Aunque los sentidos mágicos de Celaena se habían extinguido, creyó oler, mientras se dirigía hacia el túnel de las cloacas, el agua de colonia del cortesano e incluso la sangre que lo empapaba.
Archer lo había destruido todo. Había mandado asesinar a Nehemia, las había manipulado a las dos, y había utilizado la muerte de la princesa para abrir una brecha entre Chaol y ella, todo en el nombre de la venganza y el poder.
Lo haría pedazos. Muy despacio.
Sé quién eres, había dicho él. Celaena ignoraba qué le había contado Arobynn al cortesano acerca de sus ancestros, pero Archer no tenía ni idea de la oscuridad que moraba en el interior de la asesina, de la clase de monstruo en el que podía convertirse con el fin de hacer justicia.
Algo más adelante, alguien maldecía entre dientes mientras golpeaba algo metálico. Para cuando llegó al túnel de la alcantarilla, Celaena ya sabía lo que había pasado. La compuerta estaba cerrada, y los intentos de Archer de abrirla habían fracasado. Puede que los dioses sí atendieran a sus plegarias de vez en cuando. Sonriendo, Celaena sacó sus dos dagas.
Cruzó la arcada, pero el pasaje estaba vacío a ambos lados de la corriente. Se acercó al borde del paso y escudriñó el agua, preguntándose si Archer habría intentado bucear para cruzar la compuerta por debajo.
Notó su presencia un instante después de que él la atacara por la espalda.
Celaena rechazó la espada del cortesano alzando ambas dagas por encima de la cabeza y saltó hacia atrás para tener tiempo de sopesar la situación. Archer se había entrenado con los asesinos… y a juzgar por los mandobles que asestaba sin descanso, había sacado partido a las lecciones.
Celaena estaba agotada. Archer, en cambio, se hallaba en plena forma, y cada uno de sus golpes hacía temblar los brazos de la asesina.
El hombre le entró a la garganta, pero ella se agachó, buscando al mismo tiempo su costado. Rápido como el rayo, Archer saltó para evitar que lo destripara.
—La asesiné por nuestro bien —jadeó Archer mientras buscaba algún punto débil, algún descuido en la defensa de Celaena—. Nos habría buscado la ruina. Y ahora que sabes abrir portales sin las llaves, piensa en lo que podríamos lograr. Piensa, Celaena. Las grandes causas requieren sacrificios. Nehemia, de no haber muerto, nos habría destruido. Tenemos que alzarnos contra el rey.
Ella hizo una finta a la izquierda, pero Archer rechazó el ataque. Celaena gruñó:
—Prefiero vivir a su sombra que en un mundo gobernado por hombres como tú. Y cuando acabe contigo, encontraré a tus amigos y les devolveré el favor.
—Ellos no saben nada. No saben lo que yo sé —repuso Archer, que burlaba todos los ataques con enloquecedora facilidad—. Nehemia nos ocultaba algo más. No quería implicarte, y en su día pensé que lo hacía porque no quería compartirte con nosotros. Ahora, sin embargo, me pregunto por qué lo hizo en realidad. ¿Qué más sabía?
Celaena rio entre dientes.
—Eres un necio si crees que te voy a ayudar.
—Bueno, cambiarás de idea en cuanto mis hombres se pongan a trabajar contigo. Rourke Farran era uno de mis clientes. Antes de su muerte, claro. Recuerdas a Rourke Farran, ¿verdad? Sentía predilección por el dolor ajeno. Me dijo que jamás se había divertido tanto como cuando torturó a Sam Cortland.
Una súbita sed de sangre cegó a Celaena, que de repente era incapaz de recordar su propio nombre.
Archer finteó hacia el río para acorralarla contra la pared, donde planeaba empalarla con la espada. Celaena, sin embargo, conocía aquel movimiento; se lo había enseñado ella misma hacía años. Así que cuando él golpeó, la asesina esquivó por debajo la defensa de su contrincante y le estampó el pomo de la espada contra la mandíbula.
Archer cayó a plomo. Su espada aún tintineaba contra el suelo cuando Celaena saltó sobre él y le puso una daga en la garganta.
—Por favor —suplicó Archer con voz ronca.
Ella le hundió un poco más la hoja en la piel, preguntándose cómo alargar el momento.
—Por favor —volvió a suplicar él, respirando entrecortadamente—. Todo ha sido en nombre de la libertad. De nuestra libertad. Vamos en el mismo barco.
Bastaría un giro de muñeca para degollarlo. ¿O debería quizá desmembrarlo, como había hecho con Tumba? También podía infligirle las mismas heridas que el asesino le habían provocado a Nehemia. Celaena sonrió.
—No eres una asesina —susurró Archer.
—Oh, ya lo creo que sí —repuso ella. La luz de la antorcha se reflejaba en la daga mientras Celaena meditaba qué hacer con él.
—Nehemia no lo habría querido. No habría querido que lo hicieras.
Y aunque Celaena sabía que no debía escuchar, las palabras dieron en el blanco.
No dejéis que se extinga esa luz.
En la oscuridad que se había apoderado de su alma no latía ya ninguna luz. Ninguna, salvo una chispa, una minúscula llama que se debilitaba por momentos. Quienquiera que fuera Celaena en aquel instante, Nehemia sabía lo mucho que había menguado la llama.
No dejéis que se extinga esa luz.
Celaena notó que la tensión cedía en su cuerpo, pero no despegó la daga de la garganta de Archer hasta haberse puesto en pie.
—Esta misma noche vas a abandonar Rifthold —le ordenó—. Tú y todos tus amigos.
—Gracias —jadeó Archer, poniéndose en pie.
—Si al rayar el alba sigues en la ciudad —le aseguró Celaena mientras le daba la espalda para caminar de vuelta túnel—, te mataré.
Suficiente. Era suficiente.
—Gracias —volvió a decir Archer.
Ella siguió andando, atenta a cualquier movimiento a su espalda.
—Sabía que eras una buena mujer —concluyó él.
Celaena se detuvo en seco. Dio media vuelta.
Atisbó un destello de victoria en los ojos del cortesano. Pensaba que se había salido con la suya. Que había vuelto a manipularla. Paso a paso, desanduvo el camino con la calma de un depredador.
Se detuvo junto a Archer, tan cerca como para besarlo. El cortesano esbozó una sonrisa insegura.
—No, no lo soy —replicó Celaena. A continuación se movió, tan deprisa que él no tuvo la más mínima oportunidad.
Archer abrió unos ojos como platos cuando la asesina le hundió la daga y se la empujó hasta el corazón.
El hombre se desplomó en sus brazos. Celaena le acercó los labios al oído y, sosteniéndolo con una mano mientras con la otra retorcía la daga, susurró:
—Pero Nehemia sí lo era.