El misterioso señor Martínez II
Desperté alrededor de las nueve de la mañana y tomé un baño. Revisé el clóset de mi habitación: había suficiente ropa de mi talla para dos semanas, así como tres pares de costosos zapatos que brillaban como si acabaran de ser lustrados. En la sala, los restos de la cena del día anterior habían sido retirados y el departamento lucía limpio y ordenado. Incluso el hueso de aceituna había desaparecido. Sobre la mesa estaba dispuesto el desayuno. Rocío, con el rostro demacrado, comía con desgano junto a la mesa. Vestía una bata blanca de seda sin anudar, con su monograma estampado. No le importó mostrarse parcialmente desnuda mientras regresaba del refrigerador con un bote de leche. En el reverso del envase de cartón aparecía la foto de una adolescente perdida y un número telefónico. Rocío lo observó y le dio vuelta para poner la imagen frente a mí. Usted y yo podríamos estar en el siguiente, dijo. ¿Cómo va con su biografía?, dije por preguntar cualquier cosa. Unos meses bien, otros mal. Al principio empecé por sus recuerdos pero no funcionó. Luego pensé en escribir un libro que fuera como una máquina de pinball, que un primer golpe me llevara a una primera persona que le conociera, ésta a otra y así sucesivamente, y tampoco lo logré. Luego busqué que cada letra del abecedario narrara algo en especial de su persona, más tarde por las películas que recordaba. Nada sirvió. Estoy en cero. ¿Sugerencias?, preguntó. Guardé silencio. Pareciera poseer una variación del toque de Midas, dijo, tarde o temprano termina por poseer todo aquello que toca. ¿En verdad tiene tanto dinero?, pregunté. El suficiente para no tener que aparecer en la lista de Forbes, contestó Rocío. Usted debe andar tras algo importante, continuó, pocas veces le he visto encargarse personalmente de asuntos como el suyo. En esta ocasión es diferente, estoy buscando algo que él tiene, dije, un filme perdido de la época del cine mudo. Los asistentes a la función de San Francisco murieron, interrumpió Rocío, ¿qué sentido tiene querer acompañarlos? Abrió el mismo frasco de la noche anterior y puso dos pastillas en su boca. Dio un gran trago a un vaso con jugo de naranja, pero la mano le tembló y parte del jugo se derramó en su barbilla, siguió por su cuello y terminó por deslizarse entre sus senos. No hizo ningún intento por limpiarse. ¿Conoce el filme?, pregunté con interés. Algunas veces creo que no soy su biógrafa sino su conciencia. Soy un hueco en un árbol en el que él grita sus pecados y luego lo cubre con lodo, para que nadie más los conozca. Él sigue su vida, mientras el árbol se pudre por dentro. Compartir un secreto es una cosa, pero compartir una atrocidad equivale a contagiar una pesadilla, dijo, cerrando la bata, que volvió a abrirse al instante para mostrar unos senos blanquecinos y bien formados. Él sabe que tarde o temprano usted lo escribirá todo. Ella guardó silencio. Todas mis páginas están en blanco, señor Mc Kenzie, dijo, mientras vaciaba miel de abeja en exceso sobre un waffle. Colocó otro más encima y lo bañó con una dosis aún mayor, ahora de jarabe de arce. Hizo lo mismo con tres waffles más, hasta tener un edificio del que escurría miel por todos lados. Me va a decir que una escritora pasa años viviendo con su personaje sin escribir una sola línea. Si intenta encontrar algo que a él le pertenece, dijo, ignorando mi comentario, pierde su tiempo. Podría esconderlo en cualquier lugar del mundo, agregó, y aunque viviera doscientos años no estaría ni cerca de hallarlo. Lo que usted busca podría estar en este departamento, en la bóveda de algún banco o escondido en las muchas propiedades que tiene por el mundo, dijo. En eso sonó el interfón. Rocío se puso de pie y contestó. Su expresión cambió mientras escuchaba. Colgó y me miró. Él llegará en un par de horas. Yo, dijo levantándose y anudando su bata, debo empacar nuevamente mi maleta. No importa lo listo que sea, señor Mc Kenzie, o si cree ser especial por haber sido el último secretario privado de Hoover, advirtió Rocío, nunca se ha enfrentado a alguien como él, y si no se aparta del camino, será la última vez que lo haga. La observé entrar a su habitación, despojarse de la bata para sentarse desnuda en el borde de la cama. No se preocupó por cerrar la puerta. Se agarró la cabeza con ambas manos y la inclinó un poco. Oí un zumbido. Una mosca negra había logrado burlar la seguridad del edificio y aterrizó en la torre de waffles. Pensaba que había encontrado el paraíso, pero terminó atrapada en la viscosidad de la miel. Buscó escapar a base de aleteos, pero no lo logró. Caminé hasta el bote de basura cromado. Pise el pedal para abrirlo y dejé caer el plato en el fondo. Cuando quité el pie y la tapa descendió, el plato, los waffles, la miel y la mosca desaparecieron de mi vista.
Esperamos por más de cinco horas, hasta que escuché la puerta del departamento abrirse y reconocí a los escoltas que me acompañaron en el avión. El señor le espera, dijo el más alto. Avancé hasta el cuarto de Rocío para despedirme, pero lo impidieron. Llegamos hasta el elevador, introdujeron una tarjeta, teclearon una clave y dieron un paso hacia atrás. El hombre que llegó por mí sería un guardaespaldas rudo como cualquier otro, de no ser porque tenía una peculiaridad: jamás parpadeó. Eso se hizo más evidente a medida que subíamos al último piso. Bien podría tratarse del sujeto que visitó el registro de autor, el Sindicato de Actores y la casa de Edna. Un par de segundos más tarde, las puertas se abrieron. Un nuevo grupo de guardianes nos esperaba. El hombre que no parpadeaba les dio un par de órdenes y fui escoltado por el pasillo hasta que entramos a un departamento sin número visible. «Lujo» y «fastuosidad» eran dos palabras que no lograrían describir fielmente el interior del lugar. En la primera sala se encontraban colgadas obras de renombrados artistas pop, mientras que en el otro extremo un becerro con la piel cubierta de oro flotaba en un cubo con formol. Más adelante me detuve frente a un largo pasillo con paredes de plata. No eran rumores a fin de cuentas. A medida que avanzaba, obras de arte religioso mexicano descansaban sobre pedestales de plata. Antiguas figuras de santos sin restaurar, de todos los tamaños, daban un aspecto de lástima y sufrimiento. A la mayoría de las piezas les faltaban coronas, mantos, manos, piernas y fragmentos de la cara. Dos llamaban particularmente la atención: una escultura sin cabeza, estofada en oro, que sostenía una bandeja con la cabeza decapitada de san Juan Bautista, y un Cristo negro crucificado sin el brazo derecho, que derramaba lágrimas de sangre, a pesar de que su rostro tenía una sonrisa desencajada. Un antiguo portón de iglesia, de madera descascarada y en cuyos paneles habían pintado visiones infernales, se encontraba al final del pasillo. Lo empujé para entrar. El hombre estaba sentado tras su escritorio; contrariamente al resto del departamento, la oficina era sencilla y amplia, y predominaban las tonalidades blancas. Un antiguo caballito de carrusel descascarado, con la cola rota y la crin apolillada, se encontraba anclado al piso en un tubo de plata, a una distancia tan corta de su escritorio que podría acariciarlo. Me pregunté si estaba mirando su Rosebud personal. Lo rodeaban un viejo y gastado libro que descansaba en una vitrina y un cuadro de Mark Rothko, compuesto por sólo dos trazos de pintura, y que, según las noticias, fue vendido a un coleccionista anónimo en noventa millones de dólares.
El coleccionista anónimo se encontraba frente a mí. Parecía un tipo como cualquier otro, un neoyorkino más que prefiere subir a un taxi que conducir su propio auto. Lo mismo se podría encontrarlo de pie comiendo un hotdog en el Gray’s Papaya que haciendo fila en espera de una cancelación en el restaurante más exclusivo de la ciudad. Un rostro que no llamaba la atención y que fácilmente podría olvidarse o esconderse entre la multitud, como una copa de cristal en el fondo del agua. Recordé a un francés con quien me enviaron a entrenamiento. Aseguraba tener el rostro más común, olvidable y que mayor confianza inspiraba en el mundo. Acostumbrado a la presunción de los agentes franceses, decidí pedirle una prueba. Se colocó un par de anteojos y me señaló un desfile que el presidente francés oficiaría en unos minutos y al cual asistimos para que me demostrara sus sistemas de seguridad. Avanzó con paso descompuesto, un poco torpe, sonriendo y saludando con la cabeza. Logró entrar y sentarse en una comitiva de honor sin ser revisado. Se puso de pie y en el momento que le vi saludar al presidente de Francia y darle un abrazo, comprendí que debía pagar una cena con botella de vino.
El señor Martínez, sin pronunciar palabra, me hizo una seña para que me sentara frente a su escritorio. En el extremo derecho de su oficina, una rueda de bicicleta descansaba sobre un taburete: Tardé en reconocer la Rueda de bicicleta, de Marcel Duchamp, y me vino a la mente que la versión original de la misma se había perdido. El hombre revisó un par de documentos, los enrolló y metió en un tubo que recordaba los sistemas de mensajería de las tiendas de los cincuenta. Pulsó un botón y la cápsula fue succionada. Siguió en silencio y realizó un par de operaciones como si se encontrara solo. No me gustan las sombras que no son mías, señor Mc Kenzie, dijo mientras firmaba un documento que apartó para luego mirarme como quien tiene que encargarse de un asunto molesto y tedioso. He seguido con interés cada uno de sus pasos y no es usted otro agente burócrata, Mc Kenzie. Un hombre menos valiente pero más listo se hubiera retirado hace tiempo, advirtió. El señor Martínez estaba en la etapa de inspirar miedo; si eso no resultaba, tarde o temprano ofrecería un trato. Caminó hasta la vitrina donde se encontraba el viejo libro, bajo unas luces tenues. Tecleó una clave electrónica y el cristal se deslizó hacia arriba. Tomó el libro y caminó de regreso hasta mí. El matemático Pierre de Fermat, dijo, escribió en el margen de esta copia del libro Aritmética, de Diofanto, traducido por Claude-Gaspard Bachet, su famoso teorema en 1665. El señor Martínez se sentó, abrió el libro en una página y lo dejó frente a mí, mientras recitaba de memoria: «Es imposible dividir un cubo en suma de dos cubos, o un bicuadrado en suma de dos bicuadrados, o en general, cualquier potencia superior a dos en dos potencias del mismo grado; he descubierto una demostración maravillosa de esta afirmación. Pero este margen es demasiado angosto para contenerla». Esa noche la muerte sorprendió a Fermat, quien acostumbraba escribir las soluciones de sus teoremas en el primer libro que tenía a la mano. Quiso el azar o la fortuna que el editor de la Aritmética de Diofanto dejara márgenes muy estrechos, donde las notas apenas cabían. Acostumbrado a trabajar a solas la mayor parte del tiempo, sus investigaciones se dieron a conocer gracias a Marin Mersenne, su único contacto con la comunidad matemática, y quien notificaba al resto del mundo los logros de su amigo. Fuera usted matemático o no, señor Mc Kenzie, era imposible no sentirse fascinado por la historia del último teorema de Fermat. ¿Logró Fermat resolverlo, o sólo dejó una broma para los matemáticos del mundo? Durante años, amigos y enemigos de Fermat buscaron por toda su casa la demostración escrita del teorema sin éxito. ¿Puede un hombre ser más inteligente que los demás durante tres siglos? Su enigma, que es una abstracción del teorema de Pitágoras, quitó el sueño a los matemáticos durante tres siglos y medio, hasta que en 1995, Andrew Wiles, utilizando herramientas matemáticas que no existían en el siglo dieciséis, finalmente pudo solucionarlo. ¿Quien resuelve un problema o encuentra algo perdido es tan importante como quien lo creó? La nostalgia forma parte de nuestra naturaleza, señor Mc Kenzie, y a la mayoría, ver resuelto un misterio que consideramos como nuestro, más que alegrarnos, nos entristece. De haber tenido el poder y los medios necesarios en 1995, créame que hubiera hecho todo lo posible para que el enigma de Fermat continuara sin resolver. Un selecto grupo de matemáticos ganó la comprobación de un teorema más, pero el mundo perdió un misterio que fascinó a millones durante siglos. Fue hasta un pequeño refrigerador y sacó dos botellas de cerveza. Me tendió una, que estaba helada. Las gotas escurrían por la etiqueta de un emperador azteca. Bien muertas, dijo para sí, como dicen en mi pueblo. Entonces me miró: Soy un hombre que siente predilección por los enigmas, señor Mc Kenzie, confesó. Estoy convencido de que no todos los misterios deben ser resueltos, dijo, clavándome la mirada, como para asegurarse de que entendiera a la perfección. Desde niño, recordó, sentí fascinación por aquellos viejos mapas que tenían escritos en los espacios en blanco las palabras «territorio desconocido». Pensaba, en la soledad de mi cuarto: qué clase de lugares, personas o animales podrían existir en aquellos sitios inexplorados; cuando los mapas en blanco fueron llenándose de ríos, cordilleras y pueblos el mundo fue perdiendo su magia, su misterio. Guardó silencio, en espera de algún comentario de mi parte, que nunca llegó. Respiró profundamente, como quien se encuentra ante un estudiante que no termina de captar lo obvio. ¿Ha oído hablar del manuscrito Voynich? Me mantuve en silencio. Es un misterioso libro ilustrado con símbolos desconocidos, por un autor anónimo en un alfabeto y un idioma incomprensibles, escrito hace más de quinientos años. Ha pasado a lo largo de los siglos por las manos de estudiosos, criptógrafos profesionales y hasta especialistas en códigos de la segunda guerra mundial, y nadie ha logrado descifrar una sola palabra. Para algunos no es más que un sofisticado engaño y una serie de símbolos al azar, pero su estructura cumple con la ley de Zipf, por lo que está basado en alguna lengua natural. El libro está dividido en varias secciones: herbolaria, cosmogónica, astronómica, biológica, de recetas; y contiene extraños diagramas zodiacales e ilustraciones de plantas, seres humanos diferentes a nosotros y castillos que nadie ha podido ubicar. Equipos de criptógrafos de la NSA y la NASA han intentado descifrarlo sin éxito. El mundo necesita conservar algunos de sus enigmas, dijo, mientras daba un largo trago a su cerveza. Usted es todo lo contrario a eso, le contesté. No descubre sino que oculta. Detesto las novelas policíacas, señor Mc Kenzie, ¿sabe por qué?, porque la resolución de un misterio nos genera unos cuantos momentos fugaces de placer; en cambio, un enigma sin resolver puede alimentar la curiosidad de los hombres durante siglos. Los misterios se recuerdan más que las personas que los resuelven: la maldición de Tutankamón y Howard Carter, el teorema de Fermat y Andrew Wiles, y la lista podría seguir, dijo, alzando la cerveza a contra luz. Sabría mejor si estuviéramos sentados en el cofre de un auto después de un partido de fútbol, ¿no lo cree? No contesté, pero di un sorbo a la mía. Una mañana, antes de mi fiesta de cumpleaños, continuó, tuve la ocurrencia de espiar al mago que mis padres contrataron como variedad, dijo mientras daba un largo trago a su cerveza. Observé paso a paso cómo preparaba sus trucos, comprendí que la magia no era más que una suerte de elaborado engaño. A pesar de la emoción de los otros niños, que aplaudieron todos los trucos, esa tarde algo se rompió dentro de mí; cuando uno descubre cómo se hace la magia, ésta desaparece para siempre de tu vida. No me interesaban para nada los recuerdos melancólicos de un nuevo millonario. ¿Y los muertos?, pregunté, como si acabara de sentarme hace unos segundos y todos sus argumentos e historias me tuvieran sin cuidado. Decidió pagar con la misma moneda: Los muertos son como las cervezas, señor Mc Kenzie, dijo mientras terminaba la suya de un trago, nomás por gusto, sonrió al tiempo que la dejaba caer en un bote de basura de cristal. Se hicieron las advertencias necesarias antes de la proyección y nadie las tomó en cuenta, dijo a modo de justificación, así que mis hombres no tuvieron más remedio que actuar. Quiso decir: asesinar a sangre fría. «Quod licet Iovi, non licet bovi», dijo mientras jugaba con la corcholata entre sus dedos. Lo que es lícito para Júpiter, no es lícito para todos, señor Mc Kenzie, dijo, creyendo que me ahorraba la traducción. Para mí la vida es como un eterno carnaval veneciano, donde puedo hacer lo que me plazca, sin la preocupación de quitarme la máscara y aceptar las consecuencias de mis actos, porque no existo. Vamos a hablar derecho, señor Mc Kenzie, ¿cuánto vale su olvido?, preguntó con seriedad, como quien no desea perder más tiempo, ni mover más piezas que las necesarias para conseguir su objetivo. Guardé silencio. Sacó un talonario de su cajón, y desprendió un cheque. Lo llenó con rapidez, y lo plantó de un manotazo en el escritorio frente a mí, de tal forma que pudiera leer la cantidad. Contenía suficientes ceros a la derecha del uno para marear si se les contaba con detenimiento. Una corriente de aire deslizó el cheque hasta dejarlo cerca del borde del escritorio, a punto de caer. Ninguno de los dos hizo nada por tratar de evitarlo. No me rendiré fácilmente, le advertí. Suspiró, como quien desea poner fin a una molesta negociación. Le daré dos regalos: ese cheque y la posibilidad de estar vivo para cobrarlo. ¿Me está amenazando?, le reviré. Tres pueden mantener un secreto si dos están muertos, amenazó, tomando el libro entre sus manos. Ante tal certeza matemática concluí que no me invitaría una segunda cerveza. Edna Tichenor murió la semana pasada y todas sus pertenencias han sido debidamente incineradas, como fue su deseo expreso, contó, esperando sorprenderme. Lo miré en silencio. Alguien tendrá que pagar por esas muertes, amenacé, mientras lo miraba fijamente. Él guardó silencio y alzó los hombros, al tiempo que intentaba sonreír. El cheque terminó por caer, balanceándose suavemente en su descenso hasta llegar a la alfombra. Comenzó a llover. Gruesas gotas como lágrimas se deslizaban por el gran ventanal, distorsionando las siluetas de los rascacielos a sus espaldas. Un relámpago pareció caer sobre un edificio, y pensé en mi padre, en qué haría si estuviera sentado frente a un tipo así. Escuché los pesados pasos de los guardaespaldas acercarse, uno a uno, pero bien pudo ser un dinosaurio, hasta que la luz de otro relámpago me regresó a la realidad. ¿Cuánto tiempo tenía antes de que fuera demasiado tarde? ¿El hombre frente a mí poseía el filme y deseaba destruir todas las copias existentes? ¿O también lo había buscado durante años sin éxito y yo era quien más cerca estaba de encontrarlo? ¿Había pasado de ser una molestia para convertirme en una amenaza? El cheque continuaba en el suelo. El señor Martínez deslizó su mano fuera de mi ángulo de visión, como si buscara un arma o acaso para presionar uno de esos botones que abren compuertas en el piso para que uno caiga al vacío y deje de ser un estorbo. El asunto no es si sus horas están contadas, señor Mc Kenzie, dijo con gravedad, sino qué tan rápido corre su reloj. El señor Martínez intercambió miradas con sus guardias y después conmigo. ¿Tiene el filme?, me aventuré a preguntarle, no iba a dejar pasar una oportunidad como ésa. Guardó silencio. Escuché abrirse el portón. Dos guardias que no reconocí, impecablemente vestidos de traje negro, lentes oscuros y radiocomunicadores en sus audífonos, se colocaron a mi lado. Sonrió, al tiempo que sostenía la Aritmética de Diofanto en la mano: Tengo una respuesta maravillosa para esa pregunta, señor Mc Kenzie, pero el tiempo que le queda es demasiado corto para contestarle. Me puse de pie y caminé rumbo a la puerta sin despedirme. El hombre que no parpadeaba me bloqueaba el paso. Inmóvil, con sus ojos fijos como los de un muerto, esperaba instrucciones de su jefe. Debió recibir alguna porque terminó por hacerse a un lado. Mc Kenzie, gritó desde su escritorio. Di media vuelta. Él continuaba sentado, con los rascacielos a su espalda, la Aritmética de Diofanto entre sus manos, la pintura de Rothko y el viejo caballo de carrusel a su lado. Dije que le abriría la puerta, sentenció el señor Martínez, nunca dije que no soltaría a los perros. Un guardia cerró el viejo portón y quedé a solas en el pasillo, entre paredes de plata. Un majestuoso ángel de mármol, en el que no había reparado antes, extendía sus largas alas, mientras su dedo índice sobre los labios, y su rostro, ordenaban con gravedad guardar silencio. Mientras caminaba a la salida y observaba al grupo de santos mutilados, despintados y caídos en desgracia, me pregunté si algo del niño que se subió a ese caballo de madera quedaba en ese hombre.