Me despertó un sobresalto, luego otro y finalmente un tercero, al tiempo que dos luces blancas aumentaron su intensidad a medida que se acercaban. Mi cuerpo se balanceó primero a la derecha, después a la izquierda y cuando miré de nuevo las luces habían desaparecido. Me sentí deslizar en medio de la noche a través de una densa niebla. Al desconcierto siguió la preocupación, ¿qué había pasado?, ¿hacia dónde me dirigía?, ¿me encontraba vivo? Escuché el rezo de un salmo a la distancia y temí lo peor, hasta que una gruesa voz de hombre interrumpió la letanía: «¡Ya cállese, señora, deje dormir!». Me encontraba en un autobús. Descorrí la cortina y miré por la ventana. Una a una, las siluetas de los postes de una cerca se repetían hasta el infinito, y tras de ellas, a la distancia, se vislumbraba el solitario foco amarillento de una ranchería. Me asomé por el pasillo y miré por el parabrisas, íbamos a gran velocidad por la mitad del camino, la línea de la carretera dividiendo simétricamente el autobús. Media hora después comenzó a amanecer. Subimos por un puente de tensores que atravesaba un río, en cuyas márgenes, como hormigas, pequeños trabajadores unían enormes tubos de una plataforma petrolera, mientras que otra, ya terminada, era arrastrada lentamente por un remolcador, dejando una estela en el río. Junto a las pequeñas y descoloridas casas se alzaban cientos de árboles, como si un gigante hubiera decidido plantar enormes brócolis para después olvidarse de cuidarlos. Descendimos por el puente y quince minutos después llegamos a la central de autobuses. Revisé mi cartera, aún contaba con dinero suficiente para sobrevivir un par de días. Las luces interiores del autobús se encendieron y una canción, que contaba la historia de un puerto que por sus tesoros al pobre hacía feliz, se oyó en las bocinas. El conductor anunció nuestra llegada al puerto de Tampico.
Una vez en la central, decidí esperar a que amaneciera por completo, ya que un fuerte aguacero se desató de improviso. Las gotas golpearon con fuerza las láminas del techo, como si llovieran pedruscos; minutos después, las goteras terminaron por provocar charcos en el piso que nadie se preocupó por secar. Cerca de cajas de cartón anudadas con rústicas cuerdas, un grupo de indígenas con sus mujeres e hijos dormían acurrucados, cubiertos por periódicos. Un niño de dos años, dentro de una caja para frutas habilitada como corral, jugaba con una naranja que escapó de sus manos y rodó hasta un par de campesinos que dormían con sus pertenencias amarradas a sus pies. Un gato de pelambre pardo olisqueó y arañó una caja, despertando a una gallina en su interior, y después huyó. El ruido en las láminas fue disminuyendo a medida que dejaba de llover, por lo que decidí salir de la estación. Logré detener un taxi y lo abordé. Tuve que acomodarme en un extremo para no clavarme los resortes que salían del asiento. El calor intenso evaporaba el aire, como si se estuviera dentro de una caldera. Me limpié el sudor de la cara con un pañuelo y jalé la camisa para ventilarme. La humedad era tal que parecía que gotas invisibles de agua se pegaban al parabrisas del auto. A falta de aire acondicionado, un tubo curvo de PVC había sido instalado junto a la ventana del conductor, para que el aire le refrescara a medida que el auto avanzaba. Le pedí que me llevara a la oficina de correos. El chofer, cuya enorme panza mantenía una lucha territorial con el volante, vestía una camiseta interior color blanco, que el sudor pegaba a su cuerpo como una segunda piel. En la radio tocaban un corrido sobre las aventuras de una pareja de contrabandistas llamados Emilio Varela y Camelia la Texana. Nos detuvimos en un semáforo. Un vendedor de periódicos se acercó con un ejemplar del Entérese, cuyo encabezado a ocho columnas publicaba: «Otra vez ovnis ahuyentan huracán», ilustrando la portada con una foto de la playa y un par de puntos a la lejanía. Pensé que se trataba de uno de los diarios sensacionalistas que nunca faltan en cualquier ciudad; sin embargo, en la otra mano del vendedor otro diario reportaba: «Ovnis sobre Tampico, presagio mortal». El taxista compró ambos, no sin antes contarme que la ciudad se dividía en dos clases de personas: las que creían que los ovnis nos protegían de los huracanes, y los que como yo sabemos que eso es ridículo, porque los extraterrestres se marcharon seis años antes. Mire, dijo convencido, señalando las nubes, ahí están escondidos, nos están viendo. Un grupo de cinco convoyes militares se detuvieron en un semáforo junto a nosotros. Antes patrullaban sentados como si nada, dijo en voz baja el taxista, ahora lo hacen en grupo, usan pasamontañas y apuntan con sus armas al que se les acerca, por si no les da tiempo a disparar. El calor debía ser asfixiante para portar los pasamontañas, pero preferían el anonimato a la comodidad. Se han de estar asando, los cabrones, repitió, en el momento en que la luz cambió a verde y los convoyes se alejaron a gran velocidad. Arrancó el vehículo y recorrió un par de calles, cuando nos encontramos con un retén. Un grupo de hombres con ametralladoras AK-47 nos bloquearon el paso. Sin dejar de apuntarnos con sus armas, se acercaron lentamente. La ciudad se encontraba, según los diarios internacionales, en medio de una cruenta lucha de dos cárteles rivales de narcotraficantes: el cártel del Golfo y su antiguo brazo armado, los Zetas, sin que ninguno lograra apropiarse de la plaza. Varios poblados del estado habían tenido que ser abandonados por la totalidad de los habitantes ante la guerra entre narcos y la corrupción de las policías. Un hombre de sombrero y lentes oscuros hizo una seña al taxista sin soltar su arma. Se saludaron rozando las puntas de sus dedos de ida y de vuelta, para luego chocar sus puños. Cinco pájaros verdes en el alambre forrados hasta los dientes, van pa’l norte, dijo en voz baja, Halcón 4 reportando. El hombre hizo una seña a los demás y el taxi avanzó entre las camionetas. Un par de calles más adelante, un enorme anuncio, que ofrecía recompensas por delatar a un grupo de narcotraficantes, había sido incendiado para que los rostros de los criminales fueran irreconocibles. Llegamos a la plaza Hijas de Tampico, la cual, debido a la hora, se encontraba sin actividad. Pagué al taxista, y me dirigí a la oficina de correos. Casi tropiezo con una hermosa chica que hacía jogging en la plaza. Su rostro me recordó el de Kristen. Se dio media vuelta y con una bella sonrisa se disculpó, sin dejar de trotar en reversa. Vestía una playera empapada de sudor, con la palabra «Rewind» escrita a la altura del pecho. Giró nuevamente y observé su figura perderse entre los pocos comerciantes que armaban sus puestos. El panorama era desalentador, tal parecía que la mitad de la ciudad se encontraba en renta y la otra en venta por la cantidad de avisos inmobiliarios pegados en las ventanas de lo que alguna vez fueron negocios. Cartulinas escritas a mano informaban del cambio a otra ciudad, o del cierre definitivo a causa de la inseguridad y cobro de cuotas del narco para seguir trabajando. La oficina tardaría en abrir una hora, por lo que busqué algún lugar donde desayunar. A la distancia observé actividad en un puesto que vendía algo llamado Tortas de la Barda, por lo que decidí avanzar. Bajé tres calles en dirección al río hasta una antigua construcción de ladrillo rojo y estilo afrancesado, con vistosa herrería, en la que se ubicaba la aduana marítima. La sirena de un barco se escuchó a la distancia y tras el edificio surgió un enorme buque que navegaba lentamente, guiado por una pequeña embarcación, encargada de alejarlo de las zonas bajas. A un costado de la aduana, obreros, albañiles y empleados esperaban la apertura del puesto de tortas. Dos empleados colgaban en el puesto bolsas de plástico transparentes, llenas de agua: es el modo en que los mexicanos ahuyentan las moscas. El dueño del puesto tomó un frasco con alcohol y vació un poco del líquido en la calle, primero en forma de una línea y después otra que la atravesaba. Encendió un cerillo y lo dejó caer. Una cruz de fuego se encendió por unos segundos, los empleados se persignaron y cuando la cruz se extinguió, iniciaron su día de labores. La torta de la barda resultó ser un rústico baguette tercermundista de carnes frías con la forma de balón de fútbol americano. El empleado preparaba cada torta en menos de un minuto, con tal destreza y sincronización que harían sentir orgulloso a Henry Ford de su proceso de producción en cadena: cortar el pan, tirar el migajón, untar los frijoles en el pan, poner las carnes: jamón, queso amarillo, queso de puerco, nuevamente jamón, queso molido, un poco de carne deshebrada, chorizo, aguacate, tomate, cebolla y chicharrón escurriendo salsa verde, para finalmente cubrir todo con otras dos rebanadas casi transparentes de jamón. Veinte años antes, relataba la grasosa hoja que contaba la historia de la famosa torta, todo ese caos alimenticio era coronado con una sardina. Varios metros más adelante, encontré un local de comida conocido como Juan Derecho: el mitigante del hambre, donde desayuné seis bocoles: de huevo con chorizo, huevo verde, chicharrón, queso con papa, carne deshebrada y frijoles, acompañado de un refresco con el curioso nombre de Pato Pascual. Pagué y me retiré. Me detuve frente a un ventanal que llamó mi atención. Dos esqueletos humanos vestidos como una pareja de novios: uno de esmoquin y otro de traje nupcial, con un ramo de flores atado a los huesos de su mano. Cubierta con una túnica morada, una Santa Muerte con su guadaña parecía oficiar la ceremonia, sosteniendo en una de sus esqueléticas manos el mundo y en la otra un reloj de arena; ofrendas de rosas, botellas de tequila, comida y cigarros de mariguana descansaban esparcidos en el suelo. Una joven de piel muy blanca, nariz delgada y ojos ligeramente alargados se arrodilló para fotografiar a la pareja; al hacerlo, dejó a la vista el tatuaje de un ángel en la parte baja de su espalda. Descubrió que la miraba y me sonrió. Hizo la seña de si podía fotografiarme, pero me negué. Regresé a la plaza, en espera de que la oficina de correos abriera sus puertas.
Cerca de las ocho de la mañana, un grupo de personas entró por un pasillo anexo a la puerta principal de correos. La única información que tenía sobre el filme era un nombre y un apartado postal de hace cuarenta y cinco años, pero era la pista más sólida que había sido descubierta en medio siglo. Los carteros salieron por un pasillo, uniformados y con sus bolsas de cuero al hombro, para después perderse por entre las calles. Observé cómo un empleado colocaba el letrero de abierto en la puerta de la oficina de correos y me decidí a entrar. Bastó una sola mirada para comprender por qué el correo mexicano es un misterio. Enviar una botella al mar con un mensaje tenía más posibilidades de llegar a su destino que una carta con la dirección completa y el código postal. Decenas de costales que desbordaban correspondencia se apilaban contra la pared. Algunas cartas estaban en el suelo y otras más bajo la mesa. Viejos empleados seleccionaban cada sobre con la lentitud y cuidado de quien trabaja con material radiactivo; uno a uno era inspeccionado con pasmosa lentitud. Algunos los agitaban esperando encontrar algo o trataban de ver su contenido a contraluz. Un anciano pasó ofreciendo gelatinas y flanes, una empleada de la sección de correo internacional le compró uno y lo puso encima de su escritorio mientras seguía trabajando. El caramelo del flan fue impregnando lentamente la correspondencia, sin que esto pareciera importarle. Archiveros que desbordaban carpetas amarillentas cubrían las paredes y el ruido de las máquinas de escribir se propagaba por el ambiente. Un grupo de carteros que terminaban de desayunar tomaron sus bolsas de cuero y salieron por la calle, mientras que un anciano escribía con parsimonia en un grueso libro de registros, como un monje medieval que copia un libro con toda una eternidad por delante. Me dirigí a la sección de apartados postales, donde cientos de escotillas numeradas se acumulaban unas contra otras. Busqué el número noventa y seis, traté de mirar por el cristal ahumado y sucio. Ése está cancelado desde hace muchos años, dijo el empleado detrás del mostrador. Su rostro era moreno y tostado por el sol y su nariz redonda como una albóndiga. Hace más de veinte años alguien envió un paquete a este apartado postal, dije, me gustaría saber el domicilio del dueño de ese entonces, el señor Edward James. Uy, joven, dijo, eso va a estar difícil, ya pasó mucho tiempo, y ya ve, aquí nos modernizamos día con día, dijo. Tal vez si lo verifica en su computadora, le insistí. No se burle joven, contestó el cartero, si no me han repuesto el silbato que se me rompió hace cinco meses, ahí ando entregando las cartas a puro chiflido, se quejó. Esos registros son muy difíciles de encontrar, ahora fue él quien insistió, están bien guardados, ya sabe, cosas de seguridad nacional, dijo bajando la voz, mirándome como si esperara que dijera algo, el correo es sagrado e inviolable, sentenció. Soltó un falso tosido. Y nosotros somos muy respetuosos de eso, me guiñó un ojo. Me mantuve en silencio. Tenemos nuestro código de silencio, como la mafia, susurró, mientras extendía la mano y jugueteaba con sus dedos. No dije nada. Mi esposa hace un mole riquísimo, dijo suspirando, nada de esos moles de marca, mole casero, con su arrocito, tortillitas, a treinta y cuatro pesos la orden. ¿Qué le parece si nos echamos un molito durante la comida y platicamos? Me parece bien, contesté, pues de todas formas tenía que comer. Van a ser sesenta y ocho pesos, dijo, lo veo aquí enfrente en el parque a las dos y media. ¿No dijo que la orden vale treinta y cuatro?, reclamé. Ah, es que le estoy cobrando dos, ¿a poco no me va a invitar?, dijo, si los carteros ganáramos bien no andaría vendiendo mole, ¿verdad? Vagabundeé por la plaza cerca de la aduana marítima. Viejos periódicos enmarcados tras un cristal relataban las curiosidades de la ciudad: un parque de béisbol construido sobre las vías del tren, cuyo partido debía detenerse en la séptima entrada para que el ferrocarril cruzara por el center field, un estadio de fútbol cuya mitad de cada campo estaba en dos ciudades diferentes: Tampico y Ciudad Madero, así como la filmación de la cinta El tesoro de Sierra Madre. Sentado a una mesa exterior de lo que fuera el Bar Palacio, como si esperara a alguien que jamás llegó, una estatua en bronce de Humphrey Bogart conmemoraba la filmación de la película. Nadie tuvo la cortesía de avisarle a Bogie que el bar, del que sólo quedaba un viejo letrero, había cerrado sus puertas para convertirse en una cadena americana de pollo. Los edificios con herrajes artísticos que hacían recordar a Nueva Orleans estaban convertidos en cadenas de hamburguesas, pizzerías y tiendas de ropa barata.
Me senté en una banca junto a la escultura en bronce de un gigante que midió 2,35 metros de altura conocido como Pepito el Terrestre, quien según se leía en una placa de metal, fue un tipo popular en la zona. Un hombre sin camisa se acercó para preguntarme la hora, pero lo ignoré. Su pantalón raído y sucio se ajustaba a su cintura con un cordel para atar cajas. Miró el reloj de un comercio a la distancia. Ya son las ocho de la mañana, verdad, se nos fue el día, dijo, dando una larga fumada a su cigarro. La piel rugosa y colgante que le cubría el torso se contrajo contra su esquelético cuerpo, como un animal que aferra las garras contra su víctima. Se mantuvo en silencio un par de minutos, en los cuales únicamente se quitó el cigarro de los labios para escupir una flema, que cayó cerca del letrero de CUIDEMOS NUESTROS PARQUES Y JARDINES. ¿No tiene un cigarrito que le sobre, joven?, me dijo, a pesar de estar fumando uno y tener otro más en su oreja. En otras circunstancias le hubiera dado algunas monedas para que dejara de molestar, pero debía administrar el dinero que me quedaba. El calor fue incrementándose a medida que la bruma se evaporaba y sentí la camisa pegarse a mi piel sudorosa. Tuve sed, pero si le preguntaba dónde comprar agua, sería imposible quitármelo de encima. Fuimos cuates desde escuincles, dijo, señalando la estatua del gigante, estudiamos en la primaria Gabino Barrera, donde yo lo defendía porque era más chaparro que yo, y ya ve, a los trece años dio el estirón, y como se salió de la escuela, no le quedó de otra que meterse de cargador en el sindicato de terrestres de los alijadores, dijo, esperando algún comentario de mi parte que nunca llegó. Mi abuelita Nena le hacía sus camisas, recordó; bien tempranito en la mañana asomaba la cabeza por la ventana del segundo piso y preguntaba: ¿Doña Nena, ya están mis camisas?, y mi abuela lo corría a mentadas: Un día me vas a agarrar en calzones, Pepito, le contestaba. Creyó que me haría sonreír con la anécdota, pero continúe sin hacer ningún comentario. El hombre debió ver mi falta de interés, porque se detuvo a pensar qué decir, se agarró la cintura con los brazos y echó el cuerpo hacia atrás como un perro flaco que se estira. Sus huesos crujieron como si alguien pisara los vidrios de una botella rota. Nos pudimos haber hecho ricos, pero nunca me hizo caso. Circos y entrenadores gringos de basquetbol le ofrecieron contratos, pero nada podía apartarlo de su mamá. Nomás aceptó ser referí de una pelea de box entre enanos, y eso porque la hicieron cerca de su casa; ah, y posó para ser la publicidad de unas vitaminas para el crecimiento que nadie compró, por miedo a terminar como él; no le digo que hasta el mentado dueño de las vitaminas nos quiso demandar por echarle a perder el negocio. Dos ardillas pasaron frente a nosotros en una rápida carrera, para después subir por un árbol. Yo estuve en su funeral, recordó, así como si nada se quedó dormido una noche y ya no despertó. La caja que construyeron fue tan larga que la carroza tuvo que ir con la puerta trasera abierta todo el camino. De repente la carroza se detuvo y los de la funeraria salieron corriendo. Empezamos a oír unos golpes y luego, como en las películas de monstruos, se rompió la caja y salió Pepito mentando madres. Los que seguían al cortejo corrieron asustados, y yo nomás me quedé de a seis viéndolo. Lo primero que hizo fue preguntar por su mamá. No supe qué contestarle y temió lo peor, y que se agarra a correr pa’ su casa. ¿Cómo se le dice a un gigante de dos metros treinta que su madre, su adoración, había muerto de tristeza un par de horas después que él? Tumbó la puerta de su propia casa, entró al cuarto donde la estaban velando y cayó de rodillas. Quiso llevarse el cuerpo pero el sacerdote de la colonia trató de impedírselo; le valió madres y lo lanzó contra una mesa, matándolo del golpe. Una patrulla que pasaba por ahí se detuvo, y dos policías bajaron a meterlo en cintura, pero no le duraron ni pa’l arranque; primero salió volando uno, luego el otro y pa’cabarla de amolar llegó un gendarme que le gritó: ¡Hijo de tu pinche madre, date por preso! No lo hubiera dicho el infeliz, y menos con la mamá del Pepito ahí muerta en la casa; pues que se le viene encima gritando. El pobre güey se encerró en la patrulla y sonó la sirena a ver quién lo ayudaba. Pepito zarandeó la patrulla hasta que la dejó llantas pa’rriba. Toda la colonia del Cascajal se puso en alerta y la gente se encerró a piedra y lodo. Destrozó Las Glorias de Baco, Cheto’s y el Gambrinus Bar, se llevó botellas de tequila, aguardiente, cañabar, y eso que no tomaba ni rompope. Ya en la madrugada, completamente borracho, tumbó las carpas del circo y dejó salir a los animales. Era como un monstruo, como esos de las películas que están fuera de control. Hasta en los muelles oyeron sus gritos de dolor por su mamá. Ahí fue cuando dije: Cuchi, no importa que seas como su hermano, pélate porque a ti también te quiebra. El hombre se sentó junto a la figura de bronce del gigante para descansar, mientras apretaba en su puño una cajetilla vacía de cigarros llamados Delicados. Encendió el último que tenía en la oreja y lo saboreó como quien respira aire puro después de estar bajo el mar. Por momentos parecía que no era a mí, sino a la estatua de su amigo a quien contaba la historia, en medio de reclamos y mentadas. Al otro día, haga de cuenta que por la colonia había pasado el chango ese de las películas que se trepaba a las casas, destrozando madre y media a su paso. Después de esa noche nunca lo volvimos a ver, fue como si se desapareciera para siempre. Las cortinas metálicas de varios comercios comenzaron a levantarse. La ciudad terminaba de bostezar e iniciaba un nuevo día. Un hombre de dos metros treinta no desaparece porque sí, le dije, simplemente no quiere ser encontrado. Me puse de pie y caminé calle arriba. Extrañamente el hombre no me siguió, sino que se quedó sentado junto a la estatua de su amigo: el gigante que lloraba como niño y volcaba patrullas de la policía. También le puedo contar de la mujer vampiro de la iglesia de Árbol Grande, dijo, al ver que me alejaba, yo fui ahijado de primera comunión de la mujer vampiro, le alcancé a escuchar. El cartero salió del edificio cargando dos bolsas de plástico y en su hombro la bolsa de cuero con correspondencia. Llegó hasta donde me encontraba y se sentó a mi lado. Me regalaron un litro de huapilla y medio de tepache, ya nos ahorramos el refresco, dijo, mientras abría dos empaques de unicel y me daba un tenedor. No se haga de la boca chiquita porque me lo madrugo, me vine sin desayunar, amenazó. Ya le investigué su asunto, dijo entre taco y taco, pero no fue así de enchílame otra, viera cómo batallé, ya era muy viejo todo lo que me pidió, ese apartado perteneció a Edward James, dijo y guardó silencio, como quien hace una pausa dramática. Nada mal, ¿verdad?, dijo con satisfacción. Esa información yo se la dije, le recordé. ¿Seguro?, preguntó. Asentí. Ah, chingá, pero lo que no sabe es que después de recoger el paquete que usted dijo, no regresó nunca más al apartado y lo perdió por falta de pago. ¿Y no llegó nada más por correo? Sepa, de seguro sí, antes la gente sí escribía, hasta se enamoraba por correspondencia y daba gusto entregar las cartas; ahora ya ni los perros lo persiguen a uno, puros estados de cuenta, publicidad y adeudos que nadie quiere recibir. Si llega alguna carta o paquete y el apartado sigue activo, se le guardan; si ya dejó de pagar o lo canceló se regresan al remitente. Pensé que la Second, al ya haber cobrado el filme, bien pudo enviar la cinta sin datos del remitente para no tener problemas legales. ¿Y si el paquete no tiene remitente?, pregunté. Se guarda por unos meses aquí, luego se manda a la capital Ciudad Victoria, donde lo guardan cinco años; ya pasado ese tiempo lo envían al DF, donde se queda otros dos años, y después, se abre para ver si hay alguna información que permita saber quién lo envió, y si no, se incinera. Me vino a la mente la imagen de un aburrido empleado postal, echando al fuego la última copia de Londres después de medianoche, junto a cientos de cartas y paquetes sin reclamar. Me señaló un departamento situado sobre el edificio de correos. Estaba descascarado, lucía abandonado y tenía las ventanas tapiadas. Cuando el jefe de la oficina se retira, dijo, algunas veces le regalan una casa donde quiera, pero él quiso estar arriba de correos y le dieron ese lugar. Como hace mucho que no vienen sus hijos, porque él ya murió, mandamos a hacer una llave para no llenarnos de cajas y papeles, y de seguro ahí ha de estar todo el archivo muerto de los apartados. ¿Cómo puedo entrar? Uy, joven, eso va a estar bien difícil, es propiedad privada, ya sabe, se puede meter en una bronca; además es propiedad de un exempleado del correo, como quien dice de un funcionario federal, insistió, como si el término inspirara más respeto que la palabra «cartero». Está bien duro poder siquiera acercarse sin que nos vean y empiecen las murmuraciones. Además nadie quiere entrar ahí, el tipo era medio raro, fue el primer fotógrafo de la policía, esos que retratan los asesinatos y todo eso; también le gustaban las ondas raras, como místicas, de ovnis y madre y media. Ya ve que aquí no nos ha pegado un ciclón desde el Hilda en el 55, que inundó todo esto que ve, y ¿sabe por qué?, porque en la playa hay una base oculta de extraterrestres, y ellos los mandan pa’otro lado. Lo miré en silencio. Esperó una sonrisa que nunca llegó. ¿No me cree?, no lo digo yo, pero huracán que según los del canal ese gringo, el Walter Channel, pone trayectoria directito a Tampico, zas, se desvía a Matamoros, Veracruz, o hasta Monterrey, que queda bien lejos. ¿Qué le parece si trato de conseguir la llave y nos vemos en la entrada de correos a la media noche?, finalizó, sonriendo con todos los dientes.
Recorrí un par de calles, esquivando los puestos de vendedores ambulantes que invadían la acera. Un pintor daba los últimos retoques al anuncio de un despacho legal: ABOGADOS Y PERIODISTAS. DESCUENTOS A DAMAS EN APUROS Y PERSONAS DE ESCASOS RECURSOS. Me detuve a comprar un ejemplar del periódico de la tarde. Los titulares de la sección policíaca «Barandilla Maderense» iban de «Fugaz bailongo terminó en violenta zacapela», «Ya ni la hacen: transportan mota en ambulancia y con abuelita enferma», «Dantesco incendio», hasta «Cavernario sujeto agarró a tubazos a la autora de sus días». La nota principal narraba las peripecias de un cocodrilo que fue atrapado al abandonar la laguna del centro de la ciudad, y cómo, debido a la falta de un departamento de fauna y vida salvaje, llevaba dos semanas recluido en las celdas de la cárcel con los demás presos. El reportero, quien omitía su nombre por razones de seguridad, pero se hacía llamar Lobito, el centinela reportero, contaba que el jefe de la judicial ordenó subir al cocodrilo al segundo piso de la comisaría y, una vez amarrado e indefenso el animal, se encaminó para golpearlo con una manopla de hierro. Ante la sorpresa de todos, el cocodrilo, que llevaba dos semanas sin ser alimentado, se soltó y comenzó a perseguir al jefe policíaco. La foto bien pudo haber ganado un Pulitzer. La primera plana anunció: «Ya se iba el cocodrilo, agobiado por el hambre quiso imitar a Papillon». El sol se encontraba en su punto más alto, por lo que antes de sufrir una insolación, decidí refugiarme en un cine, para refrescarme con el aire acondicionado.
El taquillero contó las monedas y me entregó el boleto, un par de moscas revoloteaban a su alrededor y se posaron en su cara, sin que hiciera nada por espantarlas. Le faltaba el brazo derecho y la manga sin recoger de su camisa se balanceaba vacía de un lado a otro. De la alfombra roja que debió cubrir todo el piso del lobby del cine sólo quedaban retazos. Carteles y fotografías de antiguos actores mexicanos colgaban estratégicamente de las paredes, a fin de ocultar agujeros en los muros o cajas de fusibles. Me pregunté si oculta tras de aquellas vetustas paredes podía encontrarse una copia de Londres después de medianoche, pero una placa conmemorativa ubicaba la inauguración del cine a principios de los años ochenta. Un cartel amarillento llamó mi atención: como si se tratara de animales exóticos, la publicidad de El fantástico mundo de los hippies anunciaba con orgullo que la cinta contaba con la participación de «cincuenta hippies auténticos». En la vitrina de la fuente de sodas, un solitario foco se encendía intermitentemente, lo que daba un aspecto macabro a los dulces. Era la clase de cine en donde el conde Drácula se sentiría cómodo. Decidí entrar a la sala. La intensidad de las luces fue disminuyendo, al tiempo que las enormes cortinas de terciopelo cosidas con parches se abrían lentamente. Una serie de anuncios en placas de vidrio desfilaron en pantalla, sin que a nadie pareciera importarle que los dedos del proyeccionista aparecieran deslizándolos. Era una película de karatecas titulada Los maestros inválidos. Durante buena parte de la función no dejó de oírse el aleteo de los murciélagos en el techo y los chillidos de las ratas por los pasillos. La trama de la cinta contaba la truculenta historia de un hombre que es traicionado por su jefe, quien como escarmiento le corta los brazos, mientras su hombre de confianza supervisa la tortura; con el tiempo, ese mismo jefe, temeroso de lo que su hombre de confianza sabe, ordena deshacerle las piernas con ácido y dejarlo en el bosque para que muera. Los dos inválidos se encuentran y pelean a muerte, hasta que un anciano sabio los detiene y ofrece entrenarlos en kung-fu para vengarse de quien los mutiló. El sueño comenzó a vencerme en el momento que el hombre sin piernas se subía a la espalda del que no tenía brazos y se preparaban para enfrentar al malvado y recuperar algo llamado «los ocho caballos de jade». Me desperté de un sobresalto. La cinta había terminado y en su lugar empezaban los créditos de El maestro borrachón, con Jackie Chan.
Preferí salir del cine a respirar un poco de aire fresco. La noche había caído, pero el calor continuaba. Un anuncio luminoso llamó mi atención y me dirigí a una panadería llamada Bisquetcity. En tierras extrañas el nombre me generó confianza, y decidí entrar. El olor a pan me reanimó y tomé asiento. Pedí un café y un bisquet recién horneado. En una televisión situada en una esquina del lugar, un canal transmitía una entrevista a las actrices Kary Correa y Mariana Muriedas, sobre el estreno de su próxima película. El mesero dejó mi pedido en la mesa. Como era la única persona frente al televisor, le pedí el control remoto para recorrer los canales en busca de algún programa que me mantuviera despierto hasta la hora de la cita. Tomé el bisquet caliente entre mis manos y lo partí en dos. El olor a mantequilla se liberó y esparció suavemente por el lugar. Le di una mordida, realmente estaba bueno. Una sensación reconfortante recorrió mi cuerpo. Cambié los canales con el control remoto: una caricatura del Coyote y el Correcaminos, dos telenovelas mexicanas donde igual número de mujeres lloraban y un partido de tenis. Me detuve por unos momentos: una de las tenistas, Melissa Torres, servía con doble punto para partido a su favor. Tras cada golpe emitía un suave sonido como si susurrara, hasta que con una certera volea acabó con su rival. En otro canal, una conductora llamada Marcela Mistral anunciaba chubascos aislados para los siguientes tres días. Era una bella joven de dulce sonrisa, tez blanca, cuerpo delgado y cabello castaño que le llegaba a la cintura; vestía una blusa café y una falda corta entallada. Me pregunté si ella y Karen tendrían la edad suficiente para ser amigas, y mentirme con la hora en que regresarían de las fiestas. Creí escuchar algo y bajé el volumen del televisor. La imagen de una serie de cuerpos me hizo subir el volumen: en un canal de noticias, una locutora llamada Jill Begovich reportaba el hallazgo en un rancho de San Fernando, Tamaulipas, de casi cien cadáveres; en su mayoría indocumentados víctimas de los narcotraficantes, que ni siquiera se preocuparon por enterrarlos. No fue la belleza del rostro, el cabello largo hasta el pecho, el dejo de tristeza en su voz, ni la delicada palidez de su piel los que llamaron mi atención, sino la perfección del tabique de su nariz, que me recordó al de Kristen. Cabeceé de sueño por unos momentos. Me sentí molesto, como si me estuviera convirtiendo en esos ancianos que se quedan dormidos en cualquier lugar. Probé nuevamente el café para reanimarme. Cambié a un canal que transmitía un documental sobre la vida salvaje en la Antártida, donde una foca retozaba sobre un bloque de hielo a la deriva. Súbitamente, cuatro enormes orcas, conocidas como las ballenas asesinas, empezaron a rondarla. La foca parecía estar segura, pero las orcas, como un equipo bien coordinado de combate, comenzaron a nadar a su alrededor a fin de provocar un fuerte oleaje que la tiraría al mar. El bloque de hielo se balanceaba de un lado a otro, mientras la foca, que resbalaba, luchaba por no caer. Dos orcas se dirigieron al témpano y antes de estrellarse contra él, nadaron por abajo. Las olas lo movieron más y la foca cayó al agua. Cuando todo parecía perdido, milagrosamente logró subir al témpano. Se oyeron los aplausos de un grupo de turistas desde un barco. Dos pequeñas orcas observaban de cerca el ataque. Tres orcas mayores nadaron alineadas rumbo al témpano y se hundieron unos centímetros antes de impactarlo. Provocaron una gran ola que nuevamente lanzó a la foca al mar. Las orcas más jóvenes se arrojaron sobre su víctima. El agua a su alrededor se tiñó de sangre. El video registró los lamentos de los turistas. Las orcas mayores se alejaron en manada seguidas de las más jóvenes, poniendo fin a la lección de cacería. Apagué el televisor. Mientras miraba la pantalla en negro, me pregunte si en algún momento de nuestras vidas todos vamos sobre un frágil témpano de hielo que flota en el mar y del que fuerzas ocultas intentan hacernos caer.