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Mi Lago Ness personal II

Ésta es la organización más grande que jamás haya creado una mente humana, me dijo el instructor al momento de recibir mi placa como agente del FBI. La mente creadora en persona, el director Hoover, nos dio un discurso a los nuevos agentes, donde ponderó sobre todas las cosas la vocación de servicio y el respeto de la gente, que debíamos ganar. Si ese grupo de malhechores que rondan las calles formaran una unidad de conquista, nos advirtió en su discurso, Norteamérica caería ante ellos, no en un mes, tampoco en un día, sino en unas horas. Le escuchábamos como si el director Hoover fuera un antiguo patriarca que transmitiese enseñanzas milenarias a su descendencia.

Mi carrera como agente del FBI fue afortunada desde el inicio. Logré resolver los casos más difíciles que me fueron asignados; algunos no sin grandes esfuerzos. De algunas investigaciones fui separado misteriosamente cuando estaba a punto de encontrar a los culpables. El resto de los agentes no ocultaron sus celos por mis triunfos. Me pusieron de sobrenombre Little Mac, en referencia a Melvin Purvis, conocido como Little Mel, uno de los mejores agentes de Hoover, el que logró la captura de Baby Face Nelson, Pretty Boy Floyd, y cuyo mayor triunfo fue acabar con John Dillinger, el enemigo público número uno de aquel entonces. Todos los excesos son malos, me aconsejaron, incluso el exceso de eficiencia; no olvide a Purvis, me dijo un viejo agente, yo presencié cuando los celos del director Hoover provocaron su traslado a un pueblo perdido, y usted sabe cómo terminó todo. Se refería a la extraña muerte que tuvo el agente Purvis, cuando se le disparó de manera accidental un arma que le acababa de entregar otro agente. Fuego amigo, le llamaban en el FBI. Las hipótesis sobre su muerte iban desde el ya citado fuego amigo, pasando por la venganza del director Hoover, o la participación de la mafia, hasta una muerte accidental al intentar extraer una bala atorada en el revólver con el que mató a Dillinger. Oficialmente los investigadores determinaron que Little Mel, uno de los mejores agentes que el FBI haya tenido, decidió suicidarse a los cincuenta y seis años. Cuando alguien comenzaba a destacar en el Buró, referirse al destino de Melvin Purvis era sinónimo de mantenerse tranquilo y no excederse en el cumplimiento del deber. Los celos del director Hoover sin duda podían llegar fácilmente hasta Florence, Carolina del Sur. Un grupo de agentes, entre los que me encontraba, regresamos a los cuarteles generales de la agencia después de haber asistido al funeral de Brennan, quien fuera secretario privado del director Hoover por más de treinta años. Frank Brennan fue la única persona, después del director asociado Clyde Tolson, en la cual el director llegó a depositar algo cercano a la confianza. Desde su fallecimiento, muchos especularon quién lo sucedería en el cargo. Las cualidades por las que fue elegido eran un completo misterio, pero una de ellas debía ser sin duda la discreción. El director Hoover lo definió como la clase de persona que puede ver tu traje incendiarse y no decir nada si no se lo preguntas. Lo único que sabíamos con certeza de él era su afición desmedida por los Medias Rojas de Boston. Para muchos, la siguiente persona a la que el director llamara a su oficina podría ser su futuro secretario privado, un puesto al que unos aspiraban y otros rehuían. Seis agentes fuimos citados para esperar en la antesala. Frente a nosotros, una placa de metal se encontraba colgada en la pared, de tal forma que era inevitable leer la inscripción antes de entrar a la oficina del director: UNA INSTITUCIÓN ES LA SOMBRA ALARGADA DE UN HOMBRE. EMERSON. Nos miramos. La precaución del director por los gérmenes era tal que ordenó instalar una luz ultravioleta con la creencia de que eliminaría los virus, mientras que un hombre con un matamoscas tenía la orden de no retirarse hasta haber acabado con cualquier insecto que osara acercarse. Hellen Gandy, su asistente ejecutiva, nos inspeccionaba sin dejar sus ocupaciones. Era la mejor representación de Cancerbero en la tierra. Vigilaba con lealtad y devoción a su jefe; nadie se habría atrevido a pasar sin una cita o consentimiento del director. Fue la barrera que presidentes, fiscales y políticos tuvieron que pasar para llegar a él. Nunca, en los cincuenta y cuatro años que llevaban trabajando juntos, el director la llamó de otra forma que no fuera miss Gandy. La primera pregunta que le hizo al llegar al puesto fue si tenía planes para casarse próximamente, a lo que miss Gandy respondió de manera negativa. De hecho, ninguno de los dos se casó y nadie le sirvió tan devotamente como ella. Si alguien era indispensable en el FBI, en palabras del propio director, era miss Gandy; pocas personas tuvieron tanta influencia a nivel interno, ni manipularon tantas carreras como ella. Sus modales finos y suaves contrastaban con su agudo ingenio y férreo carácter. Todas las llamadas al director tenían que pasar por ella, porque siempre estaría ahí. El interfón del escritorio sonó y se escuchó la voz tan temida por todos. Miss Gandy, haga venir al agente Mc Kenzie a mi oficina. El resto de los agentes me miró en silencio, en algunos rostros se reflejaba el alivio y en otros la envidia. La oficina del director era austera, impersonal y tan fría que haría sentir acogedor un quirófano. Las paredes se encontraban blindadas no con metal sino con trofeos, para que nadie que entrara pudiera sentirse más importante que el director: reconocimientos, diplomas, cartas de agradecimiento de gente famosa y las fotos estrechando la mano de los ocho presidentes de la nación a los que había servido; en contraste con la expresión afable del hombre fuerte del FBI, ningún presidente sonreía en la foto; cada uno parecía deseoso de soltarse, como si estuviera estrechando la mano del príncipe de las tinieblas. Su obsesión por la pulcritud y el orden era de todos conocida, al grado de llegar a suspender a un agente por tener una persiana demasiado baja o dejar un papel fuera del cesto. Su primera actividad al llegar a la oficina era pasarse un plumero por los zapatos, para que recuperaran el brillo que pudieron haber perdido en el trayecto de su casa al edificio del Buró. Me hizo una seña para que avanzara. Siéntese, dijo sin quitar la vista de un documento. Esa mañana el director vestía un traje negro con camisa blanca y corbata azul. Giró su silla para alcanzar un lápiz. Su manía por la perfección era tal que despidió a todo el departamento de limpieza del edificio porque escuchó rechinar su silla. Un pasador con cabeza en forma de león y unos gemelos ajustaban la corbata y las mangas de la camisa para impedir que se torcieran. Su frente era amplia y el cabello negro, la nariz un poco ancha y sus cejas profusas y muy arqueadas. Las arrugas le surcaban casi todo el rostro y sus labios eran tan delgados que parecían no existir. El nudo de la corbata ajustada no lograba ocultar la papada, que se abultaba bajo el mentón. Tomó papel para notas y comenzó a escribir profusamente hasta llenar la hoja, luego hizo un par de anotaciones en los extremos y subrayó un par de palabras. Su caligrafía era firme. Usaba dos anillos en la mano derecha: el de la universidad y el de su logia masónica; mientras que la izquierda estaba destinada a un zafiro en forma de estrella adornado con diamantes, que su madre le regaló en 1924, un día después de ser ascendido al Buró de Investigaciones, y del que, como su cargo, no se separaría en toda su vida. Los memorandos del director habían causado más de un dolor de cabeza, no por su letra, sino por su contenido. Acostumbrado a llenar con anotaciones todo el espacio de las tarjetas, en una ocasión escribió: «Watch the borders». Ninguno de sus asistentes acertó a descifrar si se refería a poner atención a los extremos de los memos, o cuidar las fronteras de alguna infiltración extranjera. Temerosos de preguntar, optaron por hacer ambas cosas. El director Hoover tosió un par de veces y reanudó la escritura de su memorando. Cuando lo terminó pulsó un botón de su interfón y miss Gandy entró, tomó el memo, preguntó si algo más se le ofrecía y salió sin dedicarme una mirada. Toda la acción no llevó más de unos cuantos segundos. Su expediente es notable, agente Mc Kenzie, dijo. Gracias, señor director. No lo digo como un cumplido, recalcó, es lo menos que espero de todos mis agentes. ¿Continúa armando rompecabezas?, preguntó el director, quien gustaba de hacer menciones personales para que no olvidáramos que sus sistemas de espionaje podían volverse en nuestra contra. Respondí afirmativamente. ¿Sabe cómo le llaman sus compañeros?, preguntó nuevamente. Asentí. Yo también, continuó, conozco cada uno de los sobrenombres que me ponen, no podría ocupar este puesto si desconociera lo que pasa en mi propio edificio. El director Hoover había revolucionado el Buró de Investigaciones, convirtiéndolo en una eficiente agencia contra el crimen, incorporando modernas técnicas de investigación, el uso del laboratorio, un equipo forense y un archivo de huellas dactilares donde, lo quisieran o no, se encontraban tanto norteamericanos con antecedentes criminales como inocentes; sin embargo, su logro principal había sido reunir toda esa información. Amasó una gran cantidad de expedientes no sólo sobre líderes opositores, activistas y luchadores sociales, sino también sobre los políticos del país y la gente de poder. Si Dios estaba en todas partes, los informantes de Hoover se encontraban un paso atrás, grabando todo en una cinta o escribiendo un informe al respecto. Bajo su administración, y con ayuda de sus mejores agentes, mafiosos como Baby Face Nelson, Alvin Karpis, Ametralladora Kelly y, el más famoso de todos, John Dillinger dejaron de ser amenazas. Durante muchos años se especuló que la mafia chantajeaba al director a causa de unas fotografías comprometedoras, a condición de no intervenir en sus negocios, pero los logros del FBI contradecían ese rumor. Condujo la más importante operación de contrainteligencia anterior a la segunda guerra mundial, conocida como el Proyecto Venona, pero decidió no informar de sus resultados al presidente Truman, al abogado general Mc Graith, ni a los demás secretarios de Estado. Todo lo concerniente al proyecto se mantuvo oculto bajo llave en un cajón de su escritorio. Su poder no fue igualado por ningún otro funcionario público en toda la historia del país. Los archivos secretos del director Hoover nunca se encontraron, y para todos fue un misterio el lugar donde fueron escondidos. Si para la mayoría de los seres humanos el hombre más poderoso de la Tierra es el presidente de Estados Unidos, me encontraba sentado frente al hombre que había sobrevivido a ocho mandatarios, desde el presidente Cooleridge. Ninguno fue capaz de hacerle renunciar a su cargo, por más que lo intentaron. Así de grande era su poder. Después de cada captura, sus agentes tenían la orden de requisar todo: filmes caseros, álbumes de fotos familiares, diarios, pornografía e incluso inventariar la colección de discos. Su lista de sospechosos de actividades antiamericanas rebasaba los doce mil. En una ocasión, la misma Marilyn Monroe le visitó en su oficina y cuando la abandonó, media hora después, el rostro del mayor símbolo sexual del cine era sombrío y triste. ¿Sabe por qué se encuentra aquí, agente Mc Kenzie?, preguntó. Asentí. Desde que tenía ocho años llevaba registro de todo, contó el director, desde la nubosidad o la temperatura de cada día, los nacimientos y defunciones en la familia, el dinero que ganaba haciendo pequeños trabajos, la talla de mis sombreros y calcetines, me miró, todo en mi casa debía estar perfectamente catalogado, organizado, recordó. Somos una organización que reúne datos, agente Mc Kenzie, nosotros no exculpamos ni condenamos a nadie, son las personas quienes caen en sus propias redes. Presionó un botón del intercomunicador y segundos después entró un mensajero. El director lo revisó de arriba abajo: rostro, cabello, ropa, zapatos, y le entregó el memorando que acababa de escribir. Esperó a que el joven cerrara la puerta tras de sí, antes de continuar. Trabajé como mensajero en el departamento de encargos de la biblioteca del Congreso, con un sueldo de treinta dólares a la semana; me llamaban Speed, por lo rápido que llevaba los paquetes. Una tarde tuve una visión en la biblioteca del Congreso. Fue como un relámpago que me cegó y cuando recuperé la conciencia, cada libro que se encontraba en los estantes brillaba con un color diferente. En ese edificio se guardaba toda la información de lo que el ser humano quisiera conocer. ¿Qué pasaría si existiera un lugar paralelo, donde se concentrara todo aquello que los seres humanos quisieran esconder y olvidar? Supe en ese momento que mi vida tenía una misión. Todo el mundo tiene algo que ocultar, agente Mc Kenzie, nunca lo olvide, pero si logra borrar sus huellas, se convertirá en perseguidor, jamás en perseguido. El director sabía de lo que hablaba: su acta de nacimiento no fue archivada sino hasta 1938, cuando él tenía cuarenta y tres años, y los expedientes relativos a sus antepasados así como su árbol genealógico permanecieron bajo su cuidado por décadas; únicamente los hizo públicos después de ser debidamente arreglados. Un hombre con un poder como el suyo tuvo todo el tiempo y los recursos para crearse una nueva vida, y vaya que lo hizo. El secreto más importante de toda la humanidad, dijo, fue el método para construir una bomba atómica, señor Mc Kenzie. ¿Sabe cuánto tiempo fue necesario para que nuestros enemigos tuvieran la capacidad de crear una? Ni siquiera diez años. Si quiere que algo no se conozca, no lo haga, no lo diga, ni siquiera lo piense. No evaluaré su desempeño para darle la oportunidad de ser mi secretario privado, ni sus logros, ni su historial, ni siquiera su filiación política, dijo colocando sus codos sobre el escritorio y mirándome fijamente. Desde la escuela de leyes admiré a Sócrates, continuó, así que sólo le haré una sencilla pregunta para saber si es usted el hombre indicado para este puesto. Después de todo, la leyenda de cómo Brennan obtuvo su cargo era cierta, pensé. Hoover ordenó en dos filas una serie de memorandos, y me observó con la mirada más dura y fría que he sentido en mi vida. Si tuviera el poder para cambiar algo en el mundo, ¿qué cambiaría, agente Mc Kenzie? Mi cerebro comenzó a trabajar a toda velocidad. ¿Qué clase de respuesta dejaría satisfecho al hombre que aparentemente lo sabía todo de todos? ¿Una reforma al sistema de justicia, un cambio en los métodos de investigación, un plan infalible para acabar con el crimen? Las respuestas posibles se agolpaban en mi cabeza, entraban, subían, daban giros y cuando creía haber encontrado la correcta, otra nueva llegaba para hacerme dudar. El tiempo corría. El director Hoover creyó que todo era una pérdida de tiempo y dirigió su mano al botón del intercomunicador, para que miss Gandy llamara a otro agente. En ese momento recordé uno de sus desconcertantes memorandos y tuve una idea, una idea tan absurda que podía funcionar, de cuando se rumoró que el director sería nombrado comisionado de béisbol de las grandes ligas. Por primera vez, sin pensar en nada más, disparé: eliminaría el proyecto para la regla del bateador designado, contesté con voz firme. No movió un solo músculo de su cara ni parpadeó. El director Hoover estaba inerme, como lo estuvo alguna vez la esfinge ante Edipo. Su dedo índice disminuyó la presión que ejercía sobre el botón del interfón. No existe mayor misterio, dijo, que un pitcher al bate en el centro del plato. Ningún manager, continuó, ni siquiera el gran Connie Mack sería capaz de adivinar lo que puede suceder. Ésta es su primera misión, dijo, con expresión seria y entregándome un memorando en el que se instaba al departamento de parques y jardines a abstenerse de cortar un pino que estaba plantado frente a la casa del director Hoover. Desde niño siempre dibujé un enorme pino frente a mi hogar, y todos en los que he habitado lo han tenido. Ahora puede retirarse, agente Mc Kenzie. Se puso de pie y estreché una mano tan fría como la mesa de operaciones de un hospital. Cuando llegué al Buró de Investigaciones en 1924, antes que el FBI existiera, me dijeron que fuera contra la corriente, dijo, sin soltar mi mano, ahora, después de tantos años yo soy la corriente, usted decide si nada conmigo o contra mí. Preséntese mañana a las ocho, con su misión cumplida, ordenó. Me despedí, enfilando mis pasos hacia la puerta; pero antes, sin saber por qué, di media vuelta y le miré. ¿Señor?, pregunté. ¿Sí, agente Mc Kenzie? ¿Cuándo contrató al señor Brennan…?, dejé la frase en el aire, la pescó y me miró. ¿Quiere saber qué respondió el agente Brennan, cuando le hice la misma pregunta que a usted? Asentí. Permaneció en silencio por un instante que me pareció eterno. Me miró con gravedad, como un tirador que mide la distancia de su presa antes de disparar. Pensé que acababa de cometer un grave error al hacer al director una pregunta de carácter personal. Haría que los Dodgers regresaran a Brooklyn, eso fue lo que contestó Frank Brennan. Hay algo que debe recordar desde este momento, dijo, en una mezcla de consejo y advertencia: puede caminar recto en un mundo torcido, pero no llegará demasiado lejos, y dirigió su atención a un nuevo memorando. Después de cerrar la puerta de su oficina me sentí inquieto y extrañamente ligero, como si una parte de mí hubiera quedado atrapada en ese lugar para siempre.