Edna es una mujer extraña, señor Mc Kenzie, dijo Emma, mientras llenaba de nueva cuenta mi vaso con limonada. Lo hizo demasiado rápido y el líquido se desbordó, humedeciendo una servilleta sucia que servía de portavasos. ¿Extraña en qué sentido?, pregunté, mientras observaba la mancha extenderse y reblandecer el papel. Tenía trastornos de sueño, no dormía por las noches, dijo, caminaba sin parar por toda la casa. En una ocasión mi madre la encontró sentada en la parada de autobús, con el cambio exacto para pagar y repitiendo que esperaba el tranvía; otras veces sólo se sentaba en el porche, y antes del amanecer volvía a su habitación, donde se encerraba todo el día. Sufrió insomnio permanente desde los trece años, cuando su madre trató de matarla con un cuchillo mientras dormía. No es el único caso de locura en la familia, ni de sucesos extraños. Un año antes del ataque a Edna, su padre desapareció dentro de la casa, sin que jamás se volviera a saber de él. Lo vieron entrar pero nunca salir. ¿Edna se encuentra recluida?, pregunté. No en un manicomio, sino en un asilo. No fue nada fácil encontrarlas con los cambios de dirección, comenté nuevamente, mientras descubrí un par de maletas listas en el pasillo. Espero que sea mejor policía que profesor universitario, señor Mc Kenzie, dijo, si es que ése es su verdadero nombre. Las mudanzas no son por gusto, continuó, sino por la seguridad de Edna. ¿Corre alguna clase de peligro? Aún no, pero cuando las sombras la encuentren, tendremos que volver a partir. ¿Las sombras?, pregunté, creyendo haber escuchado mal. Un objeto de cristal en la cocina cayó contra el suelo, estrellándose. Sí, señor Mc Kenzie, contestó nerviosa, mientras miraba sobre mi hombro, las sombras. Llevamos años escapando de ellas. Lo dijo con demasiado temor en la voz para creer que estaba mintiendo. Comenzaba a oscurecer en el pueblo, pero nadie parecía preocupado por encender las luces en las casas vecinas. Ningún vehículo pasó por la calle en todo el tiempo que estuvimos conversando. El pueblo de Falfurrias lucía tan desolado que un fantasma pensaría en mudarse. No crea que me volví loca como la madre de Edna, o como la mía, dijo, sólo porque sí. ¿A quiénes vio?, pregunté. ¿No ha oído nada de lo que le dije, la gente sin bocas, narices o rostro? ¿Nunca ha sentido que hay algo a su lado, en la periferia del ojo, y voltea súbitamente y no hay nada? Son ellos, la gente sombra. Pueden desintegrarse así, dijo tronando los dedos, o atravesar las paredes si están a punto de ser descubiertos. No son un espejismo o una mala jugada de la mente, créame, uno al verlos siente que fueron humanos alguna vez. Su presencia es tan poderosa que su silueta puede distinguirse en la oscuridad, advirtió, ¿nunca ha sentido que no está solo en un lugar, aunque no haya nadie? A Edna se le han aparecido de frente, incluso ha conversado con ellos, algo de lo que prácticamente no existen registros. Son una masa sin forma que puede lanzar terribles aullidos. Otros dicen que los han visto moverse como si bailaran, cuando creen estar solos. ¿Qué son? No lo sé ni me importa, ninguno de nosotros ha pensado quedarse para preguntar. ¿Vienen de otros mundos, de realidades alternas o han escapado de su mundo al nuestro para advertirnos de algo terrible? No lo sabemos. Miró a su alrededor y susurró: Dios nos guarde de encontrarnos con el niño sombra. Sé que suena inverosímil, pero Edna, a pesar de su edad, tenía un oído especial. Oía las sirenas de las ambulancias antes que nosotros, los pasos en las otras casas, y una vez, sólo una vez, me pidió que me callara cuando utilicé un silbato para perros. La gente sombra se comunica en un rango de frecuencia que el resto de los humanos no podemos percibir. Mi perro murió hace un par de días. Esa noche, sin motivo aparente, ladró a una esquina de la recámara, y así, como lo estoy viendo a usted, se desplomó sin vida. Ellos están cerca, demasiado cerca, dijo, entornando los ojos. Las maletas en el pasillo ahora cobraban más sentido. Hay demasiada luz, dijo de repente, lo cual era falso, se puso de pie, apagó un foco y corrió las cortinas. Le diré cómo llegar al asilo donde se encuentra Edna. El resto corre por su cuenta y riesgo. ¿Por qué yo?, le cuestioné. ¿Quiere saber por qué le cuento esto a usted y no a su colega?, preguntó. Guardé silencio. Todos estamos conectados de alguna forma, señor Mc Kenzie. Usted pudo haberme atropellado, o su sobrino confundir la medicina con la que mi hijo se envenenaría por error. Desconozco si alguien mueve los hilos que nos unen, señor Mc Kenzie, lo que sé es que esos hilos existen y que es preferible no conocerlos, dijo, incorporándose y caminando con seguridad a pesar de que toda la habitación estaba en penumbras. Entre Edna y usted existen seis grados, lo supe desde que lo vi entrar, afirmó. ¿Seis grados?, pregunté desconcertado. Seis grados de separación, señor Mc Kenzie, sólo eso.
Las instrucciones que Emma Philbin Springer me dio para llegar al asilo eran capaces de despistar a un GPS, además de que parecían estar destinadas a impedir mi llegada: Tome la interestatal 90 hasta la carretera 22, de ahí, cuente cinco árboles y en el tercero de su lado izquierdo encontrará una flecha de madera con un par de iniciales, no siga ese camino porque seguramente no regresaría, ese bosque está lleno de montañeses extraños, por ahí filmaron La matanza de Texas, dijo. Cuente siete árboles más, continuó, y encontrará una flecha metálica, muy oxidada, casi no la podrá distinguir de la corteza del tronco. Dé vuelta y siga el sendero sin detenerse, no importa lo que escuche o vea, o si le parece oír gritos de mujeres pidiendo ayuda, no se detenga, ¿entendió? Ah, y no se baje hasta llegar al final del sendero. Pareció no escuchar mis comentarios respecto a que los árboles pudieron ser talados y las flechas retiradas. ¿Quién perdería su tiempo en eso?, me contestó, nadie en su sano juicio iría a ese lugar si no fuera estrictamente necesario. Es un camino que sólo se recorre de ida, señor Mc Kenzie. A medida que avanzaba por el sendero, la luz se filtraba cada vez menos por los árboles. Aún era de día, pero las sombras daban la impresión de que ya la noche hubiera caído. El viento silbaba por entre las ramas emitiendo sonidos extraños. Me pareció que sombras de grandes animales saltaban entre las copas de los árboles, y en una ocasión tuve que frenar de golpe ante algo que cruzó el camino. Regrese con la luz del día, advirtió Emma, y buena suerte, fue su último consejo.
De camino pensé en los seis grados de separación a los que Emma se refería. ¿Estamos todos conectados de tal forma que no hay más de seis personas entre nosotros? ¿Es el mundo tan pequeño para eso? El director Hoover, sin llamarla por ese nombre, creía que entre la verdad y el agente se interponen un cierto número de personas. Una pregunta lleva a otra y un sospechoso a otro aún más sospechoso, y así hasta resolver el crimen: Todos estamos conectados de alguna forma, Mc Kenzie, su trabajo consiste en encontrar esos hilos invisibles para los demás. ¿Existía algo que me unía a Edna Tichenor, a Ackerman, Riley, Skal, Lupita Márquez, a su abogado y a Emma, que me llevaría finalmente a Edna?, me pregunté, sin dejar de poner atención al camino.
Al oscurecer una densa niebla surgió del sendero. Accioné las luces altas pero no funcionaron. Sólo contaba con un par de débiles faros, que se encendían y apagaban a cada brinco de la camioneta. Llegó un momento en que fue imposible ver el cofre o los árboles al costado del camino; no había diferencia entre conducir con los ojos abiertos o cerrados. Después de más de veinte minutos en esas condiciones logré llegar al asilo. La niebla había descendido ligeramente, permitiendo divisar una enorme y vetusta cabaña, con linternas en las ventanas y una puerta enrejada. Bajé de la camioneta y subí un par de escalones. Jalé el cordón de una campana, cuyo sonido poco a poco se fue perdiendo en el bosque. Un par de minutos después, la puerta se abrió. Un hombre de aproximadamente cuarenta años y cabello encanecido me miró en silencio; a su lado, dos hombres albinos, de casi dos metros, vestían ropas de enfermeros. Mc Kenzie, ¿no es así?, preguntó el hombre canoso, quien se presentó como director del asilo. Asentí. Llega tarde, dijo, ¿no le advirtieron que no se debe regresar de noche por el bosque? Me las arreglaré, no se preocupe, contesté. Tendrá que hacer mucho más que eso. Edna le espera, dijo con voz grave. El asilo hospedaba alrededor de unos diez ancianos, algunos de los cuales se mantenían en cama, otros en silla de ruedas, y unos pocos caminaban con lentitud por los pasillos. Las paredes estaban construidas con gruesos troncos atados entre sí, por los cuales el viento se filtraba emitiendo un agudo silbido. El techo era extremadamente alto, con un candelabro descompuesto. No había espejos, lo que no resultaba extraño, ¿quién los necesita en un asilo? Los dos enfermeros albinos caminaron junto a mí sin dejar de mirarme, como si me escoltaran. Un televisor sintonizaba sólo estática, a pesar de lo cual un par de ancianos sentados en un sofá lo miraban con atención. Otro, en un extremo de la habitación, escuchaba en un viejo tornamesa un disco de vinilo con lecciones para aprender italiano en tres meses, según lo aseguraba el texto de la caja. Todos tenían la expresión de quienes nada esperan, porque saben que nada va a llegar. El piso de madera crujía a cada paso, como si fuera a venirse abajo en cualquier momento. Una desgastada alfombra de color verde mostraba unas marcas de quemaduras de forma circular. Dos sillas de ruedas descompuestas se encontraban en una esquina de la habitación, en una de las cuales dormía un gato de angora, que despertó por el ruido y huyó cojeando, pues le faltaba una pata. Disculpará que no lo pase a la sala de visitas, señor Mc Kenzie, pero nadie viene a visitarnos por aquí, dijo el hombre canoso. Montículos de madera apolillada, como si fueran pequeños hormigueros, se acumulaban en el piso, mientras que un laberinto de telarañas, a las que nadie parecía haber molestado en años, coronaban la mayoría de las esquinas del techo. Un escarabajo desapareció por el agujero de un cojín. Llegamos hasta una habitación que tenía un gran ventanal. Los muebles eran de tal humildad que harían que el cuarto de un monje pareciera la mansión de Playboy. La cama apoyaba cada uno de sus extremos sobre cuatro ladrillos. Una serie de libros, a los que se les había colocado un mantel, servían como mesa, en la que un florero con agua verdosa albergaba un ramillete de rosas muertas y ennegrecidas. Edna vendrá en un momento, agregó el hombre canoso antes de retirarse, trate de ser breve, recalcó, se cansa muy pronto. Ese asilo perdido entre las montañas parecía ser el lugar ideal para olvidar y ser olvidado, un enorme sarcófago donde sus habitantes vagabundeaban como zombis, esperando una muerte que no llegaba. El bosque era tan denso que no dejaba filtrar ningún tipo de luz de la ciudad; en el exterior, un grupo de luciérnagas rebotaban con insistencia contra los cristales. Una multitud de estrellas, invisibles en la ciudad, poblaban el cielo, como si sobre un manto de negrura alguien hubiese dejado caer gotas de pintura plateada. Me dije que muchas de esas estrellas habían muerto hace siglos sin saberlo, como algunos de los habitantes del asilo. En el borde de la ventana descansaba un platón oxidado con restos de leche agria y endurecida. Me vino a la mente el único recuerdo de mi madre, cuando durante las noches colocaba un plato con leche en el alféizar de la ventana: «Es para que las hadas buenas beban durante sus viajes y no desfallezcan», me decía antes de dormir. Cuando la casa empezó a llenarse de gatos que iban tras la leche, mi madre decidió que era tiempo para que las hadas buscaran alimento gratis en otro lado. Una serie de pasos muy lentos comenzó a oírse por el pasillo. Transcurrieron un par de minutos hasta que Edna, quien arrastraba una andadera, lograra entrar por la puerta, seguida de los dos enfermeros albinos. A diferencia de la mayoría de los ancianos, no caminaba encorvada, lo que la hacía ver más alta que el resto. Llegó hasta un viejo sillón y logró sentarse, no sin muchos problemas, mientras los albinos se llevaban la andadera. Esperó hasta que se fueron por el pasillo, y el sonido de sus pasos dejó de oírse. Dicen que quiere verme, ¿no es así?, dijo, inspeccionándome de arriba abajo. Me invitó a sentarme, señalando un viejo sofá. Sus ojos azules carecían de brillo, y la palidez de su rostro recordaba a una máscara mortuoria, sensación que sólo se rompía cuando ocasionalmente parpadeaba. Debajo de ese mar de arrugas, alguna vez existió un rostro. ¿Me vería así en un par de años?, ¿terminaría mis días abandonado en un asilo en las montañas, soportando el asedio de algún fanático del filme? No me mire como al último pájaro dodo, señor Mc Kenzie, me dijo con molestia. ¿Es usted Edna Tichenor?, le pregunté. ¿No ha venido desde tan lejos para preguntar algo que ya sabe?, me reviró. Yo fui Edna Tichenor, agregó. Vengo a verla por un filme que usted protagonizó, dije, decidido a no perder más tiempo. Si es así, se irá más pronto de lo que cree; mis películas se pueden contar con los dedos de las manos, enfatizó, extendiendo una mano temblorosa que apenas podía sostener. Ningún personaje que hice se pareció al anterior: fui bailarina, chica vampiro, araña y en momentos difíciles hice de todo. Usted actuó en Londres después de medianoche, como Luna, la chica vampiro, le recordé. Cuando a Tod, dijo ella, mirando a través del ventanal, Tod Browning, el director, usted sabe, le contrataron para el filme, inmediatamente pensó en mí. Nos unía una vieja amistad de nuestros años en el circo, cuando fui su asistente en el acto de faquir, donde le vi sobrevivir a toda clase de retos, noche tras noche; el mayor de ellos, recordó, consistía en ser sepultado vivo por días. No sabe cuántas veces desenterré a Tod ante el asombro de los pueblerinos; esa experiencia con la muerte debió marcarlo de por vida, contó, mientras seguía con la vista a un insecto volador inexistente. Recuerdo bien la película, dijo, regresando del lugar adonde su mente se había ido, casi me desmayo cuando vi los dientes de Lon Chaney, eran espeluznantes, recordó. Hay una foto, una de las pocas que sobreviven del backstage, donde Tod nos indica cómo sostener una lámpara, y le juro que temblaba al estar al lado de Chaney; tanto miedo me infligía que tiré en dos ocasiones la linterna, hasta que el utilero me la amarró a la muñeca con un cordón. Lon Chaney podía ser todos los hombres sin dificultad alguna. Era sorprendente verlo entrar a su camerino como cualquier ser humano y salir convertido en un monstruo, un lisiado o un asesino despiadado, podía disfrazarse de cualquier cosa. Por desgracia tengo buena memoria, me dijo. La gente cree que a esta edad uno va perdiendo los recuerdos, pero es todo lo contrario, señor Mc Kenzie: recordar es lo único que nos queda antes de morir. Un pequeño ratón pasó frente a nosotros como una sombra y se escondió tras un agujero en el piso de madera, para luego chillar un par de veces. Medio minuto después, pasaron otros tres de menor tamaño. No es usted el primero ni el último que pregunta sobre el filme, pero nadie había logrado encontrarme. ¿Por qué tanto interés?, preguntó. Fui contratado por alguien que desea encontrar una copia de Londres después de medianoche. ¿Para qué?, volvió a preguntar. Es el filme perdido más famoso en la historia del cine, contesté, imagino que buscan conservarlo para la posteridad. La posteridad, señor Mc Kenzie, es algo para lo que nunca vivimos lo suficiente, afirmó. No importa cuánto cuide o proteja algo, todo esto, usted, yo, el filme, esos ratones que acaban de pasar, nos convertiremos en polvo, sólo es cuestión de tiempo. Encontré unos documentos, le dije, donde se registró que por esa película recibió un pago en especie. Me sorprende que lo sepa, intervino, era algo que sólo hacían con las primerizas, pagarles una parte del sueldo con una copia del filme. ¿Piensa usted que la guardo bajo mi almohada?, ¿quiere revisar?, preguntó, levantando la almohada de la cama, sólo para mostrar una colcha sucia, con manchas de color marrón. ¿Por qué viene a importunarme precisamente en mi cumpleaños?, preguntó. Sus datos biográficos mencionan otra fecha, le dije. Es mi tercer cumpleaños en ocho meses, dijo, estas sanguijuelas que cuidan de mí buscan cualquier excusa para aumentar lo que cobran por tenerme en este agujero. No nací en la fecha que los pocos historiadores de cine mencionan en sus libros, tuve que mentir sobre mi edad para trabajar en el cine, soy más joven de lo que cree, dijo, intentando sonreír. Es verdad que tuve una copia del filme, continuó, pero ha llegado tarde, señor Mc Kenzie, dijo, esperando alguna reacción en mi rostro. Lamento ser su última carta en una partida que jamás podrá ganar, continuó, hay más jugadores en la mesa y tienen mejores manos que la suya. Por su bien, espero que no haya malgastado muchos años de su vida en esto. Paul me advirtió que no aceptara el papel, pero no le hice caso. El filme trajo mala suerte para los que participamos en él, recordó, no de forma inmediata, pero todos teníamos la sensación de que una sombra se extendía sobre nosotros y que tarde o temprano nos alcanzaría. Dicho esto, la parte superior de su dentadura postiza se desprendió y rebotó varias veces contra el suelo. La envolví con mi pañuelo y se la entregué. Edna la enjuagó en un vaso con agua turbia y la regresó a su boca, chasqueó dos veces y tragó saliva. Es usted un caballero, señor Mc Kenzie, algo no muy común por estas tierras de vaqueros y leñadores. El desconcierto durante la filmación, continuó, se contagió a nosotros en el plató. Tod y Chaney lucían preocupados, como si supieran lo mismo que nosotros: que algo extraño sucedía en el set de esa película; todas las noches al terminar el rodaje se encerraban con Waldemar Young a reescribir el guión. La gente sombra no me puso al tanto de su llegada, es extraño que haya logrado eludirlos, comentó sorpresivamente, mientras dirigía su mirada a un costado de la habitación, como si buscara a alguien más. ¿Y a todo esto?, me preguntó, ¿cómo logró dar conmigo? Por el fideicomiso, contesté, sin prestar atención al comentario sobre la gente sombra, Lupita Márquez me dio los medios para encontrarla. ¿Lupita aún vive?, preguntó sorprendida. No respondí. Antes de que pasara lo de Paul fuimos las mejores amigas, ella, yo y Mary Philbin fuimos consideradas las más prometedoras actrices de aquellos años. Lupita continuó su vida en Hollywood y tanto Mary como yo desaparecimos desde los treinta. Hicimos un pacto de silencio, que Mary rompió al contestar la carta de un despistado fanático de cine mudo, que no sabía que seguía viva. Desde ese momento, no la dejaron en paz ni un segundo: revistas e historiadores de cine la buscaron para entrevistarla, como quien ha descubierto a un cavernícola conservado en un bloque de hielo que ha vuelto a la vida. Nadie se interesó en contratarnos cuando llegó el cine sonoro a causa de nuestra voz, y ahora, casi ochenta años después querían escucharnos, ¿no le parece curioso? Edna desvió la mirada un par de veces, como si se sintiera vigilada. Después de mi rompimiento con Paul, el cine nunca volvió a ser lo mismo para mí. Él se convirtió en el mejor agente de artistas de la época, y yo, en una sombra que se desvanecía como un fantasma, dijo mientras se entretenía en estirar la piel de sus manos para eliminar las arrugas. El verdadero amor es una llama que se queda encendida dentro de nosotros, señor Mc Kenzie. A los afortunados los consume y a nosotros, los desdichados, nos abrasa eternamente. Paul y yo sufrimos esa incandescencia en nuestros corazones para siempre. La madera de una pared crujió con tal fuerza que parecía estar a punto de quebrarse. Un golpe seco cimbró la ventana, como si lanzaran un cuerpo. Edna no se inmutó. Me llevé la mano a la pistola, que escondía dentro del saco. Hice el intento de levantarme, pero me detuvo. Un ratón comenzó a escalar la pared y desapareció por un agujero en la madera. Una noche, recordó, cuando trabajaba de extra en una película, vi un ratón en el plató y grité de espanto. Un asistente del director James Whale que pasaba por allí me escuchó. Los gritos de terror de Mae Clark no habían logrado impresionar a Whale, por lo que fui contratada para doblar su voz en Frankenstein, pero el destino siempre tiene un juego de cartas diferente para nosotros, señor Mc Kenzie. Cuando Mae vio la clase de maquillaje que Jack Pierce moldeó en el rostro de Karloff, gritó de tal manera que mis servicios ya no fueron necesarios y me despidieron. Ésa fue la única oportunidad para que mi voz quedara registrada en una película; después de eso, todo fue cuesta abajo. Sólo pude contratarme de stand in para películas de serie B, como sustituta para probar la iluminación, los ángulos, y justo antes de que el director gritara: ¡acción!, se me pedía abandonar el plató para que la verdadera actriz entrara. Fui stand in de Dorothy Burgess, ¿la conoce?, seguramente no. ¿Puede un ser humano desvanecerse más que eso?, ¿ser la doble de una actriz de películas B que nadie recuerda? La espiral de la derrota tiene paredes lisas, señor Mc Kenzie, es imposible aferrarse a ellas cuando uno va cayendo, dijo con melancolía. Estos últimos días, recordó, he tenido la misma pesadilla: pertenezco a una manada de búfalos que son perseguidos hasta un desfiladero, no sabemos de qué o de quiénes huimos, pero me detengo en el borde, y observo a muchos de los míos caer al vacío. Este asilo es el límite del precipicio, después de aquí, sólo queda saltar. Las sombras de unos pies se adivinaban en el piso detrás de la puerta; debía ser un enfermero que nos espiaba. Me acerqué en silencio para no ser escuchado. La silueta de los pies continuaba detrás de la puerta, que abrí rápidamente de un solo movimiento. Nadie se encontraba en el pasillo. Edna me miró. Son más rápidos que nosotros, agregó, en cuanto los vemos se desvanecen, excepto el niño sombra, es el único que no huye de los humanos. Una serie de pasos recorrieron el techo muy lentamente, hasta detenerse sobre nuestras cabezas. Hay un santo para cada causa, señor Mc Kenzie, no puede embarcarse en una búsqueda de este tipo y esperar tener éxito sin un santo que le proteja. Debió ser san Cristóbal, patrón de los que viajan, quien lo condujo hasta mí, afirmó, mirando el escapulario del indocumentado que colgaba de mi cuello. Ahora contésteme, ¿por qué tanto interés en la película? Deseo cumplir la voluntad de alguien que la quiere volver a ver, le respondí. ¿Y si le dijera que no es un gran filme, que ni Tod ni Lon se sintieron satisfechos durante la filmación, que lo mejor que le pudo haber pasado a Londres después de medianoche fue desaparecer? Guardé silencio. El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, ¿por qué no deja las cosas como están antes de que alguien salga lastimado?, no sea que quede atrapado en su propia telaraña, me dijo. Si fuera usted, advirtió, dejaría de meter la nariz donde no me llaman; hay preguntas para las que no obtendrá respuesta, señor Mc Kenzie, por lo menos en esta vida. Conozco las historias sobre la mala fortuna de aquellos que tuvieron contacto con la película; si existiera una maldición, ¿no cree que debería estar muerta?, preguntó. Edna me miró en silencio. Guardé todas mis pertenencias y una copia del filme en un baúl sellado, reveló, que entregué a un notario con instrucciones para que no se abriera hasta veinte años después de mi muerte. La verdad, no pensé vivir tanto, reconoció, he tenido que cambiar de notario tres veces porque se han adelantado en el viaje. Usted podría cancelar esa orden y abrir el baúl, dije. No podría aunque quisiera, señor Mc Kenzie, dijo, el último notario desapareció y sus oficinas fueron encontradas vacías, y hasta la fecha nadie ha sabido nada de él, se convirtió en un misterio. Todo este tiempo ha estado buscando una moneda que alguien lanzó a la vastedad del universo, estuvo cerca, agregó, pero cerca nunca es suficiente. Se levantó del sillón y miró a través del ventanal en dirección al bosque. Las estrellas brillaban cada vez menos, mientras que una densa niebla había ocultado la camioneta por completo. Despreocupada, Edna caminó con lentitud rumbo a su cama, como si no le importara que el amanecer la pudiera sorprender a medio camino. Al llegar, se sentó en el borde, justo de espaldas a mí. Acomodó su almohada, dejando al descubierto un grupo de cartas en papel viejo y amarillento, atadas con un cordel. Supongo que sólo me queda desearle suerte en su búsqueda, señor Mc Kenzie, dijo. Se miró al espejo, pasando un cepillo de carey con la mitad de las cerdas rotas por su cabellera encanecida. Carmen Miranda, dijo, sin dejar de peinarse, murió entre el camino del cuarto de maquillaje y su vestidor con un espejo en la mano, y la última llamada de Marilyn Monroe antes de morir fue a su estilista; nadie nace con estilo, señor Mc Kenzie, pero nada nos impide morir con clase. Gracias por su tiempo, le dije, mientras me levantaba del sofá. La miré reflejada en un sucio espejo, el cual le distorsionaba la cara, tornándola algo borrosa y deforme. Edna redujo casi al mínimo la llama del quinqué de su buró. Debió ser una ilusión, porque me pareció que su sombra reptaba por la pared y se escabullía entre los resquicios del ventanal. Cuando el doctor Livingstone murió en el África, relató Edna, los nativos con los que convivió gran parte de su vida lo embalsamaron, pero antes de enviarlo a Inglaterra le quitaron el corazón, que enterraron al pie de un viejo árbol; uno puede regresar a morir al lugar donde nació, señor Mc Kenzie, pero el corazón se queda en otro lugar, dijo, escondiendo las cartas bajo la almohada. Caminé hasta la puerta y giré la perilla. La imagen que devolvía el espejo era la de un ser que se desvanecía lentamente. ¿Le gustaría saber cuál era mi deseo de cumpleaños?, preguntó. Si me lo dice no se cumplirá, contesté. Descuide, dijo Edna, de todas formas nunca se hará realidad. Una ráfaga de viento se coló por la ventana y emitió un agudo silbido. Me gustaría tener diecinueve años, aunque fuera por unas horas, finalizó. Giró la perilla del quinqué y nuestras sombras desaparecieron al quedar la habitación a oscuras. Cerré la puerta y abandoné el cuarto sin despedirme. En la sala se encontraba el hombre sin pies escuchando su disco de italiano. «Atenti al lupo, atenti al lupo», repitió sin prestarme atención.
Me despedí del encargado y sus enfermeros albinos. Durante todo el trayecto a la camioneta sentí la tierra aflojarse bajo mis pies. Volví la mirada al asilo. La única luz que estaba encendida se apagó y todo el lugar pareció desaparecer, como si la noche lo devorara en un segundo. La camioneta estaba cubierta de pequeñas huellas por toda la carrocería, con la forma de manos de niños o minúsculas garras. Me encontraba por primera vez en mi vida ante lo que los demás investigadores llamaban un callejón sin salida. No sé por qué razón, pero me sentí como un boxeador invicto que desafía al destino aceptando una última pelea. Respiré profundamente, pero me costó trabajo jalar el aire a los pulmones. Una vez que se sufre la primera derrota, nadie se vuelve a parar igual sobre un cuadrilátero. Recordé las palabras de Edna sobre los santos. ¿Debí encomendarme a uno antes de aceptar el encargo? «Santo que no se muestra, santo que no se adora», dijo mi sirvienta mexicana cuando la descubrí prendiendo una veladora en el cuarto de lavado. Levanté la vista al cielo, que ahora lucía completamente negro. Las estrellas no aparecían por ningún lado, sin embargo sabía que ahí estaban: sólo era preciso encontrarlas. Esa noche tuve un sueño que me inquietó. Yo era un enorme y temible tiburón blanco que gobernaba los océanos. Todos se abrían a mi paso y huían. Di un mordisco a un trozo de pescado que flotaba en el mar y fui sacudido por un gran dolor que me desgarraba por dentro. Me recuerdo siendo alzado lentamente por la grúa de un pesquero japonés, que me dejó caer en la cubierta. El golpe fue seco. Di coletazos y dentelladas para que me dejaran libre pero no conseguí más que risas y burlas. Un sujeto con la cara cubierta de tela tomó un garrote y golpeó con fuerza mi nariz. Una, dos, tres, cuatro veces. Cuando un tiburón es golpeado en la nariz con tal saña, sus días como cazador han terminado. Tres hombres de aspecto oriental tomaron sus cuchillos y cortaron con destreza y rapidez mis aletas, las cuales depositaron junto a otras, que llenaban una ensangrentada cubeta de metal. Después de eso me lanzaron de nuevo al mar. Fui descendiendo lentamente sin poder nadar, mientras mi cuerpo herido dejaba una estela de sangre. La luz de la superficie se fue alejando más y más, hasta que todo se volvió oscuridad.