Llamé a la casa de Kandinsky sin obtener respuesta. Intenté en su celular con los mismos resultados, por lo que decidí hablar al FBI. Me tuvieron esperando por casi diez minutos, hasta que Serling contestó en persona. Mc Kenzie, dijo con alivio, llevamos días buscándolo, ¿dónde se metió? Es largo de explicar, le contesté, estoy buscando a Kandinsky. No es el único. ¿A qué se refiere? Desapareció hace un par de días, me informó, su departamento fue saqueado y encontramos restos de sangre y un dedo mutilado. Los resultados de laboratorio confirmaron que tanto el dedo como la sangre pertenecían a Kandinsky, me dijo. Es un empleado de informática de nivel menor, Mc Kenzie, lleva un par de meses en el Buró, no tiene novia ni familiares cercanos, agregó. Alguien decidió atacarlo con saña y dejar su dedo como advertencia. ¿Tendrá algo que ver con la investigación en la que lo ayuda?, me preguntó. No lo sé, contesté. Las llamadas de mi celular podrían estar siendo rastreadas, por lo que debería ser más cuidadoso. Me comunicaré con usted más tarde, le dije, para luego colgar. Apagué el celular y le quité la batería. Tomé el primer avión para Los Ángeles con escala de seis horas en Dallas. En el aeropuerto JFK vagabundeé lo suficiente para confirmar que no me seguían. Luego de verificar que aún cargaba mis documentos personales pagué en efectivo un boleto de avión, para un vuelo que en dos horas despegaría rumbo a la Ciudad de México. Logré entrar a la terminal de vuelos internacionales con el tiempo exacto para cumplir con los requisitos de migración. El viaje transcurrió sin problemas en la clase turista, sin ninguna posibilidad de elegir entre caviar Beluga, Ossetra o Sevruga, sino entre cacahuates salados o Fritos Lay. Dormí la mayor parte del trayecto, hasta que fui despertado por un aviso del piloto, informando que pronto aterrizaríamos. Desde el avión, la ciudad parecía extenderse al infinito. Miles de luces invadían los cerros, como si la gente tratara de aferrarse a cualquier pedazo de tierra donde vivir. Aterrizamos sin contratiempos. Llené los formularios de migración y salí del aeropuerto durante una noche negra que amenazaba lluvia. Crucé un puente, bajé por el lobby de un hotel y me senté quince minutos en un sillón, para cerciorarme de que nadie me seguía. Tomé un taxi en la calle cerca de la media noche, sin darle la dirección exacta al chofer de mi destino. Una locutora de voz suave hablaba por la radio, dijo algo sobre la lluvia, pero la señal se perdió cuando entramos en un túnel, cuyo sonido mientras lo recorríamos me recordó al mar; cuando la señal regresó sonaba una canción. Hacía más de treinta años que no la escuchaba y vine a encontrarla aquí, al final de un túnel. No reconocí al cantante de acento portugués, pero sí la canción. La lluvia comenzó a golpear con fuerza los cristales del taxi. Recordé la luna de miel con Kristen, el paseo por la playa en medio de una noche oscura y un mar del que sólo se podía creer en su existencia por el olor a sal y el sonido de las olas. «My heart is down my head is turning around / I have to leave a little girl in Kingston Town». La voz de la locutora regresó: «Acabamos de escuchar Jamaica Farewell, en la voz de Caetano Veloso, soy Mariana H y me despido de ustedes en esta noche helada, lluviosa, pero con música». Era un buen nombre, pensé, decía algo sin decir mucho. Todos deberíamos ser un nombre propio y una letra. Nada más que eso. Bajé del taxi, y esperé hasta que lo vi perderse al dar vuelta por una avenida. Caminé cinco calles más, sin dejar de cuidarme las espaldas. El lugar se había transformado, de un incipiente centro de actividad comercial en los sesenta, a un reducto para prostitutas y drogadictos en la actualidad. La estación del tren había desaparecido para ser sustituida por el Metro Revolución, los hoteles familiares descendieron de categoría y se transformaron en hoteles de paso para prostitutas y vendedores de droga. Una descolorida lona colgaba entre dos postes, con el dibujo de un ladrón ahorcado: VECINOS UNIDOS CONTRA LA DELINCUENCIA: RATERO, NO TE ARRIESGUES, TE ESTAMOS OBSERVANDO. Bajo la lona, dos sujetos desvalijaban sin remordimiento un auto estacionado, mientras la gente pasaba sin prestarles atención. A lo lejos, se escucharon un par de disparos, gritos y el sonido de un auto alejarse a gran velocidad. Dos prostitutas discutían en la calle y se empujaban. Cerca de ellas, en los escalones de una casa, un niño dormía hecho ovillo dentro de una caja de cartón. Junto a la puerta del hotel, un anciano con la camisa sucia y los pantalones hechos jirones dormía sentado, abrazando un cajón de madera, en cuyo interior se observaban dulces, frituras, chicles, cigarros y un envase con salsa picante. Miré mi silueta reflejada en el vidrio, donde las letras «H» y «M» de «Hotel Comercio» estaban despintadas. Un empleado, que seguramente dormía detrás del mostrador, se puso de pie al oír la campanilla de la puerta. Con ojos legañosos, el cabello despeinado y una marca en la mejilla de donde se apoyó al estar dormido, preguntó en qué podía ayudarme. Pensé que el hotel había cerrado, comenté, no vi ningún letrero desde la calle. La delegación no nos permite anunciarnos, contestó impasible el empleado. Inspeccioné el lugar. Nadie se había molestado en cambiar la decoración del lobby, en cuyas paredes lo mismo colgaban arreglos de Navidad, año nuevo, San Valentín, la independencia de México o el día de las madres. Las vestiduras de los muebles, que alguna vez tuvieron color, se encontraban sucias, carcomidas, rasgadas y con resortes expuestos; únicamente alguien con mucho cansancio, poco dinero y ningún lugar adonde ir aceptaría sentarse. La alfombra debía ser la misma desde mi última visita, pero parchada en tantos lugares que parecía un tablero de ajedrez. Encima del mostrador, colgaba un letrero sucio que tenía escrito: SE RENTAN CUARTOS POR DÍA, HORA, SEMANA O MES. NUESTRO LEMA: ¿ES USTED CONOCIDO? AQUÍ NO SE LE CONOCE. Un aviso con los teléfonos de emergencia casi ilegibles, entre los que destacaba el antirrábico, se sostenía en su extremo de una pequeña cinta adhesiva, mientras que otro, escrito a mano, ofrecía los servicios extra del hotel: CONDONES, 5 PESOS, AGUA EMBOTELLADA, 6 PESOS. Quiero una habitación, dije al empleado, la número dieciocho. Me miró por unos segundos. La dieciocho no es cualquier habitación, tiene un costo especial, pero eso imagino que ya lo sabe. Asentí. Subimos tres pisos por una escalera de caracol, lo suficientemente angosta para que sólo una persona delgada pasara con dificultad. Los escalones crujieron, algunos, los más oxidados, parecían estar por vencerse bajo nuestro peso. El empleado sabía su rutina, porque comenzó a hablar sin que nadie le preguntara, muy probablemente en espera de una propina por el paseo guiado. Contó sobre los cinco días que Oswald se hospedó en el hotel y cómo, desde la muerte de Kennedy, clientes de todo el mundo viajaban expresamente a dormir por lo menos una noche en la habitación. Durante varios años, un japonés y una joven artista belga se volvieron huéspedes regulares. El japonés llegó a pagar cuarenta mil pesos durante su estancia, mientras instalaba grabadoras y sofisticadas cámaras fotográficas, con las que quién sabe qué diablos pretendía hacer; incluso pidió permiso para romper las paredes pero se lo prohibieron. Una joven artista belga, Milu, dijo llamarse, se encerró durante diez días, en los cuales no dejaba entrar a la recamarera ni para hacer el aseo. Una noche salió gritando del cuarto completamente desnuda y con el cuerpo cubierto de bombones. Fue la última vez que la vimos, relató. Pasamos junto a un cuarto con los sellos policíacos de clausura en la puerta. Notó que los miré. Hace tres días, dijo sin que nadie le preguntara, dos luchadores enanos murieron en ese cuarto, dijo, aclarando la garganta, los dos entraron vestidos como gente normal y cuando hablé para decirles que el tiempo había terminado, nadie contestó. Algunos testigos afirman haber visto a otro enano salir por la ventana, pero juro que únicamente entraron dos, si no les hubiera cobrado la persona extra. Los encontré muertos en el suelo, con sus máscaras y trajes de lucha puestos; parecían esos muñecos que venden en el mercado con su ring de plástico, con los que juega mi hijo. No se encontró ningún arma, ni rastros de violencia o cartas suicidas. Este hotel no es como cualquier otro, dijo, cuando llegamos al número dieciocho. La mesa que usó Oswald la robaron hace diez años, continuó, y el libro de huéspedes desapareció el mismo día que dejó el hotel; la silla y la cama sí son las originales. Recordé el libro de pastas duras de color negro, ahora descoloridas y curveadas por el tiempo, el cual consultaba ocasionalmente. ¿Qué esperaba encontrar entre sus páginas? ¿No lo sé? Tal vez algún nombre que me gritara algo, o algún trazo en la escritura o una letra remarcada que me sugiriera un camino; no fue fácil pero finalmente lo descubrí. Ni el FBI, mucho menos la Comisión Warren, supieron que Oswald o un cómplice visitó la Ciudad de México y se hospedó en el mismo hotel veinticinco días antes, bajo el nombre de Alek J. Hydell, el mismo alias que Oswald usó para comprar por correspondencia el rifle Carcano con el que finalmente disparó contra el presidente. No existieron archivos consulares de la entrada de Hydell u Oswald en las fechas que indicaba el primer registro del hotel, era una información que muy pocos conocíamos. El director Hoover me dijo una vez que todo hombre necesita guardar un gran secreto durante toda su vida; me pregunté si estaba en presencia del mío. El empleado de mostrador de aquellos años era mi tío, dijo, mientras recorríamos un pasillo, en el que no dejaban de escucharse gemidos de placer en cada puerta. Oswald nunca recibió visitas, continuó, únicamente bajaba bien temprano, casi de madrugada, por las primeras ediciones del periódico. Fue el tipo más limpio que jamás haya visitado este hotel, aseguró, la recamarera, que aún trabaja con nosotros, dijo que jamás encontró basura en su cuarto. Contaba mi tío que el plomero tuvo que destaparle el inodoro dos veces y nos dijo que le recordáramos no tirar papeles en la taza. Pagó en efectivo su estancia y nunca comió en la cafetería del hotel, aunque no lo culpo, dicen que era malísima. Después del asesinato de Kennedy, la policía revisó todo el lugar, torturaron a mi tío durante una semana hasta que lo dejaron libre por falta de pruebas, no sin que antes un policía de la secreta le sacara un ojo con las manos, sólo por chingarlo. Le di un par de dólares y me entregó las llaves del cuarto. Tiene una hora, dijo, si quiere que le mande compañía o necesita algo más, lo que sea, enfatizó esto último, marque el cero. Se alejó por el pasillo, y se perdió de vista al descender por la escalera de caracol.
El cuarto tenía un olor extraño que no acertaba a reconocer; probablemente una mezcla de humedad, sudor, el semen de varios días en las sábanas sucias y animales muertos entre las paredes. Me sentí mareado, di un par de pasos y apenas alcancé a llegar a la silla. Cerré los ojos por un momento y escuché ruidos extraños; cuando los abrí, Oswald, sentado a la mesa, extrajo varios documentos y una nota de un sobre color café. Dejó los documentos a un costado y leyó la nota detenidamente. Sus mandíbulas se trabaron, pero el resto del rostro continuó inexpresivo. Rasgó la nota y la comió con naturalidad, como pudo haberlo hecho con una manzana o una rebanada de pastel. Depositó los demás documentos en una bandeja metálica, añadió un par de gotas de combustible y les prendió fuego con un encendedor; cuando no quedaron más que cenizas, fue al baño, las vació en el inodoro y jaló la palanca. De regreso, colocó la mesa con las patas hacia arriba, trazó un par de inscripciones en la base interior y aplicó pegamento a un pedazo de madera, con el cual ocultó lo que había grabado. Devolvió la mesa a su posición original y de improviso volteó hacía donde me encontraba, como si todo ese tiempo estuviera al tanto de mi presencia. Un hombre debería morir con sus recuerdos intactos, ¿no lo cree?, me dijo, moviendo casi de manera imperceptible la comisura de sus labios, como si intentara reír cínicamente. Parpadeé un momento y Oswald desapareció, junto con la mesa y la silla. Las paredes fueron lentamente invadidas por raíces de plantas que terminaron por convertir la habitación del hotel en un denso bosque. Un árbol, con el tronco cubierto de gruesas espinas triangulares, como pequeñas pirámides, arrancó sus raíces del suelo y avanzó hasta mí. Era una hermosa mujer árbol que extendía sus ramas como brazos; cuando estuvo lo suficientemente cerca para sentir su olor reconocí a Kristen, mi esposa. Escuché a la distancia los ladridos de nuestra pequeña perra Camille y busqué un árbol de menor tamaño que pudiera ser nuestra hija Karen, pero no la encontré. Debí preguntarle por qué nunca llegaron a Chicago, qué les sucedió, si se encontraban vivas o muertas, qué había sido de Karen y que le dijera que su padre la extrañaba; pero no hice nada de eso, tenía tantos deseos de abrazarla nuevamente y no soltarla nunca. Escuché los gemidos de placer de las otras habitaciones, sabía que la visión pronto terminaría y sólo tenía una oportunidad. El abrazo causaría dolor, lo mismo que saber la verdad sobre lo que les sucedió. Avancé para estrecharla con todas mis fuerzas, pero fue como abrazar el aire. Tocaron a la puerta, advirtiéndome que la hora había transcurrido. Intenté levantarme pero no pude, sentí un gran dolor en la espalda, y oí crujir mis huesos. Me sentí como un vaso de cristal que ha contenido demasiadas cosas por un largo tiempo y al que cualquiera podría tomar entre sus manos y quebrar con más facilidad de la que se hubiera creído.