El teléfono sonó cuatro veces sin que nadie atendiera. La máquina contestadora se activó, pero preferí no dejar mensaje. Me estacioné en Hollywood Boulevard para caminar un poco y aclarar mis ideas. Me alejé de las calles principales, y el panorama se volvió sombrío: negocios de ropa estilo dark, oscuras cafeterías, tiendas de discos de vinilo, descuidados locales donde se vendían carretes con avances de películas desechadas por los cines y souvenirs de tan mala calidad que nadie los obsequiaría. Un hombre paralítico con aspecto de vagabundo, sentado en el suelo, limpiaba la estrella de Erich von Stroheim del Paseo de la Fama; cuando terminó de dejarla reluciente, se montó en un carromato fabricado con desechos mecánicos y acomodó sus piernas como si estuvieran hechas de trapo. Se enfundó un par de sucios guantes y apretó con sus manos el manubrio para hacerlo girar. El tintineo de un cascabel metálico atado al carromato se volvió más y más débil a medida que su silueta se perdía en la oscuridad, hasta que cesó por completo. Me dirigí al distrito comercial, donde las luces contagiaban de vida las calles, que los turistas recorrían cargando bolsas llenas de souvenirs. El anuncio luminoso del teatro El Capitán refulgía espectacularmente, mientras que en el Teatro Chino un grupo de turistas japoneses armados con cámaras fotográficas comparaban sus manos con las que los artistas plasmaron en el cemento, tratando de descubrir cuánto les faltaba para llegar a ser Greta Garbo o Cary Grant. Por cinco dólares se podía uno fotografiar con discutibles dobles de Blancanieves, Cenicienta o Luke Skywalker. Elvis Presley y Marilyn Monroe, fatigados después de un día de trabajo, contaban billetes arrugados en la mesa de un McDonald’s. El Rey, luciendo un manto blanco de lentejuelas con agujeros en los codos, tomó una hamburguesa de 99 centavos y como un Mesías venido a menos, que no reparte la abundancia sino la desdicha, la partió y entregó una mitad a Marilyn. Al dar el primer mordisco, un pepinillo resbaló, manchando el vestido de la sex symbol, sin que esto pareciera importarle. Su torcida peluca rubio platino y los restos de mostaza en su mejilla podían acabar con el sueño de cualquier admirador. Las lentejuelas de sus gastados trajes brillaron fugazmente. La fábrica de sueños conocida como Hollywood trituraba a los suyos sin piedad cada noche: dólar a dólar, foto por foto. Volví a marcar al teléfono. Dolly, la enfermera de Ackerman, contestó al tercer repique. Forry no se encuentra en condiciones de tomar la llamada, informó, pero si desea venir a verlo no nos moveremos de aquí. Un acceso de tos de Ackerman, de esos que desgarran pulmones, me avisó que debía apurarme. Dolly me colgó el teléfono sin despedirse.
Media hora más tarde, me detuve frente al bungalow de madera de un piso. Dolly abrió la puerta y me miró de arriba abajo con suspicacia, como quien observa a un molesto vendedor de enciclopedias, y decide si es conveniente dejarlo entrar. Forry lo recibirá en el sótano, dijo, trate de ser breve. Descendí por una rampa hasta llegar a un gran salón subterráneo parcialmente oscurecido, donde algunos focos amarillentos apenas lograban iluminar los anaqueles empotrados en las paredes. Gruesos travesaños de madera se extendían de un extremo a otro del techo. Un monstruo de unos tres metros de alto, de pelambre parduzco, grandes colmillos, y gruesos brazos formados por rocas unidas, se levantaba amenazante contra Ackerman, quien indefenso, permanecía sentado en su silla de ruedas. A su lado, un Godzilla de casi la misma altura parecía retar al primer monstruo a atreverse a poner una garra sobre el coleccionista. Sogas amarradas a los travesaños del techo sostenían del cuello y el torso a las bestias para evitar que cayeran. Ackerman me miró brevemente, terminó de leer una nota que temblaba en sus manos y la arrugó dentro de su puño. A un par de metros del coleccionista, un maniquí de Vincent Price de tamaño natural, vestido de esmoquin y sombrero de copa, permanecía sentado en una antigua silla de ruedas. El rostro era un gran trabajo de caracterización: la barba blanca finamente cortada, las arrugas que surcaban la piel amarillenta del rostro, así como la mirada melancólica de sus ojos claros le imprimían un realismo que rozaba con la vida. Daba la impresión de que de un momento a otro se levantaría para saludar. Su cabeza estaba ladeada de tal forma que el sombrero de copa debía estar pegado para no caer, mientras que sus manos se aferraban a los descansabrazos de la silla de ruedas. Una etiqueta mal acomodada entre sus ropas tenía escrito «House of Wax», el título de la cinta donde debió haber sido utilizado. Una interminable fila de hormigas brotaban del vientre de Godzilla y descendían ordenadamente por sus patas, llevando sobre sí pequeñas porciones de hule espuma y restos de piel verdosa. Avanzaban a su ritmo por el piso, sin que pareciera importarles cuánto tiempo tardarían en deshacerse del monstruo. Sobre tarimas de madera sin barnizar se apilaban colas de reptiles antediluvianos, garras, pequeños dinosaurios en bases de madera y máscaras de monstruos cubiertas de polvo, con huellas de haber sido usadas en filmación; sólo acerté a reconocer la de El monstruo de la laguna negra. Entre los libreros, colecciones completas de antiguas revistas de ciencia ficción, verdaderas joyas de los años veinte, se desplegaban con los nombres más extraños y sugerentes: Amazing Stories, Astounding Stories, Unknown Worlds, Other Worlds, Miracle Science & Fantasy Stories, Wonder Stories. Montañas de fanzines de ciencia ficción escritos a máquina, adornados con rústicos dibujos, se acumulaban uno sobre otro, provenientes de los más remotos países; como si cada modesto editor alrededor del mundo considerara necesario participar de su existencia al más entusiasta seguidor del género. Una edición especial de una revista titulada Amazing Forries, con la futurista fecha de octubre de 2022 y el texto «This is your life Forrest J. Ackerman», retrataba un cohete espacial con las siglas del coleccionista 4s J+ que ha descendido a un extraño planeta. Ackerman, vestido de capa y atuendo multicolor, extiende la mano para saludar en son de paz a un extraño ser mitad langosta y mitad insecto, mientras que otra criatura celebra el acontecimiento. Otra serie de cables maltrechos apenas lograba mantener en pie las ruinas del Golden Gate; a su lado, una maqueta del Capitolio impactada por un platillo volador, de la cinta Earth vs. the Flying Saucers, reposaba en los anaqueles. Atrapado en una caja de cristal, como si sólo esperara estar libre para atacar a su víctima, un gremlin sonreía diabólicamente. Detrás de una vitrina cerrada bajo llave, se encontraban algunas piezas notables de la colección: la nave marciana con forma de mantarraya y el brazo alargado con dedos de ventosas de la escena final de La guerra de los mundos. Ackerman accionó los controles de su silla y pasó entre las dos criaturas hasta situarse frente a mí. A su espalda, máscaras de bronce de actores de terror colgaban de las paredes: sólo Lugosi y Karloff me resultaron conocidos. La galería de rostros serenos y ojos cerrados que parecían dormir hacía pensar que los moldes fueron obtenidos de manera póstuma. ¿Cómo va todo?, me preguntó Ackerman, como si tratara de ganar tiempo para recordar mi nombre, al tiempo que dejaba caer distraídamente el papel arrugado bajo su silla de ruedas. Se dio por vencido y alzó los hombros, extendiendo las palmas de las manos hacia arriba. Las comisuras de sus labios se arquearon de manera casi imperceptible, hasta dibujar una sonrisa. No se asuste, no estoy tan mal como me veo, pero no tardaré en estarlo. Tiene que darse prisa, Mc Kenzie, agregó, aferrando sus huesudos dedos a mi brazo, no sea que un buen día no recuerde ni para qué lo contraté, dijo. Una fotografía a color colgada en la pared llamó mi atención: Forrest Ackerman, anciano, viste una chaqueta café de piel, de la cual sobresalen las mangas rojas de su camisa y sus manos blancas. A su espalda se aprecian anaqueles vacíos. Por una fecha escrita a tinta, la foto debía corresponder al último día de la Ackermansión. Pensativo, cruzado de brazos, Ackerman recuerda a un general que comanda un ejército en desventaja. Un camarógrafo luce presuroso por filmar la mayor cantidad de material, antes que los ávidos coleccionistas arrasen con todo. Detrás del coleccionista, como si intentara protegerse de las líneas enemigas, aguarda un tiranosaurio usado en la cinta When Dinosaurs Ruled the Earth. Su piel verdosa se ha caído a pedazos, dejando al descubierto el caucho que los años han teñido de amarillo. Ackerman parecía haberse convertido en un ser venido de otro tiempo que dominó su mundo por más de setenta años, y que ahora se preparaba para su extinción. La fotografía bien pudieron titularla When Collectors Ruled the Earth. Sentí que presenciaba la encrucijada que asalta a todo coleccionista: poseer los objetos, o ser poseídos por ellos durante el tiempo que llaman vida. Estuve a punto de golpearme la cabeza con una estructura que colgaba demasiado bajo del techo. Al verla con más detenimiento la reconocí. Me vino a la memoria una función de matiné, donde ese submarino con aspecto de pez surcaba con sus espolones y aletas las profundidades del océano, con dos enormes escotillas como ojos. De aquella majestuosa nave que me maravilló de joven, sólo quedaba una estructura metálica oxidada, despintada, y a la que le faltaba la mitad posterior. Fue un regalo de George Pal, quien lo usó para su producción Atlantis, The Lost Continent, comentó Ackerman, aunque parezca difícil, agregó, la otra mitad fue robada con mucho esfuerzo de mi jardín, se necesitaban al menos de tres a cuatro personas para cargarla por las escaleras del patio, pasarla por encima de una barda, y luego subirla a un vehículo para llevársela. Si bien me rompe el corazón perder alguna de mis piezas, reconoció, creo que tanto esfuerzo merecía por lo menos la mitad de un tesoro, ¿no lo cree? A lo largo de los años, afirmó, importantes piezas me han sido sustraídas: el barco de Jasón y los argonautas que Ray Harryhausen me regaló, la nave espacial de 20 Millions Miles to Earth, el brazo mutilado de The Thing from Another World, y hasta los discos originales de audio de la primera versión de Frankenstein, los mismos que un desvergonzado intentó venderme veinte años después, recordó. Cada mañana mi esposa Wendy me preguntaba ¿qué fue robado hoy, Forrest?, pero ya sabía mi respuesta: querida, con cincuenta mil personas que han entrado y salido de nuestra casa todos estos años, algo tiene que perderse, y dicho esto, me dedicaba una amorosa sonrisa. Pero aun así nunca pensé en cerrar las puertas de mi casa a la gente, reconoció, ¿cuál sería el sentido de tener trescientos mil tesoros si me siento aquí como un viejo cascarrabias a disfrutarlos en soledad? Giró la palanca de su silla de ruedas, y se adelantó un par de metros hasta detenerse frente a una serie de robots: el centurión de «Battlestar Galactica», el robot de Ultimátum a la Tierra y el de la serie de televisión «Perdidos en el espacio». Aproveché que se hallaba de espaldas para recoger el papel que tiró al suelo sin que se diera cuenta. Cuando subamos, dijo, Dolly me conectará a aparatos que medirán mi presión, glucosa y ritmo cardíaco. Llegará el día, Mc Kenzie, en que ni siquiera podré manejar esta silla y terminaré convertido en un autómata, como nuestro amigo, reconoció, mirando el traje plateado del centurión. Subimos por la rampa de regreso al bungalow, dejando atrás la colección que le llevó una vida reunir. El motor de la silla de ruedas se esforzaba, pero no lo suficiente; en algunos momentos pensé que ésta se vendría en reversa, por lo que decidí aminorar mis pasos. No existe en el mundo ninguna colección como ésta, y muy probablemente nunca la volverá a haber, aseguró, logrando por fin llegar a la cima de la rampa. Volví la mirada al sótano. Las figuras de su colección lucían sombrías y ausentes de vida, como si la presencia de ese hombre fuera necesaria para convertirlas en algo más que piezas de utilería. Forrest Ackerman era un hombre producto de su tiempo; un extraño ser nacido entre dos mundos: uno que pagaba millones de dólares por los objetos usados en el cine y otro que los tiraba como basura. Si no puedo llevarme todo esto, afirmó para sí el hombre de noventa y un años, prefiero quedarme, finalizó, antes de perderse al dar vuelta tras una pared cubierta de fotos y pinturas.
Lo seguí hasta la sala, donde decenas de fotografías y cuadros colgaban de las paredes, entre las que destacaba, como si diera la bienvenida a los visitantes, una placa con la inscripción: HORROR HALL OF FAME. El suelo, cubierto de objetos de cine, maniquíes y mesas con naves espaciales, apenas permitían recorrer el lugar sin tropezar. Dolly se encargó de pasar a Ackerman de la silla de ruedas al sofá. No fue una operación sencilla, pero ambos estaban acostumbrados. Aproveché ese momento para echar un vistazo al lugar. Sobre un taburete, una revista Science Fiction Digest de 1933, rota y carcomida en los extremos, exhibía en portada el nombre de Forrest J. Ackerman, quien a la edad de diecisiete aparecía como Scientfilm Editor, cualquier cosa que eso pudiera significar en aquellos años. Enmarcadas en la pared, una carta del director de cine Fritz Lang le ofrecía una disculpa por no poder acompañarlo a un festival de ciencia ficción, debido a los gastos de remodelación de su casa, la cual no está construida sobre petróleo, finalizaba a tono de broma, mientras que en otra, el director John Landis lamentaba no poder contribuir a la Ackermansión con ningún artículo usado en su película An American Werewolf in London, debido a que fue filmada enteramente en Inglaterra. Me senté en un love seat. Dolly cubrió las piernas de Ackerman con una frazada que tenía estampado el sistema solar. El universo, tal como lo conoció el viejo coleccionista, había cambiado lo suficiente para que varios años atrás Plutón hubiera sido excluido y degradado a la categoría de planeta enano. Le susurró algo a Dolly, quien se retiró en silencio y no tardó en regresar con un libro que entregó al coleccionista. Ackerman lo miró un par de segundos antes de ponerlo en mis manos. Era la primera edición norteamericana de Drácula, firmada por Bram Stoker, Bela Lugosi y los más reconocidos actores del cine de terror: Karloff, Vincent Price, John Carradine, entre otros. Sonrió al verme sostener su libro como quien recibe un objeto sagrado. Dolly recordó al coleccionista que debía comprar los víveres de la semana. Ackerman echó su cuerpo hacia atrás para sacar una vieja cartera de piel de su pantalón, y le entregó una tarjeta bancaria, al tiempo que dejaba la cartera sobre el descansabrazos del sillón. Dolly avisó que iría a un cajero bancario, y me dejó a solas con el hombre y sus recuerdos: la dentadura ensangrentada y el sombrero de copa que Lon Chaney usó en Londres después de medianoche, el robot de Metrópolis, el estegosaurio de King Kong, cinco de Las siete caras del Dr. Lao y la silla de los antepasados de Ackerman, donde, según el coleccionista, Abraham Lincoln se sentó una tarde de verano. Le informé de la frustrada exhibición del filme, y concluí: Salvo Skal, todos los que asistieron fueron asesinados, incluyendo el joven que conoció en la cena. Se dedicaron a matarlos de uno en uno como si fueran insectos, enfaticé, algunas veces simularon accidentes y robos, y en otras simplemente los liquidaron a sangre fría. Se quedó pensativo pero esto no pareció sorprenderle. Estas piezas han sido el sueño de muchos, señor Mc Kenzie, explicó, la línea que separa los sueños de las obsesiones es tan tenue que cualquiera puede cruzarla sin saberlo. Le puse al tanto del fideicomiso de Paul Jatzek en favor de Edna Tichenor y sus descendientes, así como mi visita a Lupita Márquez. ¿Lupita está con vida?, preguntó sorprendido. Asentí afirmativamente. Debe tener como doscientos años, comentó. Podía ser una broma, pero preferí guardar silencio. Falfurrias, Texas, dijo pensativo, suena como un lugar donde cualquier cosa podría pasar, ¿no lo cree? Escuché una puerta azotarse, y después todo fue silencio. Permítame un minuto, le dije. Entonces le quité el seguro a mi arma sin sacarla del saco y me asomé a la calle, pero no vi a nadie, únicamente el ruido de un pájaro carpintero que picoteaba con insistencia. Al regresar al salón encontré a Ackerman con los ojos cerrados, la cabeza ladeada y sus lentes tirados en el suelo. Me acerqué y tomé su pulso. Se estremeció ligeramente y comenzó a roncar con placidez. Observé su cartera, que había caído entre su pierna y el sillón. Los seguidores de Ackerman afirmaban que el viejo coleccionista guardaba en su cartera fotos de Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo y otros monstruos, y que las enseñaba orgulloso a sus amigos, como quien presume a los hijos que nunca tuvo. Intenté acercarme para tomarla, pero justo cuando casi la tenía, un ronquido, seguido de un movimiento involuntario de Ackerman la ocultaron bajo su pierna. Como Dolly no volvía, dejé el libro de Drácula entre los brazos de Ackerman y aproveché para revisar los papeles de su escritorio sin encontrar nada interesante. Detecté un mal olor preocupante y abrí el último cajón: un emparedado de jamón con queso y un vaso con leche permanecían ocultos, como si hubieran sido guardados de improviso. Debió haber sido tiempo atrás, porque el moho cubría todo el pan y una espesa capa de nata flotaba en la leche agria. Encontrar algo en esa casa requeriría de meses. Las cabezas de extraterrestres se mezclaban con naves espaciales, las anteriores con cientos de libros, los que a su vez contenían decenas de papeles y manuscritos que sobresalían de sus páginas. De existir algo valioso que precisara ser escondido, éste era el mejor lugar. Fijé mi atención en un álbum de fotos, sepultado entre los papeles. Repasé algunas de sus páginas: Ackerman de recién nacido con sus padres, y una más con su hermano. Una revista VOM #39 recargada junto a un platillo volador, protegida por un plástico transparente, mostraba la foto de un hombre joven con un traje militar de la segunda guerra mundial y una gorra. Su rostro era anguloso y sus lentes redondos y sonreía. Debía ser de complexión delgada, porque la chaqueta le quedaba grande. El parecido era notorio, lo suficiente para no tener que leer el texto en la portada: «K.I.A Belgium 1 Jan 45, Private First Class Alden Lorraine Ackerman». El texto del reverso, escrito en febrero de 1945 por Forry Ackerman, titulado «My Brother», podía comprarse por quince centavos. Escrito muy probablemente en un mimeógrafo escolar, con letra irregular y separada entre sí más de lo normal, el fanzine comenzaba: «El 27 de diciembre del 44 me escribió: “Ésta es mi última carta para ti ignoro hasta cuándo”. Murió en año nuevo». El resto era un relato sobre su relación con un hermano con el que no tenía nada en común: «Era un buen muchacho, pero murió mucho antes de tener una oportunidad de demostrarlo. Que yo tenga esta oportunidad. Seré una buena persona y haré el bien en su nombre». Miré al sofá, donde sólo el cabello blanco de Ackerman asomaba sobre el respaldo. Una caja de cristal colgada en la pared guardaba en su interior la condecoración del corazón púrpura, junto al nombre: «Alden Lorraine Ackerman, D Company of the 42nd Tank Batallion of the 11th Armored Division». Abrí la pequeña puerta de cristal y sostuve la medalla en mi mano. No debió ser fácil compartir las últimas tres líneas del fanzine, mucho menos escribirlas. «El tiempo no puede alcanzarlo, él siempre será Aldie (de casi veintiún años), un joven simpático con una sonrisa contagiosa, un carácter de oro y una viva inspiración para su hermano, que lo extraña». Alden Ackerman había muerto el mismo día de mi nacimiento. Me pregunté si mi contratación obedecía a alguna clase de plan numerológico, ideado por un viejo coleccionista. ¿Qué pensaría el director Hoover de esta coincidencia? Vi cómo Dolly volvía a la casa y sacaba las llaves. El ruido de la puerta principal despertó a Ackerman, quien me descubrió devolviendo el corazón púrpura a la caja. No han cambiado mucho las cosas desde entonces, señor Mc Kenzie, toda nuestra vida es un combate entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la nada, entre saber y olvidar, recuperar y perder. Detrás de nosotros se libran batallas entre poderosos elementos que luchan contra el olvido, me dijo, usted y yo somos como modestos técnicos de revelado, que intentan arrancarle unas cuantas imágenes a la oscuridad, antes de que se pierdan para siempre. Mi memoria, señor Mc Kenzie, es como una vieja fotografía a la que el tiempo va borrando paisajes, cambiando gente de lugar y ensombreciendo rostros, hasta convertirla en un trozo de papel mal revelado. Es suficiente, dijo Dolly, al entrar a la habitación. Entonces me miró con suspicacia y trasladó de nuevo a Ackerman del sofá a la silla de ruedas. Al pasar junto a mí, Ackerman me tomó del antebrazo con más fuerza de la que pensé pudiera tener, al grado que clavó las puntas de sus huesudos dedos en mi piel. El camino más corto para llegar a un punto es una línea recta, Mc Kenzie, pero no es el más seguro, me advirtió, para luego soltarme, mientras parecía dibujar con su dedo índice una espiral en el aire, como un viejo mago que prepara un último sortilegio antes que la magia le abandone para siempre. Dolly empujó la silla por un estrecho pasillo, hasta que ambos doblaron a la derecha y se perdieron de vista.
Salí a la calle y tuve la tentación de mirar hacia atrás. ¿El bungalow de Ackerman seguiría ahí o desaparecería como un espejismo, para convertirse en sólo un recuerdo? Metí la mano en el bolsillo de mi saco, donde encontré el papel arrugado que Ackerman había lanzado al suelo. Lo desdoblé. La nota era un mensaje escrito por Dolly: «El hombre que lo visitará se llama Mc Kenzie, usted lo contrató para que buscara el filme perdido Londres después de medianoche. Riley recomendó que sea breve con él y lo despida». Apreté la nota dentro de mi puño. El alzhéimer de Ackerman avanzaba más rápido de lo esperado. Abrí la mano, sólo para que el viento volara la nota. Me pregunté si el hombre y la colección que resguardaba empezarían a desvanecerse lentamente; si la memoria equivale a una combinación de químicos que un inexperto fotógrafo manipula, sólo para obtener borrosos fragmentos de vida que alguna vez fueron importantes para alguien.