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Después de la visita a Ackerman me propuse despersonalizar el caso al máximo, evitar todo contacto con los fanáticos perseguidores del filme y no interesarme por las variables románticas de la ecuación sino por los datos duros. A pesar de lo que Ackerman creyera, el principal error de un investigador consiste en tomar un caso como algo personal: nada está más cerca de llevarlo al fracaso. El director Hoover siempre nos advirtió: El éxito de toda investigación radica en lograr que el caso les pertenezca a ustedes, no ustedes al caso. En cuanto terminé de leer el informe de Riley decidí visitarlo, tal como sugirió Ackerman. Había algunos detalles en su reporte que atrajeron mi atención. La primera impresión que tuve al verlo fue la de estar en presencia de un músico de rock and roll de los setenta, al que la madurez y los años le han recortado el cabello y enfundado en un traje hecho a la medida con corbata de seda. No fueron necesarias las presentaciones: como ocurrió con Ackerman, cada quien había investigado previamente al otro. Philip Riley era reconocido a nivel mundial no sólo como uno de los más importantes arqueólogos de filmes perdidos, sino como una autoridad en cine de ciencia ficción y fantasía. Algunos de los más importantes descubrimientos de filmes y objetos de las películas de horror y ciencia ficción de principios del siglo xx se debían a él. Sus conocimientos sobre Lon Chaney, por poner un ejemplo, apenas eran igualados por los del mismo Ackerman y por Michael Blake, el biógrafo del famoso actor. Al contrario de lo que piensa Forrest, me dijo luego de estrecharme la mano, considero que su contratación es una pérdida de tiempo y dinero: no hará más que recorrer un camino de ida y vuelta por el cual he pasado durante décadas, siempre sin resultados alentadores. Mi opinión, y créame que no es fácil aceptarlo, es que el filme está irremediablemente perdido: las últimas copias debieron quemarse en el incendio de la famosa bóveda siete de la MGM, hace más de cuarenta años. Riley miró su reloj y me preguntó abruptamente: ¿De qué quiere hablar? Yo me puse a mis anchas en el sillón y le dije: De la única duda que tuve al leer su reporte: ¿por qué dice que la buena y la mala suerte juegan un papel en todo esto? Riley se rascó con insistencia el dorso de la diestra. Al fin encendió un cigarro y preguntó: ¿Es usted un hombre religioso, señor Mc Kenzie? ¿Considera que, como está escrito en la Biblia, los caminos del Señor son misteriosos?

En 1968, Henri Langlois llegó diez minutos antes de lo habitual a la Cineteca Francesa; como la puerta principal aún se encontraba cerrada decidió ingresar por la parte trasera del edificio, en donde se encontró a un grupo de empleados que lanzaban cajas a la basura. Algo, nómbrelo como quiera: «intuición», «sexto sentido», «corazonada» o «buena suerte», lo llevó a preguntar a uno de los trabajadores qué estaban haciendo. Éste le respondió que el jefe de mantenimiento necesitaba espacio en el sótano, por lo cual les ordenó deshacerse de todo aquello que estorbara. Si bien las cajas contenían en su mayor parte documentación inservible, enmohecida y prácticamente devorada por las ratas, un antiguo baúl sin cerradura exterior llamó la atención de Langlois. Los empleados reconocieron que en ningún momento trataron de abrirlo, ya que sus instrucciones consistían en tirar todos los objetos lo más rápido posible. Después de una minuciosa revisión, no logró encontrarse ningún tipo de cerradura ni mecanismo para poder abrirlo por lo que, siguiendo las órdenes de Langlois, forzaron uno de sus extremos. El baúl, finamente labrado en madera, aunque carcomido en ciertas partes por la polilla, constituía en sí mismo una pieza de colección. Una vez abierto, y después de sacar de su interior otros documentos sin valor, Langlois encontró varias latas para guardar películas, que no presentaban ningún tipo de información sobre el contenido. Langlois las agitó, y al sentir que había algo dentro decidió llevarlas a su oficina. Al abrir la primera una inoportuna ventisca provocó que una fina nube de polvo de nitrato le entrase por nariz y boca, lo que le provocó un fuerte acceso de tos y le dejó un molesto sabor en la lengua. Al poner a contraluz las cintas para buscar algún título o referencia sobre su contenido, comprendió que ese día no iba a ser como cualquier otro y el mal sabor desapareció. Esa fría mañana de noviembre Langlois se encontró con dos Lázaros en sus manos. No lo considere una exageración, ése es el nombre que le damos a los filmes perdidos cuando son encontrados. Después de más de cuarenta años, dos de los más extraños y fascinantes trabajos de Lon Chaney, The Unknown y Mockery, ambos de 1927, regresaban de las regiones oscuras del olvido, completos y en muy buen estado. Los empleados de mantenimiento terminaron por reconocer que llevaban más de cuatro semanas vaciando el sótano de la cineteca, sin preocuparse por verificar qué clase de objetos se iban a la basura. ¿Cuántos filmes que ahora buscamos pudieron encontrarse ahí? Nunca lo sabremos. Pero si esa mañana Langlois se hubiera levantado diez minutos más tarde, hubiera perdido el vagón del metro, u ordenado un café au lait en vez de un exprés, la historia del cine sería diferente. Intentamos obtener copias de las cintas a través de una petición formal a Langlois, pero sólo recibimos una nota escrita a mano: «Vaya usted al Louvre y pida la Mona Lisa prestada, a ver qué le contestan». Por desgracia, lo que le cuento no representa sino un triunfo aislado entre cientos de derrotas; los primeros filmes de Chaney, como The Tower of Lies, A Blind Bargain, The Big City, continúan perdidos, al igual que The Divine Woman, donde actúa Greta Garbo, de la que recientemente se encontró un rollo de nueve minutos en un archivo en Rusia. A mí me llevó más de diez años de abrir baúles en sótanos, de revisar pulgada por pulgada viejos almacenes llenos de ratas, pero finalmente logré encontrar el famoso estuche de maquillaje de Lon Chaney, el Hombre de las mil caras; y no sólo eso, sino que en su interior también descubrí dentaduras falsas de vampiro, viejos anteojos y los lentes de contacto que Chaney usó en West of Zanzibar. En esta y otras búsquedas aparecieron dos dinosaurios de The Lost World, el anillo que Boris Karloff usó en La momia, y fotografías perdidas de Island of Lost Souls; las cuales seguramente habrá observado en lo que queda del museo Ackerman. En otra ocasión, mientras miraba la filmación de New York, New York di una vuelta equivocada y en lugar de llegar al edificio Thalberg, terminé en las calderas de los estudios. Imagine mi sorpresa cuando me percaté de que un intendente con un trapeador que no dejaba de escurrir un líquido jabonoso portaba un antiguo sombrero de copa. Fue un golpe de suerte, señor Mc Kenzie, lo que me hizo reparar en ese objeto y luego pedírselo para observarlo mejor. En su interior tenía adherida la etiqueta del departamento de guardarropa del estudio con el nombre de Chaney y el número de producción. Le di mi Stetson y doscientos dólares a cambio, y así conseguimos el sombrero de copa que se usó en Londres después de medianoche. Tuve algunos golpes de suerte, no lo niego, pero sólo fueron eso, golpes, ningún nocaut efectivo. Una foto a sus espaldas retrataba a Ackerman y Riley como si fueran un par de cazadores que exhiben orgullosos la cabeza de su presa: el famoso sombrero de copa, que el viejo coleccionista sostiene en su mano, con una disimulada sonrisa de satisfacción.

Aunque había algo de verdad en sus palabras, tuve la impresión de que Riley estaba divagando, a fin de evitar el tema central. Así que le planteé mi segunda pregunta: Ackerman tiene la impresión de que usted ha continuado la investigación por sus propios medios. ¿Es verdad? Riley exploró por un instante la parte superior de su oficina, como si se esforzara por aprehender una zona de su memoria que se encontrara flotando: Mi último contacto con Londres después de medianoche ocurrió la mañana de Navidad hace dos meses. Fui a visitar a mi amigo Jim Earie, jefe del departamento de investigación de la biblioteca de la MGM, quien me recibió en compañía de un colega al que presentó como Robert Rodgers, y que estuvo en silencio la mayor parte de nuestra entrevista. Hay malas y regulares noticias, me dijo. Siento ser yo quien te lo diga, Philip, pero cuando se devolvió todo el material con soporte de nitrato a la casa Eastman-Kodak en los sesenta, ni la copia ni el negativo aparecieron. Eso, sumado al incendio en la bóveda número siete fueron el último clavo en el ataúd de la primera película americana de vampiros, o para ser más precisos, la estaca en el corazón: Londres después de medianoche fue oficialmente colocado en la lista de los filmes perdidos del cine, y el resto es una historia que nadie mejor que tú, que lo has buscado por décadas, conoce; siento no poder ofrecértelo como regalo de Navidad, pero está perdido, irremediablemente perdido. No hay filme ni negativos ni copias, sólo una versión novelada de la historia: cincuenta fotos de la producción que sobrevivieron al incendio de nuestra biblioteca en Nueva York, y lo poco que tú mismo has descubierto a lo largo de estos años. La versión novelada no es lo mismo, le dije, es una pena que no exista el guión. Ésa es la novedad, agregó Jim, y miró a su colega, que por fin abrió la boca: El guión no está registrado como Londres después de medianoche, pero lo hemos encontrado. Al igual que Langlois, hubo una ocasión en que Robert Rodgers se presentó por azar en el lugar y el momento adecuados: pocos días antes de que Jim me convocara, Rodgers verificaba el acervo del departamento, y cuando ya se iba oyó un ruido cerca de un viejo maletín, al que iluminó con su lámpara. Pensó que eran ratas, así que para evitar que dañaran el material lo abrió para inspeccionarlo. Encontró unos cuantos roedores recién nacidos, y una vez que se deshizo de ellos sacó los documentos mordisqueados que les sirvieron de nido. Entre ellos apareció un guión titulado El hipnotista, y que estuvo a punto de clasificar en un archivo, pero al hojearlo brevemente y encontrar en él los nombres de Browning y Chaney supo de inmediato de qué película se trataba. Yo no podía creer lo que oía: aunque revisamos centímetro a centímetro el sótano, el filme no apareció, continuó Rodgers. ¿Quieres consultar el guión? Debo advertirte que se encuentra en muy mal estado. Descendí con ambos por una serie de escalones de madera que crujían bajo nuestro peso y daban la impresión de estar a punto de venirse abajo en cualquier momento. Nos alumbramos con dos lámparas a lo largo del camino; pasamos junto a viejas escenografías, decorados, trajes y máscaras; monstruos, héroes y villanos que nos miraban en silencio, pequeños animales que se deslizaban de un rincón a otro. Llegamos hasta un escritorio y Rodgers jaló una de las gavetas, de donde sacó una caja metálica y alzó una de sus tapas. Entonces desdobló poco a poco un paño amarillento y oí el crujir de las hojas que se quebraban levemente. Aunque el guión se encontraba muy dañado, Jim me permitió instalarme en una oficina del edificio Thalberg para examinarlo con más detenimiento. Durante las siguientes semanas trabajé en un rompecabezas. Debí imaginar las palabras que faltaban donde los dientes de las ratas habían devorado el papel, localizar y ordenar párrafos completos que habían arrancado. Un par de semanas después, con la ayuda de los fotogramas existentes y de la versión novelada de Marie Coolidge-Rask, pude terminar la reconstrucción. Riley tomó un pequeño paquete que estuvo junto a él durante toda nuestra charla: Voy a entregarle una copia para usted y otra para Ackerman. En el momento en que iba a tomarla, Riley me agarró por el brazo: Una maldición parece perseguir a ese filme en particular, señor Mc Kenzie, afirmó con gravedad. Los sitios que lo han resguardado terminaron destruidos, y con ellos no sólo valiosas cintas sino seres humanos; en su lugar tendría cuidado, no sea que corra la misma suerte de aquellos que trataron de encontrarlo. A lo lejos comenzaron a oírse una serie de campanadas provenientes de una iglesia. El batir de alas de un ave pareció ocurrir a mis espaldas. Sentí una fría ventisca entrar por la ventana y estremecer mi cuello, pero Riley no pareció inmutarse. Intenté observar al ave por el reflejo del cristal de un cartel de cine pero no distinguí nada, a pesar de seguir oyéndola. Las campanadas continuaban una tras otra sin parar. Cuando di media vuelta el ave o lo que fuera había desaparecido. La velocidad de las campanadas pareció aumentar. En lo que a mí respecta, dijo Riley, la búsqueda de ese filme ha terminado, lamento informarle que en este momento empieza la suya, finalizó con seriedad, al tiempo que arrojaba sobre el escritorio un par de paquetes atados con cordeles. En ese preciso instante las campanas dejaron de sonar, y un puente silencioso que ninguno cruzaría se tendió entre nuestras miradas.