Capítulo 55

El dormitorio de Celaena seguía desordenado cuando Dorian apareció después del desayuno cargado con un montón de libros. Ella estaba frente a la cama, metiendo ropa en un bolsón de cuero. Ligera fue la primera en saludarlo, aunque el príncipe estaba seguro de que Celaena lo había oído acercarse por el pasillo.

La perra cojeó hacia él agitando la cola y Dorian dejó los libros en el escritorio antes de arrodillarse en la alfombra afelpada. Acarició la cabeza de Ligera con las dos manos, dejando que el animal lo lamiera y lo achuchara.

—La curandera ha dicho que se va a recuperar —dijo Celaena sin dejar de guardar ropa. Llevaba la mano izquierda vendada; una herida que Dorian no había advertido la noche anterior—. Hace unos minutos que se ha ido.

—Bien —repuso Dorian mientras se ponía en pie. Celaena llevaba túnica y pantalones gruesos, además de una capa abrigada. También calzaba unas botas recias, mucho más gastadas que las que solía llevar. Un atuendo de viaje—. ¿Pensabas marcharte sin decir adiós?

—Pensaba que así sería más fácil —reconoció ella.

Dentro de dos horas, zarparía hacia Wendlyn, tierra de mitos y monstruos, reino de sueños y pesadillas hechos realidad.

Dorian se acercó a ella.

—Este plan es una locura. No tienes que ir. Convenceremos a mi padre de que busque otra solución. Si te capturan en Wendlyn…

—No me capturarán.

—Nadie podrá ayudarte —prosiguió Dorian, posando una mano en el bolso—. Si te capturan, si te hacen daño, no tendremos modo de llegar hasta ti. Dependerás únicamente de ti misma.

—Todo irá bien.

—Nada irá bien. Cada día que pases allí, me estaré preguntando qué ha sido de ti. No dejaré de pensar en ti ni un momento.

La garganta de Celaena se movió, el único signo de emoción que se permitió demostrar. Luego miró a la perra, que los observaba desde la alfombra.

—¿Cuidarás…? —Dorian vio que volvía a tragar saliva antes de mirarlo a los ojos. El sol de la mañana se reflejaba en los cercos dorados—. ¿Cuidarás de ella mientras estoy fuera?

El príncipe tomó la mano de Celaena y se la apretó.

—Como si fuera mía. Incluso la dejaré dormir en mi cama.

Celaena esbozó una leve sonrisa y Dorian tuvo la sensación de que cualquier otro gesto de ternura haría pedazos su autocontrol. Señaló con la mano el montón de libros.

—Espero que no te importe. Necesitaba un sitio para guardarlos y creo que en tus aposentos estarán… más seguros que en los míos.

Ella miró hacia el escritorio pero, para alivio del príncipe, no se acercó a mirarlos. Los libros que Dorian había llevado solo servirían para provocar más preguntas. Eran genealogías, crónicas de la realeza, textos que pudieran explicar de dónde procedía su poder.

—Claro —se limitó a decir ella—. Creo que Los muertos vivientes sigue flotando por ahí. A lo mejor se alegra de tener compañía.

Dorian habría sonreído de no haber sabido que era la escalofriante verdad.

—Te dejo que hagas el equipaje tranquila. Tengo una reunión del consejo a la misma hora que zarpa tu barco —dijo el príncipe, haciendo esfuerzos por respirar. Era mentira. Y no muy buena. Sin embargo, no quería acompañarla al muelle, no sabiendo quién acudiría a verla partir—. Así pues… supongo que esto es la despedida —no sabía si se le permitía abrazarla, así que se metió las manos en los bolsillos y le sonrió—. Cuídate.

Celaena asintió apenas.

Solo eran amigos, y el príncipe sabía que los límites respecto al contacto físico habían cambiado, pero… Se dio la vuelta para que ella no leyera la decepción en su rostro.

Había dado dos pasos hacia la puerta cuando ella le habló, en un tono quedo y tenso.

—Gracias por todo lo que has hecho por mí, Dorian. Gracias por ser mi amigo. Por no ser como los demás.

Deteniéndose, Dorian se volvió para mirarla. Ella mantuvo la barbilla alta, pero le brillaban los ojos.

—Volveré —dijo Celaena en voz baja—. Volveré a buscarte.

Y él comprendió que no se lo estaba diciendo todo, que aquellas palabras ocultaban un sentido más trascendente.

En cualquier caso, Dorian la creyó.

Los muelles estaban atestados de pescadores, esclavos y trabajadores que metían y sacaban las cargas de los barcos. Hacía un día cálido y ventoso, el cielo estaba despejado y en el aire se adivinaba ya la primavera. Una jornada perfecta para navegar.

Celaena se quedó mirando el navío con el que haría la primera etapa de su viaje. Navegaría hasta un puerto determinado, donde un barco de Wendlyn acudiría para llevarse consigo a los refugiados que huían del imperio de Adarlan. Casi todas las mujeres que viajaban con ella ya estaban a bordo. Movió los dedos de la mano vendada y se encogió al notar el dolor sordo que irradiaba desde el centro de la palma.

Apenas había dormido la noche anterior. En cambio, se había pasado las horas abrazando a Ligera. Al despedirse de ella hacía un rato se había sentido como si le arrancasen un trozo de corazón, pero la perrita aún no se había recuperado lo suficiente como para arriesgarse a llevarla a Wendlyn.

No había querido ver a Chaol ni se había molestado en decirle adiós porque tenía tantas preguntas que formularle que prefería no preguntar nada. ¿Era consciente de que la empujaba a un callejón sin salida?

El capitán del barco gritó que zarparían en cinco minutos. Los pescadores se apresuraron a prepararlo todo para soltar amarras y surcar las aguas del Avery antes de salir al Gran Océano.

A Wendlyn.

Celaena tragó saliva. «Haz lo que tienes que hacer», le había dicho Elena. ¿Se refería a matar a la familia real o a otra cosa?

Una brisa salobre le agitó el cabello. Celaena echó a andar.

En aquel momento, alguien salió de entre las sombras de los edificios que bordeaban el puerto.

—Espera —dijo Chaol.

Celaena se quedó paralizada cuando vio al capitán de la guardia dirigirse hacia ella. Ni siquiera se movió cuando lo tuvo delante y alzó la vista hacia él.

—¿Entiendes por qué he hecho esto? —le preguntó con dulzura.

Ella asintió, pero dijo:

—Volveré.

—No —protestó él con mirada centelleante—. Tú…

—Escucha.

Tenía cinco minutos. No podía decirle la verdad en aquel preciso instante; no podía explicarle que el rey lo mataría si ella no volvía. Esa información sería fatal para él. Y aunque Chaol huyese, el rey había amenazado con matar a la familia de Nehemia también.

No obstante, sabía que el capitán trataba de protegerla. Y no podía dejarlo en la inopia. Porque si ella moría en Wendlyn, si llegaba a sucederle algo…

—Escucha atentamente lo que voy a decirte.

Chaol enarcó las cejas, pero Celaena no se concedió un instante para reconsiderar su decisión.

Resumiendo cuanto pudo, le habló de las llaves del Wyrd. Le explicó lo que eran las puertas del Wyrd y lo que le había revelado Piernasdoradas. Le informó de los papeles que había escondido en el sepulcro y del poema que describía la ubicación de las tres llaves. Luego le contó que el rey poseía una llave como mínimo. Y que habían encerrado a un ser espeluznante bajo la biblioteca. Y le dijo que nunca, bajo ningún concepto, abriera la puerta de las catacumbas. Y que muy posiblemente Roland y Kaltain estuvieran siendo utilizados como peones de un plan mortal.

Y cuando le hubo confesado aquella horrible verdad, se quitó el Ojo de Elena del cuello y se lo puso en la mano.

—No os lo quitéis nunca. Os protegerá de todo mal.

Pálido como un muerto, Chaol negaba con la cabeza.

—Celaena, no puedo…

—No te pido que vayas a buscar las llaves, pero alguien tiene que conocer su existencia. Alguien que no sea yo. Todas las pruebas están en el sepulcro.

Con la mano libre, Chaol tomó la de ella.

—Celaena…

—Escucha —repitió la chica—. Si no hubieras convencido al rey de que me enviara lejos, podríamos… haberlas buscado juntos. Pero ahora…

—Dos minutos —gritó el capitán.

Chaol se limitaba a mirarla con tal expresión de miedo y dolor que Celaena no pudo seguir hablando.

Y entonces hizo lo más audaz que había hecho jamás. Se puso de puntillas y le susurró las palabras al oído.

Las palabras que le ayudarían a comprender por qué aquello era tan importante para ella, y a qué se refería al decir que volvería. Y él la odiaría siempre por ello, una vez que comprendiera.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Chaol.

Celaena sonrió con tristeza.

—Ya lo averiguarás. Y cuando lo hagas… —Celaena negó con la cabeza, sabiendo que debía callar, pero decidida a hablar de todos modos—. Cuando lo hagas, quiero que recuerdes que eso para mí no cambia nada. No cambió nada cuando lo comprendí. Te habría escogido de todos modos. Siempre te escogeré.

—Por favor… Por favor, dime qué significa.

Pero no había tiempo, así que Celaena volvió a hacer un gesto de negación y retrocedió.

Chaol dio un paso hacia ella. Uno solo, y luego declaró:

—Te quiero.

Ella ahogó el sollozo que pugnaba por salir de su garganta.

—Perdóname —repuso ella, con la esperanza de que él recordara aquellas palabras más tarde… cuando lo hubiera averiguado todo.

Celaena reunió las fuerzas necesarias para ponerse en marcha. Inspiró profundamente. Y mirando a Chaol por última vez, recorrió la pasarela. Sin prestar atención a los demás pasajeros, dejó el bolsón en el suelo y se asomó a la barandilla. Allí estaba Chaol, plantado en el muelle, junto a la pasarela, que ya estaban retirando.

El capitán del barco dio la orden de zarpar. A toda prisa, los marineros soltaron amarras y ataron maromas. El barco cabeceó. Celaena aferraba la barandilla con tanta fuerza que le dolían las manos.

El navío se movió. Y Chaol —el hombre al que amaba y odiaba hasta tal punto que apenas podía pensar en su presencia— seguía allí, viéndola partir.

La corriente atrapó el barco y la ciudad empezó a alejarse. La brisa marina le acariciaba el cuello, pero ella no dejó de mirar a Chaol. Siguió mirando en su dirección hasta que el castillo se convirtió en una mancha brillante a lo lejos. Siguió mirando hasta que no hubo nada más que reluciente mar a su alrededor. Siguió mirando hasta que el sol se hundió en el horizonte y un puñado de estrellas apareció en el cielo.

Solo cuando se le cerraron los ojos y se tambaleó, dejó de mirar en dirección a Chaol.

El aroma a salitre inundaba sus fosas nasales, totalmente distinto al olor a sal de Endovier, y un viento vivificante le revolvió el cabello.

Tomó aire y Celaena Sardothien dio la espalda a Adarlan, rumbo a Wendlyn.