El camino que alguna vez llevó a los visitantes al castillo de James estaba prácticamente oculto. Ni siquiera la basura, que los mexicanos acostumbran dejar como huella de su paso, aparecía por ningún lado. Con el machete corté la maleza que me impedía avanzar. El rumor de una cascada se oía, pero lo denso de la vegetación impedía ubicarla. Unos veinte metros más adelante llegué a un claro en medio del bosque. La humedad sofocaba, como si alguien succionara el poco aire que quedaba en el ambiente. Gruesas gotas de agua escurrían por las hojas de las plantas. Escuché a un ser de dimensiones humanas moverse en la maleza y huir. Me interné por entre un grupo de árboles y cuando creí que estaba a punto de darle alcance, el cielo se abrió ante mí. Por un reflejo logré sostenerme de una rama para no caer por la barranca. Asustados, una parvada de loros emprendieron el vuelo. A unos cuantos metros, una cascada descendía hasta el fondo de un valle. Las aguas color azul turquesa tenían tal claridad que se podían distinguir las piedras en el fondo de la poza. Miré el paisaje por varios minutos. El único modo de descender era por una serie de escalones tallados en la pared de la montaña. Vacié de la mochila los artículos menos necesarios, con el fin de eliminar peso. No había barandales, sogas, ni arneses en los cuales apoyarse, por lo que un mal paso significaba caer al vacío. Bajé poco a poco, asiéndome de las rocas, plantas, raíces y cualquier objeto que me pudiera ayudar a mantener el equilibrio. Las rodillas me punzaban y a cada paso, sentía como si estuvieran a punto de dislocarse de mis piernas. Un par de escalones se resquebrajaron bajo mi peso. Apenas logré agarrarme a la raíz de un árbol para no caer; sin embargo, el machete y la mochila no corrieron con la misma suerte. Descansé unos minutos para recuperar el aliento. Miré hacia arriba y descubrí que la escalinata resultó seriamente dañada, al grado que sería imposible usarla para regresar. Lentamente, paso a paso, logré llegar al fondo del valle. Intenté buscar mi mochila y el machete pero fue inútil. Súbitamente, dejé de escuchar los ruidos de los animales que me acompañaron durante todo el descenso. El silencio me tomó por sorpresa y extrañé el machete. El sudor resbalaba por mi frente hasta los ojos, irritándolos. Los froté. No podía creer lo que estaba frente a mí, por lo que tuve que frotarlos nuevamente. Una serie de picos verdosos, pertenecientes a la columna de un estegosaurio emergían entre la jungla. El viento sacudió la maleza. Al no percibir ningún movimiento, decidí acercarme cautelosamente. Tomé una piedra del suelo y la lancé contra el animal. El golpe seco contra el concreto quebró la piedra. La escultura fue construida de tal forma que el cuerpo del animal prehistórico parecía acechar entre la vegetación. El musgo, adherido al concreto, terminó por imitar la piel del réptil. El resto del cuerpo del estegosaurio no existía, bastaba con su columna para crear la ilusión. Siguiendo el sendero, era preciso cruzar por un camino a través de una puerta, resguardada por dos estructuras que simbolizaban un par de navajas. Grabada en la roca, casi oculta por el musgo, podía leerse una frase: ST. PETER AND ST. PAUL GATE. Unos diez metros más adelante, al costado del sendero, siete serpientes de concreto se alzaban en posición de ataque. Sus ojos tenían incrustadas piedras de obsidiana. Limpié el musgo de la quinta serpiente y descubrí los restos de una inscripción, en cuyos bordes apenas podía descifrarse la palabra «Superbia». El resto de las serpientes debían representar los seis pecados capitales restantes. Cientos de pequeñas hojas escalaban por una de las serpientes, cubriéndola de un color verde intenso, para luego desaparecer en el hueco de sus fauces. Debajo de las hojas, aparecieron las hormigas cortadoras que cargaban con ligereza los trozos. Subí por un camino empedrado, del que estuve a punto de resbalar a causa del musgo y la humedad. Detrás de unos arbustos, cincuenta metros más adelante, dos manos de cemento del tamaño de un ser humano brotaban de la tierra con las palmas extendidas. Las uñas, los pliegues y las líneas de cada una eran tan visibles que se les podría leer la fortuna. Largos y delgados tubos de concreto con la forma de bambúes se elevaban como si fueran lianas que se perdían entre los árboles. Un gran ojo, construido sobre una ladera, vigilaba a los caminantes. Tuve que apoyarme en las paredes para no resbalar. Llegué hasta una plaza, donde una enorme flor de lis se sostenía sobre una serie de piernas humanas de concreto. A pesar de estar agrietadas por el paso del tiempo, las hojas y pétalos mantenían los colores con los que fueron pintados originalmente. Un poco más adelante encontré un letrero de madera carcomida y húmeda, en la que alguien había grabado con cuchillo: THE HOUSE WITH THREE STORIES THAT MIGHT BE FIVE. La construcción era una casa de cinco desniveles sin paredes, de tal forma que la vegetación se enredaba como si fuera un huésped que hubiera decidido quedarse más de lo debido. Otra cascada, de unos ochenta pies de altura, descargaba sus aguas para llenar lentamente las pozas. En el centro, la poza principal tenía la forma de un ojo, en cuyo iris peces de todos tamaños nadaban libremente. Otras pozas, de diversos tamaños y formas extrañas, se llenaban por la corriente de un río que brotaba entre las piedras. Una familia de ciervos con sus crías bebían despreocupados. La dirección del viento debió cambiar, porque levantaron sus hocicos, olisqueando el aire; al descubrir mi presencia, huyeron temerosos, como si el mal hubiera llegado a su paraíso. El túnel entre las montañas, lo inaccesible del valle y los cerros que lo rodeaban y protegían del mundo exterior me recordaron El mundo perdido, de Conan Doyle. Todo el lugar era un sofisticado y caprichoso jardín de cemento, donde la mano del hombre edificaba plantas, flores y esculturas sin ninguna utilidad aparente, para ser absorbidas por la naturaleza. Su constructor debió sentir predilección por los arcos, las flores y las casas abiertas. El abandono permitió que el musgo invadiera cada una de las construcciones y esculturas. Una silueta se movió entre la maleza y se detuvo al descubrir mi presencia. Era un gigante que cargaba un melón. Su rostro anguloso recordaba la horma de un zapato. La nariz era un trozo de piedra cuyos rasgos nadie, ni siquiera los años, habían tenido tiempo de suavizar. Sus párpados entrecerrados apenas permitían adivinar unos ojos pequeños y furtivos, mientras que unos labios delgados y finos destacaban sobre el mentón rectangular. El cabello canoso le daba la apariencia de un viejo y solitario yeti. Su camisa estaba tan gastada que era posible ver a través de la tela. No fue difícil reconocerlo. Usted es Pepito el Terrestre, dije, esperando su reacción. Guardó silencio, como si tratara de recordar un nombre que hacía tiempo no escuchaba. Me confunde, dijo al cabo de casi un minuto. Mide dos metros con treinta, contesté, recordando la biografía de su estatua, su quijada alargada, la cicatriz en la mano en forma de Z que le dejó un ataque con tenazas para hielo, la forma en S de su cuerpo, como una serpiente erguida y su omoplato desviado del lado izquierdo. ¿Es policía?, preguntó con dureza. Descuide, no vengo por usted, contesté para tranquilizarlo. Me gustaría que lo intentara, retó, mientras partía el melón en dos con las manos. Le dio una gran mordida. El jugo de la fruta resbaló por su mentón y le manchó la camisa. Tiró las mitades al suelo y se alejó. Decidí seguirlo. Detuvo su paso frente a un castillo, que parecía estar construido entre los árboles. Le perdí de vista cuando pasó junto a un árbol de plátano. Una serie de moldes de cemento con la forma de pies descalzos, del doble del tamaño normal, indicaban el camino. El castillo era una construcción de tres pisos, con una mezcla de estilos arquitectónicos mexicano, inglés y mudéjar, armado con vistosa herrería en negro y ventanas hexagonales, como las celdas de un panal. Un antiguo portón de madera servía de entrada. Tallado en su superficie, un ángel con vestiduras azules, rojas y doradas alzaba una espada en llamas. Bajo sus pies agonizaba un demonio negro alado, mientras una batalla se libraba en el cielo entre ángeles y demonios. Empujé con fuerza. El rechinido de la madera contra el piso debió alertar a todos en el lugar, pero nadie salió a mi encuentro. El interior se encontraba impecable, como si lo hubieran limpiado un par de horas antes. Macetas con plantas colgaban en las paredes, junto a muebles y pequeñas mesas de madera. Un loro revoloteó y se detuvo en una argolla de la pared. Tenía en su cuello un pequeño collar de cuentas. Se rascó el ala y salió por una ventana. Caminé por los pasillos hasta llegar a una sala, donde una mujer leía un libro. Nuestras miradas se cruzaron. Continuó con su lectura, como si yo fuera una aparición que pronto tendría que desvanecerse. Cuando se convenció de que no me iría, dejó el libro sobre la mesa y sonrió. Miré el título: Dashiell Hammett: Interrogatorios. Se puso de pie y lentamente se acercó hasta donde me encontraba. Debía tener alrededor de treinta años. Los ojos eran color aceituna y su piel blanca con pequeñas pecas. Su nariz era fina y recta y sus labios pequeños y suaves. La forma de su rostro terminaba en una barbilla ligeramente puntiaguda. El cabello estaba suelto y sin peinar, vestía una camisa de manga corta holgada, que apenas permitía adivinar unos senos bien formados, y unos pantalones de estilo pescador deliberadamente flojos y rabones, que sin embargo delineaban su cuerpo delgado y atractivo. Era una joven que se tomaba el trabajo de ocultar su belleza. Si acaso es usted un fantasma…, comenzó. Mi nombre es Mc Kenzie, le interrumpí, busco a Edward James. El mío es Malka, contestó, y sir James no está aquí, advirtió. ¿Dónde puedo encontrarlo?, pregunté. Descansando en su casa de West Dean, en Inglaterra, contestó, vaya por el arboretum de St. Roche y encontrará su tumba, y agregó, llega usted con más de veinte años de retraso. ¿Y su familia?, pregunté. Nunca tuvo hijos, contestó la chica, al morir donó todas sus posesiones al colegio de West Dean, excepto las pozas y el castillo, dijo señalando el paraje. Él construyó este jardín en medio de la nada para que significara algo y después de treinta años, sin ninguna explicación, un buen día decidió abandonarlo a su suerte, para que el tiempo se encargara de desaparecerlo. Tosí. Tenía las ropas sudorosas y mis botas estaban tan mojadas que se podría nadar en ellas. No sé cómo logró llegar hasta aquí, comentó. No fue fácil, respondí. Pero lo que sea que le haya traído a este lugar, continuó, fue en vano, señor Mc Kenzie. No son buenos tiempos para andar por esta zona, el mal anda suelto, dijo. Por primera vez en muchos años, se han oído disparos de ametralladoras y helicópteros que sobrevuelan más allá del valle, del lugar de donde usted vino. El ejército debe estar combatiendo en los alrededores, comenté. ¿Podría hablar con Pepito el Terrestre?, pregunté. ¿Quién?, contestó, intrigada. El gigante que vive aquí, insistí. Su nombre es Lotario, contestó, llegó aquí sin un centavo, hambriento y enfermo de tuberculosis, cuando se comenzaron a construir las pozas; James lo cuidó hasta que se recuperó. Siempre comentó que no hubiera podido edificar algo de esta magnitud sin la ayuda de su «gigante bienhechor», como le llamaba. Cuando a James se le acabó el dinero, continuó, nadie se quiso quedar para ayudarlo con su sueño más que Lotario y José, el carpintero. Vive en la pequeña cabaña que James se mandó hacer junto a las pozas, dijo, baja al pueblo una vez al mes a traernos víveres y nos pone al tanto de lo que pasa en los alrededores. No habla mucho, agregó, en quince años he conversado con él en muy contadas ocasiones. Alzó los hombros. Veré que le preparen algo de comer, debe estar hambriento, dijo, mientras tanto puede conocer el castillo, dijo al alejarse en dirección a la cocina. Gracias, respondí. Se detuvo, dio media vuelta y me miró, esta vez sin sonreír. Mañana deberá irse, no aceptamos huéspedes, visitantes ni viajeros perdidos, finalizó. Empujó una puerta y desapareció tras ella. El castillo de James tenía alrededor de trece alcobas con ventanales estilo gótico y vista a las montañas. Al abrir cada puerta sólo era posible ver el ventanal, a fin de guardar la misma privacidad de las moradas árabes. Los pasillos largos estaban bien iluminados y el agua de las cascadas salpicaba los cristales de las ventanas. Desde el segundo piso observé a Malka hablar con una mujer indígena de baja estatura en los jardines y me descubrió. Dijo algo al oído de la mujer y me pidieron que bajara. Nos sentamos en un comedor rústico, con ollas, cazos y vitrinas, sobre la cual dos ballenas fabricadas en plata colgaban del techo. A través de la ventana, podían observarse las esculturas extenderse por todo el valle, hasta donde la vista alcanzaba. Me dieron unas enchiladas rellenas de huevo verde, acompañadas de un gran trozo de cecina, guacamole, frijoles refritos, unos nachos que llamaban totopos y salsa de chorizo. La mujer indígena de baja estatura, que resultó ser la cocinera, desdobló una hoja de plátano y nos sirvió un queso tan fresco y suave que podía beberse. Su rostro parecía estar descuadrado y ostentaba una cicatriz por herida de machete. Puso una cazuela de barro en la mesa, en cuyo interior se encontraba otra hoja de plátano de mayor tamaño amarrada con cordeles. Nos sonrió tímidamente y se retiró. Malka cortó los cordeles con un cuchillo y abrió con cuidado las hojas para liberar el vapor. Era como un gran tamal relleno de puerco, pero de consistencia más suave. Me sirvió una porción y le colocó a un costado chiles y zanahorias en vinagre. Llenó un jarro de barro con café, que vació de una olla. Lo probé y me gustó. Tenía un sabor dulzón y acanelado. Lo terminé de tres sorbos. Malka rellenó mi bebida. Uno siempre recuerda su primer café de olla, señor Mc Kenzie, dijo, algunas veces por la compañía, otras por el lugar o el estado de ánimo, pero es de las cosas que no se olvidan, finalizó, tomando el jarro con ambas manos y dándole un pequeño sorbo al café. Entornó de manera casi imperceptible sus ojos claros, como si tratara de leer mis pensamientos. El loro del collar revoloteó y se posó sobre una de las ballenas de plata. Malka me sonrió de manera extraña, sin que sus labios terminaran de extenderse completamente, como si supiera que algo estaba mal, o que pronto lo estaría.
La mujer indígena me condujo a una habitación para que descansara. Me instalaron en el cuarto de don Eduardo, situado en el segundo piso, con vista a las montañas, un baño, un ventilador de techo y una cama matrimonial. La puerta era blanca, delgada y alta, con dos cristales tallados con la forma de una espiral, para que la luz traspasara. Los muebles eran de madera, había tres mesas, una pequeña biblioteca, una chimenea, junto a la cual unos pequeños escalones subían sin llegar a ninguna parte. Un tablero de ajedrez tenía una partida iniciada, en la cual las piezas negras lograrían dar jaque en tres movimientos. El piso tenía losas con forma de rombos blancos y negros y uno de los muebles de madera tenía tallado en su parte más alta la silueta de una gran hoja de árbol. Arcos de hierro forjado decoraban las paredes y el techo. El baño era pequeño, pero bien distribuido, con un lavabo de porcelana, una rejilla para poner los artículos de aseo y un espejo con apenas el tamaño justo para ver el rostro. Abrí la llave y me empapé la cara. Alargué el brazo para tomar la toalla, pero fue imposible separarla del tubo. Me sequé con el dorso de la mano y descubrí que la toalla estaba fabricada de concreto. El castillo debía parecer un lugar simpático, si estaba uno de humor. Dormí profundamente un par de horas. Cuando desperté estaba a punto de atardecer. Divisé un cobertizo a lo lejos, fuera del castillo, y fui a investigar.
Bajo el tejado se encontraban dispersas en el suelo grandes tallas de madera, que debieron servir como moldes para las esculturas. Una silueta pasó junto a la ventana. La seguí por varios minutos. Era Pepito el Terrestre, quien con la ayuda de un machete se movía entre la maleza. Se detuvo al pie de una columna con la forma de una flor y sacó de su bolsa un machete, dos botes de pintura y una brocha. Yo también tengo un machete como el suyo, le dije, a fin de iniciar una conversación. No es un machete, corrigió, se llama guaparra. Tomó una brocha, con la que comenzó a pintar un descolorido pétalo. Un animal pequeño, parecido a un mapache, se acercó tímidamente, tomó un par de ramas y se escabulló entre los matorrales. Conocí a un amigo suyo en Tampico que dijo ser su representante, le comenté. Se mantuvo en silencio. Este lugar…, agregué, mirando el paisaje. He vivido aquí casi treinta años, no necesito que un fuereño me diga cómo es este lugar, me interrumpió, y acto seguido limpió con un trapo la pintura en las tapas metálicas. No es usted a quien busco, le advertí, mientras le veía guardar todas sus cosas en una bolsa de cuero, pero debo preguntarle una cosa: ¿supo si alguna vez le llegaron a James películas, carretes, rollos o latas con cintas? Me ignoró por completo. El mismo animal regresó y se llevó entre las fauces una bolsa de papel manchada con pintura. Dicen que usted lo ayudó a construir este lugar, comenté. Se mantuvo en silencio. ¿Cómo está?, preguntó finalmente. ¿Quién?, reviré. Ese representante del que me habló, dijo. Como todos nosotros, contesté, intentando sobrevivir. Asintió. El animal volvió y se llevó una botella de plástico. Pepito se dio cuenta de que miré al animal. Es un animal coleccionista, dijo, se lleva todo lo que puede a su paso y lo guarda. Lo junta cerca de su madriguera para que nadie se acerque sin que lo note, así el ruido le avisa cuando hay que escapar. Es imposible perseguirlo entre todo el basurero que deja. Arrancó un pedazo de pan que guardaba en su bolsa y lo lanzó al lugar donde desapareció el animal, pero éste nunca regresó. ¿Trae cigarros?, me preguntó distraídamente. No fumo, contesté. Sonrió como si recordara algo. Mi madre siempre me regañaba cuando me veía fumar, no vas a crecer si sigues así, me decía, y vea cómo terminé. La voz se le cortó al final, se puso de pie y comenzó a recoger sus cosas. Su amigo me contó lo de la muerte de su madre, dije, siento mucho que las cosas hayan acabado de esa manera. Me miró con los ojos inyectados de furia. ¿De qué manera?, contestó. No sé de qué me habla, dijo, alzando la voz y clavando la guaparra en la tierra. No dije una sola palabra.
Luego de un tiempo prudente, el gigante suspiró y volvió a retomar sus actividades. Entonces le pregunté: ¿James tenía alguna clase de bodega? Por primera vez tardó en contestar, como si estuviera pensando qué decir. Siento no poder ayudarlo, dijo, llevamos caminos diferentes, agregó, será mejor que vuelva por esa vereda al castillo, no se vaya a perder. Este lugar es un laberinto, afirmé, mirando a mi alrededor. Se equivoca, contestó con firmeza, las pozas no son un laberinto sino un mapa, pero hay que saber leerlo, advirtió, lo sé porque ayudé a construirlo. Tosió un par de veces y desapareció entre la vegetación, empujando la maleza a su paso, como un animal herido que regresa a un lugar remoto del que nunca debió salir.
Llegué hasta la plaza don Eduardo, donde se encontraba la poza principal. Talladas en la roca, tres columnas parecían sostener por sí solas todo el peso de la montaña. A unos metros, entre los árboles, se alzaba una columna. Dos escaleras sin barandales se enroscaban como serpientes a su alrededor, creando la ilusión de proyectarse hasta el infinito. Cada peldaño tenía la forma de las teclas de un piano. Subí un par. James la llamó «la escalera al cielo», dijo una voz a mis espaldas. Era Malka, que cargaba una mochila de excursionista. Por un lado suben los pobres y por el otro los ricos, pero no importa el camino que tomen, ambos llegarán al mismo lugar, dijo. Son treinta y tres escalones, afirmó, uno por cada año de la vida de Cristo. Dejó su mochila en el piso, para después abrirla y sacar una cantimplora que llenó con el agua de las pozas. James creía que aquella persona que se arriesgara a llegar al último escalón tendría una revelación mística o una respuesta a sus problemas, que lo convertiría en alguien diferente. No parecen muy seguros, comenté luego de examinar los escalones, ¿y usted ya subió? Estoy contenta con quien soy ahora, respondió, ¿para qué subir? Dio un largo trago a su cantimplora. El agua resbaló por su camisa verde, impregnando su pecho. Será mejor que regresemos antes que nos agarre la noche. La ruta era complicada porque la vegetación prácticamente había invadido el camino empedrado y resultaba fácil perder el rumbo. A medida que nos encontrábamos con las construcciones, Malka las nombraba, algunas veces explicando una breve historia o el significado que James buscaba transmitir: la casa de los loros, el puente de fleur de lis, la flor de bromelia, la terraza del tigre, el palacio de bambú o el templo de los patos. En un momento en que se agachó, noté que llevaba una pistola entre el pantalón. Sus movimientos eran precisos y seguros, casi militares. Un par de veces se detuvo de improviso, escuchando los sonidos a la distancia. No lo dijo, pero cambió de ruta en tres ocasiones. ¿Sabe cómo usarla?, pregunté. Ella sacó el arma de detrás de su espalda y la manipuló con agilidad: Estuve en prácticas con el ejército israelí durante la guerra del Golfo, dijo a modo de respuesta. Si se perdiera en este valle, Mc Kenzie, créame que le convendría estar a mi lado, contestó. Media hora después, justo antes que el sol se ocultara tras las montañas, llegamos al castillo. En cuanto entramos, Malka cerró la puerta y miró por una ventana, como para asegurarse de que nadie nos hubiera seguido. Lo veré en la cena, dijo antes de subir por una escalera.
Decidí recorrer todo el castillo nuevamente. Golpeé los muros intentando descubrir alguna pared falsa o hueca, levanté los tapetes buscando entradas secretas a algún sótano, volteé todos los cuadros en espera de encontrar alguna caja fuerte y revisé cada libro en busca de anotaciones o documentos, sin éxito. Escuché a Malka llamarme desde el salón comedor. Cuando me sentaba a la mesa me preguntó: Llegó por la escalera de la colina, ¿verdad? Sí, pero ya no es posible regresar por ese camino, comenté. La cocinera llevó un gran platón con tortillas bañadas en chile rojo, rellenas de queso en su interior, acompañadas de frijoles refritos y rodajas de aguacate. Enchiladas potosinas, las llamó. Levantó una jarra de barro y vació un agua de color amarillo en mi vaso. Tenía un sabor dulce pero pastoso y provenía de un fruto negruzco, que me supo delicioso. Que busquen a Ramiro, dijo Malka a la cocinera, tiene que estar mañana al mediodía aquí con su lancha para llevar al señor Mc Kenzie al pueblo. Sacó de una canasta un trozo cuadrado de color verde oscuro, semejante a una barra de jabón. Es uno de los mejores quesos de tuna de la región, recomendó, cortando un pedazo y colocándolo en mi plato, aunque yo las prefiero al natural, dijo, mostrando un fruto redondo de color rojo. Lo peló y le dio una generosa mordida. No imagino a una soldado del ejército israelí comiendo una tuna en un lugar como éste. La vida da demasiadas vueltas, señor Mc Kenzie, las suficientes para tenerlo aquí entre nosotros, ¿no lo cree? Antes de llegar aquí me gustaban las cosas que no sabían a nada: las ostias, las palomitas, recordó, debió ser porque me encontraba en una etapa de mi vida en la que no me importaba extrañar nada, ni siquiera un sabor. Una abeja se posó en el queso de tuna. Malka se levantó de la silla como si hubiera recibido una descarga eléctrica y manoteó desesperadamente, como quien despierta y trata de alejar una pesadilla. Se separó de la mesa, hasta un rincón del cuarto. Le dije que era el primer soldado que veía huir de una abeja. Cuando la abeja saltó al mantel tomé un vaso de cristal y lo coloqué sobre ella, atrapándola. Revoloteó un poco en su interior, chocando con los bordes, hasta que supo que estaba atrapada en una prisión transparente y se resignó. Malka regresó y llamó a la cocinera, quien se llevó el vaso con la abeja. ¿Es alérgica a su picadura?, le pregunté. No lo sé, simplemente no puedo acercarme a ellas. Antes de volver a sentarse miró la sala en busca de más y entonces fue a cerrar la ventana. ¿A James le gustaba el cine?, le pregunté. Es posible, contestó, sentía interés por las artes. Su familia no sólo fue rica sino extravagante: un tío que afirmaba ser el inventor de la fotografía a color, sus hermanas resentidas, a quienes el nacimiento de James les limitó sus privilegios y dotes y que se convirtieron en cuatro arpías que lo atormentaron toda su niñez, convenciéndolo de que era un débil mental que terminaría sus días en un manicomio; como juego lo encerraban en el sótano durante las frecuentes ausencias de sus padres. Su madre debió ser la peor de todas, porque cuando un sirviente le preguntó con cuál de sus hijos saldría a pasear, simplemente respondió: prepare al que haga juego con mi vestido azul. Sume a todo eso los rumores de que era un hijo bastardo del rey de Inglaterra y hasta usted comenzaría a perder la razón, dijo Malka. Tal vez pensó que si su destino era terminar en un manicomio, lo mejor sería construirlo y eligió este lugar, opiné. James era un excéntrico, pero no creo que estuviera loco, afirmó. Un excéntrico no es más que un loco con suficiente dinero para ser tomado en cuenta, contesté, y a James le sobraba. No siempre fue así, contó, para 1933 la familia había perdido West Dean y cuando estaba construyendo las pozas se descubrió sin un centavo, pero sorprendentemente volvió a tener dinero de la noche a la mañana. Las cartas que el correo entregó con posterioridad a su muerte contenían instrucciones erráticas: desde estructuras imposibles de sostenerse, hasta el bosquejo de un mapa indescifrable. ¿Podría consultar ese mapa?, pregunté con interés. Se destruyó durante un incendio que consumió parte de su museo personal, que contenía sus cartas, poemas, dibujos y diarios, contestó. Cortó otro pedazo de tuna fresca y se lo llevó a la boca. ¿James dejó alguna clase de testamento, notas, planos? Malka negó. Nadie ha hecho planos de todas las pozas ni de las esculturas, únicamente los bocetos que James mandaba dibujados en postales para que los carpinteros las construyeran. Edward James compró una película a finales de los años sesenta, dije, desviando la conversación, la cinta llegó a Tampico y fue transportada por un amigo suyo de aquella época hasta este lugar, ¿sabe algo al respecto?, pregunté. Ni siquiera había nacido entonces, contestó. Malka evadía las preguntas principales y las envolvía con historias sobre James y su obra. Bien podía desconocer lo que le preguntaba, o simplemente no querer dar ninguna pista. ¿En verdad es tan importante para usted encontrar esa cinta?, me preguntó. Fui contratado por un anciano que quiere verla por última vez, para él significa mucho encontrarla, es un coleccionista. Yo trataría de no relacionarme con ese tipo de personas, Mc Kenzie, me dijo; los coleccionistas son gente extraña, insistió, no concibo malgastar toda la vida acumulando objetos y ser lo suficientemente egoísta para no separarse de ellos, dijo, mientras jalaba un hilo del mantel y lo cortaba. James también coleccionó toda clase de objetos, relató, regalos de artistas, libros raros y cualquier edición de El Quijote que se hubiera publicado; se rumora que poseía tres ejemplares de las primeras ediciones y un manuscrito original de Cervantes. Todo eso se perdió, o se subastó en 1986 en el patio de su casa en West Dean. Se limpió los dedos con una servilleta de tela y contuvo un bostezo. Decidí contarle brevemente acerca de mi búsqueda, omitiendo los detalles más importantes, pero haciendo énfasis en la importancia de la cinta. Suena como una historia con demasiados cabos sueltos, comentó. Es como armar un rifle en el ejército, intervine, sólo es preciso juntar las piezas. Como soldado se lo puedo asegurar, señor Mc Kenzie, una vez que se memorizan las piezas armar un rifle es un acto mecánico y sólo un defecto de fabricación puede ponerlo en problemas. Lo que le trajo a este valle ocurrió hace demasiado tiempo, agregó, y según parece todos los involucrados están muertos. No llegué hasta aquí para darme por vencido, le hice ver. Es una pena que su búsqueda termine aquí, finalizó, como quien desea acabar con una conversación incómoda. Llamó mi atención una antigua fotografía recargada sobre una mesa, que mostraba a una bella mujer desnuda con una enorme serpiente enroscada en el cuello. Es Tilly Losch, la famosa bailarina, dijo Malka como si contestara una pregunta que nunca formulé. Fue la única esposa que tuvo James, dijo. La amó con suficiente locura como para traer la duela del departamento que compartieron en Nueva York y ordenar a un carpintero grabar las huellas que ella dejó en el piso. La relación de ellos fue patológica, Tilly disfrutaba engañándolo con cuanto hombre cruzara en su camino, y cuando James finalmente la acusó de adulterio, ella aseguró a todos que se había casado con un homosexual. Sus hermanas en Inglaterra debieron disfrutar el deplorable espectáculo durante sus reuniones a la hora del té. Nunca tuvieron hijos. Una noche, durante una discusión, Tilly, completamente ebria, le confesó cómo abortó al hijo de ambos, sólo por conservar la figura. Me levanté de la mesa y tomé la fotografía. Una corriente de aire trajo un olor a tierra mojada por la ventana rota. Algunas veces la vida es una cínica paradoja, Mc Kenzie, dijo Malka, la serpiente que ve le rompió el cuello y la dejó paralítica. James la rescató de un barrio de mala muerte en Europa y la trajo a Xilitla para que pasara sus últimos días. Nunca se dirigieron la palabra. Pasaba las tardes en su silla de ruedas mirando el piso con sus huellas grabadas. La luz de un relámpago iluminó por segundos la silueta de la montaña. Malka tomó una linterna y me entregó otra. Si se le ocurriera salir de noche del castillo, algo que no le recomiendo, mantenga la luz encendida junto a su cuello, aconsejó, los murciélagos en este lugar son más grandes de lo que pueda imaginar, algunos podrían derribarlo. Tomó su linterna. A medida que se alejó por el pasillo, la oscuridad fue envolviendo su cuerpo, hasta crear la ilusión de que la luz flotaba por sí sola.
Encaminé mis pasos al salón principal, con la intención de pensar un poco antes de dormir. Con la ayuda de un largo portavelas de metal, encendí uno a uno los cirios de un candelabro de hierro forjado que colgaba del techo. Sentí un leve mareo y cerré nuevamente los ojos. Me dejé caer en un sofá rojo con la forma de los labios de Mae West. Un escalofrío recorrió mi cuello. Sentí una presencia acercarse y el roce de una barba crecida junto a mi oído. Súbitamente, la habitación se llenó de una luz blanca. Un punto rojo surgió en la pared y fue creciendo poco a poco hasta tomar la forma del sol naciente de la bandera del Japón. Oí algo rascar la pared y abrir un agujero en el centro del disco color rojo. Era un papagayo de plumaje multicolor y larga cola. El ave levantó el vuelo y se posó en el hombro de la joven Tilly Losch, quien se bañaba en una tina de cerámica blanca, sostenida por cuatro patas doradas con forma de garra de arpía. La mujer salió completamente desnuda y danzó muy despacio sobre el piso de madera. Las huellas de sus pies húmedos quedaron marcadas en el suelo. Entonces subió por una escalera de caracol con la lentitud y teatralidad de una vampiresa del cine mudo. La huella de su pie, compuesta de agua, se mantuvo temblando en cada peldaño. Volteó el rostro y sonrió. Dentro de su boca podían apreciarse tenedores y cuchillos de plata que se movían y chocaban entre sí, a medida que articulaba las palabras. «Uno puede sentir nostalgia por lugares que jamás ha visto, señor Mc Kenzie, y hasta perder la vida por personas que no llegó a conocer bien, ¿no lo cree?», dijo antes de desvanecerse a través del techo. Pensé en seguirla, pero los labios de Mae West me mantenían pegado al sofá, en un beso eterno. El papagayo no la siguió, sino que se mantuvo aleteando en el aire, hasta posarse sobre un antiguo teléfono negro, con una langosta posada sobre el auricular. Los números en el disco iban en orden descendente, y en los agujeros para meter los dedos y marcar aparecían rostros de personas. El timbre sonó pero no pareció asustar al animal, que levantó el auricular con una garra y se inclinó a escuchar. Tras unos segundos, extendió la bocina con forma de langosta hacia mi oído: «Es para usted —dijo. En el otro extremo de la línea, una voz repetía como un mantra—: El arte sostiene el mundo». Desperté y miré a mi alrededor. El piso había vuelto a ser de ladrillos blancos y negros, la bañera, el teléfono o la escalera de caracol no aparecían por ningún lado y el sofá de Mae West se convirtió en una incómoda banca de madera. Revisé el lugar en el techo donde desapareció Tilly Losch sin encontrar nada. Subí por la escalera al segundo piso que estaba al otro extremo del salón e intenté ubicar el lugar donde Tilly Losch había desaparecido. Algo andaba mal, porque las dimensiones del lugar no correspondían. Empotrado en la pared, con la figura de un enorme vampiro con las alas extendidas, se alzaba un fastuoso marco de madera antigua estofada en oro. Un espejo, del tamaño justo de un rostro, se situaba en el lugar que hubiera debido ocupar el corazón del vampiro. Palpé por un costado del espejo que estaba carcomido y sentí una oquedad por la que se filtraba una suave brisa. Un par de palomillas grisáceas surgieron detrás del mueble y revolotearon sobre la luz de la linterna. Busqué algo en el salón para hacer palanca y terminé por descolgar una vieja espada de la pared. Despegué con dificultad el marco de madera, apenas lo suficiente para que mi cuerpo pudiera pasar. Encontré un pasillo, por el cual se apreciaban los primeros peldaños de una escalera que se perdía en la oscuridad. Subí con cuidado uno a uno, sin dejar de apoyarme en la pared con una mano y sosteniendo la linterna con la otra. A medida que avanzaba, las luces de la sala fueron iluminando cada vez menos el lugar, y al dar vuelta por un rellano, la linterna se convirtió en la única luz que podía guiarme. Llegué hasta lo que debía ser el final del pasillo sin encontrar nada, por lo que decidí regresar. Me golpeé con una pequeña mesa de madera que no advertí. Por ese lado del castillo no existían ventanas, por lo que la puerta era el único medio para entrar a la habitación. Un par de metros más adelante encontré otra puerta. Delineada en su superficie, los trazos dibujaban una iglesia con dos enormes torres a sus costados. La madera se sentía rugosa y apolillada. La empujé y noté la estructura ceder, casi al grado de romperse. Con un empujón seco la puerta se abrió. Iluminé el lugar con la linterna. El cuarto debía medir en total dos metros de ancho por cuatro de largo. Como imaginé, no existían ventanas ni tragaluces. En algunas secciones de la pared, el cemento se había resquebrajado, al punto de permitir que corrientes de aire recorrieran el cuarto. Parecía haber sido clausurado desde hacía tiempo. El excremento de rata se acumulaba por los rincones y el olor a humedad y a podrido llenaban el lugar. En el centro de una mesa se encontraba el esqueleto de un animal. A primera vista parecía un ave, pero a medida que acerqué la luz, descubrí que era un murciélago de regular tamaño. Los huesos de las alas eran largos, delgados y tubulares. Un cráneo pequeño con una mandíbula alargada abría sus fauces, mostrando largos y filosos colmillos. Los agujeros de los ojos parecían estar con vida, mientras que la posición del cuerpo, así como de la espina dorsal, recordaban a un animal listo para atacar. Los restos de un par de abrigos roídos por la polilla colgaban de un perchero. Dentro de una larga vitrina con forma de mesa se guardaban una serie de documentos y fotos. Los iluminé a través del cristal. Las fotos eran de un Edward James joven, apuesto y sonriente, acompañado por los que seguramente eran pintores, escritores y artistas. Reconocí a Dalí y a Picasso. Una foto rasgada, pero pegada con cinta, mostraba a Tilly y James el día de su boda. Él parecía contento, mientras su esposa, elegantemente vestida, evitaba mirar a la cámara, a la vez que lograba mantener una milimétrica separación para no tocarse con su esposo. Revisé cuadernos con anotaciones, pero estaban en español y ninguno parecía tener la caligrafía de James. Eran resúmenes de cuentas, sueldos, saldos, precios de madera y sacos de cemento, así como bosquejos de esculturas con su costo de construcción. Desaté cuidadosamente el cordón de un pañuelo de seda y lo extendí. Contenía dos dientes humanos y una nota escrita por James: «Pelea con Robert Desnos, París, 1937», en un costado, alguien había escrito la frase: «El surrealismo es un laberinto sin paredes, James», junto a las iniciales «R. D.». Doblado en cuatro partes, un papel amarillento sobresalía de una pequeña caja. Al abrirla se activó el mecanismo y una canción que no acerté a reconocer, pero que me recordó a un vals. Acerqué la luz de la linterna al papel y traté de identificar los trazos de James. Era un rudimentario mapa sobre las pozas, con bosquejos de las principales esculturas, anotaciones de hacia dónde debían orientarse y las frases que debían ser grabadas en cada una de ellas. Uno a uno fui leyendo los nombres de las esculturas y reconociendo aquellas que ya había recorrido: The House With a Roof Like a Whale, The House With Three Stories that Might Be Five, The Stegosaurus Colt, The Fleur-de-Lys Bridge and Cornucopia, The St. Peter and St. Paul Gate, The Temple of the Ducks. Sentí algo agitarse en mi interior, como si mis latidos enviaran un desesperado mensaje en clave morse. Escrito con lápiz, casi borrado por el tiempo, con letra manuscrita, apenas legible podía leerse: The House Destined to Be a Cinema (La casa destinada a ser un cine). Creí escuchar un ruido a la distancia y escondí el papel entre el elástico de mi ropa interior. Di un paso para atrás y pisé un animal que chilló de dolor. Escuché sus huesecillos quebrarse. Perdí el equilibrio. Con la mano que me quedaba libre intenté aferrarme a algo que no existía. Sentí un fuerte golpe en la cabeza y, súbitamente, todo se volvió oscuridad.