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El misterioso señor Martínez I

El vuelo hasta Nueva York transcurrió sin problemas, tal como se espera cuando uno viaja en primera clase. Champaña, vodka, whisky y toda una serie de sofisticadas bebidas, cocteles y bocadillos desfilaron ante nosotros. Las azafatas abrían y cerraban con prontitud la cortina que nos separaba del resto de los pasajeros, como si temieran que algún virus de la clase turista pudiera infectar a su selecta clientela, cuya única preocupación existencial consistía en elegir entre el caviar Beluga, Ossetra o Sevruga. Como el baño se encontraba ocupado, decidí usar los de la clase turista. Uno de mis acompañantes me siguió discretamente. A medida que avanzaba por el pasillo, sentí las miradas de los pasajeros sobre mí. No se necesitaba ser Einstein para saber que sus pensamientos eran: ¿por qué ese imbécil viaja en primera clase y yo no? Mientras regresaba a la primera clase, una turbulencia sacudió el avión. Se oyó el chirrido en las alas y observé por la ventana. Uno de los alerones se extendía lentamente por acción de unos engranes. No importa quiénes fuéramos o a qué nos ocupáramos, la vida y seguridad de todos recaían en un piloto sin rostro, o peor aún, en un mecánico anónimo, encargado de apretar los remaches de las alas.

De regreso en primera clase, mi compañero de viaje, un psiquiatra, se dedicó a contar su vida mientras alababa las bondades del psicoanálisis. Fingí poner atención a sus argumentos, pero mi padre siempre me enseñó a desconfiar de los psiquiatras: «Si estás tratando todo el día con locos, algo se te tiene que pegar», me dijo más de una vez. Justo en el instante en que llevaba a mis labios un whisky en las rocas, otra turbulencia sacudió el avión y mi mano se alzó como si brindara. Me pregunté si había motivos para hacerlo. No los encontré, pero bebí de todos modos. Minutos después, el avión se inclinó a un costado; la estructura del edificio Chrysler surgió imponente, emitiendo reflejos plateados. Desde que iniciamos el despegue la azafata nos indicó que a fin de experimentar la sensación de la cabina, las pantallas quedarían encendidas y veríamos lo mismo que los pilotos. No parecía la mejor de las ideas, lo último que uno quiere saber cuando está en un avión es que se encuentra volando. Exhibir la cinta Aeropuerto 1975 hubiera sido menos estresante. Minutos después aterrizamos en La Guardia y nos dirigimos a una limusina que ya nos aguardaba. Mi celular fue requisado desde el primer momento, por lo que nadie conocía mi ubicación. Los tres guardianes se sentaron a mi lado y no dijeron palabra alguna hasta que la limusina giró en una calle oscura y se detuvo de improviso. Nos encontrábamos frente a un lujoso edificio de departamentos en Manhattan. Una puerta oxidada, la cual a simple vista pasaba inadvertida, se abrió con lentitud. El vehículo avanzó hasta casi topar con la pared. La puerta se cerró y quedamos sumidos en la oscuridad. Entonces descendimos por un pasillo débilmente iluminado hasta un elevador. Tras unos segundos de espera, las puertas se abrieron y entramos. Un solo botón resplandecía en el tablero. El guardián más alto lo presionó e iniciamos el ascenso. Unos segundos más tarde el elevador se detuvo, las puertas se abrieron y avanzamos por un largo pasillo. Llegamos a un departamento sin número, cuya puerta estaba protegida por una cerradura eléctrica. Una vez tecleada la clave de acceso, la puerta se deslizó dentro de la pared, para desplegar ante nosotros un lujoso departamento desde el cual se tenía una vista privilegiada de Manhattan. El señor tuvo que ocuparse en algunos asuntos fuera del país, por lo que no le será posible atenderlo, dijo el más alto, mientras con un movimiento de cabeza daba una orden a los otros dos guardias, quienes llevaron mis maletas a uno de los dos cuartos. ¿Y si necesito salir a comprarme ropa?, pregunté, pero fui interrumpido. No será necesario, contestó, en su habitación encontrará ropa y zapatos de su talla para varios días, si necesita algo más presione el cero en el teléfono y será atendido. Suena como si fuera un prisionero, afirmé. Huésped, comentó el guardián, es usted un huésped del señor, dudo que existan cárceles como ésta, finalizó, mientras se dirigía rumbo al pasillo, seguido por los demás. La puerta surgió de la pared y se cerró de golpe; segundos después, un pasador eléctrico se activó. Ésta parecía ser una de esas situaciones donde resulta más fácil dejarse llevar por la corriente que luchar en su contra. Me dirigí al bar, preparé un whisky, ahora con soda, y avancé hasta el enorme ventanal, donde los rascacielos iluminaban Manhattan. Observé mi reflejo: un hombre de mirada cansada, con una bebida en la mano, que ignoraba por qué se encontraba ahí y qué le deparaba el destino. Decidí brindar por eso y choqué mi vaso contra el de mi reflejo. Bebimos al mismo tiempo. Caminé hasta una pared, donde un interruptor eléctrico con luces leds parpadeaba. Estuve a punto de presionarlo cuando sentí una presencia en la habitación. Si fuera usted dejaría las cosas como están, demasiada luz atrae a las sombras. Tardé en distinguir una silueta femenina en un sillón contiguo. Mi nombre es Mc Kenzie, dije. Lo sé, contestó la chica, el mío es Rocío, Rocío Garza.

La chica se puso de pie, y dirigió sus pasos hasta el bar, donde se preparó una bebida. Este departamento no es más que un gran escaparate, señor Mc Kenzie, y nosotros objetos, a los que tarde o temprano él etiquetará con un precio, dijo Rocío, saliendo de las sombras. ¿Cuál fue el suyo?, le pregunté. Era una hermosa chica de estatura regular, complexión delgada y piel tan blanca como la leche; debía rondar los treinta años y su rostro oval, ligeramente achatado en la barbilla, mostraba unos labios agrietados, a pesar del brillo de su bilé. El cabello de color castaño, tan corto como el de un niño, le ocultaba parcialmente las orejas, en las que asomaban unos discretos aretes. Vestía una sudadera con capucha de color verde, con estrellas blancas y negras estampadas, y un pantalón de mezclilla deslavado. Se movía en el departamento con seguridad, como un animal que marcara su territorio ante la llegada de un intruso. El maquillaje la hacía lucir más pálida de lo normal, sin que lograra ocultar un par de imperfecciones en el cutis, incluidas dos pecas en la punta de la nariz.

El primer artículo realmente documentado sobre el hombre que ordenó traerlo hasta aquí lo escribí yo, dijo, alejándose un poco y frotando nerviosamente su brazo un par de veces, como si quisiera quitarse algo inexistente. Todo lo demás no han sido más que desafortunadas e inexactas variaciones sobre los datos que obtuve, afirmó con seguridad y aplomo; parecía la clase de chica ruda que se ha criado entre hermanos y que nunca agradecería que le abrieran la puerta. Hace un par de años, continuó, cuando trabajaba de mesera en Los Ángeles, atendí a un grupo de hombres de negocios de México. Pidieron a alguien que hablara español y ofrecieron una buena propina, así que me quedé hasta muy de madrugada sirviendo las bebidas. Creyeron que me había retirado a la cocina, pero en realidad me encontraba detrás del bar intentando descansar un poco cuando comenzaron a hablar sobre él; primero en voz baja y luego, a medida que notaron mi ausencia, dejaron de susurrar y se expresaron con mayor confianza. Por momentos dudaba de lo que oía, parecía ser parte de un sueño borroso, de un recuerdo que se transfigura y al cual se le pegan como lapas otros recuerdos ajenos. Un multimillonario regiomontano que nadie conoce. Un fantasma que viaja en metro por Nueva York sin escolta. ¿Quién puede hacerle daño si es imposible reconocerlo? Posee lujosos departamentos en las principales capitales del mundo y ni los porteros de esos edificios pueden dar una descripción precisa de su persona. Los pocos que le han entrevistado, únicamente por teléfono, afirman escuchar una voz distinta cada vez. Un hombre sin rostro ni voz definida. Como Fantomas, si le gustan esa clase de comparaciones: está en todas partes y en ninguna, es todos y nadie a la vez. Lo reciben en los más exclusivos restaurantes del mundo sin necesidad de reservar ni usar corbata. No fue fácil ir trazando las líneas de un ser prácticamente inexistente; durante algún tiempo se rumoró que su nombre era la invención de un grupo de millonarios, quienes decidieron crearse un hombre invisible como un sofisticado juego, pero no fue así; pude descubrirlo cuando tuve acceso a los registros del Colegio Irlandés O’Flaherty, en Monterrey, los cuales después de mi reportaje fueron cambiados a un lugar secreto. Rocío avanzó por el departamento hasta una enorme pecera de cuatro metros de largo, iluminada con luces azules, donde las burbujas de oxígeno buscaban el rumbo hacia la superficie. Compró el departamento más lujoso de Nueva York, le acondicionó paredes de plata y construyó en su interior una piscina reflejante y un acuario; cuando le objetaron que dicha construcción molestaría al vecino del piso inferior, sin más contemplaciones compró ambos departamentos, por los que pagó cien millones de dólares. No posee jets privados y prefiere viajar en clase turista en aviones comerciales. ¿Se imagina al ministro de Hacienda de Brasil esperando al hombre que les salvaría de la bancarrota bajar de un avión comercial, en pantalón de mezclilla y saco sport, y tener que pagarle dos horas después setenta millones de dólares por su intermediación? Pocos saben que durante su juventud estudió para sacerdote, y que le ofreció matrimonio a su mejor amiga cuando un novio la dejó embarazada en la preparatoria. Aquella chica le amó lo suficiente para no aceptar y dejarle continuar su vida. No se han visto desde entonces. Rocío subió los pies a una elegante mesa de mármol con acabados de plata y cuyas garras labradas apresaban una esfera que representaba el mundo. Mordió una aceituna hasta dejarla en el puro hueso y la lanzó al tapete del piso. ¿Quién es exactamente esta extraña mezcla de monje, despiadado hombre de negocios y caballero medieval? Nadie lo sabe. Cada movimiento que hace, o que se rumora que hace, apenas añade un misterio más al enigma de su persona. Algunos, incluyéndome, consideramos que su único paso en falso fue pagar ciento setenta millones de dólares por un cuadro de Jackson Pollock. Fue como si el fantasma se materializara por accidente y dejara una huella en el piso como prueba de su existencia. El origen de su dinero es tan misterioso como su persona. Sus empresas no tienen logotipos, no se anuncian en ningún lado ni tienen página de internet. Es como si mantuvieran oculta su existencia hasta que alguien, necesitado de demasiados millones, los invocara pidiendo ayuda. Por muchos años fue como un súbito destello, una luz que creemos ver y posteriormente desaparece, dejando la duda de su existencia. Mi reportaje consiguió lo que nadie había logrado: atraparlo, inmovilizarlo y descubrir sus secretos. Fue como fotografiar la propia luz, dijo para sí, como si súbitamente recordara algo. Nunca me lo perdonó, continuó, es la causa por la que me encuentro en este lugar. Y a todo esto, ¿usted qué pecado cometió para estar aquí?, preguntó. Caminó hasta el bar donde pulsó un interruptor. A sus órdenes, señorita Garza, contestó una voz a través del interfón. Cena para dos, dijo con desgano. Creo que no tendrá más remedio que esperar hasta que él regrese. ¿Y eso cuándo ocurrirá?, pregunté. Puede ser mañana, en un mes o en dos; pero no se preocupe, señor Mc Kenzie, desde este momento, para usted y para mí, el tiempo corre de manera diferente. Cuarenta minutos después sonó el timbre de la puerta. Al abrirla, encontré una mesa sobre la cual estaban servidas un par de cenas del exclusivo restaurante Le Cirque. El pasillo se encontraba vacío. Accioné los botones del elevador pero no se abrió y las puertas de emergencia de cada ala del edificio estaban clausuradas. Pulsé la alarma contra incendios y todo continuó en silencio. Regresé al departamento y nos dispusimos a cenar. Él colecciona millonarias obras de arte como usted tarjetas de beisbolistas, comentó Rocío mientras se llevaba a la boca un poco de la sopa de pera. Si los demás postores saben que hay una obra en la que se interesa, deciden retirarse para no hacer el ridículo. ¿Quiere saber cómo lo conocí?, preguntó sin esperar la respuesta. Pensé que ese reportaje me abriría las puertas del periodismo, sin embargo sucedió todo lo contrario. Estaba sin trabajo, nadie recibía mi currículum, ni siquiera los periódicos universitarios. El sustituto del editor en jefe y el mismo editor que estaba de vacaciones cuando publiqué mi reportaje fueron despedidos. Es extraña esa sensación de saber que uno ha hecho algo grandioso y aun así sentirse como un idiota. Me imaginé como una estúpida que describe la piedra que cae sobre ella con lujo de detalle y es lo bastante tonta para no quitarse. Continuó con un plato de terrina de conejo y yo con una pechuga de pato con chocolate, pimienta y vinagreta. Las venas del dorso de su mano se translucían y bifurcaban a través de su piel, como los cables de un robot, mientras cortaba un trozo de conejo con los cubiertos. Me sonrió al llevárselo a la boca, enseñando una dentadura blanca, con dos dientes frontales idénticos, como si provinieran del mismo molde. Debió ver la expresión en mi rostro frente al elaborado platillo porque me sonrió. Era la clase de comida miniatura que podía satisfacer a un astronauta del Apolo XI, pero no a la gente común; por un momento traté de buscar el gotero para rehidratar los alimentos a su tamaño normal, pero no encontré nada. En mis tiempos, la bonanza de una familia se medía por la cantidad de alimentos en la mesa, pero los tiempos habían cambiado, ahora mientras más dinero se tiene más pequeña es la comida. Comí un par de bocados y dejé el resto de las muestras gratis. Rocío miró mi plato. Pruebe un poco más, señor Mc Kenzie, no sea que las desgracias le agarren con el estómago vacío. Se puso de pie y avanzó con lentitud hacia la pecera. Allí destapó un recipiente y espolvoreó alimento sobre el agua. Las partículas descendieron suavemente, sin que ningún animal saliera a su encuentro. Vi cómo acercaba su pálido rostro al cristal, pero los peces parecían tan irreales como la persona encargada de alimentarlos. Regresé a Monterrey, continuó Rocío, donde la mala suerte me seguía. No pude encontrar empleo como periodista, así que terminé en un restaurante como hostess, la cara bonita que sonríe y lleva a los clientes a la mesa. La noche de Navidad, para ganar un par de horas extra, decidí encargarme del cierre del lugar. Todos los demás, salvo un mesero que se encontraba a prueba, se fueron rápidamente a sus casas para la cena familiar. A mí nadie me esperaba en casa y era una noche como cualquier otra. Los pequeños hijos y la esposa del hombre, vestidos con ropas muy humildes, esperaban tras la puerta de cristal a que terminara sus actividades, las cuales le llevarían mínimo tres horas más. Sentí algo extraño dentro de mí, al mirar los rostros de los niños, mientras su padre trapeaba el salón comedor. Le dije que se retirara y volviera mañana, que yo cerraría. Si el gerente se molestaba, renunciaría, estaba harta. Se fue tan rápido que no levantó sus cosas, así que tomé el trapeador. La campanilla de la puerta sonó y un hombre elegantemente vestido entró al restaurante. Le informé que no había servicio pero no me hizo caso. Inspeccionó en silencio el lugar y después me observó. Avanzó con seguridad y paso firme sin importarle que el piso se encontrara jabonoso. Verlo caer me hubiera alegrado la noche pero no sucedió. ¿Es usted la señorita Rocío Garza?, preguntó. Asentí. Al señor Martínez le complacería que aceptara la invitación a cenar con su familia esta noche. Creí haber escuchado mal, pero no fue así. El misterioso señor Martínez invitaba a cenar a la chica que le había despojado de su aura enigmática y fantasmal ante el mundo. A menos que tenga algo más importante que hacer, prosiguió el hombre sin inmutarse, mientras yo sostenía un trapeador del cual escurría un líquido color morado. No creo estar debidamente vestida para la ocasión, contesté. Todo lo relativo a su atuendo y transporte ha sido arreglado, explicó. Dudé por un momento, pero si iba a recibir una invitación para cenar con la familia del elusivo multimillonario, no podía ser en otra fecha que Navidad. Regreso en un minuto, dije, mientras le entregaba el trapeador, sólo por el gusto de ver a un tipo elegante y serio con un trapeador que escurría. No le voy a aburrir con los detalles, pero en efecto, todo estaba listo para que aceptara la invitación. Pude elegir entre cuatro vestidos de noche de renombrados diseñadores que me ajustaron a la perfección; no olvide que soy mujer y no existe el vestido que nos pueda conquistar, pero ése lo logró. En el más elegante salón de maquillaje de la ciudad me esperaban para atenderme de manera exclusiva. Cuando salí para la cena lucía realmente espectacular. Incluso mi escolta me miró unos segundos con sorpresa, hasta que rápidamente recuperó la compostura. A la distancia se alzaba contra la noche la silueta del parque de la fundidora. Nos detuvimos frente a un semáforo en rojo. Sabía que era cuestión de horas que la limusina se convirtiera en calabaza, mi elegante vestido en harapos y alguien me regresara de nuevo el trapeador mojado; sin embargo, no me importó. En la punta del cerro de la silla una luz brillaba intermitentemente. Debió ser el foco de una antena de radiocomunicación, pero para mí era la estrella que concedía deseos. Miré mi rostro reflejado en la ventana del auto y sonreí. Ésta parecía ser una de esas raras ocasiones en las que la vida decide tratarnos como a una dama y por nada del mundo la dejaría pasar. La niebla descendía lentamente sobre los cerros, hasta casi desaparecerlos; en un par de horas, nadie podría asegurar que ahí estaban, o que alguna vez hubieran existido. La limusina comenzó a subir por el sinuoso camino de una de las montañas. La luna llena permitía una buena visibilidad. Súbitamente el vehículo frenó. Un ciervo se interponía en nuestro camino. El chofer le proyectó dos veces las luces altas pero el animal no se movió. Sonó un par de veces la bocina sin lograr que huyera. Una cortina de niebla pasó frente a nosotros y cuando se disipó, el animal había desaparecido. Un golpe en la ventanilla de mi lado me sobresaltó. El ciervo me miraba. Acercó la punta de su nariz al cristal, olisqueó lo suficiente para empañarlo y se apartó. El vehículo reinició su marcha. A medida que avanzábamos, la figura del animal fue disminuyendo de tamaño, hasta que desapareció cuando tomamos la primera curva. Aún faltaba para llegar a la cima. Miré el reloj en el tablero del vehículo. En menos de una hora estaría en la cena del príncipe y su familia, dijo Rocío mientras terminaba su crème brûlée de Le Cirque, y preguntaba si comería mi postre.

Estábamos en la sala de lectura a las diez de la noche sin que el invitado principal llegara, dijo Rocío, una vez que terminó mi crème brûlée. Pensé en abandonar el lugar pero tendría que devolver ese fabuloso vestido, sin olvidar que no había cenado ni tenía cómo regresar a la ciudad. Media hora después de mirarnos casi sin decir palabra, se anunció que el señor Martínez había llegado. Todos fuimos a la mesa en silencio uno detrás de otro, como en una silenciosa procesión. Apareció vestido con un traje y una corbata color azul marino y saludó a todos, incluidos los sirvientes, con excepción de su padre y su hermano. Llegó hasta mí y me observó de arriba abajo, como quien constata si su dinero ha sido bien invertido. Luce encantadora con ese vestido, señorita Garza. Agradecí casi en un susurro. Es un placer contar con su presencia, celebró. Pensé que no vendría, le dije, esbozando una leve sonrisa. En las buenas películas de horror, contestó, el monstruo debe aparecer hasta el final para no decepcionar a los asistentes. Despreocúpese, de ninguna manera es usted un monstruo, le contesté. Guardó silencio. No esté tan segura. Nos sentamos a una lujosa y larga mesa, en una cabecera el señor Martínez y en la otra su madre. El padre y el hermano fueron relegados a la mitad de la mesa, y sentados estratégicamente para que los floreros ocultaran sus rostros, de manera que ni él ni su madre tuvieran que mirarlos. Por cortesía, la señora realizó una serie de preguntas para conocerme. Relaté mi vida brevemente y sin interés. Mi hijo sólo viene a la ciudad la noche de Navidad y es la primera ocasión que tenemos una invitada, dijo la señora, moviendo la cabeza al sirviente para que le sirviera vino tinto en su copa. Es bueno tener sangre joven, sonrió. Debía estar más nerviosa de lo que creía, porque por un momento pensé que me mostraría los colmillos. ¿Tu familia debe extrañarte, especialmente en este día, querida?, me preguntó. No tengo familia, respondí en voz baja. ¿Ni familiares lejanos?, preguntó la señora. Negué. Pobre chica, dijo, está usted sola en el mundo, ¿no es una lástima?, agregó, mirando al señor Martínez y dibujando una sonrisa casi imperceptible en su rostro. Sonreí tímidamente. No era extraño que no tuvieran visitas. ¿Acaso eres la última de tu descendencia?, preguntó el señor Martínez, quien hasta ese momento no había tocado la comida. Es una manera de verlo, respondí. El padre habló intempestivamente, como si hubiera esperado todo el año para hacerlo. Se rumora que compraste toda la deuda del Corporativo Rey, dijo. El señor Martínez no respondió. Los miembros de la junta directiva, continuó su padre, están preocupados por cuál será tu siguiente paso, no olvidan que ellos te rechazaron cuando solicitaste empleo. Si tu deseo es vengarte…, continuó, pero fue interrumpido. No es por venganza, padre, si así fuera el corporativo hace tiempo habría dejado de existir. ¿Entonces de qué se trata?, preguntó. Es algo más complicado, dijo con seriedad. Cuando piense en él, señor Mc Kenzie, dijo Rocío, piense en un conde de Montecristo pero más cabrón, sin una mujer ni un criado que logren detener su apetito de venganza. La tensión en la cena, continuó Rocío, era parecida a compartir la mesa con el violador de su hija y no poder hacer nada al respecto. Incluso a los sirvientes que ya le conocían les temblaba la mano al vaciar la sopa en su tazón o el vino en su copa. El señor Martínez se especializa en comprar compañías en quiebra para luego rescatarlas y venderlas en precios exorbitantes, dijo Rocío, mientras sacaba de sus ropas frascos de medicina. No me sorprendería que quisieras comprar mi compañía y resucitarla como a un zombi, dijo su hermano con más rencor. No tienes de qué preocuparte, hermanito, tu compañía morirá lentamente, es cuestión de meses. Nos darán un préstamo, intervino el hermano, pero fue interrumpido. Ese préstamo nunca será otorgado, ni ése ni ningún otro, le contestó; dicen que la asfixia, continuó, sin dejar de mirar a su hermano, es la peor forma de morir, ver las cosas de este mundo mientras uno se ahoga lentamente y se le va la vida. Eres un cabrón, le gritó el hermano. La madre lo calló: Es Navidad, dijo a todos con severidad. Su hermano cortó con tanta fuerza el trozo de carne que se escuchó rechinar el cuchillo contra la base de la vajilla. Ese hermano mayor siempre fue el favorito de su padre sobre el señor Martínez, me dijo Rocío, mientras intentaba abrir el frasco con los dientes. Durante décadas escuchó la misma cantinela: tu hermano hizo esto, logró aquello…, siempre fue comparado con su hermano mayor hasta que no pudo más y se fue. Regresó poderoso, millonario y dueño de la situación. No es por coincidencia que su personaje favorito sea el conde de Montecristo y que haya comprado en una subasta uno de los primeros ejemplares publicados que perteneció al propio Dumas, recordó Rocío. Su padre, dijo, volviendo a aquella noche de Navidad, lucía cansado, con los hombros caídos durante toda la cena y sin fuerzas para mirar al frente; se la pasó con la cabeza baja como si el pavo en su plato fuera a revelarle de un momento a otro el sentido de la vida y la solución a sus problemas. Me sentía como en ese capítulo de Dimensión desconocida, ¿lo recuerda?, dijo Rocío, donde un niño tiene poderes para dominar al mundo y toda su familia le tiene miedo y no hacen más que su voluntad. Aún ignoraba por qué me había invitado a esa cena navideña. Cuando la reunión terminó, únicamente se abrazó con su madre; del resto, incluido su hermano, su padre y los sirvientes, se despidió de manera general. Se ofreció a llevarme a la ciudad y bajamos por las escaleras exteriores de la mansión. La noche sin estrellas y la densa niebla apenas permitían distinguir la limusina que nos esperaba. El chofer hizo una seña con una pequeña linterna, y se acercó para guiarnos hasta la puerta del vehículo. Cuando volteé para ver la mansión por última vez, prácticamente había desaparecido tras la niebla. El motor fue encendido y posteriormente los faros para niebla se desplegaron, emitiendo una luz amarillenta que parecía insuficiente para el sinuoso descenso de la montaña. El resto del camino fue como un extraño sueño. La densa niebla apenas permitía distinguir la punta del auto. Avanzábamos como entre nubes, si es que de verdad nos movíamos. El señor Martínez no habló durante todo el camino de regreso, apenas emitió un leve suspiro, como si algo que le pesara por fin hubiera quedado atrás. Poco a poco la niebla se fue disipando y las luces de la ciudad se hicieron más visibles a medida que descendíamos la montaña. Sabía que con cada kilómetro que me acercaba tendría que despedirme del vestido de diseñador, las joyas prestadas y los zapatos Manolo Blahnik. La limusina tomó una desviación hasta un aeropuerto privado; pasamos junto a una caseta de vigilancia sin que se nos pidiera ninguna clase de documentación y nos detuvimos frente a un hangar, donde un jet era revisado por personal de tierra. El piloto se acercó al millonario, quien bajó la ventanilla de nuestro lado. Las condiciones de clima han mejorado, señor, dijo, podemos despegar cuando usted lo ordene. Lo miré. En circunstancias normales tomaría un avión comercial, dijo, pero es Navidad y esta ciudad no me trae buenos recuerdos, así que cuanto antes me vaya, mejor. No se huye de los malos recuerdos en avión, le aseguré. Tal vez no, pero se les aleja más rápido que en coche, contestó. ¿Le gustaría escribir mi biografía?, preguntó sin más contemplaciones, así como pudo sacar una navaja y cortarme la yugular sin que nadie hiciera nada para evitarlo. Pensé que me consideraba su enemiga, le respondí. Un buen biógrafo debe ser eso: un elegante y refinado enemigo. Tal vez descubra cosas sobre mi vida que yo mismo he olvidado, dijo, volteando hacia la pista. El avión partirá en veinte minutos, continuó, tiene ese tiempo para decidir. Cubriré todos sus gastos, viajará a donde yo vaya, se hospedará en los mismos hoteles que yo y su pago será más de lo que nunca podrá haber imaginado. Se bajó del vehículo y caminó rumbo al avión. Un hombre de traje se le acercó con varios documentos, los cuales observó por unos instantes y después firmó. Debió decirle algo sobre mí, porque el hombre volteó hacia la limusina y le contestó algo. Sentí que otra niebla aún más densa se posaba sobre mí, y así ha sido desde entonces.

Rocío llenó una copa hasta el borde y al alzarla derramó un poco de vino tinto en el mantel. Se detuvo a mitad del brindis, como si pensara detenidamente qué decir: Por la llegada de otro náufrago a la isla, brindó y bebió de golpe todo el líquido. Tragó dos pastillas y dejó el frasco en la mesa. Intenté leer el nombre del medicamento. Ella lo notó. Son antidepresivos, señor Mc Kenzie, dijo, nada de qué preocuparse, ya los tomaba antes de conocerlo, la única diferencia es que ahora él los paga. Rocío avanzó con una nueva copa de vino hasta la pecera y presionó un interruptor. Los cristales se iluminaron con una luz tenue de color azul. Un pequeño círculo translúcido, de colores azul y verde, no mayor de dos centímetros de diámetro, se desplazó con lentitud en el agua, agitando sus delgados tentáculos de casi un metro de largo. Irukandji, dijo, mirándola hipnotizada, con una mezcla de ensoñación y somnolencia. Las pastillas empezaban a surtir efecto. Es el animal más peligroso de la Tierra, continuó, su veneno es cien veces más potente que el de la cobra y mil veces más letal que el de una tarántula, comentó, al tiempo que ponía su mano temblorosa sobre el cristal, intentando seguirla, y daba un sorbo a su bebida para ocultar el temblor. Es casi invisible, como la muerte, agregó, si uno de sus tentáculos lo tocara, no duraría más de tres minutos vivo. Acercó su rostro al ventanal, hasta rozarlo con la punta de la nariz y cerró los ojos. ¿Y si fuera la única salida?, preguntó entre suspiros. Entonces elevó su mano y la sumergió en el agua. Su aliento empañó el cristal, dejando marcadas la punta de su nariz y su barbilla. Tenga cuidado, le advertí. Su veneno provoca una terrible agonía, dijo, un intenso dolor invade todo el cuerpo, el ritmo cardíaco enloquece, la presión sanguínea sube al doble y tras una embolia cardíaca, náuseas, vómito e hinchazones, la víctima muere, finalizó. La medusa nadó lentamente rumbo a la superficie, en dirección a los dedos de Rocío. Ella esperó a que se acercara y sacó la mano justo a tiempo. Me ofreció una sonrisa descompuesta y vació el contenido de su bebida en la pecera. Dicen que se vuelve más mortífera con la edad, como ésta, que ha llegado a la edad adulta. Caminó lentamente hasta su habitación y colocó la mano en la perilla de la puerta. Nos miramos. Una chica de piel tan pálida que no podía ocultar sus venas y tomaba antidepresivos no parecía la persona adecuada para guardar los secretos de un millonario. Será mejor que le entregue lo que está buscando, o deje lo que está haciendo, me advirtió tras una pausa, el señor Martínez es alguien peligroso; si fuera usted, lo pensaría dos veces antes de atreverme a nadar en sus aguas.