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A los diez años no le temía a ningún monstruo, al contrario, ellos estaban para protegernos, salvarnos de la guerra nuclear y evitar el fin del mundo, dijo David J. Skal. Una noche de 1962, mientras mis padres observaban con preocupación las noticias en televisión sobre la crisis de los misiles soviéticos en Cuba, me fui a la cama sin cenar y comencé a escribir una carta. Suponía, a pesar de tener sólo diez años, que aun siendo tan distintos entre sí debían conocerse, por lo que hice una carta para todos: Estimados Conde Drácula, Señor Frankenstein, Don Hombre Lobo, Querida Momia, Señorita Novia de Frankenstein, y así continuaba. A medida que escribía con mi enredada caligrafía, que mi maestra comparaba con auténticos jeroglíficos, les expliqué mis temores de que un misil cayera en nuestro patio, y que el mundo quedara destruido en un par de minutos. No sabía exactamente cómo lo resolverían, pero si en alguien debía confiar el género humano era en sus monstruos. Al día siguiente mi padre me acompañó a dejar la carta en el buzón de la esquina. Cosas de un niño que veía mucha televisión. ¿Qué pasó finalmente? Skal me miró con seriedad. Véalo por usted mismo: la crisis de los misiles se resolvió, seguimos vivos, y todo se lo debemos a estos seres, dijo mientras señalaba las figuras que lo rodeaban. Entonces sonrió un poco.

David J. Skal era a los vampiros lo que Forrest Ackerman a la ciencia ficción. De cincuenta y cinco años, cabello café, bigote canoso y lentes de aro delgado, Skal mantenía su estudio en perfecto orden —a diferencia de Ackerman—. Las figuras de tamaño natural de los principales monstruos de las películas de la Universal: Frankenstein, la Momia, Drácula y el Hombre Lobo, se encontraban estratégicamente colocadas contra un fondo negro en cada esquina del estudio, e iluminadas por luces suaves, dignas de un museo. La alfombra blanca lucía inmaculada, como si nunca hubieran pisado sobre ella. Los sillones, perfectamente barnizados y engrasados, tampoco emitían ningún rechinido, sin importar cuánto nos moviéramos él y yo. Seguramente tanto orden y pulcritud le habían permitido conseguir su más sonado éxito. Además de publicar una de las mejores antologías conocidas sobre vampiros, Skal escribió libros, programas e investigaciones de gran resonancia sobre las principales figuras del cine de terror. Con frecuencia impartía conferencias a lo largo del país, incluida una ya clásica durante la noche de Halloween. De entre todos los especialistas, fue elegido por la Universal para comentar en pantalla todos los filmes clásicos de monstruos. Durante décadas se dedicó a investigar el destino de la versión completa en español de Drácula, de 1931, catalogada por su rareza como uno de los filmes perdidos más buscados, debido al curioso hecho de haber sido filmada con actores de habla hispana de manera simultánea a la de Browning y Lugosi, y de ser considerada por los críticos como superior a la versión en inglés. Recorrió cines de mala muerte en pueblos miserables de México, España y Argentina, visitó las casas de los descendientes de algunos de los actores, así como los archivos de cinetecas de más de diez países. Cuando en 1989 corrió el rumor de que durante la demolición de un cine de barrio en Matanzas, Cuba, se encontró un baúl con decenas de viejos filmes, Skal no perdió tiempo y tramitó con insistencia una visa como investigador ante el Departamento del Tesoro, a fin de que le permitieran visitar La Habana. No sabe lo difícil que fue convencer a esos burócratas de Washington de que el tiempo estaba en nuestra contra, me confesó, los filmes podían descomponerse o incendiarse con una facilidad increíble si eran copias en nitrato, era angustioso desconocer el estado en que se encontraban, ignorar cuántos rollos habían sido descubiertos. No creo que pueda imaginarse la sorpresa, la excitación cuando me entregaron la llave de un viejo baúl con bordes metálicos. Me coloqué el cubreboca y los guantes y ordené que encendieran el abanico a nuestras espaldas para alejar cualquier clase de hongo o espora. Me sentía como el buscador de tesoros frente al cofre pirata que ha perseguido durante toda su vida. La mano me tembló cuando introduje la llave y la giré tres veces. Lo primero que vi cuando pude abrirlo fue una lata para película con una descolorida cinta que tenía escrita La voluntad del muerto, una versión en español de The Cat Creeps, actuada por Lupita Tovar y Antonio Moreno. Me decepcionó encontrarla vacía. Algo parecido pasó con la segunda, la tercera y la cuarta, que sólo contenían facturas. Estaba cada vez más desmoralizado cuando por fin abrí la quinta, y debajo de una serie de papeles sin interés apareció, por fin, una copia de la versión en español de Drácula. Parecía encontrarse completa, por lo menos el número de rollos coincidía con los registros originales. Deseaba que ese baúl no tuviera fondo, seguir extrayendo joyas perdidas del cine que cobraran nuevamente vida en mis manos, pero no encontré nada más, salvo montículos de polvo; como si fueran los restos de un vampiro al que la luz del sol hubiera desintegrado décadas atrás. Al extender el negativo y examinar los fotogramas descubrí que si bien no se hallaban infectados por hongos o dañados por la humedad, era urgente restaurarlos con tecnología de la que los cubanos carecían. Más difícil que encontrar la cinta fue sortear los trámites burocráticos del gobierno cubano y del nuestro. Fue preciso que las universidades de cada país intervinieran, pero aun así, las negociaciones llevarían por lo menos seis meses, tiempo en que la exposición de la cinta al medio ambiente terminaría por dañarla seriamente. Me sentí como esos exploradores que encuentran el tesoro, lo sujetan por breves instantes, únicamente para perderlo por extraños designios del destino. Momentos antes de subir al avión en el aeropuerto de La Habana un funcionario del Ministerio de Cultura me alcanzó. Convencí al comandante Castro de que su cinta de vampiros vestidos de etiqueta pertenecía más a los burgueses de Batista que a los seguidores de nuestra revolución, me dijo, entregándome un talonario de equipaje. Le miré extrañado. El negativo de la cinta viajará con usted en ese avión, aseguró, no nos interesa conservar monstruos ajenos, señor Skal. Me extendió una mano que estreché con agradecimiento, finalizó Skal, echando su cuerpo hacia atrás, satisfecho, como quien termina de contar su más grande hazaña a un grupo de desconocidos en un bar. Ahora, ¿en qué le puedo servir?, preguntó.

¿Usted buscaba contactar a los familiares de Edna Tichenor?, pregunté, al momento que le entregaba la carta que les enviara a los familiares la actriz. La desconfianza se dibujó en su rostro. En efecto, contestó Skal, después de pensarlo por algunos instantes, esa familia parecía de gitanos, no duraba un año en el mismo lugar. Pero insistí, una foto familiar en el libro me evitaba pagar derechos a los estudios. ¿No hay mucha información sobre la vida de esta actriz?, pregunté nuevamente. No es tan raro, muchos actores del cine mudo desaparecieron así, dijo al tiempo que tronaba los dedos. Un día representan los sueños de miles de espectadores y al siguiente un cuerpo anónimo que mendiga por las calles. Les sucedió a muchos, famosos y desconocidos, principalmente de la época del cine mudo. Louise Brooks, ¿la recuerda?, ¿la del peinado de burbuja? Fue una de las personalidades más impactantes del Hollywood de su época, imitada por hordas de mujeres que llevaban su famoso peinado de burbuja. Durante los veinte, miles cayeron enamorados a sus pies, impactados por su personalidad y la sexualidad que, se decía, ejercía libremente sobre hombres y mujeres. Y sabe, tan pronto se retiró del cine en 1938 terminó de vendedora en Saks Fifth Avenue, por cuarenta dólares a la semana. Cientos de historias de aquellos años tienen finales parecidos. ¿Entre ellas la de Edna Tichenor?, pregunté. Skal me examinó sin pudor alguno: ¿Exactamente, por qué está investigando la vida de Edna, señor Mc Kenzie? No creo que sea crítico de cine, tampoco parece saber mucho del tema, si me permite decirlo. Estoy buscando un filme perdido donde ella actuó… Conozco el nombre, no es necesario que lo mencione. Voy a ahorrarle tiempo y esfuerzo. Lo que usted busca no existe. ¿Por qué está tan seguro?, pregunté. Porque pasé quince años de mi vida haciendo el mismo trabajo, que muy seguramente usted acaba de empezar. ¿Y por qué no renunció a buscar la versión en español de Drácula?, pregunté. Son situaciones diferentes, señor Mc Kenzie. El filme que usted busca, ignoraba por qué Skal se negaba a mencionar el título, ¿cómo decirlo? Le voy a ser franco: tratar de encontrarlo no fue bueno para mi salud, y no creo que lo sea para la de nadie, ¿me entiende? No es una búsqueda segura. Ninguna lo es, respondí. No me refiero a la posibilidad de encontrarlo, sino a su seguridad personal. Si fuera usted dirigiría mis esfuerzos a otras cintas, obtendrá mejores resultados. Como las personas, continuó, hay filmes que piden no ser encontrados. Yo tuve que interrumpir la cacería…

Para ser un hombre que se sentía protegido por los monstruos, el filme en cuestión parecía causarle los mismos temores que la crisis de los misiles hace cuarenta y cinco años. ¿Piensa que de haber continuado la búsqueda lo habría encontrado? Hace años que he tratado de olvidar esa pregunta, señor Mc Kenzie, por salud mental, usted me entiende, así que no venga a insistir. Observé el monstruo de Frankenstein que se encontraba a sus espaldas, acompañándolo como un fiel guardián. El resto de las criaturas se hallaban dispuestas de forma tal que, de cobrar vida, podrían inutilizar de un salto a un visitante incómodo como yo. La luz que iluminaba el rostro del Hombre Lobo comenzó a fallar, se encendía y apagaba de manera intermitente. Skal abrió un cajón de su escritorio, sacó una bombilla eléctrica y se levantó de la silla. Caminó con lentitud, apoyándose en el bastón. Respiró con dificultad durante todo el trayecto, que debió parecerle un vía crucis. Finalmente cambió la bombilla inservible y el rostro del Hombre Lobo volvió a surgir, amenazador. Debió ser una figuración de mi parte, pero antes de regresar a su lugar me pareció que Skal palmeaba la espalda del monstruo. Luego abrió un cajón en su escritorio, hurgó un poco y volvió a sentarse junto a mí. Edna Tichenor nació en 1901, de padres periodistas, continuó, el mismo año en que su hermana mayor murió, pero eso es probable que ya lo sepa. Lo que pocos saben es que se casó con un mecánico llamado Robert J. Springer en 1919. Cuando Edna y Robert se divorciaron en 1930, ella regresó a vivir con sus padres. Como muchos de su época, su carrera no sobrevivió a la llegada del sonido y después de 1934 desapareció para siempre. Diciendo esto, Skal me entregó un libro y una carta, cuyo matasellos estaba fechado cuatro meses antes. El nombre en el remitente era Emma Philbin Springer. No busque por el apellido Tichenor sino por Springer, así fue como di con la nieta de Edna, afirmó Skal. Ahora, si me disculpa…

Mientras trataba de agradecer el tiempo que me dedicó, Skal me acompañó al pasillo y esperó hasta que llegara el elevador. Dentro había un repartidor de pizzas que lucía apresurado. Entré. Sube, ¿verdad?, preguntó. Antes de que las puertas se cerraran, Skal comentó: Seis de las únicas nueve películas en que ella tomó parte fueron para la MGM, y cuatro de ellas con Tod Browning como director. Es muy probable que al margen de la inesperada muerte de Lon Chaney y las disputas entre la MGM y la Universal, tanto él como Edna Tichenor hubieran protagonizado Drácula, en lugar de Bela Lugosi y Helen Chandler. ¿Se imagina? La versión que conocemos hubiera sido completamente distinta… ¿Tantas posibilidades tenía Edna? Skal asintió: recuerde el aspecto de las mujeres que intentan seducir a Harker en la primera versión de Drácula, son todas idénticas a las fotos que se conservan de Tichenor, tal como apareció en, bueno, ya sabe a qué filme me refiero. El repartidor de pizzas miró su reloj, seguramente la garantía de entrega estaba por expirar. Las puertas comenzaron a cerrarse pero lo impedí colocando mi mano sobre el haz de luz. ¿La visitó personalmente?, le pregunté. El repartidor me miró con molestia, el olor a pepperoni invadió el elevador. No, obtener el permiso para reproducir la foto fue más que suficiente, no quiero tener ningún contacto con ese filme. Por quinta vez, Skal omitió decir el nombre de la película. Aparté la mano del sensor electrónico y las puertas se cerraron. El elevador ascendió por varios segundos hasta detenerse. Un par de pisos después, al ver camino libre, el repartidor corrió por el pasillo. Entretanto, Skal debió entrar a su departamento, deslizar con prisa el pasador doble, poner la cadena y regresar a la segura protección que sus monstruos le ofrecían. Un instante después, en algún departamento del piso ocho, una pizza de pepperoni fue entregada.