Celaena no se dio un atracón ni tomó un baño ni visitó a un curandero para que le echara un vistazo al hombro.
En cambio, se dirigió a toda prisa hacia las mazmorras, sin volverse a mirar siquiera a los guardias de la entrada. Estaba agotada, pero el miedo le dio fuerzas para bajar las escaleras casi corriendo.
«Se proponen utilizarme», había dicho Kaltain. Y en el libro de Dorian sobre las estirpes nobles de Adarlan, la familia Rompier aparecía como uno de los linajes más imbuidos de magia, poder que, supuestamente, se había desvanecido hacía dos generaciones.
«A veces creo que no me mandaron llamar», había dicho Kaltain, «para que me casara con Perrington, sino con otro propósito».
Habían mandado llamar a Kaltain por lo mismo que habían reclamado a Cain. Cain, de las montañas del Colmillo Blanco, cuyas tribus habían sido gobernadas por poderosos chamanes durante generaciones.
Tenía la boca seca cuando avanzó a grandes zancadas por el corredor que conducía a la celda de Kaltain. Al llegar, se detuvo y miró entre los barrotes.
Estaba vacía.
No quedaba nada allí salvo la capa de Celaena, tirada sobre el heno revuelto. Como si Kaltain hubiera opuesto resistencia cuando habían acudido en su busca.
Momentos después, Celaena llegó al cubículo de los guardias y señaló hacia el pasillo.
—¿Dónde está Kaltain?
Mientras lo decía, un eco se abrió paso en su mente, un recuerdo que los sedantes consumidos durante los días que pasó en la mazmorra habían oscurecido.
Los guardias se miraron mutuamente. Luego posaron la vista en las ropas desgarradas y ensangrentadas de la asesina, hasta que uno dijo:
—El duque se la llevó… a Morath. Para hacerla su esposa.
Celaena salió a toda prisa del calabozo y se dirigió hacia sus aposentos.
«Algo se acerca», había susurrado Kaltain, «y yo seré la encargada de recibirlo».
«Mis jaquecas empeoran por momentos. El aleteo me está volviendo loca».
Celaena estuvo a punto de tropezar. «Últimamente Roland sufre unas migrañas terribles», le había dicho Dorian hacía unos días. Y ahora Roland, que compartía la sangre de Dorian Havilliard, había partido a Morath también.
¿Había partido o lo habían llevado a la fuerza? Celaena se llevó la mano al hombro y palpó las heridas abiertas. La criatura se había arañado la cabeza, como si le doliera. Y cuando había reventado la puerta, durante aquellos últimos segundos de vida, la asesina había advertido algo vagamente humano en sus ojos hundidos: una profunda expresión de agradecimiento y alivio por la muerte que la aguardaba.
—¿Quién eras? —susurró, recordando el corazón humano y el cuerpo antropomórfico del ser que habitaba bajo la biblioteca—. ¿Y qué te hicieron?
Por desgracia, Celaena tenía el presentimiento de que ya conocía la respuesta.
Porque aquel, precisamente, era el segundo poder que las llaves del Wyrd poseían, la otra facultad que otorgaban a su propietario: la de dar vida.
«Dicen que se oye un batir de alas en los vientos que soplan en el abismo», había dicho Nehemia. «Ninguno de los exploradores que mandamos al abismo regresa».
Por lo visto, el rey se estaba rodeando de seres mucho más peligrosos que los simples mortales. Muchísimo más peligrosos. ¿Pero qué planeaba hacer con ellos, con los engendros, con las personas como Roland y Kaltain?
Tenía que descubrir cuántas llaves del Wyrd poseía el monarca.
Y dónde se ocultaban el resto.
A la madrugada siguiente, tras la puesta de sol, Celaena estaba examinando la puerta que conducía a las catacumbas de la biblioteca, atenta al más mínimo sonido.
Nada.
La sangre de las marcas del Wyrd se había descamado, pero los trazos oscuros permanecían indelebles bajo la costra, como si se hubieran soldado al metal.
Allá en lo alto sonó el tañido amortiguado del reloj de la torre. Las dos de la mañana. ¿Cómo era posible que nadie supiera que la torre descansaba sobre una antigua mazmorra que el rey utilizaba como cámara secreta?
Celaena fulminó con la mirada la puerta cerrada ante ella. ¿Tal vez porque nadie podía concebir semejante posibilidad?
Sabía que debería irse a dormir, pero llevaba semanas sufriendo insomnio y no tenía sentido seguir haciendo esfuerzos. Por eso había bajado a la biblioteca: para estar ocupada mientras trataba de aclarar sus confusas ideas.
Hizo girar la daga en la mano derecha, la encajó en la ranura e hizo palanca con suavidad, para probar.
La hoja no se desplazó. Guardó silencio otra vez, pendiente de cualquier señal de vida al otro lado del portal. Luego empujó con más fuerza.
Nada.
Celaena probó unas cuantas veces más e incluso apoyó un pie contra la pared para poder hacer más fuerza, pero el portal siguió sellado. Cuando por fin se convenció de que nada cruzaría aquel umbral, ni hacia dentro ni hacia fuera, volvió a respirar tranquila.
Nadie la creería si contaba lo que ocultaba aquella puerta; igual que nadie creería su absurda historia sobre las llaves del Wyrd.
Para encontrar las llaves, primero tendría que resolver el acertijo. Y luego convencer al rey de que la dejara ausentarse unos meses. Años. Tendría que recurrir a cuidadosas maniobras, sobre todo si, como parecía, el rey ya poseía una llave. ¿Pero cuál?
Se oye un batir de alas…
Piernasdoradas había dicho que solo la combinación de las tres podía abrir la puerta del Wyrd, pero que cada una por separado otorgaba a su poseedor un inmenso poder. ¿Qué otros horrores podría crear el rey? Si alguna vez se hacía con las tres llaves, ¿qué engendros traería a Erilea? La revuelta planeaba sobre el continente; la inquietud era palpable. Celaena tenía la sensación de que el rey no iba a esperar mucho más. No, solo era cuestión de tiempo que lanzara sobre ellos sus horribles engendros y aplastara la resistencia para siempre.
Celaena volvió a mirar la puerta sellada; se le revolvió el estómago. Un charco de sangre medio seca se extendía por la base de la puerta, una sangre tan oscura que cualquiera la habría tomado por petróleo. Se acuclilló y pasó un dedo por el charco. Se olió el dedo. El hedor le provocó arcadas. Luego frotó el índice y el pulgar entre sí. La sangre era tan aceitosa al tacto como parecía a la vista.
Se levantó y se hurgó el bolsillo en busca de algo con lo que secarse los dedos. Sacó un fajo de papeles. Más bien eran pedazos sueltos, apuntes que llevaba consigo para examinarlos cuando tuviera un momento. Frunciendo el ceño, revisó los papelajos en busca de alguno inservible para usarlo de pañuelo.
Llevaba la factura de unos zapatos, que debía de haberse guardado por la mañana sin darse cuenta. Y también… Celaena lo miró más de cerca. «¡Ay, la grieta del tiempo!», leyó. Lo había garabateado a toda prisa cuando intentaba resolver el acertijo del ojo. Cuando aún pensaba que todo cuanto contenía la tumba constituía un gran secreto, una pista inmensa.
Para lo que le había servido… Solo era otro callejón sin salida. Maldiciendo entre dientes, lo usó para quitarse la porquería de los dedos. El sepulcro seguía sin revelar nada de interés. ¿Qué relación tenían los árboles del techo y las estrellas del suelo con el acertijo? Las constelaciones la habían guiado hasta el agujero secreto, pero también podrían haber cumplido su función desde el techo. ¿Por qué colocarlo todo al revés?
¿Acaso Brannon había sido tan necio como para ocultar todas las respuestas en un mismo lugar?
Alisó el trozo de papel, ahora manchado con la sangre del engendro.
¡Ay, la grieta del tiempo!
Gavin no tenía ninguna inscripción a los pies; solo Elena. Y aquellas palabras carecían de sentido.
Pero ¿y si su propósito no era revelar un sentido propiamente dicho? ¿Y si solo aparentaban una mínima lógica con el objeto de ocultar el verdadero mensaje y en realidad buscaban transmitir otra cosa?
En el sepulcro, todo estaba al revés, reubicado, como si el orden natural de las cosas se hubiera trastocado. La tumba parecía sugerir que todos los elementos se encontraban revueltos, colocados donde no debían. Así pues, lo que debería estar escondido se hallaba expuesto a simple vista. Sin embargo, como todo lo demás, su significado no saltaba a la vista.
Y sabía de una persona —de un ser— capaz de decirle si tenía razón.