Capítulo 50

Celaena supo que el cambio se había producido por el horrible dolor que se adueñó de su cuerpo. Cuando sus rasgos rompieron la contención, se sintió como si un rayo la partiera en dos. El demonio la embistió, y ella se lanzó de cabeza al pozo de poder que de repente inundaba su ser.

La magia, implacable y salvaje, estalló a su alrededor y golpeó a la criatura, que salió volando. Llamas… Años atrás, su poder siempre se había manifestado en forma de fuego.

Percibía todos los olores, las imágenes se perfilaban nítidas. Sus sentidos amplificados le decían que aquel mundo estaba maldito y que debía salir de allí cuanto antes.

Pero no podía marcharse. Primero tenía que poner a salvo a Chaol y a Ligera.

Cuando el demonio volvió a incorporarse, Celaena le salió al paso para evitar que se acercase a ellos. El ser la olisqueó y se acuclilló.

Celaena esgrimió a la espada y bramó su desafío.

Varios aullidos se elevaron entre la niebla. El demonio que tenía delante se unió al grito.

Celaena miró a Chaol, que seguía agachado junto a Ligera, y le enseñó los dientes, unos afilados caninos que destellaron a la luz grisácea.

El capitán la miraba fijamente. Celaena olió su terror y su profundo respeto. Olfateó su sangre, tan humana y vulgar. La magia se multiplicaba en su interior, ancestral, incontrolable y ardiente.

—Corre —gruñó, en tono más de súplica que de orden, porque la magia tenía vida propia y quería salir, y Celaena se sentía tan proclive a lastimarlo a él como a la criatura. Porque el portal podía cerrarse en cualquier momento y cuando lo hiciera los dejaría allí encerrados para siempre.

No aguardó a comprobar si Chaol la obedecía. El demonio echó a correr hacia ella, un jirón de carne blanca y marchita. Saliéndole al encuentro, Celaena le lanzó su poder inmortal como un puñetazo fantasma. Una explosión de fuego azul voló hacia el ser, pero el ente la esquivó, y también la siguiente, y la otra.

Celaena blandió su poderosa espada, y la criatura se agachó antes de retroceder unos cuantos pasos. Los rugidos que resonaban a lo lejos se aproximaban por momentos.

Algunas piedras sueltas rodaron a su espalda; Chaol estaba a punto de alcanzar la salida.

El demonio se puso a andar de un lado a otro. Al cabo de un momento, el ruido de piedras cesó. Eso significaba que Chaol había regresado al pasillo. Debía de haberse llevado a Ligera consigo. Estaba a salvo. A salvo.

El ser era muy rápido, muy inteligente. Y fuerte, pese a sus miembros desgarbados.

Y otros como él acudían en su ayuda. Si varios demonios cruzaban el umbral antes de que se cerrase…

La magia volvía a acumularse en su interior, un caudal aún más fuerte, más profundo. Calculando la distancia que la separaba del engendro, Celaena retrocedió hacia el portal.

Apenas poseía control sobre su propia energía, pero tenía una espada; un arma sagrada forjada por las mismas hadas, capaz de resistir la magia. Un canal.

Sin concederse un instante para meditar lo que hacía, Celaena vertió todo aquel poder salvaje en la espada dorada. Los bordes del metal se difuminaron cuando la hoja brilló incandescente.

La criatura se crispó, como si adivinara lo que ella se proponía hacer cuando alzó la espada por encima de la cabeza. Con un grito de guerra que resonó entre la niebla, Celaena hundió a Damaris en la tierra.

El suelo crujió a los pies del demonio y una ardiente telaraña de fisuras y grietas se extendió a su alrededor.

Acto seguido, la tierra que separaba al ser de Celaena empezó a desplomarse, palmo a palmo. La criatura echó a correr. Pronto, Celaena se quedó plantada en el pequeño borde de tierra que asomaba del portal abierto. Mientras tanto, un abismo cada vez más profundo se abría ante ella.

Celaena arrancó la espada de aquella tierra resquebrajada. Tenía que salir de allí. Ya mismo. Pero antes de que pudiera alcanzar el portal, antes de que se moviera siquiera, la magia la sacudió, tan violentamente que cayó de rodillas. El dolor estalló en su interior y Celaena recuperó su cuerpo torpe, frágil y mortal.

Notó que unas fuertes manos, unas manos que conocía bien, la agarraban por debajo de los hombros para arrastrarla por el umbral de vuelta a Erilea, donde la magia se apagó como una vela.

Dorian llegó justo a tiempo de ver a Chaol traspasar el portal con Celaena. Ella estaba consciente, pero parecía un peso muerto en los brazos del capitán, que la arrastraba por la tierra. En cuanto cruzaron el borde, la soltó como si quemase, y Celaena cayó tendida en las losas del suelo, jadeando.

¿Qué había pasado? Dorian había atisbado un mundo rocoso más allá del umbral y ahora… ahora no quedaba nada salvo un pequeño saliente y un enorme cráter. La pálida criatura había desaparecido.

Celaena se incorporó sobre los codos, casi sin fuerzas. Dorian se acercó a ellos, aunque le dolía horriblemente la cabeza. Recordaba haberse llevado a la chica de allí y de repente… ella lo había atacado. ¿Por qué?

—Ciérralo —le decía Chaol. Tan pálido y ensangrentado, tenía un aspecto tétrico—. Ciérralo.

—No puedo —musitó Celaena.

Dorian se agarró a la pared para no caer de rodillas como consecuencia del insoportable dolor. Se acercó como pudo hasta ellos, que seguían al borde del portal. Ligera acariciaba a su dueña con el hocico.

—Si no lo cierras, saldrán —jadeó Chaol.

Algo iba muy mal entre ellos, comprendió el príncipe. Una enorme distancia los separaba. Chaol no la tocaba, no la ayudaba a levantarse.

Al otro lado del umbral, el rugido aumentó de volumen. Antes o después, aquellos seres encontrarían la manera de cruzar.

—Estoy exhausta; no tengo modo de cerrar esa puerta… —dijo Celaena con un rictus de dolor. Alzó la mirada hacia Dorian—. Pero vos sí.

Celaena vio de reojo que Chaol se volvía a mirar a Dorian rápidamente. Como pudo, la asesina se puso en pie. Ligera, que había vuelto a interponerse entre el portal y su dueña, gruñía por lo bajo.

—Ayudadme —susurró Celaena al príncipe. Poco a poco, parecía recuperar las fuerzas.

Sin mirar a Chaol, Dorian dio un paso adelante.

—¿Qué debo hacer?

—Necesito vuestra sangre. Yo haré el resto. Al menos, eso espero —Chaol se dispuso a objetar, pero Celaena le dirigió una sonrisa leve y amarga—. No temáis. Solo será un corte en el brazo.

Tras envainar su espada, Dorian se arremangó la camisa y sacó una daga. La sangre manó del corte al momento, abundante y encendida.

Chaol gruñó:

—¿Dónde aprendiste a abrir portales?

—Encontré un libro —dijo Celaena. Era verdad—. Quería hablar con Nehemia.

Se hizo un silencio, compasivo y horrorizado.

Ella se apresuró a añadir:

—Creo que cambié un símbolo sin querer —señaló la marca del Wyrd que había emborronado, la que se había redibujado sola—. Abrí el portal equivocado. Pero creo que podré cerrar la puerta… con suerte.

No les dijo que había muchas posibilidades de que el conjuro no funcionase. Por desgracia, como Archer se había llevado Los muertos vivientes consigo y puesto que no había más libros en aquella cámara, tendría que apañarse con el sortilegio de clausura que había usado en la puerta de la biblioteca. Ni en sueños iba a dejar aquel portal abierto o a permitir que uno de ellos se quedara de guardia. La entrada acabaría cerrándose por sí sola, pero Celaena no sabía cuándo. Más criaturas como aquella podían cruzar el umbral en cualquier momento. Así que lo intentaría, porque no tenía más opción. Si no funcionaba, ya pensaría alguna otra cosa.

Funcionará, se dijo.

Dorian posó una mano cálida y tranquilizadora en la espalda de Celaena cuando ella se dispuso a usar la sangre del príncipe a modo de tinta. La asesina no se había dado cuenta de lo frías que tenía las manos hasta que el ardiente líquido le caldeó los dedos. Una a una, fue dibujando las marcas de clausura sobre los símbolos luminiscentes. Dorian no la soltaba; se limitaba a acercarse un poco más cuando ella flaqueaba. Chaol guardaba silencio.

Se le doblaban las rodillas, pero Celaena consiguió cubrir todos los símbolos con la sangre de Dorian. Los últimos vestigios de un rugido resonaron desde el mundo maldito cuando la marca final se iluminó. Niebla, roca y abismos se oscurecieron hasta convertirse otra vez en piedra de la pared.

Celaena se concentró en respirar acompasadamente. Si seguía respirando, el mundo no se haría pedazos.

Dorian dejó caer el brazo y, exhalando un suspiro, soltó a Celaena por fin.

—Vamos —ordenó Chaol al tiempo que tomaba en brazos a Ligera, que gimió de dolor y le lanzó un gruñido de advertencia.

—Creo que todos necesitamos beber algo —dijo Dorian con voz queda— y unas cuantas explicaciones.

Celaena, por su parte, se volvió a mirar el pasillo por el que había huido Archer. ¿Hacía solo unos minutos de aquello? Se le antojaba toda una vida.

Ahora bien, si únicamente habían transcurrido unos minutos… Le falló la respiración. Que ella supiera, en los túneles no había más que una salida del castillo, y estaba segura de que era esa la que Archer había empleado. El cortesano había escapado. Después de lo que le había hecho a Nehemia, después de llevarse el libro y abandonarlos a merced de aquel demonio… Su vieja amiga la ira reemplazó al agotamiento; una rabia que lo inundó todo, igual que Archer había destruido todo cuanto ella amaba.

Chaol se interpuso en su camino.

—Ni se te ocurra…

Resollando, Celaena envainó a Damaris.

—Es mío.

Antes de que Chaol se lo pudiera impedir, salió volando escaleras abajo.