Capítulo 54

Cuando la reunión del consejo hubo concluido, Chaol evitó la mirada de su padre, que con tanta cautela lo había observado mientras presentaba sus planes al rey, y también la de Dorian, cuya sensación de agravio se hacía más y más patente conforme avanzaba la reunión. Intentó escabullirse a toda prisa, pero no se sorprendió cuando una mano en el hombro se lo impidió.

—¿Wendlyn? —gruñó Dorian.

Chaol adoptó una expresión inescrutable.

—Si es capaz de abrir un portal como lo hizo ayer por la noche, creo que debe abandonar el castillo por un tiempo. Por el bien de todos.

Dorian no podía saber la verdad.

—Nunca te perdonará que la envíes a desmantelar todo un país. Y delante de todo el mundo, haciendo de ello un espectáculo. ¿Te has vuelto loco?

—Me da igual si me perdona o no. Y no quiero tener que preocuparme por si hordas del Más Allá empiezan a invadir el castillo solo porque echa de menos a su amiga.

Chaol detestaba decir tantas mentiras, pero Dorian, con los ojos brillantes de rabia, se las tragó. Aquel era el segundo sacrificio que se veía obligado a hacer, pues si Dorian no lo odiaba, si no quería que se marchara, le costaría mucho más dejar el castillo para volver a Anielle.

—Si algo malo le pasa en Wendlyn —gruñó Dorian sin soltarle el hombro—, haré que te arrepientas de haber nacido.

Chaol estaba seguro de que, si a Celaena le pasaba algo malo, se arrepentiría de haber nacido sin necesidad de ayuda.

Sin embargo, se limitó a decir:

—Uno de los dos debe empezar a tomar decisiones, Dorian.

Y se marchó a toda prisa.

El príncipe no lo siguió.

Al romper el alba, Celaena se dirigió a la tumba de Nehemia. Las últimas nieves invernales se habían derretido ya y la tierra estaba encharcada y oscura, lista para la primavera.

Dentro de pocas horas, estaría en alta mar.

Celaena cayó de rodillas y agachó la cabeza ante la tumba.

A continuación, pronunció todo aquello que había querido decirle a Nehemia la noche anterior, las palabras que debería haber pronunciado desde el principio. Verdades que no cambiarían, fuera cual fuese la realidad acerca de la muerte de Nehemia.

—Quiero que sepas —susurró Celaena al viento, a la tierra, al cuerpo que yacía debajo— que tenías razón. Tenías razón. Soy una cobarde. Llevo tanto tiempo huyendo que he olvidado lo que significa plantar cara.

Se inclinó aún más, hasta apoyar la frente en el suelo.

—Pero te prometo —musitó contra la tierra—, te prometo que lo detendré. Te prometo que nunca olvidaré y nunca perdonaré lo que te hizo. Prometo liberar Eyllwe. Prometo que me encargaré de que la corona de tu padre vuelva a ocupar el lugar que le corresponde.

Celaena se levantó y, sacándose una daga del bolsillo, se pasó el filo por la palma. La sangre, de un rojo rubí contra el alba dorada, resbaló por su mano antes de que la palma se posara en el suelo.

—Lo prometo —volvió a susurrar—. Prometo por mi nombre, por mi vida, que, aunque me cueste mi último aliento, veré la liberación de Eyllwe.

Dejó que la sangre empapara la tierra, rogándole que llevara aquel juramento al Más Allá, donde Nehemia descansaba por fin en paz. A partir de aquel instante, no se guiaría por ningún otro juramento, no respetaría ningún otro contrato, no se debería a ninguna obligación salvo aquella. No hay olvido, no hay perdón.

Y no sabía cómo lo haría ni cuánto tiempo tardaría, pero cumpliría su promesa.

Porque Nehemia no podía.

Porque había llegado la hora.