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El agente de la Continental

Desde niño sentí fascinación por los dinosaurios. Destruían todo a su paso, sembraban terror y no existía criatura sobre la faz de la Tierra que no huyera al sentir su cercanía; siempre vi todas las películas donde aparecieran, fuera en el cine o la televisión. Me gustaría ser dinosaurio, le dije convencido a mi padre una mañana durante el desayuno. ¿No querías ser detective?, me preguntó. Bueno, contesté, entonces quiero ser un dinosaurio detective, contesté muy ufano. Mi padre se quitó los anteojos y los limpió pacientemente con un pañuelo. Un dinosaurio jamás podrá ser un buen detective, me dijo, nunca pasaría desapercibido, sus pasos retumbarían a cientos de metros, no encontraría dónde esconderse, ni de qué disfrazarse y tendría el cerebro del tamaño de una nuez. Los animales grandes siempre piensan lento, hijo, señaló, no quieres ser uno de ellos, ¿verdad? Lo pensé durante todo el día y la noche, hasta que me quedé dormido. A la mañana siguiente, cuando desperté, el mundo había perdido un dinosaurio y ganado un detective.

El director Hoover detestaba las novelas policíacas, pero poseía las obras completas de Sherlock Holmes y alguna vez pidió a un agente que le comprara un par de revistas de misterio, para que no le vieran bajar al quiosco. Las dos cosas más importantes para un agente, Mc Kenzie, me dijo esa mañana, son cumplir con su deber y guardar el secreto. No me importa si salvó al mundo, detuvo la bala que iba para el presidente o desarticuló un complot para asesinarme. Ése era su trabajo y una vez que lo termina es un caso cerrado; y no lo olvide: los casos cerrados son muertos a los que nadie lleva flores. No espere recibir más recompensa que su próxima misión. Usted es el engrane invisible de una gran maquinaria que funciona gracias a esa invisibilidad, perder eso puede costarle la vida. Dashiell Hammett era un comunista de mierda, pero un gran escritor. Pudo haberle ido peor con las investigaciones de McCarthy si no hubiera intervenido para ayudarlo de manera anónima y reducir lo más posible su sentencia. Hammett comprendió algo que todos mis agentes deberían saber. El mejor detective es el más invisible. Si va a perder su invisibilidad, que sea por un buen motivo, Mc Kenzie, un motivo que le lleve a resolver su caso. Piense en El agente de la Continental siempre que inicie una investigación. Usted no tiene nombre y nadie lo conoce. Es sólo un tipo al que la gente describe de manera diferente cada vez y es lo suficientemente inteligente para saber cuándo hay que patear una puerta, cuándo abrirla y cuándo entrar por la ventana. Terminó de redactar un memorando y lo sostuvo en la mano en la que percibí un leve temblor, que trató de ocultar al poner de nuevo el papel sobre el escritorio. Prepare mi auto, dijo. Sabía que era inútil preguntar el destino, esa información la guardaba el director celosamente. Me hizo diseñar más de veinte maneras de llegar a su casa y regresar a las oficinas generales. Nunca siguió una ruta dos veces consecutivas e incluso en varias ocasiones me ordenó combinar los trayectos. Nos detuvimos frente a una división privada de los estudios de televisión de la Warner Brothers. La valla de seguridad se levantó y entramos sin que se nos pidiera identificación y no fue preciso bajar las ventanillas. El Cadillac avanzó hasta el interior de un estudio, donde se detuvo. Presurosos, un par de empleados cerraron las puertas por fuera. El director Hoover salió del vehículo. Dos hombres vestidos de traje le esperaban. Señor Martin, le saludó, es grato verle de nuevo, les dijo. El placer es nuestro, señor director, respondió el más alto, entregándole una caja, un pequeño presente de parte de la junta directiva del estudio, agregó. Era una caja de cigarrillos turcos Fátima, su marca favorita. El director la miró y sonrió. Se tomó el tiempo para encender uno, sin ofrecer a quienes nos encontrábamos a su lado. No me presentó, y todos actuaron como si no me encontrara entre ellos. Crawford, su chofer, abrió la cajuela y depositó una caja en el suelo. El director le entregó la caja de cigarrillos y le ordenó retirarse al auto. Son los casos para que sus escritores trabajen en los capítulos de esta temporada, dijo el director. Quiero que se enfoquen en el secuestro, agregó, que todo el país sepa que si se atreven a privar de la libertad a alguien pagarán graves consecuencias. El señor Martin se miró con su compañero, como si decidieran quién debía hablar. Finalmente Martin lo hizo. La señora Betty Davis aceptó participar como invitada especial en un capítulo, dijo, pero fue interrumpido. La lista que les proporcioné fue más que clara, intervino molesto el director, como si hablara a otro más de sus agentes, quienes estén en ella nunca actuarán en la serie y agradecería no los incluyeran en ningún otro programa que los estudios produzcan, dijo, pero la petición sonó como una orden. La señora Davis está en el lugar de honor de esa lista, así que cancelen cualquier trato que hayan hecho con ella. ¿Quedó claro? Los dos hombres asintieron. Hablen con sus escritores, los agentes deben tener una imagen impecable, ser astutos y de buen corazón. Nunca fallan, dudan o demuestran debilidad, y, sobre todo, siempre atrapan a su hombre. Al final de cada capítulo deben aparecer los agradecimientos a mi persona y al FBI. Que el pueblo americano sepa que esos inteligentes y avezados hombres que los cuidan tienen un jefe, dijo con autoridad. Una vez que estén escritos los capítulos, deberán ser enviados a mi oficina para su revisión y autorización, dio una fumada a su cigarrillo, uno de nuestros agentes será asignado para que supervise la filmación, ¿quedó claro?, preguntó. Los dos hombres asintieron. Se despidieron con una inclinación de cabeza, mientras subimos de nueva cuenta al Cadillac. Cuando abandonamos el estudio el director Hoover me miró. No pensé que la serie de televisión «FBI» resultara tan exitosa, siete años en el aire, ¿puede imaginarlo? Es la mejor publicidad contra esos políticos que quieren disminuir nuestra autoridad. No importa que el pueblo haya dejado de creer en sus políticos, aún nos queda la televisión. El director bajó el cristal que nos separaba del chofer y dio una instrucción. Llévenos a los estudios de la Warner Brothers. El chofer escuchó y por un momento no supo qué hacer, me miró por el retrovisor esperando que hiciera algo. Me acerqué al director y le susurré. Acabamos de dejar los estudios, señor. Su expresión se tornó seria, dura, como si le acabara de avisar que en diez minutos moriría. Guardó silencio. A mi casa, dijo, me tomaré el resto del día. Mc Kenzie, hágase cargo de todo, finalizó, y miró la serie de pinos que se extendían por un costado de la calle, por un momento la comisura de sus labios pareció elevarse como si sonriera, pero cuando los pinos quedaron atrás, su rostro se volvió serio y su expresión distante. A la mañana siguiente pasé por el director Hoover a su casa. James Crawford, su chofer, esperaba fuera de la limusina. Todos los días llegaba a las siete de la mañana, después de dejar el auto personal en la oficina central y recoger la limusina oficial, para que nadie pudiera decir que el director utilizaba un automóvil del gobierno fuera de horas de trabajo. El motor se encontraba encendido. Las órdenes del director eran mantenerlo en marcha mientras le esperaban, sin importar cuánto tardara. El temor a desobedecerlo era tal que la gasolina podía terminarse pero nadie se atrevería a apagar ese motor. Entré por la cocina, donde se comenzaba a preparar el desayuno. En la sala, un par de mujeres de aspecto latino limpiaban los muebles. Una de ellas llamó mi atención. Sacudía el plumero sobre un busto de mármol con la efigie del director, con el cuidado con el que un restaurador trataría un lienzo antiguo. No dejé de notar cómo las manos les temblaban, como si temieran romper algo. Cerca de la chimenea, una vitrina guardaba una de las posesiones más importantes del director: las últimas pertenencias del famoso asaltabancos John Dillinger. La vitrina conservaba sus trofeos de caza: el sombrero de paja, las gafas rotas, el cigarro de cincuenta centavos, una automática del 38 con el cañón estropeado y la máscara mortuoria del criminal abatido, cuyos labios insinuaban una sonrisa. Encima de la vitrina, colgado en la pared, un óleo con el retrato del director en una pose casi napoleónica se alzaba victorioso sobre los restos de Dillinger, el enemigo público número uno. Subí por la escalera y recorrí el pasillo hasta llegar a la puerta. Los agentes apostados en la calle, siguiendo las órdenes del director, cuidaban tanto la seguridad de su casa como no pisar su jardín ni merodear por las ventanas. Nadie contestó a los llamados que hice a la puerta de su habitación. Intenté abrirla pero estaba cerrada con llave, por lo que decidí echar la puerta abajo con la ayuda de otros agentes. Encontramos al director en pijama, tirado en el suelo. Usted quédese, me dijo, los demás, ¡fuera!, ordenó. Lo ayudé a ponerse en pie y lo llevé hasta un sillón de su recámara. El ama de llaves se encontraba de vacaciones por tres días y una joven fue contratada para sustituirla. La hallaron intoxicada con calmantes en el cuarto de la servidumbre. Dos agentes se la llevaron con vida al hospital. Por primera vez vi al director en su decadencia. El cabello blanco estaba sin teñir y el rostro sin rasurar; su bata se encontraba abierta a la altura del pecho y sus carnes fláccidas caían entre vellos encanecidos. Tenía setenta y siete años. Había asistido a los funerales presidenciales de Coolidge, Roosevelt y Kennedy. Trabajó en el Departamento de Justicia durante la primera guerra mundial en el Registro de Enemigos Extranjeros, fue director del Buró de Investigaciones durante la ley seca, fundó el FBI en 1935 y lo dirigió con mano dura durante la segunda guerra mundial, la guerra de Corea, Vietnam y la guerra fría. Presenció al emperador Hirohito perder su divinidad y firmar la rendición del Japón, a MacArthur cumplir su juramento y volver a las Filipinas, a Patton liberar Sicilia antes que Montgomery, y atestiguó la muerte de Hitler, Mussolini y Stalin. Ese mismo hombre se encontraba sentado frente a mí, en bata y calzando únicamente la pantufla del pie izquierdo. Caí y no pude levantarme, Mc Kenzie, dijo con la mirada perdida en el vacío. Recorrí las paredes de su casa, donde colgaban diplomas, trofeos y reconocimientos; ninguna foto de la niñez o juventud del director se veían en el lugar. Posiblemente las escondía para no sentirse envejecer, creyéndose un moderno Dorian Gray. Los rumores parecían ser verdad, porque no vi ningún espejo en su casa, aunque lo cierto es que debió haber alguno para rasurarse todas las mañanas, porque nunca fue con un barbero. El director era muy celoso con su seguridad, jamás hubiera dejado que otro hombre que no fuera él se le acercara con una navaja. Tengo miles de agentes a mi servicio, conozco todo de todos, ningún presidente ha podido destituirme de mi cargo, y no tengo siquiera la fuerza para levantarme, dijo. Fue un accidente, señor. No, Mc Kenzie, no fue un accidente, sino la vejez quien me impidió levantarme. El director Hoover parecía alguien a quien la vida le ha guardado sus facturas y decidió cobrarlas todas juntas. Informe a la oficina que se quedará conmigo a revisar unos documentos y despida a esa hippie drogadicta, dijo, refiriéndose a la sustituta del ama de llaves. ¿Quiere algo de tomar, señor?, le pregunté. Un vaso con agua muy fría me vendría bien. No sabe lo que es tener sed toda la noche y no poder levantarse por un poco de agua. Bebió tres vasos seguidos. No dijo nada durante media hora, en la cual realicé una ronda de rutina por su casa. La segunda pantufla nunca apareció. Regresé a su habitación y lo encontré sentado. Había encendido la televisión y miraba una caricatura en blanco y negro que no acerté a reconocer. Jamás pensó que me vería de esta manera, ¿no es así?, me dijo. Era una pregunta retórica. Siéntese, Mc Kenzie, dijo, mientras con el otro pie buscaba la pantufla perdida. Me pregunté si entre las excentricidades del director estaría pasearse por su casa calzando sólo la pantufla izquierda. Es usted un buen agente, no sé qué diablos hace aquí, comentó. Guardé silencio. Si muriera mañana, contacte a miss Gandy, ella sabe qué hacer. Muchos creen que mi muerte liberará a la institución presidencial del peligro que yo represento, pero es todo lo contrario, Mc Kenzie. Si supiera cuántas veces logré retener y destruir información que perjudicaría al primer mandatario. Más de uno me debe el haber podido terminar dignamente su periodo, y si no dignamente, simplemente terminarlo. Cuando yo muera nadie podrá defenderlos de sí mismos. Tal vez no muera mañana, agregó, sino hoy mismo, dentro de unos minutos; de ser así, y si usted fuera la última persona en verme con vida y yo le diera la oportunidad de hacerme una sola pregunta que yo contestaría por primera vez con la verdad absoluta, ¿cuál sería?, me miró. El director movió instintivamente el pie, buscando la pantufla perdida, pero sólo encontró el vacío. Pensé en la cantidad de seres humanos que darían tantas cosas por estar en mi lugar en ese momento. La mañana en que el director Hoover, por unos cuantos minutos, se convirtió en el hombre más honesto sobre la Tierra. Podía ser una trampa y tal vez sólo deseaba saber algo que en otras circunstancias nunca le diría. Dudé por unos momentos en aceptar su ofrecimiento. Era la clase de persona que arrancaba los secretos de los demás por las buenas o por las malas. Esta vez era por las buenas. Le miré a los ojos, examiné mentalmente la situación, y cuando vi su única pantufla en su pie izquierdo decidí. Del 26 de septiembre al 3 de octubre de 1963 realicé una investigación en México, consistente en seguir a una persona, le dije. El brillo y la suspicacia en los ojos del director volvieron por unos momentos. ¿Quiere saber por qué recibió esa orden que tuvo que cumplir y cuyo recuerdo le ha perseguido toda la vida? Conozco el informe que presentó, pulcro, conciso y concentrado en los hechos. Pensé que ese informe había sido destruido, comenté. Posiblemente para los demás, afirmó, pero nada que yo considere importante puede ser destruido, no bajo mi cargo. No está usted frente a mí sólo por su buena suerte, Mc Kenzie, recalcó el director, investigo bien a los extraños, pero mejor a mis agentes. Antes de responder a su pregunta, por qué no me relata cómo ocurrió todo, no lo que dijo en el informe, sino lo que no puso, lo que pensó y no pudo comprobar, lo que sintió, lo que sospechó. Ambos nacimos el primer día del año, dijo, tal vez fuimos concebidos para iniciar algo. Usted trabaja en mi creación, ¿ha pensado cuál será la suya? Ignoré la pregunta del director y comencé mi relato.

El hombre era delgado, alto, de tez muy blanca, cabello negro, cráneo huesudo y nunca supo que lo seguía. Su forma migratoria registraba que entró al país como fotógrafo, pero nunca le vi cargar una cámara. Caminó nervioso y sin rumbo fijo por la Ciudad de México, no como quien busca, sino como quien espera. Nadie hizo contacto con él durante varios días. Comió en un lugar diferente cada vez y no le dirigió palabra alguna a nadie. Se limitaba a señalar los platos del menú a las meseras y pagaba sin esperar el cambio. Todos los días compraba el periódico y lo leía completo. Al terminar lo dejaba en la mesa. No dio la impresión de que algún mensaje le fuera comunicado entre sus páginas y la inspección de los ejemplares no arrojó ningún mensaje oculto en ellos. El reporte que hicieron los mexicanos a posteriori tuvo muchas lagunas, intencionales o no. No usó pasaporte sino su acta de nacimiento, así que salvo el documento migratorio, no existe otra prueba de su ingreso al país. Se hospedó en la habitación 18 del Hotel Comercio, del 27 de septiembre al 1 de octubre. Su solicitud de visa fue rechazada en tres embajadas. De una de ellas fue expulsado por el personal de seguridad. Lo seguí hasta su hotel en la calle Bernardino de Sahagún número 19. La fachada del edificio estaba descascarada y las varillas de fierro sobresalían de la pared, como si la construcción mostrara sus venas abiertas. Las rejas metálicas estaban tan oxidadas que podrían romperse con las manos. Un par de ratas corrieron por los cables de electricidad y se metieron por la ventana abierta de un cuarto. No se puede esperar mucho del futuro de una ciudad en la que sus ratas se pasean a plena luz del día. Dos agujeros en la pared recordaban a un par de ojos lastimeros. La habitación 18 carecía de ventanas que dieran a la calle y no existía posibilidad de acercarse sin que el huésped lo supiera. Era necesario subir al tercer piso por una escalera de caracol sumamente estrecha y recorrer un pasillo de madera que crujía con cada paso. El lugar parecía una trampa, pero muy probablemente el huésped aún no se sentía perseguido. Tras recibir unos cuantos billetes, el recepcionista aceptó describirlo como un hombre callado, taciturno, de pocas o casi ninguna palabra. Pagó de contado y cada uno de los cinco días que estuvo ordenó que le dejaran al pie de su cuarto todos los periódicos publicados esa mañana. La zona cercana al hotel mantenía una constante actividad comercial. A un par de cuadras se ubicaba la estación del tren de Buenavista, en donde una gran cantidad de viajeros descendían de los vagones cargando sus mercancías para vender. El flujo humano parecía no detenerse nunca, decenas de autobuses foráneos llegaban de todas partes del país a la central camionera, situada a unos metros de los andenes. Los hoteles estaban llenos de familias que recorrían las calles de noche sin preocupaciones para asistir al circo instalado en un terreno baldío de los ferrocarriles. El Hotel Fortín no tenía vacantes, por lo que tuve que tomar una de las pocas habitaciones disponibles en el hotel de al lado, desde cuyo lobby también se podía vigilar la única entrada del Hotel Comercio. El dueño del Hotel Alvarado resultó ser un español de setenta años, calvo y que no perdía oportunidad de debatir sobre la espiritualidad con cualquier pobre víctima que estuviera cerca. Cuando alguien le hacía enojar o lo contradecía, amenazaba con enviarle una legión de siete mil ángeles, ni uno más ni uno menos, que lo castigaría sin misericordia con su espada flamígera; muy probablemente, había sido él quien colocó junto a la lista de precios un letrero que tenía escrito: HOTEL ALVARADO: NUESTRA GARANTÍA, UN ESPÍRITU BUENO EN CADA CUARTO. Tuvo suerte, me dijo, buscando hacer plática, era nuestra última habitación, casi todas están reservadas a los artistas. Los artistas a quienes se refería no eran otros que los integrantes del Circo Atayde, que ofrecía tres funciones diarias en los terrenos adyacentes. Sin duda los circos pasaban por una buena época para permitirse pagar un hotel para sus mejores artistas por unas cuantas noches, y hacerles olvidar su vida trashumante en los remolques. Durante los días que estuve hospedado, el lugar parecía ser parte de un extraño sueño: enanos entraban y salían seguidos de faquires, la Mujer Barbuda y un lanzador de cuchillos, quien hizo dos exhibiciones para los huéspedes; el hombre fuerte del circo, vestido con un traje de Tarzán, repartió boletos a los niños; sin embargo, cuando se le terminaron, no pudo evitar que una jauría de infantes se le colgaran en el cuerpo exigiendo más, por lo que tuvo que cargarlos durante varios metros. Decidí salir a la calle para evitar distracciones. Un tragafuegos lanzó una llamarada ante los aplausos de un público que lo miraba con fascinación, mientras que malabaristas, changos, equilibristas y enormes elefantes con sus entrenadores se paseaban por las calles con naturalidad, acompañados de dos enormes leones de melenas sucias y descoloridas, que recorrían una reducida jaula que apenas podía contenerlos; en los escalones de una miscelánea, un par de niños platicaban con dos gitanas adolescentes, quienes entre risas les tomaban de la mano y les leían la fortuna. Ese día el hombre cambió su rutina. Abandonó con tal prisa el hotel que tumbó a un enano que hacía malabares con botellas de vidrio. El ruido de los cristales rotos, así como el abucheo y mentadas de madre que la gente le dedicó, lo sorprendieron. Nervioso por haber llamado la atención, huyó del lugar con la cabeza baja, las manos en los bolsillos de la chamarra, y detuvo un taxi. Yo lo seguí en otro a distancia prudente, hasta que le vi bajarse frente a la hemeroteca de la ciudad. Allí entró a las oficinas y subió dos pisos hasta los archivos, donde conversó con la empleada, quien unos momentos después le entregó un pesado tomo encuadernado. Se fue a la mesa más alejada del salón, donde hojeó el volumen sin prisas durante media hora. Lo vigilé desde una mesa lejana, y oculto tras una columna. Cuando terminó su lectura devolvió el volumen a la empleada y abandonó la sala. Tenía que tomar una decisión, investigar el tomo que había consultado o seguirlo. Como sabía por los informes del encargado del hotel que el hombre tenía su habitación pagada por dos días más, decidí quedarme. La empleada no regresaba de su oficina. Golpeé el escritorio y la llamé, pero nadie vino. El volumen estaba sobre un archivero, por lo que salté la mesa y me lo llevé. Sabía aproximadamente en qué parte del volumen había detenido su lectura, por lo que hojeé varias páginas hasta dar con lo que buscaba. Era preciso detenerle. Abandoné el edificio. Afuera llovía con fuerza y el tráfico estaba congestionado, por lo que tardé casi una hora en encontrar un taxi que me llevara al hotel. Cuando pregunté al recepcionista si el hombre había vuelto, me informó que acababa de liquidar su cuenta y abandonar el hotel; cargaba dos maletas, de seguro va para la central de autobuses, finalizó. Tuve una sospecha. Quiero ver el registro de huéspedes, dije, extendiendo un par de billetes. Me lo mostró. Ni siquiera lo abrí, lo puse bajo el brazo y salí del lugar, sin hacer caso a los reclamos del empleado. No había tiempo para recoger mis pertenencias en el Hotel Alvarado; tal vez con la intervención del dueño, alguno de sus siete mil ángeles podrían llevar mis maletas hasta Washington. Corrí bajo la lluvia en sentido contrario a una muchedumbre que iba al circo. Llegué empapado a la terminal de autobuses, donde diversas compañías ofrecían sus servicios para cualquier parte del país. Recorrí con la mirada sus nombres: ADO, Corsarios del Bajío, Galgo, Transportes Frontera, Estrella Blanca, TNS. Podía haber tomado cualquiera, por lo que dejé todo a la intuición y me dirigí a la terminal de Transportes Frontera. No lo encontré entre quienes esperaban, pero logré verlo documentar su equipaje en un autobús con destino a Nuevo Laredo. Fui a la taquilla y compré uno de los últimos tres boletos restantes. Él tuvo el asiento 4 y yo el 23. Durante buena parte del trayecto, el camión se detuvo varias veces: la gente que subía le pagaba directamente al chofer, quien se guardaba el dinero en la chaqueta. Me mantuve despierto toda la noche para evitar que bajara intempestivamente sin darme cuenta. No había comido en todo el día, pero el camión parecía un restaurante sobre ruedas: en cada parada la gente subía ofreciendo gran variedad de alimentos: pollo, tamales, atoles, camarón seco, quesos. El conductor anunció que el camión se detendría por diez minutos. Hasta entonces logré comunicarme al FBI, informar casi telegráficamente lo que había descubierto y colgar justo a tiempo para no perder el autobús. De los pasajeros que subieron y bajaron, ninguno entró en contacto con el hombre. Llegamos en la madrugada. La niebla cubría el puente que dividía a los dos Laredos. El hombre caminó por el puente entre la niebla. Lo seguí a una distancia prudente, observándole cruzar la frontera e internarse en Estados Unidos. Sabía que su suerte estaba echada. Me adelanté para capturarlo, cuando tres agentes de inmigración me sujetaron por la fuerza. De dos logré separarme con un par de golpes y tirarlos al suelo, pero otros tres lograron inmovilizarme. Soy agente del FBI, les grité. Me identifiqué mostrando mi placa, pero ni siquiera la miraron. No les importó y comenzaron a arrastrarme rumbo a sus oficinas. Les advertí que perseguía a un sospechoso y se lo señalé, pero esto tampoco pareció preocuparles. Vi la silueta del hombre que seguí durante cinco días desaparecer entre la niebla. Forcejeé una vez más, pero un golpe en la cabeza me hizo perder el conocimiento. Desperté en una habitación cerrada y sin ventanas. Era inútil intentar abrir la puerta, pues no tenía ninguna clase de perilla por dentro. A cuatro metros de altura, una pequeña rejilla permitía que el aire circulara. Permanecí incomunicado tres horas más hasta que fui liberado sin ninguna explicación. Me fue ordenado redactar el informe en una oficina privada. Un superior, a quien jamás había visto y que nunca se identificó, leyó en silencio el informe frente a mí. Ocasionalmente me miró un par de veces. Cuando lo terminó, puso la combinación de su portafolio metálico, abrió los broches y guardó los documentos en su interior, para luego cerrarlo, borrar la combinación y encadenar el portafolio a su brazo. Yo no existo, y su viaje, así como este informe jamás sucedieron, ¿quedó claro?, fue todo lo que dijo. No moví un solo músculo de la cara y endurecí el cuello para que el cansancio no hiciera parecer que asentía. En cuanto abandonó la oficina, dos hombres entraron, uno cargó con la máquina de escribir, mientras el otro le extraía la cinta. Partieron en direcciones contrarias. Quedé solo en la oficina con la puerta abierta. Salvo mi palabra, no había ninguna prueba de todo lo que unos momentos antes acababa de pasar. Me levanté para irme y nadie me detuvo. Mientras avanzaba por el pasillo, observé al grupo de agentes que me detuvo, sentados junto a sus escritorios. Todos, salvo uno que no reconocí, me sostuvieron la mirada. Debió ser el que me golpeó por la espalda. Todos nos grabamos en la mente nuestros rostros. Cuando salí de la oficina de inmigración caminé hasta el estacionamiento. Por un momento tuve la tentación de voltear y confirmar si todo lo que había dejado atrás alguna vez existió. Siete semanas después me encontraba de vacaciones en mi departamento. Cambiaba los canales de la televisión sin mucho interés cuando me detuve en una telenovela titulada «As the World Turns». Súbitamente, Walter Cronkite apareció en cámara, sin saco y con una corbata negra. A sus espaldas, todo un grupo de reporteros en el cuarto de prensa chocaban entre sí, como ratones asustados en un laberinto. «Éste es un boletín de la CBS. En Dallas, Texas, tres disparos fueron hechos contra la caravana del presidente Kennedy en el centro de Dallas. Los primeros reportes confirman que el presidente Kennedy fue seriamente herido por los disparos». La transmisión de «As the World Turns» regresó y un par de minutos después llegaron los anuncios: un anuncio comercial de Nescafé que parecía no terminar nunca. Los boletines fueron interrumpiendo la programación, hasta que finalmente Cronkite quedó a cuadro, recapitulando lo sucedido en el día. El gobernador de Texas, Connally, afirmó, también se encontraba herido. Escuché el sollozo de una mujer de un apartamento vecino, varias puertas cerrarse, abrirse y gente correr por los pasillos. Las palabras de Cronkite se escuchaban sombrías, como si lo inevitable estuviera cerca y apenas faltara que alguien lo confirmara. A sus espaldas, dos editores esperaban junto a la máquina donde llegaban los boletines de la AP. Uno de ellos tomó el que acababa de salir, lo cortó y se dirigió al escritorio de Cronkite, quien se puso los lentes, lo leyó por un momento y se los volvió a quitar. «De Dallas, Texas, un boletín, aparentemente oficial, el presidente Kennedy murió a la una de la tarde, hora central. —Cronkite miró un reloj en la pared y continuó—: Dos de la tarde hora del Este, hace treinta y ocho minutos». Se detuvo por unos instantes, como quien guarda un respetuoso silencio, mordió su labio inferior visiblemente afectado, tragó saliva y seguramente repitió en su mente la frase con la que finalizaba sus noticiarios todas las noches: «And that’s the way it is». Haciendo acopio de fuerza, continuó con el resto del boletín: «El vicepresidente Johnson ha abandonado el hospital en Dallas, pero no sabemos adónde se dirigirá. Presumiblemente tomará juramento y será nombrado el trigesimosexto presidente de Estados Unidos». Walter Cronkite, el hombre más confiable de Estados Unidos lo había hecho oficial: el presidente Kennedy había muerto a manos de Lee Harvey Oswald, el hombre a quien siete semanas antes estuve a punto de detener en la frontera con México.

El director Hoover no pronunció palabra ni pareció sentir nada especial tras concluir mi relato. ¿Por qué sospechó de Oswald?, fue lo único que preguntó. El tomo de la hemeroteca era de las fechas en que el presidente Kennedy visitó México, le contesté. Oswald perforó con el dedo la foto del periódico, justo en el rostro del presidente. Pensé que podía tratarse de un complot que incluía contratar mexicanos para atacar al presidente. El mexicano es un mentiroso patológico, me interrumpió el director, pero nunca deberá preocuparle la posibilidad de que uno dispare contra nuestro presidente, no tienen mucha puntería, pero si uno de ellos viene contra usted con un cuchillo, tenga cuidado, me advirtió. Guardó silencio por unos momentos. El director Hoover podía encontrar lo que fuera sobre cualquier persona si se decidía a investigarla, era algo por lo que todos le temían; las peores pesadillas de muchos norteamericanos incluían un espía detrás de cada árbol y un agente en sus armarios, y ambos trabajando para el FBI. ¿Y todos estos años usted ha creído que pudo haber salvado la vida del presidente Kennedy, no es así? No contesté. Escuche bien mis palabras, advirtió, porque sólo las diré una vez. Lee Harvey Oswald era un pequeño mosquito de una parvada que iba sobre el presidente. Tarde o temprano alguno hubiera logrado su objetivo. Era más importante saber de dónde venía el enjambre y quién lo enviaba. No intente ir demasiado delante de los acontecimientos, Mc Kenzie, me aconsejó, si algo nos ha enseñado la historia de este país es que los pioneros terminan cubiertos de flechas. Necesito dormir un poco, dijo el director, haciendo el esfuerzo por levantarse del sillón. Lo ayudé a llegar hasta la cama. Últimamente he tenido pesadillas inquietantes, me dijo. Sueño que me atrapan y que destruyen todo lo que he logrado, cuando volteo para mirar quién me ha puesto las esposas, descubro que soy yo mismo. Me conduzco por el pasillo de una cárcel, en cuyas celdas hay hombres con cuerpo de espejos, en los que me reflejo cansado, viejo y esposado. Escucho como si un gran edificio se derrumbara a mis espaldas, como si mis manos hubieran soltado las granadas que tenían a su cuidado al mismo tiempo. Escapé de las ruinas del antiguo Buró para edificar un imperio que les protegiera y ahora quieren derribarlo. El director miró hacia el pequeño buró junto a su cama, donde un vaso lleno de leche, un cenicero vacío, una lámpara y un portarretratos apenas cabían. La foto no era personal, ni de algún familiar, mucho menos tomada con algún político o actor famoso, era la de un perro de raza airedale terrier. El día más triste de mi vida fue cuando tuve que enterrar a Spee De Bozo, dijo el director, tomando la foto entre las manos. Todas las mañanas me acompañaba a comprar el periódico y se echaba bajo la mesa a comer lo que no me gustaba. Fue un buen perro, recordó, inteligente, incondicional, fiel, y sabía responder a órdenes sencillas. El portarretrato pareció pesarle, porque su mano fue descendiendo, de manera que lo tomé y lo regresé al buró. Tosió con fuerza. ¿Quiere que llame a un médico, señor?, le pregunté. No es necesario, contestó. ¿Está usted seguro?, pregunté nuevamente. El director Hoover me miró en silencio. Sólo hay dos cosas seguras en la vida, Mc Kenzie: una, que usted y yo nos vamos a morir, y dos, que la muerte es un misterio. Cerró los ojos sin decir más y supe que cuando los abriera, esperaba que nadie se encontrara frente a él.