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Para llegar a Falfurrias, Texas sólo existen dos caminos: uno corto y uno largo, dijo el anciano de la gasolinera. El largo es recto y estrecho como el filo de una espada, tan desolado que hasta el mismo Duke, se refería sin duda a John Wayne, por la vieja foto que colgaba de la pared, pensaría dos veces antes de tomarlo, sobre todo sin compañía. Carraspeó y escupió en dirección a una cucaracha que se deslizaba sobre la arena, a varios metros de nosotros. Por momentos, dijo, la carretera se hace de tierra y se confunde con el desierto, por lo que es muy fácil perder el rumbo. Hay que llevar agua, linternas y anticongelante, como este que le puedo vender de oportunidad, amigo. Nada más mire, dijo señalando al horizonte, es una loma como el espinazo de un animal, ni crea que las luces del pueblo le guiarán por el camino, no hay un solo punto de referencia, y las brújulas, bueno, no confiaría mucho en ellas, algo hay en ese desierto que las vuelve locas, dijo, destapando una botella con los dientes, y ofreciéndome un trago, el cual negué con cortesía. ¿Y el corto?, pregunté. ¿Ve esa vereda?, contestó, allí donde empieza el bosque, ahí mismo tiene que entrar, pero tampoco se lo recomiendo, ya no tarda en anochecer, y vea, dijo, señalando la espesura, está más ensortijado que el cabello de mi santa madre. Va a necesitar agua, linternas y mucho anticongelante, yo sé lo que le digo, son los últimos que me quedan, insistió, alzando la garrafa. Allá sólo serán usted y los árboles, muchos árboles, amigo, aun de día hay que encender las luces, porque se oscurece así, dijo mientras tronaba los dedos. Luego dio un largo trago a su cerveza y bebió casi la mitad. Si se le descompone ese cacharro que trae, se refería a la camioneta que renté a un ranchero, tendrá que volver caminando, porque nadie se detendrá para llevarlo, no en este bosque, dijo, regresando la sucia y parchada manguera a la vieja máquina de gasolina, cuyo medidor no se detuvo y marcó indebidamente un dólar y treinta centavos de más. Si eso pasa, y ve alguna cabaña en lo profundo del bosque, no intente acercarse a pedir ayuda, los montañeses de por ahí son gente muy extraña. ¿Si sabía que ahí se filmó La matanza de Texas, la versión original?

No le compré al anciano agua, linternas ni anticongelantes, sino una pistola Luger de la segunda guerra mundial, para tener un arma extra, sólo por si acaso, y decidí tomar el camino que atravesaba el bosque. Un par de horas después, cuando anochecía, la camioneta empezó a fallar. El motor tosió como si buscara un lugar donde morir. El vehículo terminó por detenerse totalmente en una curva, seguido de lo cual se oyó una explosión en el escape. Las aves de un árbol cercano huyeron asustadas, y cuando me bajé y abrí el cofre, me di cuenta de que el bosque se encontraba en completo silencio. Ni insectos ni pájaros parecían hallarse cerca. Tuve la impresión de escuchar a la distancia el motor de un auto acercándose, pero cuando estaba seguro de que aparecería por la curva, el ruido se detuvo súbitamente, y el silencio regresó. La espesura del follaje impedía ver más allá de un par de metros, a partir del lugar donde el extremo de la carretera terminaba. En el suelo, el rastro de lo que podría ser un camino de tierra parecía dirigirse al oeste, pero terminaba por perderse al entrar bajo un frondoso ciprés. Se escuchó el crujir de una rama quebrarse, pero no su caída. Realmente era un bosque denso. Con trabajos alcancé a distinguir una columna de humo a lo lejos, la cual rápidamente fue dispersada por una ventisca.

Regresé a la camioneta y traté de encender el motor sin éxito, sólo para descubrir que los platinos estaban dañados. Aprovechando la pendiente del camino, entré a la camioneta y quité el freno de mano. Logré avanzar un par de kilómetros hasta que la carretera se volvió completamente horizontal. Un pequeño rumor como un grupo de susurros se filtró por entre los árboles. Parecían voces, pero no se distinguía en qué lengua hablaban. Me coloqué la Luger atrás de la cintura y oculté un desarmador en la manga de la camisa, después de todo me encontraba en el bosque donde se filmó La matanza de Texas, famosa por su asesino de la sierra eléctrica. Emprendí el camino por una brecha casi oculta entre los árboles, rumbo al lugar donde la humareda se había elevado nuevamente. Y entonces los vi.

Por un momento creí haber cruzado por error la frontera. El claro del bosque se encontraba lleno de mexicanos, de indocumentados para ser más exacto. Un grupo de quince esperaban sentados en el porche de una vetusta cabaña. A un costado varias mujeres lavaban ropa a mano, mientras otras la tendían en lazos que colgaban entre los árboles para que el viento la secara. Todos en ese lugar me observaron con malicia y suspicacia. Un par de hombres con la camisa abierta a la altura del pecho se secretearon, y uno de ellos caminó lentamente rumbo a un pequeño granero. Entró y abrió una ventana. Lo perdí de vista, aunque seguramente me seguía observando. Entré a la cabaña, seguido por dos de ellos. No había marcha atrás. El lugar parecía una cantina de pueblo mexicano, sacada de alguna mala película. Cuatro hombres de piel cetrina y aspecto campesino esperaban sentados en un rincón, sin soltar sus morrales; otros jugaban dominó, mientras que un par de meseras servían tacos, tortas y toda clase de platillos mexicanos. Se escuchaba el crepitar del aceite desde la cocina y el olor a grasa inundaba todo el lugar. Los que no tomaban cerveza bebían refrescos de extraños nombres: Caballito, Titán, Jarrito, Chaparritas, Lulú, Escuis, Jarochito y Pato Pascual. Sólo por pedir, ordené un Titán de piña. Me lo sirvieron caliente y sin vaso, a pesar de que a los demás se los daban con hielos. Era una botella enorme, con forma de recipiente de laboratorio, lleno hasta el borde con agua coloreada de amarillo, excesivamente azucarada. Medio vaso bien podría inducir un coma diabético. ¿Qué se le perdió, compa?, preguntó en español el hombre tras la barra, que vestía una delgada y sudada camisa blanca, bajo la cual, a la altura del pecho, se translucía el tatuaje de un ancla de barco, al lado de las palabras «El Siete Mares». Seguramente todos pensaban que era policía o agente de inmigración. Se descompuso mi camioneta, contesté. El silencio se apoderó del lugar, sentí la mirada de todos clavarse en mí. El cantinero, con rostro serio, deslizó lentamente su brazo derecho bajo la barra. Me di cuenta y apreté el desarmador oculto en mi manga, con la mano derecha, mientras que muy discretamente acerqué la izquierda a mi espalda, en busca de la Luger. El cantinero sacó un vaso con hielos y lo depositó en la barra junto al refresco, al cual sólo le había dado un pequeño trago. Termíneselo, mi compa, dijo con voz amable, la casa invita. La mayoría, sonriendo, alzó sus bebidas. Muchachos, dijo, alzando la voz para que todos lo oyeran, se me hace que la virgen de Guadalupe nos mandó un angelito.

El Coyote, propietario de la camioneta, había partido hacía quince días prometiendo regresar por ellos y no lo hizo. Al principio sospecharon de una falla mecánica; más tarde, que la migra lo hubiera atrapado, y al final no pensaron en nada, sólo esperaban y esperaban. El lugar tenía provisiones para soportar un par de semanas, pero a los indocumentados el dinero se les acababa y el ansiado vehículo que los llevaría a un lugar mejor, donde pagaban con dólares, simplemente no llegaba al rescate. Muy pocos en la carretera y en los poblados cercanos conocían ese lugar. Para los americanos era un mito: una estación de paso para indocumentados, un México fuera de México. Para quienes esperaban era México sin ser México. Algunos, los más desesperados, sugirieron salir a la carretera a entregarse y así poder regresar a su lugar de origen; pero pasaron horas y horas frente al camino sin que ningún auto pasara, y de hacerlo, no se detendría. Les expliqué que el fallo era serio, y que se necesitaría ir a la agencia o a un taller mecánico por la pieza dañada. Ellos lo repararán, dijo el cantinero. Sólo que alguno de esos pobres diablos traiga un par de platinos en sus morrales, dije, señalando a un grupo de campesinos que calentaban tortillas junto a un herrumbroso anafre, a las que ponían salsa, enrollaban y comían. Tienen ganas de irse a trabajar para mandar dinero a sus casas, con eso basta, dijo el cantinero. Nuevamente le indiqué que sin la pieza nueva, la camioneta no arrancaría. Usted sólo deles un vehículo con motor y cuatro ruedas, no importa cómo esté, y ellos lo echarán a andar, como sea, pero funcionará. Son mexicanos, amigo, esta gente hace algo con nada durante todos los días de su vida para sobrevivir. Cuando llegamos al lugar donde quedó la camioneta, el más viejo de todos sacó de entre sus ropas una lija del número nueve y raspó con fuerza los platinos por varios minutos. Al cuarto intento el motor arrancó, y me vi en dirección a Falfurrias, Texas, con una camioneta llena de indocumentados. Mi pensión y un expediente intachable de cuarenta años en el FBI se mostraban inciertos, como el futuro de esos hombres que, arrimados como ganado unos contra otros, se enfilaban a lo desconocido.

Sin contarnos a nosotros, el pueblo de Falfurrias tenía 5.297 habitantes, distribuidos en una superficie de 2,8 millas cuadradas. Un letrero del consejo municipal sugería disminuir la velocidad, lo cual no era tan mala idea, ya que si uno se decidía a meter la segunda en la caja de cambios y acelerar, podía abandonar el pueblo tan rápido como había entrado. La mayoría de las construcciones eran de madera, muy separadas entre sí. El museo histórico era la más pequeña de todas, y su parte trasera se utilizaba como licorería a partir de las seis de la tarde. Uno de los indocumentados pidió que detuviera la camioneta, se bajó y depositó un par de monedas en un teléfono público. Su llamada no duró más de medio minuto, colgó y volvió a la camioneta como un pez que sale a la superficie y regresa al mar ante la falta de agua. Les habló a sus compañeros en un dialecto extraño y los demás asintieron. Déjenos, me dijo, aquí estaremos seguros hasta que pasen por nosotros. Corrieron hasta la iglesia agachados, como si bajaran de un helicóptero, quitándose los sombreros antes de entrar. El hombre que habló por teléfono se detuvo y regresó a la camioneta. Se quitó un pedazo de tela que colgaba de su cuello y me lo ofreció, junto con su lija del número nueve. Es un escapulario que hizo mi madre, dijo, es san Cristóbal, patrón de los que viajan. Dio media vuelta y entró a la iglesia, cerrando tras de sí el portón. Estacioné la camioneta frente al domicilio que según el abogado Márquez debía ser el de la nieta de Edna Tichenor. Me dediqué a esperar, mientras leía el único diario local. Las noticias eran tan escasas que el periódico se publicaba una vez a la semana; el encabezado era un fuerte ataque a la oficina de inmigración del pueblo, cuya campaña contra los indocumentados había provocado que la mano de obra escaseara, deteniendo incluso la construcción de la propia oficina de inmigración. Un editorial condenaba la detención del único maestro de secundaria del pueblo, ocurrida en la terminal de autobuses de Refugio, Texas, por un elemento de la policía cibernética, quien se hizo pasar en el chat por una menor de trece años con quien el maestro tendría sexo esa noche. Los alumnos ya iban para un mes sin clases y no había noticias de la llegada de ningún maestro sustituto. Una mujer de entre veinticinco y treinta años estacionó una vagoneta color azul, con placas de Arkansas, frente al domicilio. Bajó cargando una bolsa de supermercado, revisó el buzón del correo y sacó un sobre, el cual detuvo con los dientes para sujetar mejor la bolsa. Llegó hasta el porche de la casa, dejó la bolsa en el suelo y metió la llave en la cerradura. Entró y cerró la puerta tras de sí. Transcurrieron más de diez minutos hasta que se dio cuenta de su olvido, regresó por la bolsa y cerró la puerta. Aun así, dejó las llaves en la cerradura. Toqué el timbre dos veces. ¿Qué desea?, preguntó tras la puerta. Olvidó sus llaves, contesté. Abrió la puerta. Mirándola detenidamente, era una chica hermosa, si la expresión de cansancio y derrota no se permeara en su rostro y en las ojeras. No sé dónde tengo la cabeza, dijo, con una agradable sonrisa, extendiendo una pálida mano donde deposité suavemente las llaves. Muchas gracias, señor… Mc Kenzie, contesté. ¿Es usted Emma Philbin Springer?, pregunté. La amable sonrisa desapareció con rapidez. Me estudió de arriba abajo y cerró la puerta. Presioné el timbre nuevamente. Escuché los candados de la puerta cerrarse con dos giros. No sería fácil convencerla de que mi visita era sólo por amor al cine mudo.

La amenaza de concertar una cita entre ella y el abogado Márquez terminó por surtir efecto. Dos profesores de cine en un mes, ¿no le parece extraño?, preguntó Emma, mientras servía limonada en un vaso con las orillas sucias, al cual sólo di medio sorbo. Sabía agria. El hombre que me antecedió en el Sindicato de Actores había vuelto a llegar antes. No fue nada fácil ubicarla, comenté. Quiso decir algo, pero guardó silencio. No sé por qué tanto interés en Edna, como le dije al otro profesor, nunca supimos que había sido actriz hasta que revisamos sus pertenencias. Jamás lo mencionó. ¿Quizás su abuela guardaba malos recuerdos del cine?, contesté. Es posible, mi madre contaba que nunca lograron hacerle ver una película, ni en el cine ni en la televisión. ¿Su abuela nunca…? En realidad no es mi abuela, señor Mc Kenzie, me interrumpió, es mi bisabuela, tía bisabuela para ser más exacto, Edna nunca se casó. ¿Pero Robert Springer?, pregunté. Robert fue mi bisabuelo, comentó, Edna tuvo una media hermana: Lula, quien se casó con Robert y tuvieron una hija, Clara Bowles Tichenor, que fue mi madre; muy probablemente ahí se originó la confusión. Skal no sabía tanto como yo creía. ¿Dejó algunas pertenencias?, ¿libros, fotos, proyectores, tal vez cajas con cintas de películas?, pregunté. Sí, encontramos cosas así cuando quisimos agrandar el sótano, contestó, algunas las guardamos aquí, y del resto Edna debió deshacerse, porque no las volvimos a ver. Serviría de mucho para el libro que preparo poder ver las del sótano, afirmé. Fue lo mismo que dijo su colega, pero para mí hubiera sido muy difícil sacarlas. Podría ayudarla, ofrecí. No será necesario, interrumpió, una semana después de la visita de su colega saquearon la casa y dejaron el sótano vacío, dijo con molestia, mirándome como a un futuro perpetrador. No podía culparla por desconfiar de los profesores de cine. La siguiente pregunta obtuvo la respuesta que esperaba. No, no me di cuenta de si el sujeto que vino parpadeaba, ¿quién se puede andar fijando en eso?, pero me dio mala espina, ¿sabe?, mostraba tanto interés en las pertenencias de Edna, que en ningún momento preguntó por ella. ¿No se le hace extraño viajar tantos kilómetros y no querer visitarla? ¿Edna Tichenor está viva?, pregunté sorprendido. Hablé con ella hace cuatro días, contestó con tranquilidad. Tal vez pueda concertarle una visita con ella, dijo, si es que en verdad es usted profesor de cine, señor Mc Kenzie.