La carretera estuvo desierta la mayor parte del tiempo. En algunos trayectos del camino, pesados tráileres, tan iluminados como árboles navideños, pasaban en sentido contrario estremeciendo la camioneta. Comenzó a llover, primero suavemente y después con tal intensidad que los limpiadores apenas permitían distinguir la línea de la carretera. En cuanto salimos de Tampico, el Cañuelas puso un casete con canciones de un ritmo llamado reggaeton. Una hora después, mientras escuchaba una canción que potenciaba hasta el infinito la misma frase que decía: «me enamoré me enamoré, de la chinita de los ojos cafés», me convencí de que la CIA hubiera pagado muy bien por esa música para su programa de Control Mental. Le pregunté por su verdadero nombre. Todos me dicen el Cañuelas, contestó, metiendo la velocidad y pisando el acelerador. Mi padre siempre se sintió menos por su nombre, dijo, estaba seguro de que ninguna persona por más estudios y títulos que tuviera podía ser tomada en serio si se llamaba Madronio. Así que aunque le cobraron más en el registro civil, nos puso nombres extranjeros que nos hicieran sentir orgullosos y abrieran las puertas del éxito. Le miré en silencio. Mis hermanos se llaman Lincoln y Roosevelt, y yo soy Washington Chocoteco para servir a usted, dijo, como un superhéroe que revela su identidad secreta a un extraño, en espera de reconocimiento o asombro. No dije nada. Por estas carreteras ha habido muchos accidentes mortales, comentó, dicen que los aparecidos engañan a los conductores, haciéndoles creer que hay troncos sobre el camino, para que se accidenten al tratar de evitarlos. Así que si nos topamos con uno, haga como que no existe, dijo confiado. ¿Y si es un tronco de verdad?, pregunté. Usted no se preocupe, yo los sé distinguir, contestó, sonriendo y mirándome con sus ojos bizcos, para luego regresar la vista al camino. ¿Tiene miedo?, le pregunté para tantearlo. ¡Qué va, mi güero!, respondió sonriendo, cuando era niño, mi apá me llevaba en la noche a lavar tumbas, pa’ganarme unos pesos, recordó.
Después de una hora de estática en la radio, y cuando ya estaba venciéndome el sueño, tuve un sobresalto; una música grave, majestuosa e imperial, como si se estuviera en un palacio egipcio, antecedió a una voz imponente que surgió de la radio: «¡Kaaaaaalimán!…, caballero con los hombres, galante con las mujeres, tierno con los niños, implacable con los malvados…, así es Kalimán, el hombre increíble, en su nueva aventura: “El valle de los vampiros”…». ¿Qué demonios es eso?, pregunté. Ya va a empezar, dijo emocionado. Debía ser una radionovela muy popular, porque el Cañuelas la escuchaba en un estado casi de misticismo, como si esperara un mensaje de la mismísima virgen. El locutor repitió el nombre del capítulo: «“El valle de los vampiros”…, interpretado estelarmente por la bella actriz del cine nacional Carmelita González, Eduardo Arozamena, Luis de Alba y, como narrador, Isidro Olace, e interpretando a Kalimán… —el locutor hizo una pausa dramática—…, el propio Kalimán». El programador de la estación debió quedarse dormido, porque los episodios se sucedieron sin cortes comerciales. Por lo que logré entender, el tal Kalimán era el séptimo hombre de la dinastía de la diosa Kali, descendiente de una antigua civilización que habitó las profundidades de la Tierra, un hombre sabio y justo que recorría el mundo para luchar contra la maldad y la injusticia, haciendo uso de grandes poderes y habilidades: hipnosis, desdoblamiento astral, ventriloquía, faquirismo, judo y karate, por nombrar sólo algunos; estudioso de todas las artes del conocimiento, cada una de sus frases parecía extraída de un libro de Confucio. Esa larga noche Kalimán debió trabajar tiempo extra para enfrentar a criminales del hampa, extraterrestres, traficantes, nazis, vampiros, zombis, la bruja blanca soberana de los gorilas y su gemelo maligno, quien en un fallido intento de originalidad fue llamado Namilak. Kalimán, el bueno, no el malvado, recorría Londres acompañado por su protegido Solín, quien se mostraba sorprendido de que tuvieran una cita en su primer día en la capital británica, a lo que Kalimán, con acento extranjero le contestaba: «Mi querido y pequeño amigo Solín, en la vida, siempre tenemos una cita pendiente…, cada segundo que transcurre de nuestra existencia se convierte en una cita con el destino». El sueño terminó por dominarme, justo cuando un grupo de feroces tigres, a los que los poderes telepáticos de Kalimán no podían dominar, estaban por devorarlo a él y al pequeño Solín. «Serenidad y paciencia, pequeño Solín —le dijo Kalimán—, quien domina la mente, lo domina todo», alcancé a escuchar, entre los rugidos de los tigres. Me desperté algunas horas más tarde, al sentir que la camioneta disminuía su velocidad para salir de la carretera. Al abrir los ojos me percaté que tomábamos un sendero y nos deteníamos frente a una reja que bloqueaba el paso. El Cañuelas encendió una linterna, para después apagarla inmediatamente. Sacó un arma de debajo del asiento y luego de comprobar que estaba cargada, se apeó, dejando el motor en marcha. Con la cacha del arma golpeó lo que supuse era un candado hasta romperlo y luego arrastró la reja para dejar libre el paso. Reiniciamos la marcha con las luces apagadas durante casi una hora, aprovechando la luna llena, hasta que volvió a detenerse y apagó el motor. Poco a poco distinguimos el rumor de un río. El Cañuelas encendió y apagó la luz de la camioneta rápidamente, como si parpadeara. Logré distinguir que estábamos frente a un desvencijado muelle. Duérmase un rato, me dijo, no podemos hacer nada hasta que amanezca, yo aquí vigilo. Cerré los ojos y caí en un profundo sueño. Estaba bajo el sol, en un dorado campo de maíz. Apenas pude reconocer a mi padre. Su cuerpo parecía estar dibujado por trazos borrosos e irregulares. Cortó un diente de león y me lo obsequió. Súbitamente, un gran ventarrón azotó el campo, y la imagen de mi padre fue dispersándose, al tiempo que los pétalos del diente de león fueron arrancados uno a uno, hasta quedarme con el tallo vacío. Está arañando la superficie de cosas que no puede entender, Mc Kenzie, aún está a tiempo para detenerse, dijo el director Hoover, sentado a mi lado, mientras tomaba el tallo vacío y lo ponía en el ojal de su traje. Su rostro era una masa descarnada y gelatinosa, como si fuera un extraterrestre al que un rayo sónico ha comenzado a desintegrar. Extendió su brazo pegajoso y palmeó amistosamente mi hombro un par de veces. La verdad siempre estará ligeramente desenfocada, Mc Kenzie, su trabajo consiste en aclarar las cosas. Cuando retiró su brazo oí un crujido y observé que su mano desprendida seguía sobre mi hombro. Siga el rastro de los hilos y lo llevarán al titiritero, agregó el director, con una voz que se fue diluyendo hasta perderse. Desperté con un sobresalto como si estuviera cayendo y me sacudí del hombro la inexistente mano del director Hoover. Ora, ora, me dijo el Cañuelas, ¿trae pulgas o qué? Faltaba poco para que amaneciera, cuando reiniciamos el camino. Descendimos por una peligrosa ladera, en espiral, como si cayéramos por un embudo; la montaña, desgajada, mostraba sus diversas capas geológicas como las rayas de una cebra. No pude reprimir el pensamiento de que viajábamos en sentido contrario al tiempo. Estas montañas son de mármol, le dije, es extraño que se mantengan sin explotar. No parece que haya marmoleras cerca, me dijo el Cañuelas, y no me extraña, se siente raro andar por aquí, ¿usted no lo siente?, me preguntó. No contesté. Mire, me dijo, señalando a la distancia. Enclavados en la parte más alta de la montaña, para que fueran vistos, se encontraban ataúdes de madera. Quienquiera que haya hecho la advertencia, logró transmitir su mensaje. El Cañuelas detuvo la camioneta. Una enorme montaña de piedra volcánica se alzaba en nuestro camino, mientras que un túnel parecía atravesarla. Debía ser de gran extensión, porque no se percibía su final a simple vista, pero su ancho apenas daría cabida a un vehículo. Una hilera de focos colgaban a lo largo del túnel, cuyas luces se perdían a la distancia. Se ve como boca de lobo, agregó el Cañuelas, al manejar lentamente en dirección al túnel, siento como que nos va a tragar. Usted decide, mi güero, no tenemos gasolina para regresar, informó, ¿nos quedamos aquí o vemos hasta dónde llegamos? Nuestras miradas se cruzaron. Observé el túnel en silencio por unos segundos. Pues como dicen ustedes. «Pa’tras ni pa’ agarrar vuelo», le animé, antes que todo se volviera oscuridad.
Poco a poco la intensidad de la luz fue disminuyendo, pues la mayoría de los focos estaban fundidos. Las luces de la camioneta fueron nuestra única guía; el espacio era tan estrecho que las puertas casi raspaban la montaña. Sólo en una ocasión encontramos un espacio lo suficientemente amplio para que dos autos pudieran pasar. Cada doscientos metros aproximadamente observé puestos de vigilancia construidos en la roca, sin ningún ser humano en su interior. Unos kilómetros adelante, el túnel terminó y vimos la luz del día. De no ser por un burro amarrado en un abrevadero y un par de campesinos que se escurrieron por las calles al vernos llegar, parecería que habíamos llegado a un pueblo abandonado. La calle principal estaba casi desierta y la mayoría de las tiendas se veían abandonadas o cerradas. En la plaza principal, salvo las de Pancho Villa y Emiliano Zapata, las esculturas de los héroes de la patria estaban decapitadas. Impactadas por grandes orificios de balas, las paredes del ayuntamiento tenían las ventanas rotas e incendiadas. Escondido tras una columna, un obrero con su overol lleno de grasa revisaba pedazos rotos de un billete de lotería, como si el unirlos le permitiera descubrir un mensaje de vital importancia. Una ráfaga de viento trajo un golpe de calor, como si el diablo exhalara su pestilente aliento sobre el pueblo. Un pueblo fantasma, dijo el Cañuelas con seriedad. No parecen estar muertos, contesté. Un niño que vendía dulces pasó corriendo cerca de nosotros. Lo detuve y le pregunte dónde estaba la estación de gasolina. En cuanto logró soltarse de mis manos gritó: ¡Ya vienen, ya vienen! Luciría como cualquier pueblo miserable, si las calles de la plaza no estuvieran construidas de mármol, ni un Jaguar último modelo permaneciera impactado contra la pared de una cantina llamada El Farallón, como si llevara tiempo así y nadie se preocupara por retirarlo; una calle más adelante, un BMW convertible estaba volcado frente a la plaza principal. Entramos a una tienda de abarrotes y llamamos pero nadie salió. Un hombre a nuestras espaldas cortó cartucho a su escopeta. ¿Qué andan haciendo?, gritó, ¿quieren que los maten? Venimos de paso, dijo el Cañuelas, necesitamos gasolina. ¡Pélense!, ya mero vienen, dijo preocupado. ¿Quiénes?, preguntó el Cañuelas. El hombre nos empujó hacia fuera y cerró desde dentro la puerta del local. Se oyeron los motores de varios vehículos acercarse a la distancia. Los malosos, dijo el cantinero por la ventana rota. Se van a dar en la madre con los narcos rivales por el control de la zona, informó; estamos aislados desde hace meses, nadie entra ni sale, continuó, no sé cómo chingados pudieron llegar hasta acá. Nos cortaron la luz, el agua, se llevaron las radios, las teles, estamos sin periódicos ni teléfono desde hace tres meses. Ni celulares, ni computadoras, se llevaron todo. Ah, dijo, casi de despedida, y si yo fuera ustedes me largaba, no les gustan ni tantito los fuereños, finalizó cerrando la ventana y cortando cartucho. Antes de que pudiéramos volver al coche vimos que un grupo de diez camionetas Hummer, Jeep, Ford Lobo y otros vehículos de color negro se estacionaron en la plaza. Hombres morenos, de sombrero, lentes oscuros, botas y ametralladoras, se bajaron y luego de apuntar en nuestra dirección, vinieron a nuestro encuentro. Fue la única vez que escuché cómo el Cañuelas tragaba saliva, bastante nervioso. ¿Qué vamos a hacer?, le pregunté. Dígame usted, mi güero, no soy huapanguero pa’andar improvisando. Un hombre bajito, cuya ametralladora le daba el aspecto de un enano armado, se nos acercó, acompañado por más sicarios. Ustedes no son de por aquí, ¿verdad? El Cañuelas respondió que no, que veníamos de Tampico. El chaparro me miró y ordenó que le entregara mi cartera, la cual revisó. Tú eres gringo, me dijo, que se me hace que eres de la DEA. Claro que no, afirmé. Todos cortaron cartucho y nos apuntaron. Otra camioneta Hummer se detuvo y de ella bajaron tres hombres con armas al cinto. Uno de ellos, de estatura regular y al que le faltaba una oreja, me miró. El enano le dio mis documentos y los leyó. ¿Ya llegó mi carnal?, preguntó a sus escoltas, los cuales negaron. Búsquenlo, ordenó, haciendo una seña para que los demás se alejaran. ¿Cómo llegaron hasta acá?, nos preguntó. Por el túnel, contesté. ¿Nadie los detuvo?, preguntó nuevamente. Nadie. Ya se han de haber chingado a la Pala y al Mongo, dijo, tú, ordenó a uno, manda gente al túnel pa’ que estén pendientes, si alguien entra ya saben: primero disparan, y luego ven quiénes eran. El sicario se alejó en una camioneta. ¿Qué lo trajo a nuestro pueblo encantado?, me preguntó con burla el que daba las órdenes. El Cañuelas iba a contestar, pero le apuntó con un arma. A ti no te pregunté, cabrón, le gritó, estoy hablando con el güero aquí presente. Busco el castillo de Edward James, contesté con la mirada fija. Hace mucho que nadie va para allá, ¿qué se le perdió? No contesté. El más bajo le mostró mis documentos. Seguro que es de la DEA, le dijo, nomás que ha de venir encubierto. Noté cómo aferró con más fuerza el gatillo de la ametralladora. Dos de sus escoltas llegaron con un joven de tez morena y rostro serio, quien parecía estar incómodo en ese lugar. ¿Dónde te metes, carnalito?, le dijo al joven, mi apá te anda buscando. ¿Qué ondas tuyas de escaparte a la primera que puedes? El hermano menor me miró varias veces, como si tratara de reconocerme, y preguntó a su hermano mayor, el de la ametralladora: ¿Y éstos qué hicieron? Ya son difuntitos, por si quieres rezarles, a este pinche gringo, dijo, mientras me apuntaba con la ametralladora, le vamos a dar piso porque de seguro es agente de la DEA; y al otro cabrón, ese que tiene cara de pendejo, señaló al Cañuelas, le vamos a cortar los güevos y a colgarlo de cabeza por andar de guía de turistas donde no debe. Nos amarraron las manos y nos cubrieron la boca con cinta de aislar, para luego tirarnos a la parte trasera de una camioneta y taparnos con una manta, y arrancaron. El chofer encendió el motor, metió la velocidad y arrancó, derrapando las llantas. Subió el volumen de su estéreo, donde se oía una canción norteña. Me pregunté si mi último recuerdo de esta vida tendría que ver con la historia de una granja y de una perra amarrada, que por más que ladrara no debían soltarla, porque se iban a arrepentir los que no la conocían. Escuché una ráfaga de ametralladora y sentí cómo la camioneta se detenía y ponía en marcha en reversa. Nos bajaron violentamente. Los dos hermanos nos miraban. El mayor se puso la ametralladora al hombro, mientras uno de sus sicarios nos quitó las vendas de la boca. Mi carnal, dijo el mayor, mirando a su hermano menor, dice que lo conoce, ¿es verdad?, preguntó. Por más intentos que hice, no logré reconocerlo. Los va a ayudar a salir del pueblo sin que los agujeren. Me miró, primero con seriedad y después una débil, casi imperceptible, sonrisa se le dibujó en la comisura de los labios. Se me hace que aún no llega su hora, mi buen, dijo, tocando mi hombro con su ametralladora. Quítenles las amarras, dijo a dos de sus hombres, el resto, recarguen sus armas y síganme, gritó. Tú, ordenó a un sicario, márcales la troca pa’ que no los detenga la policía. El sicario fue hasta una camioneta y regresó con un envase de pintura en aerosol. Puso la cartulina en una puerta y le roció el espray, para que una serie de letras y números quedaran pintados. El hermano mayor fue hasta su camioneta y regresó con una pequeña figura de madera, que representaba a un hombre de camisa blanca de estilo norteño, un lazo negro como corbata, tez morena, cabello negro y bigote, cuyo busto descansaba sobre una base que tenía escrito el nombre de Jesús Malverde, y se la entregó al Cañuelas. Póngalo en el tablero, pa’que el santo los proteja. Nos subimos a la camioneta y el Cañuelas puso la imagen de manera que fuera visible, con la cara de frente al camino. El hermano mayor se acercó y le dio media vuelta, de manera que el santo nos mirara. Nadie le disparará a Jesús Malverde por la espalda. Se fue seguido de sus hombres. ¿No les falta nada?, preguntó el hermano menor. Gasolina, contestó el Cañuelas, nomás poquito, agregó con timidez. El hermano menor se puso los índices en las comisuras de sus labios y emitió un largo y agudo silbido. El despachador de la gasolinera salió de la nada, se quitó el sombrero y lo agitó, haciendo señas para que nos acercáramos. Los sicarios armados aumentaron en número, recorriendo las calles del pueblo, mientras que otros, que portaban ametralladoras, emergieron en los techos de las casas. Cuando terminen de cargar gasolina sigan de frente sin detenerse, advirtió, jamás digan que estuvieron aquí ni se les ocurra regresar, mejor rodeen el pueblo como si no existiera. ¿A quién debo agradecer?, le pregunté. A san Cristóbal, patrón de los que viajan, contestó, devolviéndome la cartera, sin dejar de mirar el escapulario que me colgaba del cuello. Guiñó un ojo, al tiempo que le hacía una seña al Cañuelas para que nos fuéramos. Por lo de Falfurrias, me dijo, al tiempo que lo reconocí, favor con favor se paga, mi güero. Cuando terminamos de cargar gasolina, el Cañuelas arrancó y nos alejamos. A medida que los miraba por el retrovisor, los sicarios que custodiaban el pueblo fueron haciéndose más y más pequeños, hasta que desaparecieron con la primera nube de polvo del camino. Una construcción mostraba una pared llena de impactos de bala, junto a un letrero en el que apenas podía leerse: FELIZ VIAJE LES DESEA TALLER ELÉCTRICO EL PITUFAS.
Una hora de camino más tarde, el Cañuelas detuvo la camioneta frente a una vereda, casi oculta por la vegetación. Hasta aquí llego, mi güero, me dijo. Le pagaré más, ofrecí. Ya no se trata de dinero, sino de estar vivo para gastarlo. Siga esa vereda, la señaló, y no se pare a curiosear, no importa lo que vea o escuche, o lo seguro que crea sentirse, no se detenga, insistió. Si sigue de frente llegará al castillo de James, si es que aún queda algo que no se haya tragado la selva. Hubo un tiempo en que la gente lo visitaba, pero ocurrieron extraños accidentes y el lugar terminó abandonado. Tomó el dinero de su paga y se persignó con él, para luego guardarlo en su bolsillo. ¿Y cómo voy a regresar?, pregunté. De la misma forma que llegó hasta aquí, mi güero, con mucha suerte y rezándole a san Cristóbal, patrón de los que viajan. Tenga, dijo, entregándome el machete que guardaba bajo su asiento. Acto seguido se quitó el sombrero y se despidió. Yo me quedé allí parado mientras él subía a la camioneta, la arrancaba y daba vuelta en dirección contraria al pueblo de los sicarios. Apreté el mango del machete. La hoja metálica tenía grabada la inscripción «Empúñame y seré tu defensor». Cargué la mochila con mis pertenencias al hombro y me interné en el bosque.