¿Hay algo en especial que usted añore, señor Mc Kenzie?, me preguntó Ackerman, sin esperar mi respuesta. Lo que nunca se tuvo se anhela, pero aquello que se tuvo y se perdió se añora. ¿Qué sentiría si algo que usted ha creado, o bien, que ha considerado como suyo, en lo que plasmó una parte de sí, desapareciera para siempre? La biblioteca de Alejandría, la crucifixión de Jesús, la caída de Constantinopla, ¿no le parece que cuando el último testigo de un gran momento en la historia muere, ese momento desaparece con él para siempre, y sólo nos sobreviven versiones distorsionadas de lo que en verdad ocurrió? Perdone que divague, pero debe entender que no está buscando un simple cacharro, una herramienta perdida, o el trineo infantil de un magnate moribundo. En algo tan simple como esto radica el éxito de su misión. De todos los filmes realizados durante la época del cine mudo, menos del quince por ciento sobrevivió hasta nuestros días. ¿No es acaso una pérdida tan grande como la de la biblioteca de Alejandría? Alfred Hitchcock, Laurel y Hardy, Von Stroheim, Griffith, Eisenstein: prácticamente ninguna gran estrella se salvó de la destrucción total o parcial de su obra; de Theda Bara, que en la década de 1910 fue tan famosa como Chaplin o Pickford, sólo se conservan tres de los cuarenta filmes que hizo; de los cincuenta y siete de Clara Bow veinte están definitivamente perdidos y cinco incompletos; de la actriz infantil Baby Peggy, que en 1923, a la edad de cinco años, ganaba un millón y medio de dólares anuales, sólo sobreviven algunos cortos y cuatro largometrajes. Imagino que su primera pregunta será por qué se pierden los filmes, por qué algo que fue apreciado por millones terminó por caer en un descuido tal que su propia existencia se vio comprometida. No voy a perder el tiempo, cada minuto que pasa es importante, sólo le mencionaré que el nitrato, aunque más económico, siempre fue altamente inestable: humano, demasiado humano si me permite la expresión, capaz de encenderse por cambios de temperatura, o descomponerse rápidamente por ligeros caprichos ambientales si no era debidamente protegido. Descomposición lenta o combustión espontánea podrían asentarse como causas en el certificado de defunción. Como la televisión aún no llegaba a las masas, muchos filmes mudos que no fueron transferidos a formatos seguros terminaron sepultados en bodegas insalubres, mohosas e inundadas; lo sé porque me sumergí en ellas durante años, a veces creo que demasiados. Con el interés de los espectadores por el cine hablado, los estudios concluyeron que después de su corrida comercial ningún filme mudo volvería a generar dinero, así que para tener espacio en sus instalaciones decidieron destruir todo el material fílmico de esa época, junto con la utilería y los fastuosos decorados: en algunos casos, los mismos empleados que tomaron parte en su creación fueron los encargados de lanzar todo aquello a la basura. El propio Georges Méliès, ilusionista, cineasta, padre del espectáculo cinematográfico, quemó sus casi quinientos filmes al quedar en bancarrota, pensando que ya nadie se interesaría en el cine. ¿No le parece macabro?, me dijo, como quien espera que la otra persona comparta sus sentimientos. ¿Por qué Londres después de medianoche resulta tan atrayente, por qué su manto mágico una vez que nos cubre lo hace para siempre? Lo ignoro, señor Mc Kenzie, algunos objetos tienen ese don, que algunos llaman maldición, de consumir años de nuestra vida en su búsqueda. Usted sabe a lo que me refiero, esa clase de inquietud, de insatisfacción por el caso no resuelto que todas las noches nos aborda momentos antes de dormir. Creo adivinar cuál será su siguiente pregunta porque me la hago en todo momento: ¿si el filme apareciera, no perdería su magia, su encanto de objeto perdido e inalcanzable? Es posible, pero sólo hay una manera de saberlo: encontrándolo. Para mí esta cinta es tan importante como Metrópolis, Casablanca, El acorazado Potemkin. Dígame: ¿no sería maravilloso encontrar una película perdida tan buena como Casablanca? Es cierto, a lo largo de los años el filme ha tenido sus detractores. «Una narrativa algo incoherente», lo llamó el New York Times días después de su estreno. «No agrega nada al prestigio actoral de Chaney ni tampoco incrementa su valor en taquilla», escribieron en Variety. Los críticos de cine William K. Everson y David Bradley, especialistas en la historia del cine mudo, aseguran que no es para nada una obra maestra: allá ellos, a pesar de que afirman haberla visto en los cincuenta, dudo que así haya sido. ¿Que la nueva versión del propio Browning, La marca del vampiro, con Bela Lugosi en el papel de Chaney, es mejor que nuestro filme perdido? No lo creo, pero claro, dirán que estoy senil y que considero la película como un recién fallecido a quien se le minimizan defectos y exaltan cualidades que nunca tuvo. Como el Yeti o el monstruo del Lago Ness, el filme tiene la extraña capacidad de reaparecer o fingir que lo hace cada cierto tiempo, como si buscara mantener vivo su recuerdo y su extraña atracción sobre nosotros, ¿no es así como se forman los mitos?, me sonrió Ackerman.
En 1987, durante la ceremonia de los premios Ann Radcliffe, de la Count Dracula Society, mientras cenábamos Robert Bloch, Vincent Price, Barbara Steele y Ray Bradbury, escuché golpear un cubierto contra una copa de cristal. Forrest, dijo Ray, como quien ha descubierto a un extraterrestre bajo su cama y se enorgullece de presentarlo, este joven a mi lado acaba de afirmar que vio Londres después de medianoche la semana pasada. Sentí que el cordón de la capa de Drácula me apretaba el cuello como un nudo punjab. ¿La de Lon Chaney? El joven asintió. Caminé hasta él y puse mi mano en su hombro, mis colmillos de utilería cayeron sobre su plato de sopa pero a nadie pareció importarle. Claro, señor Ackerman, en ese pequeño teatro, no recuerdo su nombre, el de la calle Ashbury, en San Francisco, pero eso fue la semana pasada. No sé por qué tanto asombro, me dijo. Se supone que hasta la última copia del filme está perdida, afirmé. Pues para estar extraviada se encuentra en muy buen estado. Me senté a su lado: ¿Era un filme mudo? Asintió. ¿Actuaba Lon Chaney? Asintió por segunda vez. ¿Con un sombrero de copa y unos dientes afilados, como de vampiro? ¿Usted también la vio?, preguntó. El joven había bebido demasiado, y al ver que atraía la atención de todos nosotros comenzó a jactarse de lo que sabía: Somos un grupo de amigos, amantes de las viejas películas, tenemos una asociación, bueno, si puede llamársele así, y nos reunimos una o dos veces al año para ver cierta clase de filmes. A medida que describía la historia yo no daba crédito a lo que escuchaba, era como si ese joven hubiera estado junto a mí en aquel cine, sesenta años antes; sus respuestas al resto de las preguntas que le hice fueron más que precisas: tenía que haber visto el filme, no había manera de que alguien inventara la totalidad del argumento, el estilo con que fueron filmadas las escenas, los momentos más intensos de la historia, ni la parte en la que Edna Tichenor, quiero decir Luna, la chica vampiro, suspendida en el techo, despliega amenazante sus alas en forma de telaraña; sin duda se trataba de Londres después de medianoche, aseguró Ackerman. El joven prometió ponerme en contacto con la misteriosa asociación, y brindamos por la inesperada buena fortuna. No sabe la cantidad de películas antiguas que tenemos, Forry, me dijo, ya entrado en confianza por la bebida, sobre todo rarezas del cine mudo que le sorprenderían, catálogos completos de compañías fílmicas que quebraron y ningún otro gran estudio absorbió, al decir esto se inclinó hacia delante, como quien va a revelar un secreto, es como tener su propia máquina del tiempo, me susurró. Un par de horas después, sin soltar su copa, el joven se puso de pie y caminó en dirección al baño. Mientras le miraba alejarse pensé en George Loane Tucker, el primer gran director de su tiempo, y de quien sólo se conservan un par de sus sesenta películas; en la versión completa de nueve horas de Codicia, la obra maestra de Von Stroheim; en el inmenso acervo que la Fox Films perdió en el incendio de 1935, en el debut de Greta Garbo en Norteamérica, o El Káiser: la bestia de Berlín, de 1918, el primer filme de propaganda bélica, filmado cuando aún la guerra continuaba; la lista en mi mente crecía y crecía. Había que celebrar, por lo que pedí al mesero sirviera otra copa de lo mismo que estaba bebiendo el joven. ¿Qué joven?, me preguntó. Me percaté de que seguía sin regresar del baño, por lo que fui a buscarlo. Para quien entrara al sanitario, la imagen debió ser más que curiosa: un viejo vestido de Drácula, buscando desesperadamente detrás de los inodoros; pero todo fue inútil: el lugar se encontraba vacío. Las ventanas estaban abiertas, pero nos hallábamos en el tercer piso; sin embargo, la puerta de incendios, a un costado, permitía salir sin ser visto. Regresé a la mesa y pregunté a los demás si habían visto al joven, pero se encontraban demasiado animados para reparar en su ausencia. Forry, parece que has perdido a tu extraterrestre, comentó Ray Bradbury, alzando su copa, mientras Barbara Steele, con sus expresivos ojos y largas pestañas, me dedicó una enigmática sonrisa. Bloch contaba su próxima novela a Vincent Price, quien elegante, vestido de etiqueta y sombrero de copa, le escuchaba con atención; Price lucía idéntico a su maniquí en silla de ruedas de House of Wax, que conservaba en mi colección. Como en un avistamiento extraterrestre, las evidencias habían desaparecido, ni siquiera la copa con sus huellas dactilares se encontraba en la mesa, y sólo quedaba el testimonio de un grupo de escritores, actores y fanáticos del cine de terror y ciencia ficción que habían bebido toda la noche. Tengo la certeza, enfatizó Ackerman, de que ese joven no mentía, y a medida que la conversación avanzaba cayó en la cuenta de su imprudencia, tras lo cual prefirió escapar. Pensé que pudo haber sido una broma, cada April Fool’s me llegan a casa invitaciones para ver la cinta en los más extraños lugares del país; pero en esa ocasión, todo me hizo pensar que estuve cerca de una pista importante. Luego de una noche sin dormir, continuó Ackerman, viajé a la mañana siguiente a San Francisco. Localicé el pequeño teatro de la calle Ashbury, en cuyo interior se ensayaba el performance de un hombre que se hacía llamar el Mexterminator; ninguna de las personas con penachos, trajes de mariachi y ropa de cuero negro sabían nada de la exhibición de la cinta; parecían más interesados en clavar diminutas agujas con las banderas de los países en el cuerpo desnudo de una bella mujer. Encontré en la basura algunos programas con el nombre de la cinta y los horarios de proyección. Por desgracia, la supuesta asociación no tenía otra forma de contacto que un apartado postal del que jamás recibí respuesta.
La historia no termina allí. En 1998, a petición del propietario del edificio, la policía tuvo que entrar en un negocio de videos y curiosidades conocido como The End. Las luces del local llevaban una semana encendidas sin actividad aparente en su interior, y los vecinos reportaban que un grupo de extraños sujetos acostumbraban llegar a altas horas de la noche a tocar la puerta como si quisieran derribarla. En el interior del local se encontraron decenas de videos arrojados a través de la rendija de la puerta, pero, salvo la caja registradora, que aún contenía seiscientos dólares, y unas quemaduras extrañas en la pared, allí no había nada fuera de lo común. Un mes después, mientras rompían una pared para instalar la imagen del payaso ese, el de las hamburguesas, apareció una caja que guardaba en su interior el catálogo de la tienda de video. En él, junto con otros títulos cuyos nombres no pude obtener, se encontraba escrito: «Londres después de medianoche». El propietario de The End, quien jamás fue encontrado, estuvo hace años bajo investigación federal, la policía tenía sospechas de su participación en una red de tráfico de videos prohibidos. Rumores sin confirmar lo señalaban como la persona que vendió la sesión grabada de la autopsia del presidente Kennedy a un coleccionista japonés, junto con una película casera aún más reveladora que la de Zapruder, y que no fue incluida en el informe de la Comisión Warren.
En los últimos treinta años hemos encontrado pistas importantes, pero todas nuestras pesquisas resultaron infructuosas. He mantenido una búsqueda metódica, casi científica, hasta donde me ha sido posible, y aunque reconozco que aún en la ciencia hay espacio para el azar, para la buena fortuna o las manzanas de Newton, mis esfuerzos han fracasado. Por eso no espero que levante una alfombra y mágicamente aparezca el filme, señor Mc Kenzie, ni que un sueño revelador le indique dónde encontrarlo. Aunque los registros de la MGM, el American Film Institute o la biblioteca del Congreso así lo manifiesten, me niego a aceptar que Londres después de medianoche se encuentra irremediablemente perdido. A mi entender un objeto se pierde cuando las últimas personas que lo recuerdan han fallecido, dijo, observando al vacío a través de la ventana. Yo lo he visto cada noche durante setenta y siete años, señor Mc Kenzie, y sólo en el momento en que muera o mi memoria termine de desvanecerse, la cinta habrá dejado de existir. Le doy la oportunidad de encontrar ese filme, señor Mc Kenzie, de rescatarlo de la muerte y regresarlo como a Lázaro al mundo de los vivos. Ackerman colocó un expediente de pastas negras en el pequeño oasis de su escritorio de tal forma que pudiera leer el título: Es el informe de nuestros avances, explicó; antes de empezar le recomiendo que visite a Philip J. Riley, encargado de nuestros archivos. Entonces la voz de una enfermera sonó por el interfón y dijo que era hora de tomar las medicinas. En ese instante Ackerman lució realmente cansado, pareciera que de repente los anillos hubieran perdido parte de su poder. El viejo se levantó con gran esfuerzo de la silla, como si su cuerpo sostuviera la pesada estructura de un viejo robot espacial, y se alejó sin decir palabra. ¿Quiere que lo ayude? No, gracias, respondió, tomaré el atajo. Pasamos a la habitación contigua y el viejo se dirigió hacia un pasillo hecho de paredes circulares, que, no me costó reconocerlo, sin duda perteneció a la escenografía de la serie televisiva «El túnel del tiempo». Las líneas espirales de color blanco y negro parecían engullirlo a medida que avanzaba hacia el centro de una cebra imaginaria. Antes de desaparecer, Ackerman se detuvo por un momento y volteó hacia mí: La diferencia entre aquellos que persiguen hombres de las nieves, unicornios o dragones y nosotros, señor Mc Kenzie, es que lo que estamos buscando en verdad existió: no es un rumor, un mito, ni un monstruo. Ackerman debió recargarse en un interruptor oculto, porque el lugar quedó sumido en la oscuridad, y cuando todo se iluminó de nuevo, parecía haberse perdido como Tony Newman y Douglas Phillips, en alguno de los infinitos laberintos del tiempo.