Debí reconocer que el informe de Riley era exhaustivo y preciso. La mayoría de las cinetecas del mundo respondieron a sus múltiples solicitudes de información en los mismos términos: confirmando que el filme no se encontraba en sus archivos. Lo mismo ocurrió con cineclubes, universidades y colecciones privadas. Sin embargo, Riley sabía que la cinta podría encontrarse en el lugar más insospechado. Décadas antes, raras películas de Laurel y Hardy, habladas en español por los propios actores, aparecieron en el sótano de la biblioteca pública de Ratón, Nuevo México, y a mediados de los ochenta, una versión completa de La pasión de Juana de Arco, de Carl Dreyer, fue descubierta en los sótanos de un manicomio en Suecia. El número de copias existentes de Londres después de medianoche en 1927 no llegaba a más de cien, así que cotejé la lista de los cines que la exhibieron contra los recibos de los archivos: el saldo arrojaba que nueve no fueron devueltas a la MGM. De esas copias, tres desaparecieron en el incendio del mismo número de cines, con saldo de quince personas muertas: el nitrato seguía pasando factura, dos más nunca fueron devueltas por los cines Rialto y Excélsior debido a una queja del distribuidor, y del resto se desconocía su paradero, según se asentaba en los formatos de devoluciones. Coloqué los nombres de los cines Rialto y Excélsior en mi lista, consulté las direcciones y me di cuenta de que ni el número ni la calle de ambos habían cambiado desde 1927. Un par de llamadas telefónicas me regresaron a la realidad: el edificio que albergaba al Excélsior se había convertido en el moderno parque de diversiones Eureka, y el del Rialto era sólo un gran terreno baldío. Las siguientes semanas verifiqué los reestrenos del filme en los anuarios cinematográficos, pero esto resultó infructuoso; con la popularidad que obtuvo el cine sonoro los filmes mudos no encontraron lugar ni siquiera como complemento en los programas dobles de los cines de pueblo. A nivel internacional fue más difícil acceder a los registros, debido a que la MGM nunca fue muy clara sobre el número de filmes que enviaba al extranjero. Si exceptuamos Canadá y Europa, en el resto del mundo el estreno ocurrió un año después que en Estados Unidos; sin embargo, dos copias enviadas a Argentina y México jamás fueron devueltas. Me llevó varias semanas y el uso de muchos contactos averiguar lo que ocurrió en Argentina. Debido a una demanda judicial, los bienes de un poderoso empresario fueron embargados en su totalidad, entre los que se encontraba una cadena de cines. La orden surtió efecto sobre todos los objetos que se hallasen en las propiedades del empresario, por lo que las cintas que se exhibían en ese momento en los cines también fueron requisadas. Un par de meses después, según constaba en los archivos públicos de comercio, todas las propiedades y mercancías fueron rematadas. Desafortunadamente, los registros y recibos por dichas ventas se perdieron durante un traslado de expedientes por el cambio de edificio de las instalaciones del Registro de Comercio. En México tuvo lugar un extraño hecho que pasó desapercibido para Ackerman y Riley. Mientras revisaba una copia de los registros de la Cineteca Mexicana, me topé con una sección de cine mudo que incluía una serie de filmes con títulos muy extraños y de muchas partes del mundo, y centenares de cintas pendientes de clasificar. Pude tener acceso a esa lista por medio de un amigo de mis tiempos del FBI, que decidió hacer de ese país su lugar de retiro. En 1928 apareció en los registros un filme norteamericano con la duración aproximada de Londres después de medianoche, pero que sólo fue registrado con las iniciales «LDM». Seguramente este descuido burocrático provocó que la cineteca respondiera negativamente a la solicitud del filme hecha por Riley, ya que además de ser etiquetado con las iniciales, fue archivado erróneamente el año de su estreno en México, no el de su producción, sin tomar en cuenta que la cinta fue exhibida en ese país con el título de El hipnotista. En los años ochenta la política se encargó de jugar una mala pasada al filme. La Cineteca Mexicana, dirigida por la sobrina del entonces presidente del país, se encontró en riesgo de ser descubierta en un escandaloso fraude, ya que al parecer se usó a la dependencia para desviar recursos del gobierno hacia actividades no oficiales. Si bien eso en México no podía representar gran riesgo —todos en el Buró y en los círculos políticos de Estados Unidos sabemos que en esos países los presidentes tienen poder absoluto—, los implicados prefirieron acudir a la solución fácil: provocaron un incendio que acabó con las instalaciones, las oficinas y toda la documentación existente. Para evitar un mayor escándalo depositarían la totalidad de los filmes en una bodega preparada para tal efecto; sin embargo, debido a un error de coordinación y a la inasistencia de varios empleados, la sección de cine mudo fue pasada por alto y ninguno de estos filmes logró ponerse a salvo antes del incendio. Ahí acababa la pista mexicana.
Tampoco entre las posesiones de Tod Browning, Lon Chaney o Waldemar Young aparecieron copias del filme. No tuve suerte con los herederos del fotógrafo, ni con los parientes de las actrices Marceline Day o Polly Moran, entre otros participantes que jamás llegaron a alcanzar verdadera fama en el cine. El director Hoover siempre se mostró renuente a aceptar que cosas tales como los presentimientos, el olfato o las corazonadas fueran utilizadas por sus agentes en la resolución de casos. Siempre pensó que el proceso de investigación era como tejer poco a poco una red, y llegado el momento ajustarla sobre un problema específico. Una vez que dicha red entraba en acción, nada podía escapar a ella. Para entonces, toda mi oficina se hallaba invadida por copias de los expedientes que Riley me envió. Desde el comienzo, un fotograma del filme llamó mi atención. En él, Tod Browning se inclina para encender una linterna que Chaney sostiene; junto a ellos, una hermosa mujer de tez tan blanca como la nieve, túnica oscura y maquillaje negro, que le daba el aspecto de un mapache, los mira mientras junta las manos a la mitad del pecho. En el guión el personaje sólo aparece mencionado como la chica vampiro, y se indica que fue interpretado por Edna Tichenor. Según pude comprobar, su nombre había sido registrado con diferentes errores a lo largo de los años, de manera que Tichenor llegó a aparecer como Tischenor.
El edificio y las oficinas generales del Sindicato de Actores eran todo lo que se podía esperar en cuanto a eficiencia y modernidad. Antiguas fotografías de actores clásicos de todas las épocas contrastaban con escaleras eléctricas, elevadores y computadoras. Los empleados caminaban de un lado a otro sin dejar de hablar a través de diademas de comunicación o audífonos con micrófonos integrados. Allí dentro los actores eran mercancía, el activo a cuidar para que la empresa siga creciendo de manera saludable. La experiencia me llevó a buscar a uno de los empleados de mayor edad. Me hice pasar por un profesor universitario que escribía un libro sobre actrices desconocidas del cine mudo, entre ellas Edna Tichenor. El anciano se mostró interesado en ayudarme, feliz de que el cine mudo aún fuera tema de estudio. Por la misma razón, dije, deseo entrevistar a la familia, ver si hay objetos que le hayan pertenecido, usted sabe, hacerle un poco al detective. Sí, al detective, respondió. Se incorporó y desapareció tras una puerta de la que colgaba un letrero: SÓLO PERSONAL AUTORIZADO. Su escritorio bien podría llevarse el premio al empleado del año: documentos tan bien acomodados que ni los bordes de los papeles sobresalían de las carpetas, ninguna clase de fotografías personales o de hijos, sobrinos o nietos adornaban su lugar, incluso el bote de basura se encontraba limpio. Quince minutos después regresó y se sentó frente a mí. Miró en silencio el expediente, lo hojeó sin prisas, me observó nuevamente y continuó su lectura. Edna Tischenor, o Tichenor, la letra «S» aparece y desaparece a lo largo del documento, dijo, confirmando mis sospechas. Actuó en muy pocas películas, ¿verdad? Asentí. Su papel más famoso fue en Londres después de medianoche, informé. Sí, aquí aparece que el filme está reportado como perdido, por esa actuación sólo cobró el sueldo y una compensación especial. Hermosa, terminó por comentar, mostrándome una foto de orillas amarillentas. Miré el renglón del sueldo recibido por esa cinta y descubrí que estaba marcado con un asterisco y la letra «C». Entenderá que los registros no están actualizados, dijo, no hay fecha de defunción y salvo los datos de un familiar para enviarle las regalías, no hay nada más. ¿Qué significa esta letra «C»?, pregunté. Un pago en especie, contestó, la «C» significa «copia». Algunas veces, como parte del sueldo y para evadir impuestos, se les daba a los actores una copia del filme donde actuaban. Funcionaba con los actores principiantes, pero también con algunas estrellas del cine mudo, afirmó, señalando una foto enmarcada en la pared, Mary Pickford, la Novia de América, estipulaba en sus contratos que se le entregara un negativo de las cintas en las que actuaba. Nadie pensaba que el cine llegaría a ser un arte, para muchos era sólo un invento curioso, nada más. Muchos actores del cine mudo se desesperaron, hallaron un mejor empleo o regresaron a sus pueblos y jamás se volvió a saber de ellos. Algunos, muy seguramente como Edna Tichenor, volvieron a sus vidas normales tan sólo con una película bajo el brazo. No sería aventurado pensar que en algún momento le pidieron al proyeccionista del pueblo que la pusiera de nuevo, sólo para recordar, dijo, alejando el documento de mi vista. Le voy a apuntar la última dirección, agregó, mientras me entregaba un papel. Gracias, me incorporé, espero tener suerte. Caminé hasta la puerta y puse la mano en la perilla. Solicitaron el mismo expediente hace un mes, dijo, como quien se guarda lo mejor para el final. Di media vuelta y lo miré. Estuvo sentado en el mismo lugar que usted, conversó conmigo durante una hora en lo que mi asistente encontraba los documentos que le acabo de mostrar. Trataba de hacerse el simpático, agregó. ¿Lo reconocería si lo volviera a ver? ¿Notó algo raro en él? El viejo asintió: Sólo su acento, que era un poco afrancesado… y que nunca parpadeó durante todo el tiempo que estuvo aquí; lo sé porque no le quité la vista de encima. Me dio mala espina, ¿sabe?, era la clase de sujeto al que ni siquiera Dios le daría la espalda. ¿Dijo a qué se dedicaba? Sí, respondió el empleado, mirándome y articulando una cínica sonrisa, aseguró ser profesor universitario y estar preparando un libro sobre actrices desconocidas del cine mudo, pero ¿sabe?, creo que mentía.