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El director Hoover nunca confió en las coincidencias. Cuando suceden dos actos que en circunstancias normales no deberían ocurrir es porque algo o alguien está detrás de ellos. ¿Por qué después de tantos años de búsqueda, y en especial, por qué después de mi contratación, alguien visitaba el Sindicato de Actores poco antes que yo, preguntando precisamente por Edna Tichenor? Me sentía como el participante de una carrera de cien metros planos que observa sorprendido a uno de sus rivales salir en falso sin que nadie lo sancione. Decidí ser más precavido al enviar mis reportes a Ackerman, y expresarme con ambigüedad al notificarle qué personas o lugares planeaba visitar en los próximos días. Entré al edificio del FBI con cierta reticencia, nunca fui de aquellos que gustan de regresar a sus trabajos anteriores, ni siquiera a saludar. En mi opinión no importa lo buenos que hayan sido tus compañeros, el jefe, el café, todo, absolutamente todo queda atrás cuando el lazo laboral se termina. Retornar, en mi caso, implicaba eludir otra vez las preguntas molestas. Todos recordaban que fui la persona de confianza del director Hoover en el FBI, y la última con quien conversó. Que siempre me he reservado cuáles fueron las últimas palabras del hombre más poderoso de Estados Unidos. El ambiente de las oficinas distaba mucho del de aquella época; todos los escritorios y cubículos parecían copias del contiguo, como si dos espejos los repitieran hasta el infinito. Me recordaron los laberintos para ratones de laboratorio. Lejos de escucharse algún comentario sobre el partido de fútbol del lunes por la noche, el béisbol o la temporada de basquetbol, el lugar daba la impresión de ser una maquinaria bien aceitada, y sus empleados, un grupo de engranes vestidos con traje y corbata que dejaban de girar a las seis de la tarde, regresaban a sus casas y a la mañana siguiente volvían a ocupar su lugar en el mecanismo.

Por fortuna, Don Serling aún laboraba como director en jefe de los sistemas de información del FBI. Serling inició su carrera en el Buró desde muy joven, y esa misma juventud e inexperiencia le llevó a cometer una grave equivocación que pudo costarle el puesto. Sin embargo, no fue así, debido a que acepté ese error como mío; faltaban dos días para mi jubilación y mi expediente estaba por cerrarse mientras que el suyo apenas comenzaba. Intentó enviarme diversos obsequios en un par de ocasiones —dos Navidades seguidas llegó a enviarme un jamón de la más alta calidad—, pero me las arreglé para regresárselos luego de fingir ante sus mensajeros que había cambiado de domicilio. Finalmente comprendió el mensaje: mis nexos con el FBI se habían cortado para siempre, y salvo la pensión, ningún jamón los haría renacer. Serling sin duda había aprendido de aquel error de juventud, como demostraba la importancia de su puesto. La secretaria de Serling, de nombre Mary Lou Kaufman, preguntó dos veces mi nombre, sonrió y me invitó a tomar asiento. Caminó hasta un archivero como si estuviera por una pasarela de modas, y no le faltaban motivos: su rostro era bello, tenía una linda sonrisa, y una nariz delicada aunque un poco ancha; las opulentas formas de su cuerpo parecían estar a punto de romper su ajustada ropa. Una carpeta resbaló de sus manos y se inclinó para levantarla. Alguien tendría que dar una condecoración a esa falda y brassiere por su heroica resistencia. Un par de minutos después me acompañó por un pasillo hasta que entramos a la oficina de Serling. El orden y la pulcritud en cada centímetro del lugar eran tales que harían sentir incómoda a una molécula de polvo. Me recibió con calculada cortesía hasta que su secretaria cerró la puerta tras de sí; entonces se volvió un poco más amistoso. Frente a él se encontraba el hombre al que debía su carrera en el FBI, aquel que le había devuelto dos jamones. Ha pasado mucho tiempo, dijo. Demasiado, Don, casi no pude reconocer el edificio. Las cosas han cambiado mucho desde su retiro, me dijo, ¿qué pensaría el director Hoover si viera la nueva decoración? Al director nunca le interesaron los edificios, sino lo que ocurría dentro de ellos, contesté. A pesar de haber transcurrido casi cuarenta años desde su muerte, muy pocos funcionarios del Buró se atrevían a llamarlo Hoover, sino que anteponían respetuosamente «el director» Hoover, como si temieran que el director pudiera regresar desde la muerte y venir por ellos. Serling se pasó la mano por la barbilla mientras meditaba, y un breve silencio se elevó en el ambiente, sólo roto por las descargas de aromatizante de un dispositivo colocado en una esquina de la pared, que bien podría albergar una cámara oculta. Siento mucho lo de su familia, afirmó, únicamente por decir algo, como pudo haber comentado sobre el clima, el Súper Tazón o la Serie Mundial; me enteré durante una reunión en Europa y no me fue posible asistir a… usted sabe. Por un momento Serling fue víctima de las formas, pero logró contenerse a tiempo; como todos los que me conocieron sabía muy bien que no hubo servicios religiosos aunque Janice, la hermana de mi esposa, me lo pidiera en más de una ocasión. Fue algo tan simple como misterioso: una mañana de octubre conversas por teléfono con tu esposa y tu hija, que deberían alcanzarte en Chicago, y ellas te informan que prefieren viajar en auto en vez de tomar un avión. Ésa es la parte sencilla, la misteriosa empezó cuando jamás llegaron a su destino. A pesar de la búsqueda efectuada por la mayoría de las agencias, las policías locales y estatales, nunca fue posible dar con ellas ni con el auto y mucho menos con alguna pista que indicara qué les sucedió. Si las canas lo hacen a uno parecer viejo, la conmiseración termina por llevarnos a un asilo. Le expliqué a Don el motivo de mi visita de la manera más escueta que pude. Su mirada se distrajo hacia la pantalla de su teléfono durante algunos momentos, pero tuvo la cortesía de no interrumpir mi relato, salvo para teclear un par de datos en su computadora. Usted mejor que yo lo sabe, Mc Kenzie: el FBI siempre tuvo una relación muy cercana con el cine, sobre todo en los tiempos del director Hoover. Seguramente recuerda bien el proyecto Máscaras, que tan buenos resultados dio hasta que el imbécil de Elvis lo echó todo a perder. ¡Por Dios!, ¿a quién se le ocurre entregar un revólver al presidente Nixon en la Casa Blanca, y precisamente en ese momento político tan delicado?, ¡y por si fuera poco, todavía le ofrece su ayuda en la lucha contra las drogas como agente especial! Es verdad que cuando arrestamos a alguien incautamos toda clase de material: fílmico, escrito o fotográfico, desde álbumes familiares hasta películas caseras, uno nunca sabe, pero este filme en particular, Londres después de medianoche, no aparece en nuestros registros, lo acabo de verificar. De tenerlo seríamos los primeros en sacarlo a la luz, sería buena publicidad, ¿no lo cree? El FBI resuelve una de las desapariciones fílmicas más famosas del siglo xx. Sin embargo, por lo que me ha contado, Serling aún dudaba en tutearme, hay un par de pistas que podemos seguir. Tomó una tarjeta membretada y escribió algo en ella, para luego entregármela. Creo que la pista más sólida viene del prerregistro firmado que se realizó en 2002: Kandinsky puede ayudarlo. Extendió la tarjeta hasta mí, la tomé y guardé en la bolsa de mi traje sin mirarla. Gracias, respondí. Es un placer, Mc Kenzie, la vida no siempre nos da la oportunidad de hacer algo por quienes nos han ayudado. Mc Kenzie… Serling me detuvo cuando colocaba mi mano sobre la perilla. ¿Sí? Usted fue la última persona que conversó con el director Hoover… e hizo una pausa esperando un comentario de mi parte, que nunca llegó. ¿Se encontraba bien, es decir, no física, sino mentalmente? Sí, respondí, se encontraba todo lo bien que puede estar un director del FBI con cuarenta y ocho años en el puesto. Nunca encontraron sus archivos, ¿no es así? No respondí. ¿En verdad llevaba un archivo especial de todos aquellos a quienes consideraba importantes o peligrosos en potencia? Ya sabe lo que decían en el Buró, contesté, si algún día Dios pierde la memoria, sólo tiene que marcarle al director Hoover.

Fue la última vez que vi personalmente a Serling; con el tiempo llegó a ser director del FBI, y cuando el gran jurado le llamó a declarar sobre un caso relacionado con el tráfico de armas, un sorpresivo derrame cerebral le impidió dar su testimonio.

Kandinsky me recibió en su oficina un poco más tarde. Sin duda estaba al tanto del motivo de mi visita, pero aun así leyó la nota de Serling con detenimiento, como si se tratara de un criptograma que era preciso descifrar. Guardó silencio por unos segundos, mientras sus ojos me revisaban de arriba abajo, como lo haría una máquina de rayos X con un esqueleto. Luego rompió la nota en tres partes: una terminó en el triturador de documentos, otra fue rasgada nuevamente y lanzada al bote de basura de su oficina, mientras que la restante la metió en su saco. Así que usted es el hombre que busca un filme perdido, comentó mientras me escrutaba con curiosidad.

Trabajamos juntos un par de semanas, durante las cuales no hablamos de ningún asunto que no estuviera relacionado con la cinta. Dirigimos nuestras pesquisas en dos direcciones: averiguar quién había llenado el prerregistro, y buscar por el lado de los impuestos dónde localizar a Marie Coolidge-Rask, la escritora que realizó la versión novelada. Según me informó Kandinsky, la novelización de los filmes llegó a ser algo común en los inicios del cine: las encuadernaciones anunciaban en la portada a actores y directores, se transcribía el contenido de la mejor manera posible y la compañía productora le añadía un par de fotos del filme. Kandinsky estaba casi seguro de que una copia del filme debió serle proporcionada a Marie Coolidge-Rask, de manera que pudiera consultarla con frecuencia mientras realizaba su trabajo. Pero ni el departamento del IRS ni el Writers Guild of America tenían registros de Marie Coolidge-Rask. No era posible que el nombre hubiera sido el pseudónimo de otro escritor, ya que los registros de esos años se hacían de manera personal, pero aunque lo hubiera sido, la mayoría de los archivos que podrían brindar información estaban incompletos o desaparecidos. Entretanto, Kandinsky consiguió las grabaciones de la cámara de seguridad de un estacionamiento contiguo al edificio de derechos de autor, y luego de una labor de varias horas, conseguimos descartar a decenas de sospechosos y ubicar el momento exacto en que el hombre que llenó el prerregistro salió de la oficina. Desafortunadamente, un camión de mudanzas cruzó en ese preciso instante por la calle, obstruyó el ángulo de visión y nos impidió identificar un rostro a partir del cual hubiese sido posible iniciar la búsqueda. El resto del video únicamente mostraba la silueta de una espalda alejarse por la acera. Sentí una gran decepción, pero de golpe algo cambió. El hombre detuvo su marcha y se subió a un auto estacionado. Mediante una serie de acercamientos y ampliaciones fue posible apreciar los números de la placa, que correspondían a un vehículo vendido por un lote de autos usados con sede en Canadá. El comprador, un sujeto de nombre Gray Mc Guffin, había pagado en efectivo y había proporcionado un domicilio y una tarjeta de conducir falsos. Los canadienses son demasiado confiados. Con eso fue imposible seguir el rastro y nos encontramos frente a dos laberintos. Bueno, le dije, por el momento eso será todo. Kandinsky prometió seguir investigando, y en caso de que descubriera algo digno de interés se pondría en contacto conmigo, lo cual, yo estaba seguro, no sucedería.