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Conduje el auto por la vía rápida rumbo a Wilshire, y tomé la última salida a la altura de Westwood. Poco a poco, conforme me alejaba del distrito comercial, las casas fueron disminuyendo de tamaño y lujo, los centros comerciales se convirtieron en pequeñas tiendas, y los lounges y cocktail bars en licorerías de mala muerte, con ebrios tumbados a sus puertas y perros que los olisqueaban. Cuando me detuve frente a la luz roja del semáforo, un vagabundo avanzó desde la acera y golpeó la ventanilla de mi auto con una taza de metal. Debía ser el tipo más afortunado de Los Ángeles, porque el mensaje escrito con faltas de ortografía en un cartón que colgaba de su cuello aseguraba que todos los problemas de su vida se resolverían con cien dólares. Emprendí la marcha justo en el momento en que recargó su mano sobre el vidrio. La silueta sucia de sus dedos quedó impresa en el cristal y me acompañó todo el camino. El cielo comenzó a nublarse, y un relámpago se divisó a la distancia. La dirección proporcionada en el Sindicato de Actores correspondía a un grupo de vetustos edificios, los cuales parecían mantenerse en pie gracias a las oraciones de sus inquilinos. Frente a las maltrechas construcciones heridas de muerte se encontraban los oxidados juegos de un parque recreativo, a los que ningún niño se acercaba y que los vecinos preferían utilizar para secar sus ropas. Una ventisca agitó las prendas, y un par, colgadas en los pasamanos, cayeron a la tierra. Entonces descendí.

A unos metros del edificio, en un porche construido con maderas de tamaños y formas desiguales, un grupo de hombres de aspecto latino, con overoles manchados de grasa, tomaban cerveza, mientras que dos ancianas se balanceaban en sus mecedoras. Unas nubes negras comenzaron a oscurecer el cielo, y un aire fresco provocó pequeños remolinos de tierra. Un enano maquillado como payaso asaba carne en una parrilla improvisada con una reja montada sobre unos tabiques. Todos, con excepción del enano que cuidaba la carne, tenían la mirada perdida en el horizonte, como quien ve alejarse un desfile inexistente. De improviso, una fuerte lluvia cayó sobre nosotros. Las enormes gotas golpearon los tejados y autos con la fuerza del granizo. El enano metió rápidamente la carne en una bolsa, intentó arrastrar con gran esfuerzo la reja pero se quemó las manos y la soltó. El humo brotó de los carbones. Resguardado en el porche, me senté en silencio en una banca sin mirar a nadie más de lo necesario. Un anciano con la piel morena, agrietada como si una fuerte sequía se hubiese asentado en su rostro, sacó de su estuche un acordeón con los colores y el escudo de la bandera de México. Lo extendió y contrajo un par de veces sin tocar ninguna nota: un suave silbido, como aire que se escapa de un balón, se escuchó débilmente. El músico golpeó el suelo con la punta de su zapato un par de veces y comenzó a tocar. Dos tipos ayudaron al enano a improvisar un nuevo asador, usando esta vez un soplete y una máquina soldadora para calentar la carne. La lluvia continuaba. Un par de mujeres corrieron hacia el parque para recoger la ropa mojada que colgaba en los juegos, mientras que el resto permanecieron sentadas mirándolas correr. Un hombre gordo, alto, mal encarado, en camiseta, y que tenía un enorme tatuaje de la virgen de Guadalupe en el pecho me miró y se acercó. El tatuaje no debió protegerlo mucho, porque sobre él se apreciaban largas cicatrices provocadas por heridas de arma blanca. ¿Y a usté qué se le perdió aquí, paisa?, preguntó en español. A pesar de no haber olvidado por completo ese idioma, nunca suelo hablarlo en la oficina, ni con los amigos, ni cuando alguien con aspecto de inmigrante me pregunta en la calle alguna dirección. Había jurado no hacerlo. El enano dejó de vigilar la carne por un instante y se volvió para examinarme; su maquillaje, corrido por la lluvia, daba la sensación de que el rostro se le separaba de la cara. La canción que tocaba el viejo del acordeón hablaba de un hombre sumido en la tristeza, porque a las once una chica de nombre Lupita se iba en un barco de vapor, y él, desesperado, deseaba mandar un chubasco para impedir que la nave zarpara. Busco al administrador del edificio, respondí. No ha llegado, dijo el hombre de la camiseta, a lo que el enano agregó: Se me hace que a lo mejor no llega, dicho lo cual volvió a centrar su atención en la carne y arrojó un chile a las brasas. Dos mujeres extendieron un mantel bordado con flores de color rojo sobre una mesa de concreto. Un niño de once años leía un cómic titulado Chanoc. Todos me miraron con sospecha. El olor del chile calentándose envolvió el ambiente y no pude reprimir las ganas de toser; los ojos se me irritaron y tuve que desviar la mirada para que las lágrimas no brotaran. Recordé un caso que leí en los periódicos, ocurrido en un país latinoamericano: una solitaria anciana dueña de un edificio de departamentos murió de un ataque al corazón, y los inquilinos, ante el temor de que los departamentos fueran vendidos y ellos expulsados, decidieron enterrar el cuerpo, con misa y todo, y seguir depositando la renta en el banco. Se hicieron cargo de la luz, del correo, e incluso limpiaban la casa de la anciana. Como nadie la visitaba, pasaron años antes de que finalmente fueran descubiertos. Quizás era el mismo caso del administrador. Un hombre de alrededor de cuarenta años llegó cargando una rejilla con envases de Coca-Cola de vidrio, que dejó en el suelo. No los había visto desde mi niñez, pero ésta era otra parte de mi vida que también trataba de olvidar. El mismo hombre de los envases hundió su mano en una hielera de metal que anunciaba una marca de cerveza mexicana, sacó un par de refrescos que destapó y puso en la mesa. Uno quedó frente a mí. Recordé que la mujer de la limpieza, de origen mexicano, afirmaba que la Coca-Cola envasada en botella de vidrio sabía mejor que la americana: había ciertas creencias culturales que no valía la pena discutir. El mexicano es un animal de nostalgias, y las cajas de refresco traídas desde su tierra eran una prueba palpable de ello. Las gotas de hielo resbalaban por las curvas de la botella. El logo de Coca-Cola y las palabras «Hecho en México» se apreciaban claramente sobre el líquido negruzco. ¿Gusta comer?, preguntó una señora que acomodaba los platos con una mano y cargaba a un niño con la otra. La señora me hizo una seña para que aceptara el refresco. Debo admitir que lucía tentador. Olvidé las indicaciones del médico y tomé el envase para comprobar si tenían razón la señora de la limpieza y sus compatriotas; lo apreté con fuerza y sentí el frío del vidrio entumecer la palma de mi mano. Es un hecho, la nostalgia mejora todo: el recuerdo, la añoranza, incluso el sabor de los refrescos. El administrador es aquel que va llegando, dijo el viejo del acordeón. Luego se puso de pie, tomó un chile de la parrilla y después de rozarlo con la punta de la lengua le dio un mordisco. Solté el envase, que siguió escurriendo gotas heladas sobre la mesa. Gracias, les dije. No me importó que la lluvia continuara con fuerza respetable, caminé por el sendero lodoso hacia el edificio principal sin detenerme ni mirar atrás a ese grupo de mexicanos con sus refrescos indocumentados.

La oficina del administrador del edificio contenía montañas de documentos, algunos humedecidos por las goteras, otros desparramados por el piso, y unos más, pegados con cinta en las ventanas rotas, servían para detener las corrientes de aire. El lugar olía a humedad y a animal muerto. El administrador no pidió disculpas por el desorden, así que ése debía ser el estado natural de la oficina. Le expliqué a quiénes buscaba y respondió que no podía ayudarme. Tengo apenas dos meses en este empleo, pero siento como si fueran dos años, hay cantidad de reparaciones por hacer, estos mexicanos destruyen todo, son peores que las ratas; y encima de todo debo ordenar este lugar, que no es precisamente la biblioteca del Congreso, usted sabe. Déjeme ver si por el apellido encuentro algún expediente. El desorden y el caos eran tales que a menos que el documento que buscábamos se pusiera de pie y nos llamara a silbidos, no veía muchas posibilidades de que el encargado encontrara algo. Lo siento, dijo, no hay nada en la letra «T», y mire, le soy sincero, podría estar en cualquier lado… Espere, ¿Tichenor dijo que se llamaba? Ya, es que ése es el segundo apellido, creo recordar algo, acompáñeme. Avanzamos entre cajas y muebles apolillados hasta otra oficina, con un escritorio igual de desordenado, y una bandeja llena de papeles, algunos ya amarillentos, que tenían escrito a plumón: «Pendientes hoy». El administrador comenzó a revolver los papeles hasta que encontró algunos atados con un cordel. Varios inquilinos dejan su dirección por si llega el correo, el anterior administrador me dejó una lista, aquí está la persona que busca. Solicitaron que todo lo que llegara fuera enviado a un apartado postal, mire, éste es el número. ¿Puedo llevarme la correspondencia?, pregunté. ¿Por qué no?, la verdad, no tengo tiempo para enviarla, y esto no es el Ritz, usted sabe.

En la oficina de correos tuve menos suerte. El apartado postal había sido cancelado un año antes y todas las cartas que llegaron fueron devueltas al remitente. Luego de mostrar mi identificación del FBI, conseguí la dirección en que fue contratado el apartado, con la excusa de enviarle la correspondencia reciente. Manejé durante una hora hasta el condado de Segaran, y después media hora más por una vereda hasta el poblado de Hitchcock, California. Un chico y una chica esperaban sentados sobre sus maletas del ejército la llegada del camión de la Greyhound. El pueblo era lo suficientemente tranquilo, aburrido y apacible para que los ancianos dejaran pasar la vida sentados en los porches de sus casas. Nadie supo darme ningún informe sobre la familia Tichenor. Como ya había comprobado, la guía telefónica no los registraba, y el lugar donde debía encontrarse la casa era un terreno baldío. Sí, los recuerdo, me dijo el cartero en la oficina postal, les llegaba muy poca correspondencia y jamás firmaron nada de recibido, preferían que se devolvieran los paquetes, todo se metía en el buzón de la puerta; nunca los vi enviar una carta, ni siquiera tarjetas de San Valentín o de Navidad, nada. Una vez a la semana, Joe, el de la tienda de abarrotes, les surtía de alimentos. Los vecinos cuentan que no salieron a la calle ni cuando se incendió el City Hall, y eso que todos fuimos a ver las llamas. Nunca supimos exactamente cuánta gente vivía en esa casa, no es que nos importara, pero ya sabe, no hay mucho que hacer por aquí. Las cartas por las que pregunta son como las que usted trae, siempre con el mismo nombre y apellido, y la inicial «T» al final; ah, y cada mes llegaba un sobre de un banco, siento no poder ayudarlo más, dijo antes de alejarse por la calle, cargando la bolsa del correo.

Cuando se inicia una investigación con años de retraso, situaciones como éstas no son ninguna sorpresa. Antes de partir me detuve en la única cafetería del pueblo y ordené un sándwich Montecristo, con jamón, pavo y queso suizo; me aseguré de que supieran prepararlo y que además de remojar y freír los panes en huevo batido, no olvidaran espolvorearle azúcar glas, ni incluir frutas secas y un recipiente con jarabe de arce en el plato. Pensé en pedirlo para llevar, pero me sentí cansado y decidí comerlo allí mismo con una jarra de limonada, la mitad con agua natural y la otra mitad con agua mineral y sin azúcar. Realmente estaba buena, los trozos de la pulpa del limón se atoraban en el popote, y varios pedazos de cáscara retorcidos flotaban entre los hielos. Edna Tichenor, Luna, la chica vampiro, o cualquiera que fuera su verdadero nombre, quedaba oficialmente fuera de la investigación. Lo único realmente seguro en mi futuro se acercaba lentamente en la forma de un emparedado Montecristo, en una bandeja de plástico sostenida por una chica de nombre Nancy. Se lo dejo aquí para no ensuciar sus cartas, dijo antes de retirarse. Las cartas: desde el punto de vista legal, abrir la correspondencia se considera un delito federal, pero habiendo sido yo un funcionario federal, no habría delito que perseguir. Clara Bowles T., muy probablemente nieta de Edna, debía diez dólares en una tienda de lencería fina, perdió la oportunidad de participar en una pirámide que quintuplicaría su inversión, y se privó de los servicios del abogado Phill Boggus. La última carta fue la que llamó mi atención: un pequeño sobre color blanco, algo sucio, con las esquinas rotas. Lo rasgué por una esquina y desdoblé dos pliegos de papel escritos con fina caligrafía. David J. Skal, historiador de cine, quería obtener el permiso de algún familiar de Edna Tichenor para incluir su foto en un libro sobre actrices que trabajaron con Tod Browning, patrocinado por la Universidad de Madison. Tomé los datos de Skal de la tarjeta impresa que venía en el sobre, cambié dos dólares en la barra y me dirigí al teléfono de la cafetería. Al no recibir contestación doce tonos después, regresé a la mesa y di un par de mordidas al emparedado. Los hielos de mi limonada se habían derretido. En la barra de la cafetería se encontraba un aparador, donde la mitad de un pie de zarzamora giraba bajo las luces como una vieja estrella de cine que recorre la alfombra roja por última vez. La mermelada de zarzamora, espesa, de color azul oscuro se desplazaba como un iceberg en proceso de deshelarse. Sentí un cosquilleo en las mandíbulas y regresé al emparedado. El doctor me había asegurado que de mantener una dieta rigurosa, y reducida en azúcares, llevaría una vida tan normal como puede tenerla alguien a quien se le prohíbe comer un pie de zarzamora. Entonces dio inicio la cadena de extraños acontecimientos. El teléfono sonó al final de la barra. Una, dos, tres veces. La mesera se encontraba en la cocina y no daba indicios de volver. Sonó una cuarta, una quinta y una sexta vez. A la séptima descolgué y guardé silencio. Una respiración se escuchó al otro lado de la línea. Ninguno de los dos hablaba, por lo que decidí toser un par de veces. ¿Quién es?, preguntaron. ¿A quién busca?, contesté con otra pregunta. Soy David J. Skal, tengo una llamada de ese número. Señor Skal, contesté, creo que usted y yo debemos hablar.