirme levemente mareado y me aferré a los extremos de la lancha para controlarme. Respiré profundamente y cerré los ojos. Sumergí la mano en el agua para refrescarme. Si fuera usted la subiría, hay mucho cocodrilo por aquí, dijo el lanchero azotando el remo contra el agua para asustarlos, no perdí la pierna nomás por olvidadizo, güero. Le hice caso. Durante todo el camino seguí pensando en las tres columnas talladas en la montaña y la frase de James «El arte sostiene el mundo». Tenía un presentimiento, el último que podía permitirme.

Avanzamos a través de una densa vegetación, abriéndonos paso con la ayuda de machetes. A pesar de tener una pierna de madera, el lanchero se movía con agilidad y era difícil seguirle el paso. No se quede atrás, mi güero, no nos vaya a salir un chaneque. Vengo preparado, le dije, mostrando una herramienta filosa que robé del castillo. El lanchero rió. Eso no le va a servir ni pa’l arranque, güero, me dijo, «chaneque» quiere decir «los que viven en lugares peligrosos», son espíritus traviesos que cuidan el bosque; pero no se confíe, les gusta asustar a la gente para hacerla perder su camino o robarle su tonalli. Un animal pequeño debió pasar cerca de nosotros, porque la maleza se agitó para luego volver a quedarse quieta. Ustedes no creen en esas cosas porque viven en la ciudad, el tonalli es un regalo que los dioses nos dan cuando nacemos. Gobierna todo: lo que uno piensa, hace y hasta cómo vamos a morir. Nos encontramos de frente con un altar, consistente en cuerpos de animales muertos y quemados, que colgaban de una vara, junto a un montículo de piedras volcánicas, equilibradas de manera sorprendente. Una pequeña extremidad, con forma de garra humana, no había logrado chamuscarse y era devorada por grandes hormigas negras. El lanchero lo miró en silencio y se santiguó; lo rodeamos a una distancia prudente, aunque esto significara perder tiempo. Quienes los han visto dicen que miden poco más de un metro, contó, son como enanos con cara de niño, con los pies al revés y el cuerpo deforme, con cola, y no tienen la oreja izquierda. Son bien canijos, advirtió, y como sus travesuras consisten en aventar piedras, robarse cosas o asustar a los animales de corral, pues a uno de niño le echan la culpa de ellas. A mi hermanito se lo llevó un chaneque negro, lo engañó para que se metiera a un hoyo a buscar el puerco que se nos escapó. Yo lo escuché pedir ayuda con su voz bien débil. Entonces vivíamos más cerca de la ciudad. Vinieron los de la tele con sus cámaras y toda la cosa, pero se fueron sin que nadie pudiera rescatarlo; dicen que se murió, pero estoy seguro de que el chaneque negro se lo llevó para convertirlo en su sirviente, recordó. ¿Y hay forma de librarse de ellos?, le pregunté. Amuletos, dijo, ponerse la ropa al revés y no andar a solas por el monte. ¿Está contando eso para asustarme?, le pregunté. No sea güey, si el que se está cagando de miedo soy yo, ¿no se quiere poner sus ropas al revés, nomás por si las moscas?, me preguntó. Llegamos por un costado de la montaña, para no ser vistos desde el castillo de James. Por ahí es, dijo el lanchero, señalando una caverna oculta bajo una cascada. La luz se filtraba por las grietas, iluminando un pequeño lago interior. Subimos por una ladera, cuya crecida vegetación casi nos cubría, por lo que tuvimos que cortarla a machetazos. Póngase buzo que por aquí está lleno de serpientes pezoneras, me advirtió, nomás pegan el brinco, dijo, señalando con dos dedos como colmillos sobre su tetilla derecha, y ya valió madre, finalizó. Nos detuvimos ante una grieta lo suficientemente ancha para que entráramos por ella. Ahí le sigue usted, güero, dijo entregándome una linterna de baterías, ya no soy escuincle pa’ andar jugando al explorador. Péguese siempre a la pared del lado derecho, porque si se pierde ya se chingó el avance, a lo mejor ni regresa. No sé de ningún güey que haya andado por todos los túneles, pero si quiere arriesgarse, es su pedo. Como decía mi compadre el licenciado: «A lo mejor allí está la verdad, nomás hay que rascarle tantito pa’encontrarla», dijo como quien relata una verdad sagrada, oculta por siglos. Si en una hora no regreso, busque ayuda, le dije, alargando un par de billetes que saqué de mi cartera. ¿Por qué mejor no me los deja todos, güero?, preguntó el lanchero, allá dentro no le van a servir. Le ignoré e inicié el camino.

Avancé aproximadamente quince minutos sin ninguna complicación. En las paredes descubrí dibujos de antiguos moradores y sus manos plasmadas en la piedra como firmas. La humedad calaba hasta los huesos. Toqué la pared y la sentí fresca. Por algunas grietas escurría el agua, lo que indicaba que detrás de ellas debía correr un manantial o un río. El aire olía a sulfuro y guano. Las vetas de algún mineral se extendían por las paredes, como las venas de un cuerpo. Pisé algo en el suelo que se quebró. Era una mano. Escuché aleteos en lo alto de la cueva y dirigí la luz de la linterna al techo. Quedé paralizado. Tuve que sostenerla con fuerza para no soltarla. Una serie de cuerpos momificados se hallaban pegados al techo. Murciélagos y otros animales anidaban en los huecos de sus rostros deformes, mientras que sus brazos se extendían buscando atrapar a los intrusos. El viento se filtraba entre los cuerpos, emitiendo un agudo silbido. Toqué los restos de la mano en el suelo y descubrí que estaba hecha de barro. Las momias resultaban intimidantes, fueran reales o no. Me topé con otra abertura al final del pasadizo y me agaché para poder entrar. Bajé por unos escalones tallados en la caverna. Restos de antorchas encendidas muchos años atrás colgaban en aros de hierro empotrados en la pared. Con la ayuda de mi encendedor logré que algunas ardieran. Apagué la linterna, ya que a medida que descendía, la luz se filtraba por las grietas y huecos en el techo, mejorando la visibilidad notablemente. Un claro se extendía en la cueva. Descendí lentamente, admirado por lo que tenía ante los ojos. Ordenadas en dos bloques, unas cincuenta butacas se desplegaban por el lugar. Debieron ser muy lujosas en su tiempo. El trabajo de diseño era delicado y artístico. Una inspección más detallada me reveló que estaban bañadas en oro. El terciopelo de los asientos olía a podrido. Me pareció oír animales en su interior. Había algo seguro, existía una entrada más grande en algún lugar. Detrás de las butacas se elevaba lo que debió ser la sala de proyección. Parcialmente oculta por el musgo, una imponente figura de Medusa tallada en piedra, con las serpientes de sus cabellos agrietadas o rotas, conservaba el rictus de haber sido capturada a mitad de un grito. De su boca debió salir la luz para proyectar las cintas. Una enorme pared, trabajada para que no presentara rugosidades y tan lisa como una pista de patinaje, sirvió de pantalla. A un costado, dos enormes cortinas de terciopelo rojo y sus faldones, desteñidos por el tiempo, se alzaban como las columnas de un templo antiguo. La casa destinada a ser un cine había sido algo más que un proyecto en la mente de un hombre. Las aguas de un río interior serpenteaban entre los dos bloques de butacas, creando una atmósfera relajante, como si se estuviera dentro de una pintura. Un poema de cinco metros de alto fue tallado en la pared del lado sur. El tiempo había quebrado gran parte del texto, pero aún podían leerse algunas líneas entrecortadas:

I have seen such beauty as… man has seldom seen;

therefore will I be grateful… die in… little room,

surrounded by… forests,

Tras un gran fragmento roto, que los murciélagos usaban como guarida, podía leerse:

You did your best, rest …

Y medio metro más abajo:

You, through… trees, shall hear them, long after… end

calling me beyond… river.

La última línea del poema estaba intacta:

my soul among strange silences yet sings.

Edward James

Las paredes de la sala fueron decoradas con enormes pinturas, en marcos finamente tallados. Debían ser parte de la colección de James que jamás se encontró. Una de las pinturas representaba una locomotora que brota de un espejo, ante un grupo de azorados espectadores vestidos de etiqueta. Otra más, del lado derecho, mostraba a un hombre con traje y corbata sentado frente a una mesa de madera. Su brazo izquierdo estaba flexionado hacia atrás, de tal forma que sólo la mitad de su mano era visible. Sobre la superficie, los dedos de su otra mano parecían tensos, como si estuvieran a punto de arañar la madera. Una luz cegadora de forma circular resplandecía en donde debería estar el rostro del hombre. Subí hasta la sala de proyección. La puerta de la cabina se desplomó al tratar de abrirla. El golpe fue seco y levantó una densa nube de polvo. Decenas de viejos carteles cubrían las paredes, algunos rotos, otros carcomidos y unos cuantos más cuidadosamente conservados. Reconocí uno de la primera versión de King Kong en buen estado. De ser original, podría valer casi medio millón de dólares. Un generador de electricidad se hallaba detrás del proyector. Desenrosqué un tapón. El olor a gasolina asentada en el fondo inundó la cabina. Intenté agitar el tanque pero pesaba demasiado. Jalé dos veces el cable para ponerlo en marcha. El motor tosió un par de veces como un anciano enfermo hasta que finalmente se ahogó. Una cinta se encontraba en el proyector, como si la función hubiera sido interrumpida súbitamente. Revisé el negativo contra la lámpara, era una cinta del Viejo Oeste. La lata de metal que la contenía carecía de etiqueta. Bajé de la sala y caminé junto a las butacas. Desplegué una cortina para descubrir los restos de lo que alguna vez fue una puerta. Estaba tan rota que pude pasar a través de ella. En el interior, acomodadas en anaqueles, había figuras arqueológicas, ídolos rotos, mujeres embarazadas con grandes senos a las que les faltaba la cabeza. Una lámpara con forma de cisne tenía escrita una suerte de reclamo de una mujer a su amante infiel, a quien llamaba despectivamente «sapo cruel». Una maleta roja, completamente oxidada, permanecía cerrada sobre una mesa. Liberé los broches y la abrí. Se encontraba vacía, aunque alguien había dibujado figuras y edificios en el forro de cartón. Revisé las paredes del cuarto en busca de alguna puerta oculta, sin encontrar nada. Regresé al salón principal. El río que dividía las secciones de las butacas no parecía muy profundo, pero preferí cruzar por un puente que había sido instalado para tal efecto. Una gran cortina de terciopelo negro cubría la parte oriental de la caverna. La abrí y encontré un anaquel con una lata para contener películas. Luego vi dos, más tarde tres. El número aumentó a medida que extendía la cortina. Fui hasta un extremo y hallé los cordones para deslizarla. Los jalé y se trabaron. Intenté con más fuerza y se rompieron, provocando que la cortina se desplomara al suelo. Una extraña sensación recorrió mi cuerpo, seguida de un ligero temblor en las manos. Toda la pared de la cueva estaba cubierta con películas guardadas en sus latas, cuidadosamente apiladas en forma vertical. Todas tenían los títulos pegados en un costado y una letra grande dibujada en la madera indicaba que estaban ordenadas alfabéticamente. La mayoría de los títulos no me decían nada, pero para Ackerman y sus amigos seguramente significarían algo. En la letra «G» encontré un grupo de latas unidas por un cordel que tenían escrito «Greed (1924)». Las conté, en total eran cuarenta y dos. Me encontraba ante la versión de nueve horas de uno de los diez filmes perdidos más famosos en la historia del cine. Sólo su director, Erich von Stroheim, y un par de periodistas asistieron a la única exhibición privada, antes de que un ejecutivo del estudio ordenara la destrucción de la versión completa para extraer la plata del nitrato de la cinta. Si bien las cintas estaban ordenadas alfabéticamente, los nombres se mezclaban en inglés y español. El corazón me latió atropelladamente al encontrar bajo el espacio de la letra «V» el filme La voluntad del muerto, la versión con actores de habla hispana que Skal y otros daban por perdida. El lugar había sido diseñado como una ultramoderna cineteca donde cualquiera podría elegir la cinta que deseara ver. Se necesitarían de varias cajas y personas para vaciar los anaqueles. Me dirigí a la letra «L», y mi vista fue recorriendo uno a uno los títulos. «Londres después de medianoche» no apareció por ningún lado. Ackerman debería esperar para una mejor ocasión y contratar a un nuevo detective. Comencé a buscar otra salida con más amplitud, por donde James y su gente debieron introducir todo el mobiliario para la sala de cine. La caverna parecía una ratonera con muchos pequeños agujeros para escapar, pero ninguno lo suficientemente grande para permitir el paso de un cine completo. Me detuve. Recordé que en el catálogo de la Second el filme que vendieron a James también tenía escrito «El hipnotista», título que tuvo originalmente y con el que se exhibió en varios países, incluido México. Llegué a la letra «H» y recorrí uno a uno los títulos hasta que mi vista se detuvo en algo que me resistí a creer. No era posible. Allí estaba. La cantidad de latas correspondía al número de rollos que los registros mencionaban. Abrí la primera con impaciencia. El negativo se encontraba enrollado en espiral, sin que se advirtieran rastros de hongos. La desenrollé contra la luz. Tras un par de cuadros negros aparecieron los créditos de la cinta. Seguí revisando los cuadros y la silueta de Lon Chaney con su sombrero de copa apareció uno a uno, como si se repitiera hasta el infinito. Las manos me temblaron y la tapa de la lata cayó al suelo. La levanté y la cerré. Oí un ruido y volteé pero no vi nada. Me dirigí al cuarto del lado derecho y traje la maleta de metal. Comencé a poner uno a uno los rollos en su interior, y aún quedó espacio para dos más. Aseguré los broches de la maleta. Miré nuevamente todos los estantes como si comprobara que no se trataba de un espejismo. Cargué la maleta y me alejé. Por primera vez en mucho tiempo sonreí. Había llegado en busca de un manuscrito y me encontraba con la biblioteca de Alejandría. El olor a gasolina era más penetrante. El agua se filtraba por el suelo, por lo que tuve que caminar con cuidado para no resbalar en el lodo. Me pareció oír un ruido a la distancia. Una vez que se es policía, se es policía para siempre; igual pasa con los detectives. No es como un gastado traje que uno decide quitarse un buen día y guardar en el clóset. Ni como un abogado o un plomero que deciden no volver a hacer lo que practicaron toda la vida. Un policía retirado es como un boxeador que pretende haber abandonado los cuadriláteros, pero se pone en guardia cuando oye una campana. La sangre, la pólvora y el miedo son olores que no se olvidan; así como el sonido de un revólver amartillarse a tus espaldas. Di media vuelta. Kandinsky me apuntaba con un arma a la cabeza y se encontraba lo suficientemente cerca para no fallar. A la distancia, una voz retumbó en las paredes, como el eco en una casa vacía. ¿Cómo acabará esto, señor Mc Kenzie, con una bala de plata o con una estaca en el corazón?, dijo el señor Martínez, acompañado por dos de sus guardaespaldas, uno de los cuales apretaba por el cuello al lanchero. Reconocí a uno: era el tipo que no parpadeaba. No contesté. Está usted en el lugar correcto por las razones equivocadas, señor Mc Kenzie, dijo, mientras centraba su atención en la caverna y en los anaqueles. Tuve algo de suerte, contesté, sólo por decir algo. Finalmente parece que encontró lo que buscaba, dijo, observando la maleta. No contesté. Miré la mano de Kandinsky. Le faltaba el dedo índice de la mano con la que no me apuntaba. La maleta comenzaba a pesarme, pero no quería dejarla en el suelo. Pensamos que estaba muerto, le dije a Kandinsky. Estuve más cerca de lo que cree, contestó. A diferencia de usted, interrumpió el señor Martínez, el señor Kandinsky entendió la primera advertencia y se convirtió en un eficiente colaborador que me permitió dar con usted. El señor Johnston habló, interrumpió Kandinsky, y en agradecimiento le hicimos un favor reuniéndolo con su finada esposa. Le perdimos la pista en Tampico, agregó, pero una llamada telefónica nos trajo hasta aquí. Rastrear la llamada de Malka desde mi celular no debió significar un gran problema, el resto fue preguntar y soltar billetes a los lugareños. Se oyó el motor de un helicóptero sobrevolar las montañas. Blink, como decidí llamar al jefe de los guardaespaldas que no parpadeaba, tomó un transmisor pero no logró entablar comunicación. Las montañas debían interferir con la señal. Estuvimos sin noticias suyas durante mucho tiempo, el suficiente para sospechar que quizás había encontrado el filme, dijo el señor Martínez. Su amigo, continuó, se negaba a darme su ubicación. Cortar el primer dedo sirvió para comprobar que no sabía nada; el resto fue llegar a un acuerdo beneficioso para ambos. Su departamento revuelto, la sangre, incluso el dedo fue un buen montaje, doloroso pero eficaz para desviar las sospechas, afirmó, los psicólogos del FBI deben estar en estos momentos muy ocupados, creando el perfil para un asesino maniático que no existe. Matar a uno de sus agentes en activo es como deshacerse de un periodista, continuó, causa más problemas que soluciones, pero nadie se preocupará por la muerte de un agente jubilado. Kandinsky se acercó, me abrió la camisa y arrancó la llave de Hoover, que colgaba de mi cuello. No sabe dónde está lo que abre, le advertí. Descuide, me contestó, tengo toda la vida para averiguarlo. Tarde o temprano alguno traicionará al otro, le dije. Me preocuparé cuando ese día llegue, anciano, contestó guardándose la llave en el bolsillo. Debo aceptar que hizo un buen trabajo encontrando este lugar, Mc Kenzie, admitió el señor Martínez, nunca pensé que pudiera existir. Un baúl de roca donde proteger los recuerdos del resto del mundo, continuó, James debió estar loco. Viniendo de usted es todo un cumplido, le contesté. Kandinsky apuntó el arma directamente a mis ojos. Uno de los guardaespaldas tiró al lanchero desde la saliente. Su cuerpo no hizo nada por evitar la caída. Se hundió por unos momentos, antes de salir a flote. La corriente del río lo arrastró hasta donde nos encontrábamos, dejando una estela de sangre en el agua. Tenía tres impactos de bala en la espalda. Nuestro mundo se divide en cuatro tipos de personas, señor Mc Kenzie: usted, que trata de encontrar algo; yo, su némesis; la gente a sueldo que sigue mis instrucciones, y los inconscientes que creen ayudarlo. El destino ha querido reunirnos aquí por última vez, dijo el millonario. Ackerman, Riley y Skal morirán esta noche, dijo, como un severo juez que emite una sentencia, los habitantes del castillo están muertos y usted lo estará pronto. Todo va a terminar, así que no le busque por ningún lado: no hay más cera que la que arde, dijo. Me encontraba ante un verdadero desquiciado, alguien que no iba por el mundo resolviendo misterios, sino ayudando a que permanecieran intactos a cualquier costo, y eso incluía el asesinato. Las escaleras se barren de arriba abajo, señor Mc Kenzie, es usted el último escalón, dijo, como quien coloca la última ficha de una partida de dominó. ¿No considera una cruel paradoja quedar enterrado con uno de los mayores acervos fílmicos que se hayan encontrado?, me dijo. Para quien quiere escapar siempre hay una salida, le contesté. La muerte, señor Mc Kenzie, es su única salida. Escuché un ruido a sus espaldas. Algunos pedruscos comenzaron a caer por la saliente. Temo que se convertirá en algo que siempre buscó, agregó el señor Martínez, un misterio sin resolver. Kandinsky apuntó nuevamente el arma a mis ojos. La bajó y disparó. La bala entró en mi brazo y perforó el hueso. El impacto hizo que la maleta saliera empujada hacia atrás. El segundo disparo rozó mi costado y caí al suelo. Me arrastré como un animal herido buscando la maleta. Kandinsky me siguió, como quien persigue un insecto que no termina de morir. La vida continúa, señor Mc Kenzie, es una lástima que no sea la suya, me dijo, amartillando su arma. Me seguí arrastrando hacia la maleta, que parecía quedar cada vez más lejos. Cada movimiento me causaba un profundo dolor, como si una pelea de tejones se desarrollara en mi interior. No sentía el brazo herido, era como si de repente hubiera dejado de pertenecerme, como si se negara a trabajar. Los tipos como usted no dejan de sorprenderme, Mc Kenzie, gritó el millonario desde la saliente, empiezan como caballeros medievales en busca del honor y la verdad y terminan como vagabundos, derrotados en un callejón. ¿Ha pensado qué hará con la verdad cuando la encuentre?, me preguntó, ¿la gritará para que todo el mundo la conozca, la enmarcará en su oficina para que sus clientes la miren?, ¿cree que a alguien le interesa lo que usted hace, lo que sufre en este momento y cómo terminará? Tomó una pistola y la apuntó desde donde se encontraba. ¿Qué otra cosa puede hacer un hombre honrado en un mundo deshonesto?, me gritó, como una suerte de justificación. El dolor ya no me importaba, tampoco el futuro, si es que existía, mi única misión en la vida era llegar hasta esa maldita maleta que parecía inalcanzable. Sentía la sangre resbalar por mi costado. Un disparo atravesó la mano de Kandinsky, mientras que otro, realizado de manera certera, le destrozó la rodilla. Cayó a mi lado gritando de dolor y agarrándose la pierna. Un guardaespaldas que vigilaba desde otra saliente desapareció como si fuera succionado por una aspiradora. A unos veinte metros de mí, Malka sostenía dos armas. Una apuntaba a Kandinsky y la otra al señor Martínez, quien no parecía muy preocupado por el rumbo que habían tomado las cosas. A su lado, Blink apuntaba a Malka. Una situación interesante, dijo el millonario. Le llamaría de muchas formas, contestó Malka, pero interesante no sería una de ellas. El simple hecho de que se encuentre aquí, apuntándome, creyendo que podrá salir bien librada de todo esto debe significar que estoy rodeado de ineptos, dijo el millonario. Un bramido retumbó de la caverna por donde había desaparecido el guardaespaldas. Súbitamente su cuerpo fue expulsado, como si una catapulta lo lanzara al vacío. Golpeó contra las rocas, hasta terminar su caída sobre unas butacas. Quedó doblado y exangüe, como un muñeco de trapo al que nadie volverá a levantar. Ninguno de los que estaban armados se distrajo. Kandinsky recuperó su arma y disparó sobre Malka, hiriéndola en el hombro. Blink aprovechó para dispararle pero falló, perforando un barril con gasolina. El combustible se derramó hasta llegar al río. Me arrastré con la maleta, usándola como escudo, cuando sentí la mano de Kandinsky sujetarme del tobillo. Lo golpeé despiadadamente con la maleta en el rostro, no una sino varias veces, como si para mí hubiera dejado de pertenecer al género humano, y sólo fuera un trozo de carne al que era necesario ablandar antes de cocinar. Busqué entre sus ropas y recuperé la llave. Escuché disparos, sin saber si iban dirigidos contra mí. Blink sacó algo de entre sus ropas que ocultó en su puño. Una enorme figura apareció a sus espaldas y lo elevó, con la facilidad de quien levanta una caja vacía. Pepito el Terrestre lo azotó contra la pared de la cueva, sin soltarlo, como dos tenazas que sujetan un bloque de hielo. Blink hizo un movimiento con su brazo, como si abriera una lata de cerveza. De sus manos se deslizó un objeto, que rebotó contra las salientes a medida que descendía. Nada cae más en silencio, ni con más lentitud, que una granada sin el seguro que detiene su viaje junto a un barril con gasolina. La explosión fue terrible. Fragmentos de piedra salieron disparados, y cuando volví a abrir los ojos se comenzaban a incendiar las cortinas. El fuego se extendió hasta las películas, que ardieron con la velocidad con que un tragafuegos inicia su acto. Pepito golpeó la cabeza de Blink contra la pared. Una, dos, tres veces, hasta que los brazos dejaron de oponer resistencia y el cuerpo perdió su rigidez para transformase en algo gelatinoso que se le escurría en los brazos. Lo lanzó al río como quien tira una envoltura de papel. El señor Martínez, sorprendido por el ataque, desenfundó una pistola. Lo vi ser alzado del cuello como un muñeco de trapo y patalear con desesperación. Disparó directamente al pecho de Pepito, quien se estremeció, pero no lo soltó. Como un monstruo que por primera vez decide hacer lo correcto, lo apretó contra sí con todas sus fuerzas y le gritó algo que no pude entender. Saltó con él y cayeron al río, entre las llamas de las películas. Ninguno salió a flote. Otra explosión sacudió la cueva. Una pared se derrumbó y un torrente de agua entró violentamente. Los rollos de película, arrastrados por el caudal del río, ardían sin que las llamas lograran consumirlos. La corriente debía llevarlos a una salida. Malka me gritó a la distancia, cuando otro barril con gasolina explotó. El fuego comenzó a quemar las butacas y se extendió a los cuadros colgados en las paredes. Los anaqueles ardían tras una cortina de fuego que me separaba de Malka. Detrás de mí, el agua inundaba la sala de cine. Era imposible regresar por donde entré. Me encontraba atrapado. La cueva era una ratonera a la que alguien decidió prender fuego. Tras un gran estruendo, una sección del techo de la cueva se vino abajo. Las palabras del anciano Terreros retumbaron en mi cabeza: «Algunas veces tendrá que cruzar una pared de fuego para llegar a lo que busca». Apreté la maleta contra mi pecho. Que arda, pues, me dije, y avancé hacia las llamas. El fuego comenzó a abrasarme. Sentí un gran dolor en mis ojos y no supe más.