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Esperé la llegada del cartero hasta el filo de la media noche. Los perros callejeros ya habían tomado posesión de la plaza y la recorrían con completa libertad, como quien vigila su territorio. Un perro con la piel atacada por la sarna llevaba en el hocico una bolsa con basura; a medida que se alejaba, poco a poco su silueta rosada se perdió en la noche. Un vagabundo dormía sobre una banca, envuelto en periódicos. La música proveniente del bar Astorga era lo único que rompía el silencio de la noche. Dos tipos de bigote y sombrero salieron del bar abrazados. Diez minutos más tarde, llegó el cartero, girando una llave en su dedo mientras sonreía. No fue fácil, pero ya estuvo, me dijo. Hay que entrar de una vez, advertí. Ni madres, contestó, yo ahí no entro ni de día ni de noche, ¿no le dije que el tipo ese estaba medio loco? Yo nomás le conseguí la llave. El velador del edificio dice que oye ruidos raros, cosas que se arrastran, como si movieran muebles, y luego, como si algo mecánico se activara. Aquí le dejo una lámpara, la llave y el velador ya sabe que puede entrar, pero nomás unas horas. Lo que tiene que buscar, enfatizó, son unos archiveros color verde, con la etiqueta «Apartados Postales», y en el fólder debe estar además del número el historial, y ahí algo debe decir. Quién quita, a lo mejor ahí diga si llegaron más paquetes y adónde los mandaron; porque de la fecha que me dio, nadie regresó a recoger nada al apartado postal, a lo mejor se murió el dueño, ya ve, nadie tiene la vida comprada. Le extendí un par de billetes, los cuales tomó, y se persignó con ellos. Hay que darle una propina al velador, ése fue el trato, agregó, mientras me entregaba las llaves. ¿Está seguro de que son las llaves correctas?, le pregunté. Usted no pierda la fe, dijo, sonriendo y mostrando unos dientes grandes, como de conejo, pero ande con cuidado, advirtió, porque como decía mi abuela: «el que busca, encuentra». Se echó la mochila al hombro y se alejó cantando algo sobre el caballo favorito de Pancho Villa, llamado Siete leguas. La ventisca se llevó poco a poco su voz y la última frase que escuché era algo así como: «Oye tú, Francisco Villa, ¿qué dice tú corazón?». Tuve que despertar al velador del edificio para que me dejara entrar. Con ojos legañosos, la camisa abierta y en chanclas, me encaminó a la escalera de caracol. No dijo nada mientras me veía subir, parecía más preocupado por contar los billetes de su propina.

La cerradura de la puerta estaba tan oxidada que apenas pude introducir la llave. La giré a la derecha y cargué todo el peso de mi cuerpo sobre el hombro. Pude abrirla lo suficiente para entrar. La sirena de un barco que entraba al puerto hizo vibrar los cristales de las pocas ventanas que no estaban rotas; largas e intrincadas telarañas se extendían como un sistema de puentes por las esquinas de la habitación y los muebles; algunas iban desde el techo hasta el suelo. La linterna que el cartero me prestó emitía una lastimera luz que apenas ayudaba a distinguir los objetos. Le di un par de golpes y la intensidad pareció mejorar. Desde el segundo piso la niebla comenzaba a cubrir la plaza, dejando a la vista únicamente las luces borrosas de los faroles. En el centro de la habitación se encontraba una mesa con todos los elementos para revelar fotos y una vieja imprenta. Colgadas de un lazo, pendían viejas fotos en blanco y negro. Sobre un escritorio, entre papeles revueltos, encontré un álbum forrado con cuero de animal con los restos de una inscripción tan desgastada que no pude descifrar. Lo revisé. Contenía varios cientos de fotografías de los más diversos temas: paisajes, temas urbanos, un grupo de campesinos chinos en un arrozal, un mercado de frutas de los años veinte y una inundación en los treinta seguramente antes de que los extraterrestres protegieran el puerto. Rostros morenos y anónimos, con la mirada perdida y el agua casi hasta el cuello, se aferraban a los extremos de las lanchas de madera, sobre las cuales mujeres y niños se abrazaban, en medio de una inundación que elevaba las lanchas al segundo piso de los edificios. Me llamó la atención un hombre, que a pesar de tener el rostro casi cubierto por el agua, flotaba abrazado a un tronco y mantenía puesto su sombrero. Cerré el álbum. El agua que se filtraba por el techo había encharcado diversas zonas del cuarto. Coloqué la linterna sobre una pila de cajas, pero no encontré el archivo muerto de los apartados postales. Restos de piezas arqueológicas de todos los tamaños descansaban sobre las repisas de las paredes. Me acerqué a una apolillada puerta de madera, protegida por un candado oxidado, y lo volé de un golpe, sin gran esfuerzo. Tan pronto la abrí una figura apareció frente a mí, y solté la linterna, que se estrelló contra el suelo, se apagó y rodó en la oscuridad. Me alejé instintivamente, mientras buscaba con prisa el encendedor entre mis ropas. La luz de la luna se recortó sobre la silueta, que permaneció inmóvil. Cuando logré acercar la llama del encendedor comprobé que era un traje completo de buzo, que se mantenía en pie como si alguien estuviera en su interior. Alumbré la escafandra de bronce, que por acción del tiempo lucía verdosa. El cristal del visor, casi del tamaño de un puño, estaba completamente blanquecino. Una placa de metal unida al traje tenía grabada la inscripción UNITED STATES NAVY, DIVING HELMET MARK V, y el nombre del fabricante en Brooklyn. Por un instante me pregunté qué serie de extraños acontecimientos provocaron que ese traje terminara oculto en Tampico, y me respondí: los mismos que me llevaron a viajar hasta aquí. Luego de retirar el traje de buzo entré a la bodega. Frente a mí se encontraba un grupo de cajas que fui abriendo de una en una: cartas devueltas por el remitente, cartas con dirección desconocida, el destinatario no quiso recibirla. Al fondo, una caja de metal tenía una etiqueta marcada con las palabras «Archivo muerto, apartados postales 1946-1978». En su interior hojeé diversas carpetas ordenadas de acuerdo al número de casillero. Algunos minutos después localicé una tarjeta amarillenta y manchada que tenía escrito a máquina el nombre que esperaba: «Edward James». Al reverso, los datos del propietario se limitaban a señalar: «Domicilio desconocido». Tuve deseos de arrugar la tarjeta, pero me contuve. El director Hoover siempre comentó que un buen agente debía visualizar y dar forma a su investigación: ¿se encuentra ante un bosque, una espiral, un laberinto cretense o una caverna con infinitos túneles? Esto le permitiría saber qué clase de terreno estaba pisando, y qué podría esperar de él. En mi caso yo había empezado siguiendo un cable que se adentraba en un bosque muy denso y que poco a poco se transformó en una delgada telaraña agitada por una ventisca, la cual podía romperse en cualquier momento. Bastaría una fuerte ráfaga para que el rastro se perdiera para siempre. Ese viento, finalmente, había llegado: el reverso de la tarjeta se encontraba en blanco. El dolor en mi espalda se acentuó y terminé por sentarme. Me sentía como un pesado y lento buzo que tratara de avanzar por un terreno cenagoso, unido a un delgado tubo de oxígeno que le mantiene con vida y a un pequeño vidrio, angosto y sucio, por donde creía ver la realidad. Dejé caer la tarjeta al suelo, sobre un charco de agua. La tinta con el nombre de Edgar James empezó a decolorarse, cuando noté algo extraño. Detrás de la tarjeta aparecieron caracteres que rápidamente se diluían por el agua. La rescaté y la examiné con avidez. La tarjeta estaba pegada a otra, muy fina, que con mucho cuidado logré separar. Escrito en letra manuscrita, con la tinta descolorida por los años y la humedad, había una dirección. Aquello podía significar algo, pero bien podía conducirme a la nada. Con dificultad logré ponerme en pie. A través de la ventana, la ciudad parecía estar atrapada por una delgada telaraña, que una corriente de aire mecía suavemente. Una fina lluvia, apenas visible por las luces de los postes, caía sobre la ciudad. Cerré la puerta, bajé, entregué la linterna al velador y salí a la calle. Hice la seña a un taxi que se acercó. Tuve que repetirle al conductor la dirección de la tarjeta. Perdone, pero no lo puedo llevar hasta allá, esos rumbos son bien peligrosos, allí asaltan lo que se mueva, nomás respetan al camión del pan Bimbo y al de la Coca-Cola, porque si los roban se quedan sin pan ni bebidas. Le ofrecí el triple de la tarifa normal y terminó por aceptar.

El interior del taxi olía a humedad y a comida podrida. Bajo mis pies había hoyos en la lámina que dejaban al descubierto el camino por el que transitábamos; por lo menos cinco cucarachas salieron por los agujeros de mi asiento. Ni los paneles de las puertas, la cubierta del tablero, ni el tapiz del techo del auto existían, por lo que los mecanismos, fierros y cables quedaban a la vista; era como viajar dentro de un esqueleto cuya piel había desaparecido tiempo atrás. Lo único nuevo en el taxi era un estéreo con una pequeña pantalla, en la cual se apreciaban figuras estroboscópicas y ondas hertzianas de colores. El taxista aprovechó cada semáforo en rojo para limpiarlo con toallas Armor All, con el cuidado de quien atiende una herida, hasta que a su juicio lució impecable. Diez minutos después, llegamos a un grupo de colonias sucias, derruidas y mal iluminadas. Un módulo de policía se encontraba reducido prácticamente a cenizas y pintarrajeado en los restos de la única pared en pie podía leerse en letras rojas: NO QUE NO SE IBAN, PUTOS. La desconfianza del mexicano por su cuerpo de policía era proporcional al miedo a denunciar un crimen ante las autoridades. Un viejo policía de Río Bravo al que conocí en un congreso de criminología tras una borrachera de dos días me lo confesó, como quien dicta una máxima romana: «En México nadie vio nada, pero todos saben quiénes fueron». El taxi se detuvo. Nomás sígase cuatro cuadras y doble a la derecha, ahí donde está pintarrajeado SOÑÉ QUE ME QUERÍAS, y es como otra media cuadra más adelante, dijo el conductor. Espéreme, no tardaré. ¿Aquí?, ¡ni madres!, contestó, yo hasta aquí llego, si no hasta el taxi me quitan y ni es mío. Esa gente mata a sus compadres, nomás imagine lo que le hacen a los extraños. Le pagué y le di una generosa propina, para convencerlo de que me esperara. No había dado más que unos pasos cuando escuché al taxi echarse en reversa y perderse al doblar la esquina, donde un vagabundo disputaba las bolsas de basura con los perros. Escuché canciones a lo lejos y decidí caminar en esa dirección.

El anuncio de neón tenía la mitad de las letras fundidas y el resto se iluminaban intermitentemente, como si enviaran señales de auxilio en clave morse. Pintado en la pared, bajo el nombre de El pollo brujo II, se veía una gallina gorda con ligueros morados, sombrero de plumas, brassiere escotado y mejillas pintadas de rojo, mientras que un pollo vestido como sacerdote leía la Biblia, junto a un caldero sobre leños ardientes del que un pollo joven asomaba la cabeza. La cadena que separaba la selecta clientela de la entrada consistía en un alambre de púas amarrado a dos tubos que se sostenían de sendas llantas tiradas al suelo. La puerta de entrada exhibía suficientes sellos de clausura como para llenar un álbum. Desde el interior del local una canción repetía la misma frase como un mantra tropical: «Me roba me roba el oso polar, me roba me roba me va a llevar». El pollo brujo II era la clase de bar al que uno no entraría aunque lo vinieran persiguiendo. Un gordo en la puerta, que intentaba cumplir las funciones de cadenero, me miró: Ya empezó el show, joven, pásele porque se lo pierde, no hay cover, dijo, mientras quitaba el alambre de púas para dejarme pasar. Entré y caminé por una serie de corredores que pertenecían a una vecindad abandonada. Subí por una escalera de concreto, cuyos peldaños estaban seriamente resquebrajados y por el cual asomaban las varillas oxidadas. A medida que me acercaba al segundo piso, la canción del oso polar se escuchaba con más fuerza. En una terraza, un grupo de personas manejaba un modesto equipo de sonido, mientras otros instalaban un barril de cerveza, sillas de plástico y mesas de metal con tableros para jugar damas pintados en la superficie. En el centro del salón un grupo de hombres se unieron para poner sus manos en un tubo mecánico y levantarlo. Accionaron con desesperación un par de palancas para empotrarlo a presión desde el techo al piso, pero sus intentos eran en vano. No tenían el heroísmo de los soldados de la fotografía Izando la bandera en Iwo Jima, pero sí la convicción de quienes saben que si no empotran el tubo al techo, la stripper no bailará. Nunca vi a tantos mexicanos unidos para un mismo fin y probablemente nunca más los volvería a ver. Un tipo se lastimó golpeando la palanca con la palma de la mano y otro entró en su ayuda intentando hacer presión. En un extremo de la terraza que daba a una laguna, sentada en una silla, una joven de piel morena, delgada, pechos operados y cabello rojizo, esperaba con la displicencia y tranquilidad de quien cobra por hora, mientras fumaba tranquilamente su cigarro. Se acomodó el brassiere de lentejuela y cruzó la pierna. Los animó con un acento cubano tan falso como sus implantes. Nadie pareció ponerle atención. Estaban tan ebrios que les podrían servir un litro de gasolina y habrían exigido que la acompañaran con un poco de hielo y agua mineral. La stripper habló en voz baja y sin acento cubano con su acompañante: Estos pinches nacos me tienen hasta la madre, manita, yo audicioné en el Ballet Real de Londres, dijo, dando una última fumada a su cigarro y lanzando la colilla por la terraza. El cigarro recorrió un arco como una estrella fugaz y despareció en la noche. Desde la terraza se observaban las luciérnagas que flotaban erráticas sobre la laguna, en la que se veía chapotear a los peces, los cuales soltaban destellos como monedas de plata. Por fin el tubo quedó sólidamente fijo y todos sonrieron con la satisfacción de una misión cumplida. La stripper se puso de pie e inspeccionó el tubo como si fuera un experto ingeniero en resistencias; lo probó balanceándose en él y dando una vuelta de giro en el aire. Sí aguanta, muchachos, dijo ante la celebración de todos. La música comenzó y todos procedieron a sentarse en las sillas de plástico con anuncios de cerveza. Un hombre con la camisa sudorosa y prácticamente desabotonada me miró con desconfianza y se acercó. Como si fuera espuma de mar, el vello canoso de su pecho cubría el tatuaje de un ancla con dos iniciales. Como que anda norteado, mi compa, me dijo, mirando a sus amigos, lo que se le haya perdido mejor búsquelo en otro lado, advirtió. Busco al señor de Terreros, dije. ¿Terreros, el viejo?, preguntó, ¿de parte de quién? Mi nombre es Mc Kenzie, pero él no me conoce. Pues si no lo conoce a lo mejor no lo quiere recibir, ¿no cree?, dijo. No tardaré mucho. No, se puede tardar lo que quiera, nadie lo visita desde hace años. Baje por esa escalera, me dijo, pero cuidado con el cuarto escalón porque está podrido, advirtió, no se vaya a dar en la madre, después vaya todo derecho hasta que tope con pared y tuerza a la izquierda hasta el departamento cinco, el que tiene la imagen del Santo Niño de Atocha. No toque la puerta porque casi no oye, usté nomás entre. No hay luz, comentó, porque se la cortaron hace un chingo, así que mejor llévese esa veladora, señaló una con la imagen de un santo llamado Niño Fidencio. No lo han echado porque ese cuarto lo usan como bodega y él echa aguas si algún ratero se mete, comentó. Me alejé un par de pasos, cuando le escuché advertirme: Terreros está ciego desde hace más de veinte años. Seguí sus instrucciones hasta llegar al departamento marcado con el número cinco. Empujé la puerta. La única bisagra que la sostenía crujió lastimosamente. Alumbrado por la veladora avancé por el lugar. El hombre del tatuaje de ancla tenía razón: el cuarto era una bodega repleta de objetos que nadie quería tener cerca, incluido un hombre ciego y casi sordo que respondía al nombre de Terreros. Muebles cubiertos con sábanas, sillas, burós y un refrigerador se apilaban. Colgadas de un cable que atravesaba la habitación de lado a lado, se encontraban prótesis médicas cuarteadas, despintadas, etiquetadas con precios y medidas. Manos, brazos, piernas, narices, senos y caderas esperaban inútilmente que alguien necesitara de ellas. En el fondo, sentado en una vieja silla de ruedas, que suplía la falta de la rueda izquierda equilibrándose en dos ladrillos, se encontraba Terreros. Detrás de él, se hallaban los restos de un anuncio luminoso de Coca-Cola que pregonaba «la chispa de la vida». Junto a un cenicero con montañas de colillas descansaba un viejo globo terráqueo en su estructura de bronce. Terreros debía tener alrededor de ochenta años. Una manta que olía como si fuera la mortaja de un gato le cubría las piernas. El cuarto se encontraba casi en el subsuelo y su única ventana tenía los vidrios rotos. ¿Jonás?, preguntó Terreros. No, contesté, mi nombre es Mc Kenzie. ¿Qué hace usted aquí?, preguntó nuevamente. Estoy buscando a un hombre para el que usted rentó un apartado postal hace más de veinte años, dije sin más preámbulo. Ese inglés loco, respondió, esbozando una leve sonrisa, hace años que nadie me lo recordaba. ¿Para qué lo busca?, preguntó en un tono gutural, casi imperceptible. A finales de los años sesenta recibió un paquete muy importante… No pierda su tiempo, no podría acordarme de todo lo que le llegaba. Semana tras semana fui a recoger cajas y más cajas que le enviaban, a veces eran muebles, esculturas, pinturas. Decía que era surrealista, continuó, pero para mí que le faltaba un tornillo. Cuando se emborrachaba me juraba que era hijo ilegítimo del rey de Inglaterra y que para proteger la corona lo encerraron en un sótano por diez años, entre ratas, arañas y otros animales; pa’mí como que le hacía mucho al Enmascarado de Plata. Lo que sí era cierto es que era millonario, de joven recibió una herencia cuando un tío que dizque era lord murió aplastado por un elefante durante una cacería en la India. Yo creo que por eso siempre me dijo que su animal favorito era el elefante. Como buen millonario se la pasó viajando por todo el mundo, que París, que Roma, Viena. En España se enamoró de una bailarina y decidió seguirla, nomás que por pendejo se equivocó de barco y en lugar de ir a Nueva York, terminó en México. Aquí se dedicó a viajar por todo el país, y ya cuando se iba a regresar, en una selva de por aquí cerquita, mientras caminaba encuerado por una poza sintiéndose muy Tarzán, lo rodearon cientos de mariposas y ya sabe cómo son los locos y los artistas, lo agarró como una visión mística de que ahí debía construir un palacio sin fronteras parar unir al mundo. No me hizo caso y compró casi regaladas miles de hectáreas de tierra que nadie quería y se agarró a construir su palacio. Como administrador era un desastre, podía tener semanas paradas las cuadrillas con trabajadores, en espera de que le llegara la inspiración, y entonces dibujaba y los ponía a construir día y noche. Ni cuando se iba a Europa se olvidaba de su castillo, me mandaba postales con dibujos rarísimos e instrucciones para construirle más loqueras: escaleras que iban al cielo y terminaban en la nada, enormes flores de cemento, pozos con formas de ojos, narices y bocas, o pilares que debíamos moldear en las faldas de la montaña. Películas, dije, tratando de detener sus recuerdos, ¿vio usted dónde guardaba las películas que le llegaban al apartado postal? Eso sí, quién sabe, pero debió ser en una bodega enorme porque eran cientos, también tenía decenas de proyectores y hasta se mandó traer butacas de la misma Ópera de París para construir una sala de cine, pero ya no supe en qué terminó todo. Ese inglés loco tenía un proyecto diferente cada día del año. Al final me regresé a Tampico para tratarme una molestia en los ojos y mire en lo que terminó, dijo, tocándose unos párpados pegados con costras, como membranas. ¿Estará vivo?, pregunté. Vaya usted a saber, ya no era ningún jovencito cuando lo dejé. Yo nací en 1930 y él como en 1907 o 1908, aunque ese inglés era bien correoso: subía a las montañas, se bajaba a las cuevas, se paseaba con sus ropas blancas como si fuera un apóstol de la selva. Como ya no mandó más dinero, pues me fui desentendiendo de sus cosas y no supe nada más del apartado postal hasta hoy, que usted llegó. Se oyeron cuerpos deslizarse entre los objetos arrumbados, posiblemente ratas o gatos; cualquier clase de alimaña podría vivir en aquel desorden. Me llevó a algunos de sus viajes por el mundo, continuó, debería haber visto cuando llegaba a los más famosos hoteles de Francia, lo recibían como alto dignatario, sin importarles que llegara cargando un pequeño cocodrilo vivo bajo el brazo. No le reclamaron cuando las dos boas con las que viajaba se salieron de sus jaulas y sembraron el pánico en el lobby; pero todos estaban locos en Europa por esos años, recordó, a cualquier tontería le llamaban surrealismo, así hasta yo me hago artista. Hay una foto por ahí, dijo señalando a la derecha, entre objetos arrumbados, que se tomó con los más famosos surrealistas, que escritores, músicos, pintores, dizque poetas; y por poco salgo en la foto yo, pero el pintor ese de los bigotes como de villano me empujó, de manera que nomás se ve mi mano derecha y el hocico del cocodrilo que James me dejó a cuidar. Aunque no pueda ver, conozco cada lugar que visitamos, dijo, tanteando el viejo globo terráqueo y haciéndolo girar. Lo detuvo y lo palpó, repitiendo el país que sus dedos tocaban. Éste es España, por acá está Yugoslavia y de este lado Polonia. No consideré oportuno decirle que la mayoría de las veces señalaba Mongolia o el océano Atlántico, o que un buen número de países europeos de ese mapa habían cambiado de nombre desde la caída de la Cortina de Hierro. ¿Cómo puedo llegar al castillo de James?, le pregunté. Después del olvido en que lo tuvo tanto tiempo, la selva ya se lo debe haber tragado, lo único que encontrará serán ruinas, contestó, tallándose un ojo, como si así pudiera hacerlo funcionar. Si no se le perdió nada allí, yo de plano le recomendaría que no se acercara, advirtió, hay pumas, tigres, osos negros, víboras mazacuatas y cuatro narices que atacan y piensan como humanos. No me importa, contesté. Allá usted, respondió, pero no me venga a reclamar si se topa con un tigre. El sonido de la lluvia nos acompañó durante algunos instantes, hasta que el ciego suspiró: Como usted quiera, dijo, lléveme allá arriba, a la fiesta de esos cabrones y pregunte por mi sobrino el Cañuelas, tengo un encarguito para él. Le va a costar su buena lana, pero mi sobrino es el único lo bastante pendejo para llevarlo al castillo de Edward James en estas circunstancias.

Desde la partida de la stripper la intensidad del festejo había disminuido hasta casi desaparecer. Pregunté por el Cañuelas y me señalaron a un tipo que dormitaba en la terraza, con botellas de cerveza a su alrededor. Me llevó diez minutos despertarlo. El Cañuelas apenas podía mantenerse en pie, tenía los ojos enrojecidos, la barba y el bigote desaliñado y era bizco. Prepara la troca, le dijo su tío. Trató de oponerse, pero le interrumpió, como esté te la llevas, porque se van en media hora y Dios quiera que no les agarre la niebla. Su sobrino se retiró. Agradecí. Súbitamente, como si supiera dónde me encontraba, Terreros tomó mi brazo con una mano gelatinosa. James decía que algunas veces hay que cruzar una pared de fuego para llegar a lo que buscamos, nomás no regrese a reclamarme, señor Mc Kenzie, dijo, y me soltó el brazo. Un insecto recorrió su rostro y se paseó por las cuencas de sus ojos, como quien busca la entrada a dos cavernas sin vida.

El Cañuelas me llevó hasta un garaje que servía como deshuesadero de autos y donde motores, llantas, transmisiones y puertas dispersas en el suelo formaban parte de un rompecabezas que nadie estaba interesado en armar. Avanzó hasta una lona y la retiró para descubrir una vetusta camioneta de los años cuarenta, completamente oxidada y repintada en diversas partes. Lanzó una mochila al interior de la camioneta y guardó un machete bajo el asiento. El Cañuelas encendió el motor, que tosió como un enfermo terminal. El chillido de dos piezas mecánicas, el girar discontinuo de una banda y la marcha que se arrastraba, más que una señal de vida eran un diagnóstico. Un mecánico honesto hace tiempo habría extendido el certificado de defunción de esa camioneta. El escape expulsó humo en medio de una explosión, cuyo estruendo echó en corrida a un grupo de gatos que dormían entre las refacciones. La camioneta avanzó un poco sobre las llantas casi desinfladas. No se preocupe, güero, el mecánico que revisó el motor dijo que la campana ya no suena y el sinfín se acabó, pero sí llegamos, repitió confiado el Cañuelas, nomás pasamos por una vulcanizadora a checar los birlos, ponerle agua, parchar una llanta, bueno, a lo mejor las cuatro pa’no errarle y nos vamos. No me permitió manejar, asegurando que únicamente él conocía los secretos de la camioneta, además de que pasaríamos por una sierra traicionera. Cerré la puerta y me acomodé en el asiento. En cuanto apoyé los pies, la lámina del suelo se vino abajo. No se apure, güero, ahorita lo arreglamos, dijo, mientras habilitaba un pedazo de madera para sustituir el piso y la remachaba al metal con un taladro. Los cinturones de seguridad eran menos que un recuerdo y el parabrisas estaba estrellado en dos partes, en los puntos en que debieron golpear la cabeza del anterior conductor y su acompañante. Revisar las llantas en la vulcanizadora nos llevó casi media hora. Arrancamos y no se detuvo hasta llegar a determinado semáforo, situado junto a una plaza comercial, donde un table dance llamado La Piña operaba sobre el templo de una iglesia cristiana. Debajo del anuncio de mujeres desnudas se alzaba una ventana que ostentaba un letrero: IGLESIA CRISTIANA VERBO FUENTE DE VIDA: UNIENDO FAMILIAS EN CRISTO. La luz cambió a verde y reiniciamos la marcha por las calles desiertas. Ocasionalmente nos topamos con veloces camionetas que repartían los periódicos. Al momento de abandonar la ciudad y tomar la carretera me pregunté qué tan bien puede manejar un hombre bizco que ha bebido toda la noche. El dibujo de una jaiba sonriente, en un anuncio carcomido por la corrosión, despedía con su tenaza a los amigos turistas.