No recordaba nada de lo sucedido tras los dos primeros mandobles de espada, solo haber visto a Ligera lanzarse sobre la criatura. La imagen la había distraído un instante, lo justo para que el monstruo burlara su defensa. La había agarrado del pelo con aquellos dedos largos y blancuzcos para estamparle la cabeza contra el muro.
Luego, oscuridad.
Se preguntó si habría muerto y habría despertado en el infierno cuando, con la cabeza a punto de estallar, había abierto los ojos y había visto a Chaol tratando de acorralar al pálido demonio, ambos manchados de sangre. Y luego había notado unas manos frías en la cabeza, en el cuello, y había visto a Dorian, que, acurrucado junto a ella, le decía:
—Celaena.
Se levantó con esfuerzo y el dolor de cabeza empeoró. Tenía que ayudar a Chaol. Tenía que…
Oyó un desgarrón de tela y un grito de dolor. Miró a Chaol, que se llevaba la mano a la herida del hombro provocada por aquellas uñas partidas y repugnantes. El monstruo rugió y la baba brilló en su atrofiada mandíbula antes de que volviera a abalanzarse contra el capitán de la guardia.
Celaena intentó moverse, pero le faltó rapidez.
A Dorian, en cambio, no.
Algo invisible golpeó al demonio, que salió volando y se estrelló contra la pared. Dioses. Dorian no solo tenía poderes mágicos. Poseía magia en estado puro. La más rara y letal. Un poder esencial, capaz de adoptar cualquier forma que su poseedor deseara. El ser se desplomó, pero se recuperó al instante y avanzó hacia ellos como un torbellino. Dorian se quedó donde estaba, con la mano tendida.
Los ojos lechosos los miraban ahora con hambre animal.
Celaena oyó que la tierra rocosa del otro lado del portal crujía bajo varios pares de pies descalzos y pálidos. El cántico de Archer aumentó de intensidad.
Chaol volvió a atacar al engendro, pero el ser rechazó la espada con sus largos dedos y obligó al capitán a retroceder.
—Tenemos que encerrarlo. El portal acabará por cerrarse solo, pero… cuanto más tiempo permanezca abierto, mayor es el peligro de que lo crucen otros como él.
—¿Y cómo?
—No… No lo sé, yo… —le dolía tanto la cabeza que las piernas apenas la sostenían. Pero se volvió hacia Archer, que seguía junto a la pared de enfrente, al otro lado de la criatura—. Dame el libro.
Chaol hirió al demonio en el vientre con un golpe rápido y certero, pero no lo debilitó. Aun desde donde estaba, a varios metros de distancia, Celaena percibió el hedor de la sangre oscura.
Celaena observó a Archer, que los miraba con ojos desorbitados, asustado más allá de lo concebible. De repente, el cortesano echó a correr por el pasillo llevándose el libro —y cualquier esperanza de cerrar el portal— con él.
Dorian no fue tan raudo como para impedir que el atractivo cortesano huyera con el libro, y tampoco se atrevió; el demonio se interponía entre ambos. Celaena, con una gran herida en la frente, hizo amago de alcanzarlo, pero el otro ya había escapado. Los ojos de la asesina volvían una y otra vez a Chaol, que mantenía al monstruo distraído. Dorian supo sin que nadie se lo dijera que Celaena no quería dejar allí al capitán.
—Yo iré… —empezó a decir Dorian.
—No. Ese hombre es peligroso y los túneles son un laberinto —jadeó Celaena. Chaol y el engendro se cercaban mutuamente, el demonio retrocediendo poco a poco hacia el portal de entrada—. No puedo cerrarlo sin ese libro —gimió—. Hay más libros arriba, pero…
—Entonces, escaparemos —musitó Dorian, agarrándola por el codo—. Escaparemos y buscaremos uno de esos libros.
Dorian la arrastró, sin atreverse a despegar los ojos de Chaol o del monstruo. Celaena se tambaleó. La herida de su cabeza debía de ser tan grave como parecía. Algo brillaba en su garganta; el amuleto, que según ella solo era una «réplica barata», resplandecía como una minúscula estrella azul.
—Marchaos —les dijo Chaol, sin apartar la mirada del ser que lo acechaba—. Ahora.
Ella se tambaleó en dirección al capitán, pero Dorian tiró de ella.
—No —consiguió decir Celaena, pero la herida de la cabeza la obligó a dejarse caer a los brazos de Dorian. Como si comprendiera que su presencia allí solo sería un estorbo para Chaol, dejó de oponer resistencia cuando el príncipe la arrastró hacia las escaleras.
Chaol sabía que no ganaría aquella batalla. Lo mejor que podía hacer era echar a correr con ellos y mantener a raya al demonio hasta que llegaran a la distante, muy distante, puerta de piedra y lo encerraran allí abajo. Sin embargo, ni siquiera estaba seguro de poder alcanzar las escaleras. El monstruo rechazaba sus ataques con tanta facilidad que debía de poseer alguna extraña capacidad.
Al menos, Celaena y Dorian habían alcanzado ya las escaleras. Chaol aceptaría su muerte si les ayudaba a escapar. Aceptaría la oscuridad cuando llegase el momento.
El demonio se detuvo el tiempo suficiente para que Chaol pudiera avanzar unos cuantos pasos. Rozó el último peldaño.
Y entonces ella se puso a gritar, la misma palabra una y otra vez, mientras Dorian tiraba de ella.
Ligera.
Chaol buscó a la perrita con la mirada. Estaba agazapada en una sombra de la pared, demasiado malherida para correr tras ellos.
El monstruo la miró también.
Y Chaol no pudo hacer nada, absolutamente nada, cuando el demonio se abalanzó sobre Ligera, la agarró por la pata herida y la arrastró consigo al interior del portal.
Nada, comprendió Chaol, salvo correr tras ella.
El grito de Celaena resonaba aún por el pasadizo cuando Chaol saltó desde las escaleras y se sumió en el brumoso portal detrás de Ligera.
Si antes de aquel momento Celaena había creído conocer el miedo y el sufrimiento, el sentimiento que la embargó cuando vio a Chaol cruzar aquel portal en pos de Ligera la hizo cambiar de idea.
Dorian no lo vio venir cuando Celaena se giró hacia él y le estampó la cabeza contra la pared, con tanta fuerza que el príncipe se desplomó en las escaleras.
Pero ella no pensaba en Dorian, no pensaba en nada salvo en Ligera y en Chaol cuando bajó volando los pocos peldaños y cruzó el pasillo como una exhalación. Tenía que sacarlos de allí, debía traerlos de vuelta antes de que el portal se cerrase para siempre.
En un suspiro, Celaena llegó al otro lado.
Y cuando vio a Chaol protegiendo a Ligera sin nada salvo sus manos desnudas, cuando avistó su espada partida en dos por el horrible demonio, no se lo pensó dos veces: desató al monstruo que llevaba dentro.
Por el rabillo del ojo, Chaol la vio acercarse con la antigua espada en las manos y un rictus salvaje en las facciones.
En el instante en que cruzó el portal, algo cambió en ella. Fue como si una nube de niebla se disipara en su rostro. Sus rasgos se afilaron, su paso se volvió más largo, más grácil. Y sus orejas… sus orejas mudaron en otras ligeramente puntiagudas.
El demonio, presintiendo que estaba a punto de perder su presa, intentó por última vez abatir a Chaol.
Una explosión azul se lo impidió.
Cuando el fuego se extinguió, el capitán vio a la criatura rodando por el suelo. A mitad de un giro, el ser se levantó y se giró hacia Celaena de un solo movimiento.
Esgrimiendo la espada, ella se interponía entre el monstruo y el capitán. Exhibiendo unos largos caninos, Celaena rugió, un sonido que no se parecía a nada que Chaol hubiera oído jamás. No era humano.
Porque ella no era humana, comprendió mirándola de hito en hito, sin separarse de Ligera.
No, no era humana en absoluto.
Celaena pertenecía al pueblo de las hadas.