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Kandinsky respondió por teléfono un par de horas después de enviarle por fax los documentos bancarios. Se trata de un fideicomiso, dijo, uno muy antiguo, creado a finales de los veinte por Paul Jatzek a favor de Edna Tichenor. Con ello le aseguraba una renta mensual vitalicia. Estuve investigando, fue una práctica común en los inicios del cine. Sobran casos como éste: Chaplin le pagó a Edna Purviance, la actriz de sus primeros filmes, su sueldo semanalmente durante treinta y cinco años; William Paley, fundador de la CBS, le proporcionó en secreto una pensión anual a Louise Brooks por el resto de su vida. Para los dueños de algunos estudios fue la mejor forma de mantener contentas a sus novias o amantes y evitar que hablaran demasiado; fueron años muy locos, señor Mc Kenzie, tan sólo recuerde el caso Arbuckle, que casi destruyó a la industria. Pagar durante más de setenta años es demasiado tiempo sólo por mantener en silencio a una persona, contesté. Con la muerte de Edna Tichenor el fideicomiso debió haber sido cancelado. Pues en este caso no fue así, hay algunos que incluyen a los descendientes o que fueron otorgados por un tiempo determinado o hasta noventa y nueve años, según los deseos de quien lo contrata, remató Kandinsky. O quizás, lo interrumpí, la hija y la nieta nunca notificaron el deceso de Edna para seguir cobrando la pensión. Es probable, sugirió mi colega, éste fue un fideicomiso muy bien planeado: sobrevivió a la gran depresión, la segunda guerra mundial, las crisis petroleras de los setenta, y como una parte significativa de los intereses se reinvirtieron, la renta actual no es nada despreciable. Quien lo contrató se aseguró de que Edna jamás tuviera problemas económicos. Por desgracia los términos del contrato permanecen sellados por secreto bancario, así que si quiere saber algo más tendrá que preguntar a la viuda de Jatzek, déjeme ver, por aquí tengo su nombre, es una exactriz llamada Lupita Márquez. Si fuera usted la buscaría inmediatamente: acaba de cumplir noventa y seis años, su última película fue en 1945 y enviudó hace diecinueve. No será fácil obtener algo de ella, dudo que le resulte placentero descubrir que el hombre con el que estuvo casada más de sesenta años enviaba dinero a otra mujer, finalizó Kandinsky.

La mansión se encontraba en las colinas de Sunset Boulevard. Al ver mi vehículo, unos inmigrantes que caminaban al borde de la carretera corrieron a esconderse. Los miré por el retrovisor hasta que me sobresaltó el sonido de una estridente bocina. Si no me hubiese orillado contra el risco habría sido impactado por un camión que transportaba hamburguesas. Las llantas del lado derecho de mi auto patinaron por el borde del camino y la puerta raspó contra la montaña. Bajé la velocidad durante algunos metros. Cuando por fin di con la dirección, una ambulancia venía de regreso, por lo que temí lo peor. En el centro de la propiedad se alzaba una lujosa mansión de estilo decadente, con grandes enredaderas que reptaban por las paredes y cubrían casi todas las ventanas. Parecía que algún día terminarían por tragarla. En un par de años, ni el príncipe de los cuentos con su afilada espada podría entrar, siempre y cuando quisiera hacerlo. Los jardines eran espaciosos y se encontraban bien cuidados. Un caniche correteaba y daba brincos. Me estacioné, descendí y caminé rumbo a una enorme puerta de madera negra finamente labrada. Estaba por tocar cuando los vi. El jardinero era un hombre de aspecto latino, que me miró por unos segundos, y cuando nuestras miradas se encontraron ladeó la cabeza de tal forma que su sombrero de palma le ocultara el rostro. A su lado, una anciana le daba instrucciones en español desde una moderna silla de ruedas, cuyo motor ronroneaba con suavidad. En cuanto me acerqué, el jardinero se inclinó para examinar un rosal y se escabulló discretamente. Debió pensar que trabajaba en migración o que era policía, los ilegales desarrollan un sexto sentido que les advierte del peligro. Probablemente en estos momentos estaba ideando la manera de escapar por la parte trasera de la mansión. El perro se acercó y comenzó a olerme: de su cuello colgaba un placa de identificación con el nombre CHIQUITA. Me presenté con cordialidad. Mi apellido es Mc Kenzie, busco a la señora Lupita Márquez, la actriz. Si viene a ofrecerme un papel, llega con sesenta años de retraso; y si lo que quiere es un autógrafo también pierde su tiempo, dijo, elevando una mano temblorosa, inestable, sobre la cual el párkinson había tomado posesión. Tampoco doy entrevistas, accionó el motor de su silla y se dirigió a la casa. Vengo por un asunto de carácter legal, le expliqué. Si es así, no es conmigo con quien tiene que hablar, sino con mi abogado, vaya a la casa y le darán la dirección, dijo con molestia. Trató de seguir avanzando, pero la rueda izquierda cayó en un agujero que el jardinero no había terminado de rellenar. Hizo un par de intentos que resultaron inútiles: la rueda giraba en el aire. ¿Qué diablos está esperando, que le pida ayuda? Venga y haga algo, válgame Dios, ya nadie hace nada sin esperar algo a cambio. Empujé la silla de ruedas hasta hacerla quedar en terreno firme. Entonces la señora Márquez giró sobre su propio eje ciento ochenta grados hasta quedar frente a mí. Dominaba el funcionamiento de esa silla con la destreza y la resignación de quien sabe que pasará el resto de su vida sobre ella. Ahora creerá que voy a ayudarlo porque le debo una, ¿no es así? Yo no le debo la risa a nadie, ¿entendió?, mucho menos a usted, así que váyase, vociferó. Había extendido un brazo tan tembloroso que sólo una maraca habría ayudado a lucir mejor. Le apreté con caballerosidad la mano y me incliné para despedirme. Lamento haberla molestado, que tenga un buen día… Esos geranios lucen maravillosos, tiene usted un hermoso jardín, y di media vuelta. Espero que ya haya desayunado, señor Mc Kenzie, advirtió, porque lo único que obtendrá de mí será una taza de café, y si tiene suerte, tal vez dos. Entonces oprimió un botón verde sobre su silla. En pocos segundos, una enfermera llegó hasta nosotros. No cabía duda de que ese modelo era el Cadillac de las sillas de ruedas.

El interior de la mansión era de un lujo y elegancia extremos. Enormes candiles, finos muebles y molduras doradas en las paredes. No pude resistirme a tocar una de ellas. Límpiese bien los dedos, no se le vaya a pegar algo, dijo Lupita Márquez. Todo eso que ve en la madera son pequeñas láminas de oro puro, es una técnica prácticamente desaparecida, sólo dos personas en todo el país se dedican a su restauración. Y no crea que fui otra de esas actrices bobas, he tenido mucho tiempo para leer a los grandes autores, esta biblioteca que ve, señaló cientos de volúmenes acomodados en los libreros, es una de las más valiosas de la costa Oeste, decenas de universidades esperan a que muera para lanzarse con sus millones sobre ella, así que no está tratando con otra inmigrante analfabeta. ¡Chiquita!, le ordenó su dueña, y el caniche se acurrucó a sus pies, al tiempo que suspiraba. Era la primera vez que oía suspirar a un perro. Sobre una repisa, antiguas fotografías mostraban a Lupita Márquez como una hermosa joven, delgada y de rasgos finos: jugando tenis, despidiéndose en la cubierta de un barco o montando a caballo vestida con trajes típicos mexicanos. ¿En qué consiste su asunto legal?, preguntó, y hábleme claramente. Es a propósito de su esposo, Paul. ¿Estuvieron juntos casi sesenta años, no es así? Cincuenta y seis, contestó. ¿Qué tanto conocía a su esposo?, pregunté. Estuve casada con Paul casi el mismo tiempo que tiene usted de estar vivo, señor Mc Kenzie, si es que ése es su verdadero nombre, y si es que en verdad es tan viejo como aparenta, afirmó de manera retadora. ¿Considera usted que cincuenta y seis años es tiempo suficiente para conocer a un ser humano?, me preguntó. Paul no fue sólo mi mejor amigo, sino un extraordinario ser humano, pero sé que a usted eso no le importa, ¿o acaso me equivoco? Yo era joven, inexperta, venía de un pueblo perdido de México, y de repente me descubrí actuando en Hollywood gracias a Paul. Él convenció al viejo Laemmle, el dueño de la Universal, de que filmara versiones paralelas de las mismas películas, pero con actores que hablaran español y así disminuir los costos. Paul siempre fue un genio para eso: mismos decorados, actores que cobraban poco, ya sabe; por eso el viejo Laemmle lo consideraba un hijo. Mientras los americanos rodaban durante el día, nosotros, como vampiros, filmábamos toda la noche y hasta antes del amanecer. Una madrugada, durante un descanso de la filmación de Drácula, Paul llegó al estudio y me encontró vestida de blanco y rodeada de dos vampiros: Bela Lugosi, a quien descubrimos dormido en un camerino, y Carlos Villarías, el conde Drácula latino, quien a pesar de recuperarse de un ataque de paperas no faltó un solo día a los sets. Ambos me tomaban de cada mano, como si se disputaran a su próxima víctima. Fue una verdadera lástima que nadie estuviera cerca para tomar una fotografía. Paul me miró, y como un encantador Jonathan Harker me ofreció su brazo para que lo acompañara. La noche que nos conocimos fue la más maravillosa de mi vida, puedo asegurárselo. Parecía que no era a mí a quien contaba la historia, sino a sí misma, para no olvidarla. Tristemente, el final de la filmación se acercaba y no podríamos vernos más. Contra lo que pudiera pensar, señor Mc Kenzie, mi vida fuera de los foros no era como la de una glamorosa estrella; salvo los llamados del estudio, prácticamente no salía de mi casa más que a comprar víveres y a la iglesia los domingos. No me pregunte cómo lo hizo, pero Paul logró conquistar a mi madre y conseguir una cita para que cenáramos solos, y créame, eso no era nada fácil. Mi madre fue soldadera de Pancho Villa durante la revolución mexicana, hacía explotar trenes como quien lava y plancha ropa. Era una mujer dura como el cuero viejo. Sé que esto no le interesa en lo más mínimo, pero se lo digo para que sepa cómo son las mujeres de mi familia, no conseguirá nada que no queramos darle. Así que si quiere irse… No pensaba hacerlo, al contrario, respondí, mientras daba el último sorbo al café. Entonces aclaré mi garganta y hablé claro: Lamento decirle esto, pero su esposo tenía un fideicomiso, uno que proporcionaba una renta mensual a otra mujer. Me pregunté si tendría oportunidad de llegar a la segunda taza de café. Así que su visita se relaciona con Edna Tichenor, su mano temblorosa intentó asir un terrón de azúcar, con ayuda de unas tenazas de plata. Debí saber que necesitaría algo más para sorprender a la hija de una revolucionaria que dinamitaba trenes. La señora Márquez abrió la tenaza, el cubo de azúcar golpeó con el borde de la taza y cayó al suelo, perdiéndose en la blancura de la alfombra como un cristal en el agua. «El corazón conoce razones que la razón desconoce», señor Mc Kenzie, citó Lupita Márquez, dejando caer, ahora sin fallar, un segundo terrón en la taza. ¿Desde cuándo lo sabía?, pregunté. Desde siempre, señor Mc Kenzie, nunca subestime la intuición femenina. ¿Y no le importó? Antes de responder, Lupita levantó la taza y la llevó a sus labios, lo cual fue toda una proeza dados los temblores de su mano. Paul fue un gran esposo, un gran hombre y un excelente padre. Jamás, escúchelo bien, jamás dudé de su amor por mí, no importa lo que ese fideicomiso le haga pensar. Las verdaderas historias de amor nunca aparecen en un libro, ni en una película, señor Mc Kenzie. Paul y Edna vivieron la suya antes que yo entrara a su vida, no iba ser yo quien interfiriera con el pasado. Supe respetar lo que hubo entre ellos, y Paul…, se detuvo en seco y me miró. ¿Qué es exactamente lo que busca aquí, señor Mc Kenzie? Alguna pista que me lleve a los descendientes de Edna Tichenor. ¿Aún siguen escabulléndose de ciudad en ciudad como ratones, temerosos de que les quite sus migajas de queso?, preguntó con sarcasmo. Algo así, respondí. Déjeme ser clara, no me interesa por qué las busca, ni si las encuentra, ni nada relacionado con ellas; si mantengo ese fideicomiso, porque créame, tengo el poder para cancelarlo, es por Paul, por el aprecio que él le tuvo a Edna. No soy la malvada del cuento, señor Mc Kenzie, tampoco la víctima, entiendo a Paul más de lo que usted imagina. Yo también dejé a un novio en mi pueblo, allá en México, ¿que me gustaría saber qué fue de él? Claro, ¿a quién no le interesaría saber que la gente que uno amó se encuentra bien?; Paul hizo algo más que eso, se preocupó porque Edna tuviera una vida digna. Se sentía culpable, aunque no tuviera razón para ello. Edna era católica y Paul un judío checoslovaco, mantuvieron mucho tiempo su relación en secreto, la carrera de ella podía verse afectada por salir con un importante ejecutivo de una compañía rival. ¿Cree usted en la mala fortuna, señor Mc Kenzie? ¿Que un pequeño acontecimiento puede encadenarse a otro, y éste a uno más y arrastrarnos a la más completa desolación?, me preguntó. La secretaria de Paul equivocó las invitaciones de prensa para el estreno de una de sus producciones e hizo sentar a Louella Parsons no en la primera, ni en la segunda, sino en la cuarta fila. ¿Sabe lo que eso significaba en aquellos años? Era como entrar a la jaula de los leones vistiendo un traje hecho con carne fresca. Louella Parsons era la más temible columnista de espectáculos que haya existido. Más temida que los críticos de cine. Fue árbitro moral y social de Hollywood durante décadas, no importaba si usted tenía la razón, ella siempre tenía la última palabra. Acabó con centenares de carreras y destruyó filmes antes de que fueran estrenados. Su columna periodística era como el coliseo romano, donde al terminar de leerla uno sabía que un desafortunado había sido devorado por los leones de la opinión pública. ¿Comprende lo que digo? Bastó un pequeño desliz de Edna, una referencia a su amor por Paul, para que ambos quedaran atrapados en ese coliseo, y Louella, sin ninguna clase de remordimiento, girara su pulgar hacia abajo. Cuando la noticia se difundió, el padre de Edna y su madre adoptiva se opusieron. Paul tuvo que ir y hablar personalmente con ellos, y tras grandes esfuerzos logró convencerles de que sólo quería lo mejor para ella, no olvide que Paul era un tipo encantador. Sin embargo, algo sucedió… ¿Qué exactamente? No lo sé, la madre biológica de Edna apareció, sin que nadie supiera cómo, y se opuso a la boda. Inventó alguna clase de mentira que terminó por romper el compromiso. Nunca se supo qué fue, y Edna, destrozada, devolvió el anillo de compromiso. Ninguno de los dos logró recuperarse. Paul siguió trabajando y se convirtió en un gran productor y en el mejor agente de artistas de su tiempo. La carrera de Edna no sobrevivió al cine hablado, y prácticamente nadie volvió a contratarla por temor a ganarse la enemistad de Paul, aunque él, y créame que lo sé, nunca fue rencoroso, todo lo contrario. Con el tiempo Paul y yo nos casamos y tuvimos una hermosa familia. A partir de los años treinta nadie supo de Edna, fue como si se hubiera desvanecido en el aire. Cuando Paul murió, dijo con voz grave, sus empleados encontraron en el primer cajón de su escritorio, al alcance de su mano, las cartas de amor que Edna le escribió sesenta años antes. Edna y Paul jamás se despidieron. Hay una canción de mi tierra, señor Mc Kenzie, que era la favorita de Paul: Un viejo amor…, un súbito acceso de tos la atacó hasta que la enfermera le dio a beber un vaso con agua y acomodó un chal sobre las piernas. Lupita Márquez parecía cansada; su postura, antes recta y elegante, ahora lucía carente de fuerzas, como un globo al que lentamente se le ha escapado el aire; aquella mirada antes retadora e inquisitiva ahora sólo reflejaba unos ojos vidriosos, carentes de vida. Cuando se recuperó, Lupita Márquez alisó con su mano temblorosa el chal para desaparecer las arrugas, y sólo acertó a decir: Mi mayordomo le proporcionará la dirección de mi abogado, ya puede retirarse, dijo de manera cortante, y se fue sin despedirse.

Casi al llegar a la puerta escuché su voz: «Que un viejo amor ni se olvida ni se deja», el brazo derecho de Lupita Márquez recuperó las fuerzas para accionar la palanca del motor y quedar frente a mí. Guardó silencio por unos segundos, como si hubiera olvidado la letra, estuviese recordando algo, o tratara de controlar otro acceso de tos, hasta que continuó: «Que un viejo amor de nuestra alma sí se aleja, pero nunca dice adiós». El amor es una isla, señor Mc Kenzie, y nosotros, dudó por unos segundos antes de continuar, nosotros, se detuvo nuevamente como si le faltara el aire, nosotros somos náufragos. Fue lo último que dijo. Me miró en silencio por unos segundos, dio media vuelta a la silla de ruedas y se alejó. Su encorvada figura en la silla de ruedas, la enfermera que la empujaba y el caniche que las seguía fueron haciéndose más y más pequeños a medida que se alejaban por un largo pasillo de mármol blanco, como si flotaran suavemente. Con la nueva pista en mis manos, la casa parecía aún más enorme que al principio.

El abogado de Lupita Márquez resultó ser su sobrino nieto Fernando, quien vivía en los suburbios de Burbank. Para cuando logré comunicarme con él ya había sido advertido de mi visita. Me hizo pasar con fría cortesía a una extensa sala, donde las paredes se encontraban casi cubiertas en su totalidad por obras de famosos pintores mexicanos y europeos. A primera vista todas parecían originales. De ser así, la pared del lado sur tenía colgadas suficientes pinturas para comprar un apartamento de lujo en la zona más exclusiva de Manhattan. Por lo demás, la decoración era sencilla y sobria, por no decir austera. Una vieja televisión, que debió ser una maravilla tecnológica cuando el hombre llegó a la Luna, proyectaba figuras distorsionadas, a la par que emitía un lastimoso zumbido, como si tuviera lugar una conversación entre la NASA y el Apolo XI. Al abogado Márquez el estado de su televisión no parecía molestarle tanto como mi presencia. Tomó asiento en un amplio sillón de cuero negro, y señaló otro, invitándome a imitarlo. He tratado por años de convencer a mi tía abuela para que cancele ese fideicomiso. Probablemente es algo que le trae recuerdos, respondí. Tal vez, contestó, sacando una carpeta del cajón de su escritorio. El fideicomiso siempre ha tenido a Edna Tichenor como titular, años después a su hija como heredera, y finalmente a su nieta, ninguna de las cuales se ha distinguido por su inteligencia, si me permite el comentario. Nunca han reportado el fallecimiento de Edna por temor a perder la renta mensual, y ese mismo temor seguramente les ha hecho cambiar de residencia de manera continua, de un pueblo miserable a otro aún peor que el anterior. En estos tiempos nadie puede ocultarse para siempre, bastaría una llamada al banco para ubicar el lugar donde se retiró el dinero por última vez. Imagino que no fue fácil seguirles el rastro hasta nosotros, dijo al abrir una carpeta de cuero. No existe ninguna clase de información sobre Edna Tichenor desde los años treinta, contesté, ni registros médicos ni dentales, Seguro Social, infracciones de tránsito, pago de impuestos, nada. Nada, salvo este fideicomiso, interrumpió, alzando un documento. Es como si ella y sus descendientes se hubieran convertido en fantasmas. Ningún fantasma acude al banco una vez al mes durante setenta años a cobrar su dinero, créame; y no es extraño que no encontrara rastros de Edna Tichenor, agregó, el apellido está perdido, sólo le sobrevive un familiar: una nieta de apellido Springer, Emma Philbin Springer, dijo cerrando la carpeta. Me di cuenta de que todo coincidía: era el mismo nombre con el que Skal había tenido su único contacto. El abogado hizo un par de anotaciones en una tarjeta y me la entregó. Si fuera usted no perdería tiempo, la nieta podría estar preparando las maletas en este mismo instante: Falfurrias, Texas, no suena como el lugar donde uno quisiera pasar el resto de su vida.