En un suspiro, Celaena se puso en pie, ya empuñando la espada. Ligera gruñó al cortesano, pero se mantuvo alejada, un paso por detrás de Celaena.
—¿Qué haces tú aquí?
¿Qué hacía el cortesano en aquel lugar? ¿Por dónde había entrado?
—Llevo semanas siguiéndote —le explicó Archer sin perder de vista al perro—. Nehemia me habló de estos pasadizos y me mostró la entrada. He bajado casi cada noche desde que murió.
Celaena echó un vistazo rápido al portal. Si Nehemia le había pedido que no volviera a abrirlo, seguro que tampoco quería que Archer lo viera. Se desplazó hacia la pared y, manteniéndose bien apartada de la negrura, frotó las marcas con la mano para borrarlas.
—¿Qué estás haciendo? —le increpó Archer.
Celaena lo apuntó con la espada mientras seguía frotando con furia. No desaparecían. Fuera cual fuese aquel conjuro, era mucho más potente que el sortilegio al que había recurrido para sellar la puerta de la biblioteca; restregarlas no servía de nada. Si pudiera alcanzar el libro, en el que había marcado el conjuro de clausura… Pero Archer se interponía en su camino. Algo iba muy mal.
—¡Basta! —chilló Archer a la vez que vencía sus defensas con pasmosa facilidad y la agarraba por la muñeca. Ligera ladró con ferocidad, pero Celaena le indicó con un silbido que se mantuviera al margen.
Se giró hacia Archer, dispuesta a dislocarle el brazo. En aquel momento, la manga de la túnica, al resbalar, dejó a la vista el interior de la muñeca del cortesano, iluminada por el fulgor verde del portal.
Archer llevaba un tatuaje negro, una especie de serpiente.
Celaena lo conocía. Lo había visto en…
Alzó los ojos al rostro de Archer.
No confíes en…
Había pensado que el dibujo de Nehemia representaba el sello real: una versión algo deformada del guiverno, pero en realidad plasmaba aquel tatuaje. El tatuaje de Archer.
«No confíes en Archer», pretendía decir la princesa.
Celaena se apartó y sacó una daga. Lo apuntó con ambas armas a la vez. ¿Cuánta información había ocultado Nehemia a Archer y a sus contactos? Si la princesa no confiaba en ellos, ¿por qué compartía con ellos todo lo que hacía Celaena?
—Dime cómo has conseguido hacer eso —susurró Archer, posando los ojos en la oscuridad del portal—. Por favor. ¿Has encontrado las llaves del Wyrd? ¿Es así como lo has hecho?
—¿Qué sabes de las llaves del Wyrd? —le espetó ella.
—¿Dónde están? ¿Dónde las has encontrado?
—Yo no tengo esas llaves.
—Sin embargo, hallaste el acertijo —jadeó Archer—. Lo escondí en el despacho de Davis para que lo encontraras. Tardamos cinco años en dar con él… y tú debes de haberlo resuelto. Sabía que tú lo resolverías. Y Nehemia también lo supo.
Celaena negaba con la cabeza. El cortesano desconocía la existencia de un segundo acertijo; un poema que describía la ubicación de las llaves.
—El rey posee una llave como mínimo. Pero yo no sé dónde están las otras dos.
La mirada de Archer se ensombreció.
—Lo sospechábamos. Por eso acudí aquí en un principio. Para averiguar si de verdad las había robado y, de ser así, cuántas obraban en su poder.
Por eso Nehemia no se podía marchar, comprendió Celaena. Por eso había optado por quedarse en vez de volver a Eyllwe. Para luchar por la única cosa más importante que el destino de su país: el destino del mundo. Y de otros mundos también.
—No es necesario que embarque mañana. Se lo contaremos a todo el mundo —musitó Archer—. Revelaremos que las tiene y…
—No. Si hacemos pública la verdad, el rey utilizará las llaves para infligir más sufrimiento del que podemos llegar a imaginar. Además, perderíamos la ventaja que nos proporciona su ignorancia de cara a encontrar las otras dos.
Archer dio un paso hacia ella. Ligera volvió a gruñir, pero guardó las distancias.
—Entonces descubriremos dónde esconde la llave el rey. Y buscaremos las demás. Las emplearemos para destronarlo. Y crearemos un mundo a nuestra medida.
Hablaba con frenesí, cada palabra más ardiente que la anterior.
Celaena movió la cabeza de lado a lado.
—Prefiero destruirlas a emplear su poder.
Archer rio entre dientes.
—Eso mismo dijo ella. Que debíamos destruirlas. Devolverlas a la puerta, si descubríamos cómo hacerlo. Sin embargo, ¿para qué las queremos si no podemos usarlas contra él? ¿Si no podemos hacerle sufrir?
A Celaena se le revolvió el estómago. Archer se estaba guardando cosas: sabía más de lo que daba a entender. Así que suspiró y negó con la cabeza antes de ponerse a caminar de un lado a otro. Archer la observó en silencio… hasta que Celaena se detuvo de golpe, como si acabara de tomar una decisión.
—Él debería padecer lo indecible. Y también las personas que nos han destruido, que nos han convertido en lo que somos: Arobynn, Clarisse… —la asesina se mordió el labio—. Nehemia no podía entenderlo. Nunca lo intentó. Tú… tienes razón. Deberíamos usarlas.
Archer la miraba con recelo. Celaena se acercó a él y ladeó la cabeza, como si meditase la propuesta del cortesano, como si considerase la idea de estar con él.
Y Archer se lo tragó.
—Por eso ella dejó el movimiento. Lo abandonó una semana antes de morir. Sabíamos que era cuestión de tiempo que nos delatase al rey, que utilizase lo que sabía para matar dos pájaros de un tiro: pedir clemencia para Eyllwe y aniquilarnos. Dijo que prefería someterse a un tirano todopoderoso que a una docena.
Celaena repuso con calma letal:
—Lo habría arruinado todo. También estuvo a punto de hundirme a mí. Me dijo que me mantuviera apartada de las llaves del Wyrd. Trató de impedir que resolviera el acertijo.
—Porque quería la información para ella. Pretendía utilizarla en beneficio propio.
Celaena sonrió, aunque tenía la sensación de que el mundo se desplomaba a su alrededor. Y no habría sabido explicar por qué ni cómo empezó a sospecharlo, pero, si su intuición era cierta, tenía que conseguir que él lo admitiese. Se oyó a sí misma decir:
—Tú y yo nos hemos ganado cuanto tenemos. Nos lo arrebataron todo y utilizaron esa misma carencia contra nosotros. Otras personas no pueden llegar a concebir lo que nos hemos visto obligados a hacer. Creo… creo que por eso me gustabas tanto cuando era una niña. Sabía, incluso entonces, que tú me comprendías. Tú sabías lo que implica ser criado por alguien como Arobynn o Clarisse y luego vendido al mejor postor. Tú me entendías entonces… —se las ingenió para arrancar un fulgor a sus ojos, para tensar los labios como si tratara de refrenar el temblor. Parpadeando con furia, murmuró—: Pero creo que ahora yo te entiendo también.
Tendió la mano como para tomar la de Archer, pero la dejó caer otra vez, adoptando al mismo tiempo una expresión entre tierna y compungida, dulce y amarga a la vez.
—¿Por qué no confiaste en mí? Haría semanas que estaríamos trabajando juntos. Podríamos haber unido fuerzas para resolver el acertijo. Si yo hubiera sabido lo que Nehemia se proponía, la sarta de mentiras que me estaba contando… Me traicionó. De todas las maneras posibles, Archer. Me mintió descaradamente, me hizo creer que… —Celaena hundió la espalda. Luego dio un paso hacia Archer—. Al final, Nehemia resultó no ser mejor que Arobynn o Clarisse. Archer, deberías habérmelo dicho. Todo. Yo sabía que no había sido Mullison; no era lo bastante listo. Si hubieras confiado en mí, yo me habría encargado —un riesgo, un salto al vacío—. Por ti… Por nosotros, yo me habría ocupado de ello.
Archer esbozó una sonrisa insegura.
—Ella se quejaba tanto del consejero Mullison que supuse que todos los ojos lo mirarían a él. Y gracias a aquel torneo, todo el mundo conocía su relación con Tumba.
—¿Y Tumba no se dio cuenta de que no eras Mullison? —preguntó Celaena con toda la calma que pudo reunir.
—Te sorprendería la facilidad que tienen las personas para ver solo lo que quieren ver. Una capa, una máscara, un atuendo elegante y no lo dudó ni por un momento.
Oh, dioses. Dioses.
—Entonces, la noche del almacén —prosiguió ella, enarcando una ceja con ademán cómplice—, ¿por qué secuestraste a Chaol en realidad?
—Tenía que alejarte de Nehemia. Y cuando me interpuse en el camino de aquella flecha, supe que confiarías en mí, aunque solo fuera aquella noche. Disculpa si mis métodos fueron algo… bruscos. Gajes del oficio, me temo.
Había confiado en él, había perdido a Nehemia y luego también a Chaol. Archer la había separado de todos sus amigos; justo aquello que ella había sospechado de Roland respecto a Dorian.
—Y la amenaza que llegó a oídos del rey antes de que Nehemia muriera, esa amenaza anónima que pendía sobre la vida de la princesa —dijo Celaena, fingiendo una sonrisa—, fue obra tuya, ¿verdad? Para demostrarme quiénes son mis verdaderos amigos. Para señalarme en quién debo confiar.
—Fue una apuesta. Igual que estoy apostando ahora. No sabía si el capitán te diría algo. Parece ser que yo tenía razón.
—¿Y por qué yo? Me siento halagada, por supuesto, pero… eres una persona inteligente. ¿Por qué no resolver el acertijo por tu cuenta?
Archer inclinó la cabeza.
—Porque sé quién eres, Celaena. Arobynn me lo dijo una noche, después de enviarte a Endovier —ella ahogó la punzada del dolor genuino que aún le provocaba la traición para que no la distrajera—. Y para que triunfe nuestra causa, te necesitamos. Yo te necesito. Algunos miembros del movimiento empiezan a rebelarse, a cuestionar mi liderazgo. Consideran mis métodos demasiado… radicales —eso explicaba la discusión con aquel joven. Archer dio un paso hacia ella—. Pero tú… Dioses, desde el instante en que te vi a la puerta de Willows, supe que formaríamos un magnífico equipo. Juntos conseguiremos cosas que…
—Lo sé —lo interrumpió Celaena, clavando la mirada en aquellos ojos verdes, tan relucientes a la luz del portal—. Archer, lo sé.
Cuando el hombre vio la daga, ya la tenía clavada.
Sin embargo, era rápido —demasiado— y se apartó tan deprisa que el cuchillo le arañó el hombro en lugar de penetrarle el corazón.
Archer se echó hacia atrás a velocidad de vértigo e intentó arrebatarle la daga con tanto ímpetu que Celaena la soltó, y tuvo que apoyar una mano en el arco del portal para no caer. Su mano ensangrentada tocó las piedras y una luz verdosa brotó bajo sus dedos. Una marca del Wyrd se encendió y volvió a apagarse.
Sin pararse a comprobar lo sucedido, Celaena se abalanzó sobre Archer con un rugido, al tiempo que dejaba caer a Damaris para asir dos dagas más. Él sacó su propia arma con idéntica rapidez y empezó a desplazarse lentamente.
—Te voy a descuartizar —cuchicheó Celaena con rabia mientras lo rodeaba.
De repente, el suelo se estremeció y un sonido gutural brotó del vacío. Un gruñido.
Ligera lanzó un gemido de advertencia. Corrió hacia Celaena y le empujó las piernas para llevarla hacia las escaleras.
El vacío, en el que ahora se arremolinaban jirones de niebla, se abrió, lo suficiente para revelar una tierra rocosa y cenicienta. Acto seguido, un figura surgió de entre la extraña nube.
—¿Nehemia? —susurró Celaena. La princesa había vuelto; había regresado para ayudarla, para explicárselo todo.
Pero no fue Nehemia la que surgió del portal.
Chaol no podía dormir. Tendido en su cama, miraba el dosel. Tenía aquel testamento grabado a fuego en la mente. No podía dejar de pensar en él. Había abandonado los aposentos de Celaena sin decirle lo que pensaba del documento. Y quizá mereciese el odio de la chica, pero… pero tenía que decirle que no quería su dinero.
Debía hablar con ella. Aunque solo fuera un momento.
Recorrió con el dedo la costra del arañazo.
Oyó unos pasos apresurados procedentes del pasillo. Chaol ya estaba levantado y a medio vestir cuando alguien se dispuso a golpear su puerta. El visitante solo pudo llamar una vez antes de que el capitán abriera, con una daga oculta a la espalda.
Bajó el arma en cuanto vio a un sudoroso Dorian plantado ante él, pero no la envainó. Cómo hacerlo, si Dorian lo miraba con aquella expresión de puro terror mientras aferraba con fuerza el cinto y la vaina de su espada.
Chaol confiaba en sus instintos. Estaba convencido de que la humanidad no habría sobrevivido tanto tiempo de no haber desarrollado la capacidad de intuir cuándo las cosas iban mal. No era magia, solo… olfato.
Y su olfato le dijo quién corría peligro antes siquiera de que Dorian abriera la boca.
—¿Dónde? —se limitó a preguntar.
—En su dormitorio —repuso Dorian.
—Contádmelo todo —ordenó Chaol, mientras corría de vuelta a su alcoba.
—No sé nada. Solo… que tiene problemas.
Chaol ya se estaba poniendo la camisa y la librea. Se calzó las botas a toda prisa y tomó la espada.
—¿Qué clase de problemas?
—La clase de problemas que me inducirían a ir en tu busca en vez de llamar a tus guardias.
Aquello podía significar cualquier cosa, pero Chaol sabía que Dorian era muy listo, muy consciente de que no debía hablar más de la cuenta en el castillo; cualquiera podía estar escuchando. Notó que Dorian se preparaba para echar a correr, y lo agarró por la espalda de la túnica.
—Si corréis —le dijo el capitán entre dientes—, llamaréis la atención.
—Ya he perdido mucho tiempo viniendo a buscarte —replicó Dorian, que pese a todo adoptó el paso vivo pero tranquilo de Chaol. A esa velocidad, tardarían cinco minutos en llegar a los aposentos de Celaena. Eso si nadie los interceptaba por el camino.
—¿Alguien ha resultado herido? —preguntó el capitán, que hacía esfuerzos por respirar con normalidad, por conservar la concentración.
—No lo sé —repuso Dorian.
—Tendréis que decirme algo más —le espetó Chaol. Su nerviosismo aumentaba a cada paso.
—He tenido un sueño —dijo Dorian en voz tan queda que nadie salvo el capitán pudo oírlo—. Me han advertido de que corre peligro; de que se ha puesto a sí misma en una situación terrible.
Chaol estuvo a punto de parar en seco, pero Dorian parecía convencido de lo que decía.
—¿Crees que me apetecía venir a buscarte? —le espetó Dorian sin mirarlo.
Chaol no contestó. En cambio, aceleró el paso cuanto le fue posible sin llamar la atención de los criados y guardias que seguían de servicio. El corazón le latía desbocado cuando llegaron a la puerta de Celaena. El capitán no se molestó en llamar y casi arrancó la puerta de los goznes cuando irrumpió en el interior seguido de Dorian.
Llegó a la puerta del dormitorio en un abrir y cerrar de ojos. Tampoco llamó, pero al disponerse a entrar descubrió que la manilla no se movía. Estaba cerrada por dentro. La empujó.
—¿Celaena? —más que un grito fue un gruñido surgido de sus entrañas. No recibió respuesta. Pugnó por contener el pánico que lo embargaba mientras sacaba una daga y permanecía a la escucha, por si oía algo raro—. Celaena.
Chaol aguardó un segundo antes de embestir la puerta con el hombro. Una vez. Dos. El cerrojo cedió. La puerta se abrió de repente a un dormitorio vacío.
—Dioses benditos —susurró Dorian.
Alguien había plegado el tapiz de la pared para dejar al descubierto una abertura: una entrada secreta en la piedra que desembocaba en un largo pasadizo.
Aquel era el paso que había utilizado Celaena para matar a Tumba.
Dorian desenvainó la espada.
—En el sueño, me dijeron que encontraría esta puerta.
El príncipe se dispuso a entrar, pero Chaol se lo impidió con el brazo. Ya pensaría en Dorian y su clarividencia más tarde; mucho más tarde.
—No vais a bajar ahí.
Dorian lo fulminó con la mirada.
—Y un cuerno que no.
Como en respuesta, un gruñido gutural surgió del interior del pasadizo. Y luego un grito —un chillido humano— seguido de un agudo ladrido.
Sin pararse a pensar, Chaol echó a correr por el túnel.
Estaba oscuro como la boca del lobo, y el capitán estuvo a punto de caerse por las escaleras, pero Dorian, que le pisaba los talones, agarró una vela.
—¡Quedaos arriba! —ordenó Chaol sin detenerse.
De haber tenido tiempo, habría encerrado a Dorian en el armario antes que permitir que el príncipe heredero corriese peligro, pero… ¿Qué diablos había sido ese gruñido? Y conocía el ladrido: era el de Ligera. Y si Ligera estaba allá abajo…
Dorian seguía corriendo detrás de Chaol.
—Me han pedido que acudiera —replicó.
Chaol bajaba las escaleras de dos en dos, de tres en tres, casi sin oír la respuesta del príncipe. ¿Quién había chillado? ¿Celaena? El grito parecía masculino. ¿Pero quién demonios estaba allí abajo con ella?
Un fulgor azulado brillaba al fondo de las escaleras. ¿De dónde salía?
Un rugido sacudió las antiguas piedras. No parecía humano, y no procedía de Ligera. ¿Pero qué…?
Nunca llegaron a encontrar a la criatura que asesinó a varios campeones. Las muertes cesaron sin más. Sin embargo, aquellos cuerpos mutilados… No, seguro que Celaena estaba viva.
Por favor, suplicó a cualquier dios que estuviera escuchando.
Chaol saltó al rellano y encontró tres puertas. La luz azul había aparecido a mano derecha. Corrieron hacia allí.
¿Cómo era posible que semejante red de cámaras y pasadizos hubiera caído en el olvido? ¿Y cuánto tiempo hacía que Celaena conocía su existencia?
Bajó la escalera de caracol como alma que lleva el diablo. Y atisbó un segundo resplandor, ahora en un tono verdoso, que brillaba constante. Tomó un recodo a la derecha y vio… Chaol no supo qué mirar primero: si el largo pasillo, en una de cuyas paredes brillaba un arco de símbolos verdes; lo que se atisbaba al otro lado de la arcada, un mundo yermo de roca y niebla; a Archer, que acurrucado contra la pared del fondo leía extrañas palabras del libro que tenía en las manos; a Celaena, tendida en el suelo o al monstruo, un ser alto y nervudo, cualquier cosa menos humano. No podía serlo, con esos dedos antinaturales rematados en garras; la piel blanca, parecida a papel arrugado; la mandíbula dislocada, que dejaba a la vista unos dientes como de pez; y aquellos ojos lechosos, con un matiz azulado.
Y allí estaba Ligera, poco más que un cachorro, con el pescuezo erizado y los colmillos al descubierto, impidiendo que el demonio se acercase a Celaena aunque cojeaba y sangraba copiosamente por una herida de la pata trasera.
Chaol se tomó dos segundos para examinar al monstruo, asimilar cada detalle y observar el entorno.
—Marchaos —le gruñó a Dorian antes de abalanzarse contra el engendro.