Mi departamento se encontraba en penumbras. Bajo la puerta se apilaban los recibos de agua, gas y estados bancarios. Pulsé el interruptor pero todo continuó a oscuras. Entonces oí crujir bajo mi zapato los restos de un foco: como pude comprobar, todas las bombillas del departamento estaban rotas. Inspeccioné las habitaciones sin encontrar a nadie, pero era evidente que el lugar fue revisado. El resplandor de neón de la contestadora telefónica era lo único que se distinguía en el lugar. Avancé y descolgué la bocina. Por fortuna aún no suspendían el servicio. Decidí que no había por qué esperar más para hablar con Ackerman y anunciarle que oficialmente me retiraba de la investigación. Colgué la bocina para buscar su número en mi agenda, cuando intempestivamente sonó el teléfono. La voz de Kandinsky me tomó por sorpresa: Encontré información importante que podría darnos algo de luz en el caso, dijo. La situación tenía su gracia, pensé, luz era lo que más necesitaba en ese momento. Convinimos vernos en media hora. Le pedí que de camino comprara un par de velas o una linterna eléctrica.
Salvo un viejo que leía las tiras cómicas, y ocasionalmente soltaba una risotada, la cafetería se encontraba vacía. Pedí una taza de café negro, que el mesero llevó un par de minutos más tarde. Dejé caer dos terrones de azúcar, que se disolvieron casi de inmediato. Pensativo, observé el líquido aquietarse poco a poco. Mi silueta, así como las aspas del ventilador que giraban lentamente, fueron arrastradas al centro del remolino, a medida que revolvía el café con la cuchara. Me puse a hojear un diario de dos días atrás, mientras esperaba. Un grupo de geólogos chilenos se encontraban desconcertados ante la súbita desaparición de un lago. Karla Luksic, propietaria del rancho ganadero La Madrugada, declaró que mientras paseaba con su perra Mika se sorprendió al descubrir que el lago y los enormes témpanos de hielo que había visto un día antes se esfumaron como por arte de magia. Se manejaban varias teorías, pero lo único cierto era que ese lago de cuarenta metros de ancho y siete kilómetros de largo ahora podía recorrerse a pie. En un mundo donde los lagos desaparecían de un día para otro, yo trataba de encontrar una película perdida desde hacía más de cuarenta años.
El timbre de la puerta se accionó y levanté la mirada del diario. Kandinsky entró con un expediente en la mano y se sentó frente a mí sin siquiera saludar. Creo que tuve mejor suerte que usted, y sin viajar tanto, sonrió satisfecho. Estaba ansioso por relatar sus descubrimientos. Encontré un viejo litigio que la MGM entabló contra una pequeña distribuidora de filmes a principio de los años sesenta. Por lo que he podido investigar, Second American Films fue una compañía productora de poca monta, pequeña y de dudosa reputación. Probablemente fue creada para evadir impuestos, porque sus registros fiscales son confusos, y cambiaba frecuentemente de dirección. Cuando ya no pudieron producir filmes de bajo costo, se dedicaron a distribuir viejas y olvidadas películas mudas, propiedad de estudios locales, sobre las cuales no existían ningún tipo de derechos; muchas de esas cintas las adquirieron como parte del mobiliario, junto con cámaras, rollos de película y decorados. El último catálogo que se imprimió en esos años, y del que logré encontrar un ejemplar incompleto, mostraba que era posible adquirir por correo copias de Londres después de medianoche; sólo había que pagar 41,98 dólares por la versión en 8 mm, o 47,98 por la de Súper 8. El departamento legal de la MGM se enteró y por medio de sus abogados entabló una demanda, ya que eran los propietarios legales de ese y otros filmes que la Second American Films comercializaba ilegalmente. La compañía no tuvo más remedio que acatar la orden judicial, detener todos sus envíos y recuperar las cintas que se habían mandado por correo; algunas se devolvieron a las compañías propietarias de los derechos, pero la gran mayoría fueron destruidas o tiradas a la basura; era más barato eso que transportarlas a las bodegas de los estudios. Por ese lado no había nada más que buscar, pero algo me incomodaba, dijo Kandinsky con presunción, y me extendió un documento que tenía estampada la frase «Sólo para lectura», sobre el cual puso la mano para evitar que lo tomara. Ésta es la dirección y el nombre del abogado que defendió a la Second en su proceso contra la MGM, finalizó, como quien espera una recompensa. Creo que me he ganado el saber de qué conversaron el director Hoover y usted, en sus últimas horas de vida, dijo con interés. No me creería si se lo contara, contesté. Estoy listo para creer en lo que sea, Mc Kenzie, contestó, mientras deslizaba el documento hacia mí.
La oficina del abogado que defendió a la Second en aquel litigio tenía todo lo que uno esperaría encontrar por una consulta de doscientos dólares la hora: enormes libreros con ediciones costosamente encuadernadas, un lujoso cartapacio de piel en el escritorio, un búho finamente labrado en plata, la escultura de las balanzas de la justicia, plumas fuente y abrecartas de oro, todo aquello que los abogados consideraban necesario para impresionar a sus clientes. El hombre me invitó a sentarme, y después de que lo hice, se acomodó en su sillón de cuero negro. Todo en él era fría corrección: el traje sin arrugas, la corbata con un perfecto nudo Windsor, los relucientes zapatos estilo bostoniano, cuyas agujetas tenían el mismo largo en cada pie; extrañamente, sus manos estaban demasiado callosas y agrietadas, contrario a lo que podría esperarse de un exitoso hombre de leyes. Prácticamente no hubo medio de defensa contra la MGM y las otras productoras, afirmó el abogado, que rondaba casi los sesenta años, se llegó a un acuerdo extrajudicial y con la recuperación de los filmes vendidos y la entrega del inventario total a las partes demandantes se dio por terminada la acusación. Es todo lo que recuerdo y lo que encontré en el expediente, dijo, fue uno de los primeros casos que tomé. ¿Tendrá los datos del contador de la Second?, pregunté. Claro, respondió, ¿por qué cree que lo recuerdo? La Second nunca liquidó mis honorarios. Una vez terminada la entrevista con el abogado, consulté el nombre del contador y su número del Seguro Social. Logré ubicarlo en Madison, Wisconsin, y tomé un avión directo esa misma noche.
El contador de la Second tenía más de sesenta años, y cuando lo encontré reparaba un viejo auto en su cobertizo. Una cartulina anunciaba una venta de garage para el fin de semana. Cuando le expliqué parcialmente el motivo de mi visita se mostró amable y me invitó a pasar a su casa. Los muebles eran modestos y antiguos. Desde la muerte de su esposa, el señor Johnston ocupaba su tiempo en pequeñas reparaciones domésticas y dejaba pasar la vida con calma. No tardó en recordar el litigio y cuánto dudaron entre afrontarlo o cambiarse de domicilio. Éramos algo así como los gitanos del cine, dijo Johnston, las oficinas eran casas tráiler, así que ya se imaginará, dijo, si había problemas sólo era cuestión de enganchar las camionetas y agarrar la carretera; desgraciadamente los abogados de la MGM fueron implacables y finalmente dieron con nosotros. Nos exigieron la entrega de todos los registros de venta de sus filmes. Fuimos obligados a detener todos los envíos por correo y a recuperar aquellos que ya se hubieran entregado. Mandé cartas, viajé a lugares tan recónditos que ni en el mapa aparecían a fin de recuperar las cintas. Hubo quienes se resistieron a devolverlas, pero ante la amenaza de haber adquirido un producto fuera de la ley, aceptaron entregarlas. Se prometió devolverles el dinero vía correo, algo que como puede imaginar jamás ocurrió. De todas formas, continuó, la empresa ya buscaba un lugar donde echarse y morir con un poco de dignidad y la MGM se lo proporcionó. ¿Y sabe qué fue lo que más me enfureció? Que después de recorrer medio país para recuperar los filmes, me di cuenta de que los de la MGM nunca los quisieron ni les importaron, sólo buscaban que nadie más ganara dinero. Un notario público fue contratado por los estudios de cine para dar fe de la destrucción de las cintas. Se les prendió fuego a las afueras de la ciudad, pensando que se consumirían pronto, pero nos agarró la noche y daba la impresión de que la hoguera iba a arder siempre. Aunque era su deber esperar hasta que se consumieran totalmente, el notario decidió acelerar todo, firmar los papeles y retirarse. Las llamas se veían a varios kilómetros a la distancia, como si jamás fueran a extinguirse. Le mencioné el filme Londres después de medianoche pero no lo recordó. No me importaba de qué trataban, mi trabajo era encontrarlos y traerlos de regreso, siento no poder ayudarlo, finalizó. Sentí una gran decepción, pero sorpresivamente Johnston comentó: Claro que si le interesa mucho, podría verificar mis registros, dijo. ¿Sus registros?, pregunté. La contabilidad, respondió, después de las demandas el dueño de la Second me ordenó destruir toda la documentación, pero no lo hice; si mi nombre aparecía en el juicio me acusarían de destruir evidencias, y para qué ganarse más problemas, ¿no cree? ¿Quiere verlos?, preguntó, deben estar en algún lugar de la bodega. Volvimos al cobertizo. Tiene suerte, señor Mc Kenzie, el domingo era la venta de garage y lo que no saliera, lo tiraba a la basura, ya son muchos años cargando esto, y necesito el espacio.
Me llevó un par de horas sacar todas las cajas y encontrar la documentación. Los registros se encontraban ordenados por filme, pero para mi decepción las veintidós copias de Londres después de medianoche fueron recogidas a los compradores y devueltas a la MGM. No hubo suerte, le comenté, no sabe cómo hubiera querido que alguien no devolviera el filme o que ustedes guardasen una copia. ¿Ya revisó las ventas internacionales?, preguntó. No fueron muchas, pero para ésas no se extendía factura, así que las manejábamos de manera oculta, ya sabe, para evitar pagar impuestos. Lo que el Tío Sam no sepa no le hará daño, dijo guiñando un ojo. Las ventas al extranjero fueron mínimas, aseguró, pero uno nunca sabe. Las manos me temblaron cuando una hora después encontré un recibo de Londres después de medianoche vendido al extranjero. Era un descubrimiento tan sorprendente que no podía creerlo, por lo que le pedí a Johnston confirmar mi hallazgo. En efecto, ésa nunca se recuperó, comentó, luego de revisar el documento, no recuerdo haber viajado al extranjero, y se rascó la cabeza. El recibo estaba a nombre de un tal Edward James, cuya única dirección era un apartado postal en la ciudad de Tampico, en México. ¿Estaría aún con vida esa persona? ¿Conservaría el filme? ¿En qué condiciones? Pedí permiso para llevarme la nota con los datos de la venta y agradecí a Johnston. Si hay algo más que le interese, las cosas estarán aquí hasta el domingo, finalizó.
Cuando descendí del taxi en el hotel, un par de hombres ya me esperaba junto a la recepción. Los rasgos de sus caras parecían haber sido cortados con una sierra y sus ojos no dejaron de seguirme desde que entré. Ni siquiera Groucho Marx hubiera podido arrancarles una sonrisa. El corte de sus trajes no era lo suficientemente bueno para que sus armas pasaran inadvertidas. Venimos a hacerle una invitación, dijo uno de ellos. ¿De qué clase?, pregunté con rudeza. Nuestro jefe desea conversar con usted sobre un objeto que es de interés para ambos. ¿Y si no deseo aceptar su invitación?, pregunté. Perderá una gran oportunidad, y créame, nunca estará tan cerca de encontrar lo que busca como si viene con nosotros. Podía tratarse de un engaño para que aceptara, pero no tenía alternativa si quería conocer a la persona que me enviaba guardaespaldas como emisarios de buena voluntad. Tenemos una reservación de avión a su nombre, dijo el segundo. Inmediatamente me vino a la mente el rumor del millonario canadiense que poseía una copia del filme. ¿A Canadá?, pregunté. No respondieron. Vi a un tercero acercarse con mi maleta. Todos parpadeaban normalmente. Nos permitimos preparar todo para su viaje. Comenté que necesitaba ir al sanitario, y fui seguido por uno de los hombres. Me encerré en uno de los baños, memoricé los datos del tal Edward James y me comí el papel. Una pista, tal vez la más importante que nadie había conseguido en décadas, se deshacía en mi estómago. Por primera vez en mi vida sentí que no armaba un rompecabezas sino que, involuntariamente, formaba parte de uno.