—Es un anagrama —jadeó al llegar al sepulcro.
Mort abrió un ojo.
—Más o menos. Sobran un par de letras. Inteligente estratagema, ¿verdad? Esconder el mensaje donde todo el mundo pudiera verlo.
Celaena abrió la puerta lo justo para deslizarse al interior. La luna brillaba radiante. Se quedó sin aliento al comprobar dónde caían sus rayos exactamente. Temblando, se detuvo a los pies del sarcófago y recorrió con los dedos las letras grabadas en la piedra.
—Dime lo que significa.
Él guardó un largo silencio. Cuando Celaena estaba a punto de darle un grito, Mort dijo:
—La prima te doy.
Y Celaena no precisó más confirmación.
La prima. La primera llave del Wyrd. La asesina rodeó el sarcófago con los ojos fijos en el rostro dormido de Elena. Mirando los exquisitos rasgos, susurró:
Lloroso, ocultó la prima
en la tiara de su amada
allá en su morada postrera
entre la noche estrellada.
Acercó unos dedos temblorosos a la joya azul que brillaba en el centro de la corona. ¿De verdad aquella era la primera llave del Wyrd? ¿Qué debía hacer con ella? ¿Destruirla? ¿Dónde podía esconderla de tal modo que nadie llegara a descubrirla nunca? Las preguntas se arremolinaban en su mente, todas tan trascendentes que de buena gana habría echado a correr de vuelta a sus aposentos. Sin embargo, hizo de tripas corazón y se quedó donde estaba. Ya pensaría en ello más tarde. No tengo miedo, se dijo.
La luz de la luna arrancaba destellos a la joya de la tiara. Con cuidado, Celaena la empujó por un costado. No se movió.
Se acercó más y trató de separarla introduciendo la uña en el intersticio entre la gema y el engarce de piedra. La joya de desplazó para revelar un pequeño compartimento. No era mayor que una moneda ni más hondo que un nudillo.
Celaena miró el interior. Los rayos de luna iluminaron un hueco en la piedra gris. Introdujo el dedo en el interior y rascó la superficie con la uña.
Allí no había nada. Ni siquiera una esquirla.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
—Así que es verdad que la tiene —susurró Celaena—. Encontró la llave antes que yo. Y ha estado utilizando su poder para llevar a cabo sus propósitos.
—Apenas había cumplido los veinte cuando la encontró —intervino Mort con suavidad—. ¡Entrometida juventud! Siempre metiendo las narices donde nadie los llama, leyendo libros que nadie a su edad debería leer. Ni a ninguna edad, de hecho. Aunque —añadió la aldaba— todo eso me recuerda muchísimo a alguien que conozco.
—¿Y no me lo habías dicho hasta ahora?
—En aquel entonces, no sabía lo que era; pensé que sencillamente se había llevado algo. Solo cuando leíste el acertijo empecé a sospecharlo.
Mort tenía suerte de ser de bronce. De lo contrario, le habría estampado la cara contra el compartimento.
—¿Y por casualidad no sospecharás también lo que pueda haber hecho con ella?
Devolvió la gema a su lugar mientras pugnaba por contener el terror que se estaba apoderando de ella.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Jamás me dirigió la palabra, aunque reconozco que nunca me rebajé a hablar en su presencia. Volvió a bajar en otra ocasión, después de ascender al trono, pero se limitó a echar un vistazo por ahí y se marchó. Seguro que buscaba las otras dos llaves.
—¿Y cómo averiguó que la primera estaba aquí? —preguntó Celaena a la vez que se apartaba de la figura de mármol.
—Igual que tú, aunque mucho más deprisa. Supongo que es más listo.
—¿Crees que tiene las otras dos? —preguntó Celaena, volviendo la vista hacia el tesoro expuesto en la pared, en particular hacia el soporte de la espada Damaris. ¿Por qué no se había llevado la espada, si era una de las reliquias más importantes de su casa real?
—Si las tuviera, ¿no crees que ya habría acabado con todo?
—Entonces, ¿no crees que esté en posesión de las otras dos llaves? —preguntó Celaena, que había empezado a sudar a pesar del frío.
—Bueno, Brannon me dijo una vez que aquel que poseyera las tres llaves sería capaz de controlar la puerta del Wyrd. De ello deduzco que si el rey actual las hubiera encontrado, habría hecho lo posible por conquistar otros mundos, o por esclavizar a criaturas de otros reinos para apoderarse de lo que queda de este.
—Que el Wyrd nos proteja si algo así llega a suceder.
—¿El Wyrd? —se burló Mort—. Estás apelando a las fuerzas equivocadas. Si el rey controlara el Wyrd, más te valdría ir buscando protección en otra parte. ¿Y no te parece una curiosa coincidencia que la magia dejase de funcionar en cuanto inició su conquista?
Por eso la magia se había desvanecido…
—Utilizó las llaves del Wyrd para impedir el uso de la magia. De cualquier magia —añadió Celaena— salvo la suya.
Y, por ende, la de Dorian.
La asesina maldijo entre dientes. Luego preguntó:
—¿Entonces crees que podría haber encontrado la segunda llave?
—No creo que nadie pudiera borrar la magia de la faz de Erilea con una única llave, pero podría equivocarme. Nadie sabe realmente de qué son capaces esos objetos.
Celaena se apretó los ojos con la base de las palmas.
—Oh, dioses. A esto se refería Elena. ¿Y qué se supone que debo hacer ahora? ¿Buscar la tercera? ¿Arrebatarle las otras dos?
Nehemia… Seguro que tú lo sabías, Nehemia. Debías de tener un plan. ¿Qué te proponías?
Aquel abismo interior que Celaena tan bien conocía se agrandó aún más. Un dolor hueco que parecía no tener fin. Que se extendía hasta el infinito. Si los dioses se molestaran en escucharla, les pediría que cambiasen su vida por la de Nehemia. Sin dudarlo un instante. Porque el mundo no necesitaba a una asesina pusilánime. Necesitaba a alguien como la princesa.
Por desgracia, no quedaban dioses con los que negociar, nadie a quien ofrecerle su alma a cambio de un instante con Nehemia, de una sola oportunidad de hablar con ella, de oír su voz.
Aunque… a lo mejor no necesitaba a los dioses para hablar con Nehemia.
Cain había invocado al ridderak, y lo había hecho sin la ayuda de ninguna llave. No, Nehemia había dicho que ciertos hechizos permitían abrir temporalmente un portal, lo justo para ceder el paso a algo o a alguien. Si Cain había sido capaz de hacerlo, y si Celaena había utilizado las marcas para paralizar a la criatura de las catacumbas y sellar una puerta, ¿por qué no usarlas para abrir un portal a otro reino?
Se le encogió el corazón. Si había otros mundos —reinos que albergaban a los muertos, tanto a los atormentados como a los que estaban en paz—, ¿qué le impedía invocar a Nehemia? Podía hacerlo. Fuera cual fuese el precio, solo sería un momento, lo justo para preguntarle a la princesa dónde guardaba las llaves el rey, cómo encontrar la tercera y qué más sabía al respecto.
Podía hacerlo.
Además, necesitaba hablar con ella. Celaena tenía cosas que decirle, verdades que confesar. Quería despedirse de ella, pronunciar aquel último adiós que no había tenido ocasión de expresar.
Celaena volvió a retirar la espada Damaris de su soporte.
—Mort, ¿cuánto tiempo crees que puede permanecer abierto un portal?
—Sea lo que sea lo que estás pensando, sea lo que sea lo que te propones hacer, olvídalo.
La asesina, sin embargo, ya estaba saliendo del sepulcro. Él no lo entendía; no podía entenderlo. Celaena había sufrido pérdidas y más pérdidas, y siempre, en cada una de las ocasiones, la habían privado de la oportunidad de despedirse. Pero no en esta ocasión, no si podía rectificar, aunque solo fuera durante unos minutos. Aquella vez, sería distinta.
Necesitaría Los muertos vivientes, otro par de dagas, algunas velas y espacio; más del que el sepulcro ofrecía. Cain había precisado una zona considerable para dibujar los símbolos. Había un gran pasaje en el nivel superior de los pasadizos, un largo pasillo y una serie de puertas que nunca se había atrevido a abrir. El corredor era amplio, el techo alto: bastaría para realizar el conjuro.
Sería suficiente para abrir un portal al Más Allá.
Dorian sabía que estaba soñando. Se encontraba en una vieja cámara de piedra, mirando a un fornido guerrero que lucía una corona. La joya le resultaba vagamente familiar, pero era la mirada del hombre la que lo tenía hechizado. El guerrero poseía sus mismos ojos, brillantes, color zafiro. El parecido terminaba ahí. El cabello del hombre era oscuro, largo hasta los hombros, tenía unas facciones angulosas, casi crueles, y le superaba como mínimo en un palmo de altura. Sus ademanes eran… regios.
—Príncipe —le dijo el hombre, cuya corona lanzaba destellos dorados. Su fiero semblante era el de alguien más acostumbrado al aire libre que a los pasillos de mármol—. Debéis despertar.
—¿Por qué? —preguntó Dorian en un tono nada principesco.
Unos extraños símbolos de un verde luminiscente brillaban en las piedras grises. Le recordaron a los que Celaena había dibujado en la biblioteca. ¿Qué lugar era aquel?
—Porque alguien está a punto de traspasar una frontera que no debería ser cruzada. Todo el castillo está en peligro, así como la vida de tu amiga —no hablaba con brusquedad, pero Dorian tuvo la sensación de que podía estallar en cualquier momento si lo provocaban. Y eso, a juzgar por la ferocidad, la arrogancia y el desafío que reflejaba su expresión, no parecía difícil.
Dorian preguntó:
—¿A quién te refieres? ¿Quién eres?
—No pierdas tiempo con preguntas inútiles —no, el rey no se andaba con tonterías—. Debes acudir a sus aposentos. Detrás de un tapiz, encontrarás una puerta. Toma el tercer pasaje a la derecha. Ve ahora mismo, príncipe, o la perderás para siempre.
Por alguna razón inexplicable, cuando Dorian despertó, no dudó ni un instante de que acababa de hablar con Gavin, primer rey de Adarlan. Se vistió a toda prisa, agarró el cinto con la espada y salió corriendo de su torre.