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Poco después de salir del departamento de Skal tuve la impresión de que alguien me seguía, así que me detuve en seco un par de veces: si había alguien tras mis pasos tenía que ser muy bueno, incluso para un exagente del FBI. No escatimé precauciones, y luego de asegurarme que no había nada extraño me dirigí a mi edificio.

Al abrir la puerta de mi departamento, tres llamadas resplandecían en la pantalla del contestador automático. En la primera, un miembro de la iglesia Pare de Sufrir habló durante seis minutos con veintiocho segundos sobre cómo lograr la salvación de mi alma y evitar el sufrimiento. El segundo era un mensaje de Ackerman para conocer mis avances en la investigación: sonaba serio y distante. La tercera pertenecía a Kandinsky, quien en forma breve, casi telegráfica, me citó en un café cerca del Archlight Cinema al día siguiente. Puso particular énfasis en la puntualidad. Fue la única que respondí: le comenté mi visita a Skal pero sin entrar en detalles. Kandinsky se disculpó por casi dos minutos, mientras lo escuchaba mover documentos con prisa, diría que hasta con cierto nerviosismo, y maldijo en voz baja. Es preciso que no llegue tarde, recalcó, es de suma importancia. Y colgó sin despedirse.

A la mañana siguiente me desperté temprano, me duché y salí para evitar el tráfico. A medida que me acercaba a la ciudad, las sinuosas curvas de Sunset Boulevard que descendían de las montañas fueron sustituidas por largos y aburridos segmentos de avenida con semáforos cada dos cuadras. Los comercios se apilaban uno junto a otro cual sardinas en lata. Logré estacionar el auto después de rodear tres veces la misma cuadra. Dos calles más adelante, una multitud se mantenía expectante en las aceras. Súbitamente los comercios comenzaron a vaciarse de clientes, y aquellos que no pudieron bajar de los pisos superiores debieron resignarse a mirar sorprendidos desde su lugar. La mole fue reflejándose en los ventanales de los grandes edificios, por instantes perdía la forma, pero la recuperaba al acercarse a la siguiente construcción. Había suficientes motivos para correr pero todos permanecían en su sitio: un dinosaurio avanzaba con pasmosa lentitud por Sunset Boulevard sin que nadie lo detuviera. A pesar de vivir en una ciudad que lo ha visto todo, los angelinos quedaron paralizados: Bertie era la nueva sensación en el país. Por designio de un grupo de hábiles agentes publicitarios logró destronar a Barney el dinosaurio, y obtuvo un lugar superior en la selección natural. Tenía en su haber tres filmes: Bertie salva la Navidad, Bertielandia en peligro, y la más reciente, que motivaba el desfile promocional: Bertie salva América. El carro alegórico transportaba al animal, que subía y bajaba una pata mecánica con la cual aplastaba maniquíes disfrazados como guerrilleros árabes. Los niños, que alzaban réplicas del animal, sentados en los hombros de sus padres, festejaban cada vez que esto ocurría. Los publicistas habían pensado en todo, hasta en colocar en el suelo turbantes ensangrentados para lograr mayor credibilidad. El denominador común de todas las películas de Bertie era la estupidez: mientras más tonterías cometía mejor le iba, más rápido salvaba al mundo y lograba triunfar. Los niños lo adoraban. Parecía ser sólo un reflejo de lo que sucedía en el país desde la década de los ochenta, cuando la ineficiencia empezó a ser recompensada con altos puestos y salarios generosos. Sin prestar atención al desfile, un grupo de obreros de origen latino trabajaba en la instalación de un estrado para un concurso de imitadoras de Avril Lavigne, organizado por una estación de radio. El ruido de sus martillos, taladros y sierras pasaba inadvertido a causa del sonido de un megáfono que anunciaba el inminente paso del dinosaurio estelar. Una adolescente, vestida a la moda de Avril Lavigne y que bien podría pasar por la doble de la cantante, terminó de delinearse los ojos junto a un enorme cartel que promovía el disco Girlfriend. Sin duda alguna sería la triunfadora. A un par de metros de ella un guardaespaldas vestido de civil vigilaba discretamente a quienes se le acercaban. La chica se miró por última vez al espejo y guardó su estuche de maquillaje en una bolsa, de la cual sobresalía la punta de un martillo. Recordé una anécdota que contaba el director Hoover: Charles Chaplin, me dijo, entró a un concurso de imitadores suyos y quedó en tercer lugar: nunca dé nada por seguro, Mc Kenzie. A espaldas de la chica, una ferretería anunciaba descuentos de hasta el setenta por ciento por cierre del negocio. Entonces volví a tener la sensación de que alguien me seguía. Era imposible cruzar al otro lado de la calle pero logré encontrar un espacio entre dos vallas de seguridad y avancé rumbó al café. Me detuve a medio camino para ver si detectaba a mi perseguidor, pero lo único que vi fue al dinosaurio avanzar majestuosamente hacia mí. La pata mecánica se elevó una vez más y cayó sobre el maniquí del enemigo de América.

Todas las mesas del café se hallaban vacías, por lo que elegí la última del pasillo, junto a la salida de emergencia y la cocina, donde podía mirar de frente a todo aquel que entrara por la puerta principal. Dos espejos colgados en las esquinas permitían observar a mis espaldas, por lo que me encontraba seguro. Un mesero llamado Pedro me dejó un menú y sirvió agua fría en una copa de cristal sin que nadie lo solicitara. El menú mostraba a Bertie en la portada, sonriendo y recomendando el platillo infantil del día. La campanilla de la puerta sonó y Kandinsky observó los espejos, la puerta de la cocina y la barra antes de venir a sentarse a mi mesa. El entrenamiento básico no había cambiado mucho desde los tiempos del director Hoover. El tráfico está imposible, por poco y soy yo el que llega tarde, dijo a modo de disculpa. Pedro se acercó con otro menú y sirvió otra copa con agua para Kandinsky, quien, al igual que yo, se percató de que el mesero tenía un martillo haciendo bulto bajo su delantal. Preferimos esperar hasta que se alejara. Los tiempos han cambiado desde que se retiró, señor Mc Kenzie. Más que tender una red, las investigaciones equivalen a extender una gran telaraña cibernética. Tarde o temprano, un dato, una persona o una acción pasarán dos veces por el mismo lugar y entonces tendremos no una pista, sino un hecho. Las pistas, las corazonadas son cosas del pasado, estamos en el tiempo de la información… Encontré algo interesante a partir de su informe. ¿Recuerda al joven que dijo haber visto el filme en San Francisco? ¿El que desapareció en la cena con Ackerman y Ray Bradbury?, pregunté. Exacto, contestó Kandinsky, la noche que se entregaron los premios de la Count Dracula Society; aquí tiene las fotos de la reunión. Extendió una docena de fotografías sobre la mesa. Cada rostro tenía escrito un nombre con tinta roja: Robert Bloch, Vincent Price, Barbara Steele, Ray Bradbury, Ackerman. Todos famosos, menos él. Sacó el plumón y encerró la cara de un joven dentro de un círculo y bajo un signo de interrogación. Yo no podía dejar de mirar la foto. Tendremos que preguntarle a Ackerman si éste fue el sujeto que aseguró haber visto el filme, afirmé. Por primera vez me di cuenta de que al igual que Skal yo evitaba llamar a la cinta por su nombre. No creo que sea necesario, Kandinsky miró su reloj, ya casi es hora. Se puso de pie para sentarse a mi lado, de frente a la entrada, la misma por la cual Pedro, el mesero, había salido un par de momentos antes sin preguntar si algo más se nos ofrecía.

Todo sucedió en menos de un minuto. Cuarenta y nueve segundos, según los noticiarios. A la misma hora, en el mismo momento casi un centenar de personas, hombres y mujeres, sacaron sus martillos y comenzaron a destrozarlo. Bertie fue incapaz de defenderse. Todos parecieron obedecer a un mismo ritmo, a una misma nota. Empezaron por las patas y en segundos los golpes fueron haciéndose cada vez más presurosos. Los asistentes al desfile observaban paralizados, mientras los golpes arreciaban. La pata izquierda fue la primera en quebrarse y Bertie cedió poco a poco, se balanceó progresivamente hacia un costado como un animal herido de muerte. El grupo de trabajadores latinos en la construcción del estrado se detuvo para observar el ataque. El clon de Avril Lavigne subió hasta la cabeza y golpeó la nariz con fuerza y rapidez, como si tuviera prisa por regresar el martillo. Pronto un ojo quedó perforado y la luz del sol se filtró por el agujero. El clon de Avril Lavigne seguía abrazada a aquel enorme cuello. Los policías que cuidaban las vallas pedían instrucciones a sus jefes, incapaces de reaccionar. El costado derecho del animal cayó, dejando al descubierto el armazón de vigas, alambres y cartones que conformaban el cuerpo. La sonrisa estúpida de Bertie fue despedazada a martillazos. Cuando los agresores desaparecieron con la rapidez de la marabunta, los niños que no habían sido retirados por sus padres miraron los restos de Bertie y comenzaron a llorar. Sus padres los llevaron en silencio a sus autos, a la tienda de helados o al interior del centro comercial más cercano con la esperanza de que un cono waffle cookie and cream los ayudara a olvidar lo ocurrido. Pedro, el mesero, regresó sudoroso al café, el bulto del martillo bajo el delantal. Arrojó la herramienta detrás de la barra, miró hacia nuestra mesa y preguntó si todo se encontraba bien.

¿Sabía que iba a pasar esto?, le pregunté a Kandinsky, quien miraba el menú en silencio. Mi colega sonrió y se limitó a pedir un café exprés. Se iniciaron a mediados de los noventa, como una iniciativa de un editor del Harper’s Magazine, claro, la primera vez la policía llegó antes y fueron aprehendidos, nosotros reportamos la amenaza. No sabíamos exactamente qué pensar de esta clase de actividades. Un grupo de personas que se reúnen sin ningún motivo para hacer algo loco, casi estúpido por breves momentos y luego desaparecen. Flashmobs, les terminaron por llamar. ¿Por qué no detenerlos de una vez?, pregunté. Muchas cosas han cambiado desde que dejó el FBI, Mc Kenzie. En sus tiempos se necesitaban principalmente confesiones, visitas, pesquisas, seguir rumores. La tecnología nos ha facilitado nuevos métodos, más seguros y eficaces. Cuando la gente se siente libre habla, y habla mucho: por internet, celular, mensajes de texto, el medio no importa, sino que hablen, y es así como los descubrimos. Se sorprendería de lo que la gente hace y dice cuando cree que nadie la vigila. Esta clase de actos, continuó, les hacen creer que aún pueden sorprendernos. ¿No les vio la cara de satisfacción cuando se iban? Tenían la certeza de habernos engañado, y es mejor que sigan así. Además, ese dinosaurio siempre me pareció muy estúpido.

El mesero llegó con el exprés. Refutando la violencia que acabábamos de presenciar acomodó una cuchara para que quedara alineada con los demás cubiertos y colocó delicadamente dos sobres de azúcar junto a la taza. Kandinsky guardó silencio hasta que se retiró. Entonces sacó un segundo juego de fotos de su carpeta, eligió una y la puso sobre la mesa. Era el mismo joven de la cena con Ackerman. Su rostro transmitía la serenidad con que la muerte nos envuelve cuando llega. Tenía un ojo tan morado e hinchado que parecía una enorme bellota, y su nariz, digna de un viejo boxeador italiano del Bronx, ensangrentada y torcida, como si alguien hubiera tratado de enderezar una barra de acero con ella. La copia es para usted, dijo, sin duda Ackerman confirmará que es la misma persona que lo abordó en la cena. Kandinsky dio un pequeño sorbo a su exprés. Luego de que usted se fuera decidí investigar a un grupo que se dedicaba a proyectar películas raras, difíciles de conseguir: desde aparentes snuff movies hasta ejecuciones, filmes caseros donde aparecía gente importante, autopsias de líderes asesinados, orgías de gente famosa, todo lo que estos tipos lograban conseguir por medios extraños… No creo que se compare con la colección Hoover, ¿o no? ¿Cuál colección? La colección del director Hoover… Se dice que cuando se realizaba alguna detención importante todas las fotos y materiales fílmicos eran requisados por él. Eso es un procedimiento de rutina, contesté. Desde hacía más de treinta y cinco años siempre me realizaban las mismas preguntas, y cambié de tema, como siempre. Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla, como decía la mexicana que hacía la limpieza en mi casa. Kandinsky comprendió que no iba a obtener respuesta y prosiguió: Se reunían dos veces al año, en una de cuatro ciudades: Nueva York, Chicago, San Francisco o Los Ángeles. Lo que exhibían por lo regular no era tan escandaloso como para preocupar al Buró. Los miembros no llegaban a quince y sorteaban quién sería el encargado de la siguiente exhibición; nunca rentaron nada a su nombre, no firmaron contratos y pagaban en efectivo; hasta donde sabemos, si bien es probable que se conocieran, no lo manifestaron ni mantuvieron contacto personal fuera de las exhibiciones. Lo interrumpí: ¿Otros miembros de ese grupo sufrieron ataques violentos? Kandinsky me miró con asombro: Me sorprende, Mc Kenzie, todo indica que usted era tan bueno como se dice en el FBI. ¿Es verdad que nunca fracasó en ningún caso? Me mantuve en silencio, no me gustan los halagos. Mi colega supo que había soltado el anzuelo demasiado pronto y volvió al tema principal: Casi todos los que vieron el filme esa noche en San Francisco murieron en el transcurso de los siguientes dos meses. No necesito decirle cómo, ¿o sí? Asesinato en sus propios domicilios, respondí, se simularon intentos de robo y todas las pertenencias estaban vueltas de cabeza, como si se hubiera buscado algo con violencia. Kandinsky asintió. Algo que no encontraron, continuó, porque de ser así el resto de los integrantes no hubiera muerto, o por lo menos, no de la misma forma. ¿Hay sobrevivientes?, le pregunté. Sólo uno.

El timbre de la puerta sonó y el clon de Avril Lavigne entró a la cafetería. Kandinsky esperó hasta que la muchacha se sentó a una mesa alejada de la nuestra. En el otro extremo de la cafetería, la chica simulaba leer las sugerencias del día colocadas sobre el servilletero. Pedro el mesero se le acercó con el menú, se miraron por unos segundos, durante los cuales la chica sonrió y pareció ordenar algo. Él apuntó el pedido, sin cambiar de expresión. Entonces retiró el menú y fue a apoyarse en un extremo de la barra.

Necesito localizar al único sobreviviente de esa proyección, comenté. No creo que le tome mucho tiempo, Kandinsky me entregó la copia de un reporte policial, que contenía una foto. Se diría que hace años alguien había derramado café sobre el papel fotográfico, de manera que había una mancha color sepia en el rostro de David J. Skal.

Un timbre metálico fue accionado desde la cocina para indicar que el pedido estaba listo. El sonido, similar al de una campana que anuncia un nuevo asalto de box, fue debilitándose hasta perderse por completo. Según el reporte, me esperaba una segunda entrevista con un hombre al que sus monstruos no pudieron proteger de un asalto domiciliario y siete puñaladas.