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Mi Lago Ness personal I

Desde niño me gustaron los rompecabezas. Siempre me llamó la atención cómo una imagen clara y precisa podía descomponerse en cientos de pequeñas partes, y de qué manera una totalidad terminaba convertida en desorden y caos. Me intranquilizaba ver las piezas extendidas sobre la mesa; resultaba imposible no sucumbir a la tentación de sentarme y unirlas. El primer rompecabezas que armé constaba únicamente de diez piezas que formaban la cara de Mickey Mouse. Aunque me llevara más tiempo, nunca hice como los demás niños que numeraban el reverso de las piezas para terminar más rápido. Con el tiempo, aumenté no sólo la cantidad de piezas sino la dificultad de las imágenes; a medida que ganaba destreza, descubrí que el primer paso es armar las orillas, delimitar su contorno y de ahí avanzar hasta el centro de la imagen. Lo mismo ocurrió con las novelas de misterio y los programas de televisión de detectives; me resultaba fácil descifrar los enigmas y encontrar a los culpables, nada mal para el hijo del jefe de policía de Wichita Falls, decía mi padre con orgullo. Cuando alguna emergencia le obligaba regresar a la comisaría a mitad de «La hora de Dick Tracy», se enfundaba el arma al cinto y me preguntaba: ¿A quién vamos a meter a la cárcel hoy?, y una vez que exponía no sólo el nombre del culpable, sino la forma en que se cometió el crimen, sonreía satisfecho y me acariciaba el cabello amistosamente. Mi madre fue un misterio que mi padre jamás se preocupó de aclarar. Se encontraba enterrada en la gran ciudad, a la que siempre prometía llevarme cada diciembre, pero nunca lo hacía. La tía Clara, quien nos visitaba una vez al año, me contaba que murió de soledad, y cuando le decía entre lágrimas que me gustaría verla, sólo guardaba silencio. Una noche, al término de mi fiesta de dieciséis años, cuando ya casi todos se habían ido, los amigos de mi padre le insistieron en que ya era tiempo de que me dejara tomar mi primera cerveza. Aceptó a regañadientes, pero cuando la destapó para ofrecérmela, la botella explotó y nos manchó a todos. Me alejé del grupo en dirección a la casa en busca de otra cerveza. Corrí emocionado. Al entrar a la cocina abrí el refrigerador, saqué dos cervezas, una para él y para otra mí, y comí un par de trozos de queso; la radio transmitía un programa de concursos donde el locutor afirmaba que esa noche el destino iba a cambiar la vida de alguien. Cuando salí al porche me detuve de improviso, como quien ve al diablo parado frente a sí. La verja de madera se encontraba rota, al igual que los postes de la cerca. La placa de madera con el nombre del rancho, que colgaba de un travesaño, se había zafado de uno de sus seguros y se balanceaba lentamente. En el suelo, mi padre y sus amigos se encontraban tendidos y sangrantes; de algunos no podía ni distinguir sus rostros, que ahora eran masas sanguinolentas; a uno de ellos, el señor Mc Namara, le faltaba el brazo derecho. La sangre que manaba de los cuerpos teñía la nieve de carmesí y se extendía lentamente, como un bote de pintura volcado sobre un elegante mantel blanco. Mi padre parecía dormido, corrí hasta él y lo tomé en mis brazos. Nunca pensé que ese cuerpo, tan fuerte como un roble y que tantas veces me cargó de la sala a mi cuarto, se sintiera tan inerte, frágil y sin vida, como un tallo después de ser segado. El rastro de las llantas sobre la nieve indicaba la trayectoria que el vehículo recorrió hasta embestirlos. La camioneta de mi padre resultó impactada en el cofre, la suspensión y una llanta estaban completamente destrozadas. A la distancia, logré divisar las luces traseras del vehículo que los había arrollado. Corrí tan rápido como pude, a pesar de que mis pies se hundían en la nieve, y de que el aire me congelaba el pecho. El cansancio no existía, ni el frío, ni el dolor en las piernas, ni el gélido viento que me congelaba las lágrimas; nada de eso existía, sólo esos dos puntos de luz que se alejaban por una oscura vereda entre la nieve. Las luces rojas se hicieron cada vez más diminutas hasta desaparecer tras una colina. Cuando finalmente me detuve, sólo la luna llena y las montañas nevadas permanecían en el mismo lugar. Ninguno logró sobrevivir para contar lo sucedido. Los postes del teléfono también fueron derribados, por lo que tuve que recorrer más de tres kilómetros hasta la casa de Ana W. Cuando expliqué lo sucedido, su padre tomó el teléfono pero como tampoco servía subió a su camioneta en busca del doctor Chandler. Me senté en los escalones del porche a esperar. Ana W se sentó a mi lado sin decir nada, días antes acababa de rechazarme cuando le pedí ser novios. Te conocí como amigo, dijo, y no puedo pensar en ti de ninguna otra forma, discúlpame. Se veía atractiva a pesar de estar forrada con suéteres, bufanda, una gruesa chamarra y un gorro que casi le ocultaba el rostro, pero nada de eso importaba ya en estos momentos. Una fina nevada comenzó a caer, los copos giraban en espiral, algunos chocaban entre sí creando otros más grandes, mientras que el resto eran arrastrados por la ventisca y se perdían en la negrura de la noche. Ana W puso sobre mis hombros una pesada pero abrigadora chamarra color café con interiores de lana de borrego, que seguramente pertenecía a su padre; poco a poco el calor fue regresando a mi cuerpo, pero en el preciso momento en que ella colocaba su mano sobre la mía recordé a mi padre y sus amigos, muertos, con la nieve cayendo sobre sus cuerpos y me puse de pie. La chamarra se deslizó al suelo y emprendí el regreso a casa. El camino parecía interminable pero finalmente llegué. Tuve la intención de llevar a cada uno de ellos al interior de la casa para protegerlos de la nieve, pero recordé que estaban muertos, y que el consejo de mi padre era: que nadie altere la escena del crimen hasta que llegue yo o el fotógrafo, no destruyan pistas, no le den una ventaja al maldito para que quede impune. Un par de horas después, mis ojos se cerraban de cansancio; poco a poco, a medida que me iba quedando dormido dejé de sentir frío; al descender, los copos de nieve que chocaban entre sí sonaban como cascabeles navideños. Cerré los ojos por un momento y los abrí al escuchar mi nombre. Junto a la verja rota, mi padre trataba de incorporarse. Oí un crujido y su tronco se partió en dos; la mitad superior de su cuerpo trató de girar hacia mí con mucho esfuerzo sin poder lograrlo. Fue la primera vez que lo vi darse por vencido. Dudó por unos segundos y sólo acertó a decir antes de desplomarse: ¿A quién vamos a meter a la cárcel por esto? Abrí los ojos desorientado, y divisé las luces de varios vehículos que descendían por la vereda entre las montañas. Mi padre se encontraba en silencio, como sus amigos.

El mismo día que regresé del funeral empecé a investigar. Por debajo de la puerta se acumulaban decenas de notas de pésame, dos de las cuales eran de Ana W. Guardé todas en un cajón sin siquiera abrirlas. Un grupo de familias del pueblo pensaba que el vacío por la muerte de mi padre podía ser llenado con comida, debido a lo cual, después de los servicios religiosos, la mesa de nuestra sala se encontraba repleta de los mejores platillos que cada ama de casa de la región sabía cocinar: soufflé de maíz, tapioca, remolacha, cordero y torres de tartas de calabaza y manzana. Había suficientes reservas para resistir todo el invierno. El rompecabezas que mi padre y yo dejamos a la mitad se extendía sobre la mesa del rincón. Faltaban más de cincuenta piezas para terminarlo. Después de la cena, era costumbre sentarnos para discutir qué zona del misterio atacaríamos esa noche: la sección de arriba o la de en medio, resolveríamos el dibujo más difícil o el más sencillo, hasta que poco a poco todo iba tomando forma, hasta que el sueño nos vencía y decidíamos que era tiempo de ir a dormir. Me impacientaba mirar las piezas dispersas cuando mi padre tardaba en llegar de la comisaría. Más de una vez, mentalmente, traté de ordenarlas pero nunca empecé sin él. Nuestra promesa era comenzar y terminarlo juntos. Quité toda la comida de la mesa que daba a la ventana y como si se tratara de un rompecabezas, el más importante de todos, desplegué un mapa del condado. El rastro de las llantas en la nieve indicaba que muy posiblemente el vehículo era una pick-up, y por un espejo lateral que quedó incrustado en uno de los amigos de mi padre, se logró ubicar un rango de años para el posible modelo. Teníamos la imagen, una pick-up de los años 1950-1961 y su tipo de llantas. Marqué con un plumón rojo el lugar del accidente y empecé a buscar mentalmente cada una de las piezas; no cabía duda de que el rompecabezas, visto como una ecuación, debía tener variables no controlables que escapaban a mi análisis, por lo que sólo debía trabajar con los datos duros. Calculé la capacidad del tanque de gasolina, con un margen extra por si tenía uno de mayor capacidad, algo muy común por las regiones montañosas; suponiendo que tuviera el tanque lleno, lo cual no creía, pero que me daba un margen de error a mi favor, debió recargar combustible en un rango estimado; así, de acuerdo a los litros de gasolina, la dificultad de transitar en la nieve y el mal tiempo, delimité presumiblemente el área desde donde vino hasta donde pudo haber llegado. El primer paso estaba dado, había formado los límites del rompecabezas, era hora de ir hacia el centro desconocido. La única estación de gasolina del condado vecino, que bordeaba los límites estatales, no tenía registrado ninguna carga de combustible en las horas posteriores al accidente, y se mantuvo prácticamente cerrada por el mal tiempo. En otra estación de gasolina, el dueño había manifestado que una nota de combustible, la única de la noche, podía coincidir en las horas posteriores al accidente; sin embargo, el despachador de esa noche fue despedido al día siguiente por robo y no hubo manera de localizarlo, ya que todas las referencias en su solicitud, salvo el apartado de sexo masculino, resultaron falsas. Más tarda uno en verificar los datos de estos malvivientes que en irse sin dejar rastro, dijo el dueño con molestia. Existía una remota posibilidad de que el culpable, presa de los nervios, dejara la pick-up abandonada, o tratara de esconderla en la ladera norte de la montaña, una ruta poco transitada por peligrosa. Llegué hasta la cabaña de abastecimiento que se encontraba a la entrada del camino. Su propietario, el viejo Mc Gillis, recordaba el paso de un vehículo que venía a toda velocidad, al que escuchó derrapar y tirar un poste. Cuando salió de su cabaña sólo observó un par de luces rojas que se alejaban por la vereda. La nieve del día anterior había borrado el rastro de las llantas. Decidí internarme por el camino una media hora pero finalmente me detuve. Un desfiladero serpenteaba la carretera por más de veinte kilómetros, advertía una señal. A un costado, el camino que bordeaba un desfiladero se extendía por más de cincuenta kilómetros. Si el culpable había pasado por ahí, nunca llegó a la estación de gasolina de los límites estatales, donde el camino se cruzaba con la vía principal. En cualquier lugar de esos cincuenta kilómetros pudo dirigir la camioneta rumbo al desfiladero, donde con seguridad nunca la encontraríamos, ni siquiera cuando el deshielo arribara. Detuve mis pasos al borde del desfiladero e instintivamente supe dos cosas: que había llegado al límite de mi capacidad y que nunca podría resolver ese misterio. Cuando llegué a casa me enfrasqué durante una hora frente al rompecabezas, uniendo las piezas con desasosiego, hasta que a punto de terminarlo descubrí que faltaba una. Era una vieja broma de mi padre; guardar la última pieza consigo para que ambos, como los mejores compañeros, la colocáramos al mismo tiempo. Seguramente había guardado la última pieza en el bolsillo de su camisa, la noche del accidente. Un auto se estacionó frente a la casa. Alguien tocó con fuerza la puerta y me acerqué para abrirla. La tía Clara llegó con una mujer que dijo ser mi madre, de la misma forma que pudo haber dicho que era el monstruo del Lago Ness, un extraterrestre, o el abominable hombre de las nieves, para mí daba lo mismo; a ninguno de ellos los había visto en mi vida y mucho menos creía en su existencia. El monstruo del Lago Ness criticó los muebles de la casa, el descuido en la limpieza y el pueblo perdido donde mi padre me había condenado a pasar la niñez y adolescencia. Prometió que se encargaría de que a la brevedad fuera aceptado en la mejor escuela de Boston para chicos de mi edad, y que con la ayuda de un tutor lograría regularizar mis conocimientos con los del resto del alumnado. Aún estamos a tiempo de reencauzar tu vida, dijo, mientras conducía el auto que detuvo frente a la casa de Ana W. Tía Clara y yo vimos bajar al monstruo del Lago Ness y entregar unos papeles al padre de Ana W. Son para la venta de la casa, dijo la tía, un camión pasará mañana a recoger todas tus cosas. ¿Y las de mi padre?, pregunté, pero tía Clara le vio venir, hizo como si el diablo le hablara y no contestó. Cuando se puso el cinturón de seguridad, el monstruo, que parecía lucir más relajado, intentó sonreírme. Fue como ver a un chacal con el hocico ensangrentado enseñar los dientes antes de atacar. Ana W permaneció sentada en el porche detrás de su padre. No hizo ningún intento por mirar hacia nosotros; no nos veíamos desde el funeral, donde ninguno nos dirigimos la palabra. Se puso de pie y dio un paso al frente, pero sólo eso. Nuestro vehículo se alejó por el camino nevado. Tuve deseos de ver por el espejo retrovisor. ¿Habría cambiado algo descubrir a Ana W correr tras el auto y agitar su enguantada mano en señal de despedida? Nunca lo supe porque preferí cerrar los ojos y no los abrí sino hasta sentirme lo suficientemente lejos. El monstruo intentó poner música, pero de la radio no surgió más que el zumbido de la estática, que nos acompañó durante todo el camino. Mi padre tenía razón cuando dijo que mi madre se encontraba enterrada en la ciudad. Nunca regresé al pueblo. Jamás abrí la carta que Ana W me entregó en el funeral, ni las que llegaron a nuestra casa en Boston; las cuales no dudé en devolver al remitente. Nunca volvimos a saber nada el uno del otro.

No sólo logré regularizarme en menos tiempo del que había estimado el tutor, sino que realizando cursos de verano, que era la mejor manera de permanecer lejos del monstruo, conseguí graduarme antes que mis compañeros. Terminé la universidad con una mención de honor, y cuando mi madre preguntó cuáles eran mis planes, respondí sin dudar que llenaría una solicitud para entrar al Buró Federal de Investigaciones. La sola mención del FBI le hizo recordar a mi padre y guardó silencio. Seguramente pensó en él cuando escuchó mis planes, pero si así fue, no demostró ninguna clase de sentimiento. En el fondo supo que no logró reencauzar mi vida, sino sólo retardar lo inevitable. El monstruo del Lago Ness no fue a despedirme a la estación del tren. No volví a saber de ella hasta quince años después, cuando la tía Clara me informó de su muerte.