Dorian observaba la extraña escalera de caracol. Celaena había encontrado las legendarias catacumbas ocultas bajo la biblioteca. Claro que sí. Si había alguien en Erilea capaz de encontrar algo así, era Celaena.
Estaba a punto de ir a comer cuando había visto a la asesina entrar muy decidida en la biblioteca con una espada sujeta a la espalda. Dorian jamás se habría entrometido de no haber sido por la trenza. Celaena nunca se trenzaba el pelo salvo cuando se disponía a luchar. Y cuando estaba a punto de meterse en un lío.
No la estaba espiando. Y tampoco la estaba acechando. Dorian sencillamente sentía curiosidad. La había seguido por antiguas salas y pasadizos, siempre muy por detrás, avanzando en completo silencio tal como Chaol y Brullo le habían enseñado hacía años. La había seguido hasta que Celaena, tras mirar con recelo por encima del hombro, se había internado en aquella escalera.
Sí, Celaena tramaba algo. Por eso Dorian se había quedado esperando. Un minuto. Cinco minutos. Diez, antes de salir tras ella. Si acaso se topaba con Celaena, fingiría que se trataba de un encuentro accidental.
¿Y qué había allá abajo? Nada excepto basura. Viejos libros y pergaminos tirados por todas partes. Más allá se divisaba una segunda escalera de caracol, iluminada mediante el mismo sistema que la primera.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Todo aquello no le gustaba ni un pelo. ¿Qué hacía Celaena allí abajo?
Como si le respondiera, el poder mágico le gritó que saliera corriendo en dirección opuesta… a buscar ayuda. Sin embargo, la biblioteca principal estaba lejos, y para cuando llegara hasta allí y volviera, tal vez fuera tarde. Puede que ya fuera tarde…
Dorian bajó rápidamente la escalera y accedió a un pasadizo apenas iluminado. Al fondo, una puerta entornada, con dos marcas de tiza trazadas en la hoja. Cuando vio el corredor flanqueado de celdas, se quedó helado. El hierro desprendía un hedor que le revolvió el estómago.
—¿Celaena? —gritó en dirección al pasillo. No recibió respuesta—. ¿Celaena?
Nada.
Tenía que hacerla salir. Fuera lo que fuese aquel lugar, ni él ni ella deberían estar allí. No hacía falta que se lo gritase la magia; ya lo sabía. Tenía que sacarla de aquel lugar.
Dorian bajó por la escalera.
Celaena volaba escaleras abajo para alejarse del reloj lo más rápidamente posible. Aunque habían transcurrido meses desde el duelo con Cain y su encuentro con los muertos, el recuerdo de cómo la aplastaban contra la pared oscura de la torre seguía demasiado fresco en su memoria. Todavía veía mentalmente la sonrisa burlona de los muertos y oía las palabras que Elena había pronunciado en Samhuinn sobre los ochos guardianes de la torre del reloj, de los que debía mantenerse alejada.
Le dolía tanto la cabeza que apenas podía concentrarse en sus propios pasos.
¿Qué escondían allí dentro? Aquello no tenía nada que ver con Gavin ni con Brannon. Era posible que la mazmorra datase de la época de los antiguos reyes, pero aquello —todo aquello— guardaba relación con el rey. Porque él había mandado construir la torre del reloj; la había construido de…
… oscura obsidiana
Y de la piedra maldita.
Ahora bien, se suponía que las llaves eran pequeñas. No descomunales, como aquella torre. No…
Celaena llegó al fondo de las escaleras y se quedó helada al volver a ver el pasaje de la celda destruida.
Las antorchas estaban apagadas. Miró a su espalda, hacia la torre del reloj. Tuvo la sensación de que la oscuridad se expandía, de que tendía sus tentáculos hacia ella. No estaba sola.
Aferrada a su propia antorcha y controlando el ritmo de la respiración, avanzó sigilosa por el estrecho corredor. Nada; ni un mínimo roce, ni la menor señal de que hubiera otra persona en el pasillo, pero…
A mitad de camino se detuvo otra vez. Dejó caer el brazo que sujetaba la antorcha. Había memorizado cada recodo, había contado los pasos para llegar allí. Se sabía el camino de memoria, habría podido encontrarlo con los ojos vendados. Y si no estaba sola, entonces la antorcha hacía las veces de faro. Apagó la antorcha restregándola contra el tacón. No le apetecía convertirse en el blanco de nadie.
Oscuridad absoluta.
Sostuvo a Damaris en alto y dejó que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Sin embargo, la negrura no era completa. Su amuleto despedía un tenue resplandor, un fulgor que iluminaba apenas las formas, como si las tinieblas fueran demasiado profundas para el Ojo. Se le puso la piel de gallina. La única vez que el amuleto se había encendido de ese modo… Palpando la pared con la otra mano, sin atreverse a mirar atrás, se dispuso a emprender el camino de vuelta a la biblioteca.
Oyó un roce de uñas contra la piedra y luego el sonido de una respiración.
No era la suya.
Asomado entre las sombras de la celda, el ser se aferró la capa con las garras. Comida. Por primera vez desde hacía meses. Y ella parecía tan cálida, tan rebosante de vida… Salió sigilosamente y pasó junto a ella, que proseguía su ciega retirada.
En el tiempo transcurrido desde que lo habían dejado allí a su suerte, desde que se habían cansado de jugar con él, había olvidado muchas cosas. Había olvidado su propio nombre, aquel que le habían dado. Sin embargo, había aprendido cosas más útiles; mejores. Sabía cazar, alimentarse y utilizar las marcas para abrir y cerrar puertas. Había prestado atención durante aquellos largos años; los había visto dibujar las marcas.
Y cuando se marcharon, esperó y esperó hasta saber que nunca volverían. Hasta que el hombre miró a otra parte y se llevó el resto de sus cosas consigo. Y entonces comenzó a abrir las puertas, una tras otra. Aún conservaba algún vestigio de humanidad, el suficiente para volver a sellar las puertas, para regresar y recomponer las marcas que lo habían mantenido encerrado.
Pese a todo, ella había llegado hasta allí. Conocía las marcas. De modo que debía de estar enterada. Sin duda sabía lo que le habían hecho. Seguro que había tomado parte en ello, en la ruptura, en la demolición y luego en la brutal reconstrucción. Y puesto que había bajado…
Se agazapó en otra sombra y aguardó a que se precipitara contra sus garras.
Celaena se detuvo cuando la respiración cesó. Silencio.
La luz azul aumentó de intensidad.
Celaena se llevó la mano al pecho.
El amuleto resplandecía.
Llevaba semanas acechando a los hombrecillos que vivían arriba, preguntándose qué sabor tendrían. Por desgracia, jamás abandonaban las zonas iluminadas, y el fulgor que le lastimaba los sensibles ojos. Siempre había algo que lo obligaba a retroceder a la seguridad de la piedra.
Llevaba demasiado tiempo comiendo ratas y otros bichos parecidos, animales de huesos y sangre escasos. Aquella hembra, sin embargo… Era la tercera vez que la veía. La primera vez, brillaba en su garganta una luz pálida y azul, la misma que ahora. La segunda vez, más que verla, la había olido al otro lado de la puerta de hierro.
Arriba, el fulgor azulado, esa luminiscencia que emanaba poder, había bastado para mantenerlo alejado. Bajo tierra, en cambio, a la sombra de la piedra negra y palpitante, la luz azul palidecía. Allí abajo, apagadas las antorchas que la protegían, nada lo detendría. Y nadie podría oírla.
Por más que su memoria se hubiera convertido en un caos de confusión, no había olvidado lo que le habían hecho en aquel altar de piedra.
Las babosas fauces esbozaron una sonrisa.
El Ojo de Elena resplandecía como una llama. Celaena oyó un siseo que sonó pegado a su oído.
La asesina se dio media vuelta y golpeó antes de ver siquiera la figura encapuchada que la acechaba. Apenas alcanzó a atisbar una piel macilenta y unos dientes mellados y romos antes de hundirle la espada Damaris en el pecho.
La criatura gritó —un chillido que no parecía de este mundo— cuando el acero rasgó la tela que cubría un pecho deforme y surcado de cicatrices. La zarpa del engendro buscó la cara de Celaena al caer y ella, a la luz del amuleto, avistó unos ojos brillantes. Unos ojos de animal, capaces de ver en la oscuridad.
La persona —el ser— del pasillo. El ser del otro lado de la puerta. Celaena ni siquiera sabía hasta qué punto lo había herido. La sangre le inundaba la nariz y la boca cuando trastabilló de vuelta a la biblioteca.
A la escasa luz del Ojo de Elena, la asesina saltó sobre las vigas caídas y los trozos de piedra, tropezando con los huesos cada dos por tres. La criatura que corría tras ella empujaba los obstáculos como quien aparta sutiles cortinas a su paso. Caminaba erguido como un hombre, pero no era un hombre. No, su rostro parecía algo sacado de una pesadilla. Y su fuerza, la facilidad con que rechazaba las vigas caídas como quien retira tallos de trigo…
Las puertas de hierro tenían la función de impedir el paso de aquel monstruo.
Y ella las había abierto todas.
Como una exhalación, subió el primer tramo de escaleras y cruzó el umbral. Cuando torció a la izquierda, el ser la agarró por la espalda. La tela de la túnica se rompió. Celaena chocó contra la pared opuesta y se agachó para esquivar las zarpas del engendro.
La espada Damaris zumbó y la criatura cayó hacia atrás, rugiendo de rabia. Una sangre negra manó de la herida en el abdomen. El corte, por desgracia, no era muy profundo.
Poniéndose en pie, con la espalda ensangrentada, Celaena sacó una daga.
La capucha del engendro cayó hacia atrás y entre los pliegues apareció algo que recordaba a una cara de hombre; recordaba, pero ya no lo era. El ser conservaba algunos mechones de pelo, que surgían del pálido cráneo en hebras sueltas. Y sus labios… Sus labios eran un amasijo de tejido cicatrizado, como si alguien hubiera obligado a aquel ser a abrir la boca, se la hubiera cosido y hubiera vuelto a desgarrarla.
El ser se llevó una garra al vientre, jadeando entre sus negros y mellados dientes. No dejaba de mirar a la muchacha… La miraba con tanto odio que Celaena se quedó paralizada. Era una expresión tan humana…
—¿Qué eres? —resolló mientras retrocedía otro paso, escudándose con la espada.
De repente, la criatura empezó a arañarse a sí misma, a desgarrarse las negras ropas, a mesarse el cabello como si quisiera arrancarlo de raíz. Y sus gritos, la rabia y la desesperación…
Era el ser que Celaena había visto en los pasillos del castillo.
Y eso significaba…
Aquella cosa —aquella persona— sabía emplear las marcas de Wyrd. Y a juzgar por su fuerza sobrenatural, ninguna barrera sería capaz de retenerla.
La criatura echó la cabeza hacia atrás y volvió a posar aquellos ojos bestiales en Celaena. Como un depredador que se relame antes de devorar a su presa.
Ella se dio media vuelta y echó a correr como alma que lleva el diablo.
Dorian acababa de traspasar el tercer umbral cuando oyó unos gritos que no parecían humanos. Fuertes golpes resonaban por el pasillo, y con cada choque los bramidos cesaban en seco.
—¿Celaena? —gritó Dorian en dirección al estrépito.
Otro trompazo.
Y luego…
—¡Dorian, corred!
El chillido que siguió a la orden de Celaena sacudió las paredes. Las antorchas chisporrotearon.
Dorian ya sacaba el florete cuando la asesina, con la cara ensangrentada, apareció volando escaleras arriba y cerró la puerta tras ella. Corrió hacia él esgrimiendo una espada en una mano y una daga en la otra. El amuleto que siempre llevaba resplandecía en su pecho como fuego azul.
Celaena llegó a su altura en cuestión de segundos. El portal de hierro cedió tras ellos y…
Apareció un ser que no era de este mundo. No podía serlo. Recordaba vagamente a un hombre, pero retorcido, desmembrado y reseco, con el hambre y la locura escritos en cada protuberancia del cuerpo. Dioses. Oh, dioses. ¿Qué diablos había despertado Celaena?
Corrieron por el pasadizo. Maldiciendo, Dorian calculó los pasos que faltaban hasta la siguiente puerta. Tardarían tanto en remontar las escaleras…
Pero Celaena era rápida. Y aquellos meses de entrenamiento no habían sido en balde. Para infinita humillación de Dorian, cuando llegaron al peldaño inferior, Celaena lo agarró por el cuello de la túnica y medio lo izó escaleras arriba. Lo arrastró hacia el pasillo que se extendía al otro lado del umbral.
Tras ellos, el engendro gritaba furioso. Dorian se giró justo a tiempo de ver el destello de sus dientes rotos cuando la criatura remontaba ya las escaleras. Rauda como el rayo, Celaena cerró la puerta de hierro en las fauces de la bestia.
Solo una más… Dorian veía mentalmente el rellano que conducía al primer pasillo, luego la escalera de caracol y más allá…
Más allá, ¿qué? ¿Qué pasaría cuando llegaran a la gran biblioteca? ¿Cómo iban a detener a aquella cosa?
Cuando Dorian vio el rictus de puro terror que contraía el semblante de Celaena, supo que ella se preguntaba lo mismo.
Celaena arrastró a Dorian hasta el pasillo y luego regresó a cerrar la puerta de hierro que separaba la guarida del ser del resto de la biblioteca. La empujó con todo su peso y vio las estrellas cuando la criatura arremetió por el otro lado. Dioses, qué fuerte era. Fuerte, salvaje e implacable.
La asesina flaqueó un instante y el engendro ganó terreno. Al momento, Celaena se dejó caer de espaldas contra la hoja.
Atrapó la mano del monstruo, que chilló y tendió la garra hacia su hombro mientras embestía con todas sus fuerzas. La sangre manaba de su nariz e iba a mezclarse con la que le surcaba la espalda. La garra se le clavó con más fuerza.
Dorian corrió hacia el portal para unir su peso al de la asesina. Jadeando, la miró boquiabierto.
Tenían que sellar la puerta. Aunque el ser fuera lo bastante inteligente para utilizar las marcas de Wyrd, debían conseguir algo de tiempo. Celaena tenía que hacer algo para que Dorian pudiera escapar. Pronto se quedarían sin fuerzas. Entonces el monstruo reventaría la puerta y los mataría, a ellos y a cualquiera que encontrase a su paso.
Debía de haber un cerrojo en alguna parte, algún modo de encerrarlo, de detenerlo aunque solo fuera un momento…
—Empuja —le dijo a Dorian sin aliento.
La puerta cedió un dedo, pero Celaena, clavando las piernas, arremetió con más fuerza. El monstruo volvió a rugir, con tanta intensidad que Celaena temió que le estallaran los oídos. Dorian maldijo con toda su alma.
La asesina se quedó mirando al príncipe, ajena al dolor que le provocaban aquellas garras incrustadas en la piel. El sudor empapaba la frente de Dorian, como si… como si…
El borde metálico de la puerta se calentó, despidió un brillo incandescente y luego chisporroteó…
Aquello era obra de magia. Allí, en aquel mismo instante, una magia estaba actuando para sellar la puerta e impedir el paso a la criatura. Pero no procedía de Celaena.
Dorian entrecerraba los ojos, concentrado, mortalmente pálido.
Celaena estaba en lo cierto. Dorian tenía poderes mágicos. Aquella era la información que Piernasdoradas quería vender al mejor postor, al mismísimo rey si se terciaba. Era una revelación capaz de cambiarlo todo. Capaz de cambiar el mundo.
Dorian tenía poderes mágicos.
Y si no se detenía, acabaría por abrasarse a sí mismo mientras intentaba sellar la puerta de hierro.
El calor estaba asfixiando a Dorian. Se sentía como en un ataúd, sin aire. Sus poderes se estaban sofocando. Él mismo se estaba sofocando.
Celaena maldijo cuando el engendro ganó terreno. Dorian ni siquiera era consciente de lo que estaba haciendo, solo sabía que tenía que cerrar aquella puerta. La propia magia había escogido el método. Más allá del límite de sus fuerzas, el príncipe empujaba con las piernas, con la espalda, hasta con sus propios poderes, con la intención de soldar la puerta. Giraba, calentaba, retorcía…
La magia lo abandonó.
El ser empujó con ímpetu renovado y Dorian salió disparado hacia delante, pero Celaena se afianzó contra el portal y siguió empujando.
La espada de la asesina yacía a pocos pasos de allí, pero ¿de qué les iba a servir un arma?
No tenían la menor esperanza de escapar con vida.
Cuando los ojos de Celaena se encontraron con los del príncipe, la pregunta se reflejaba en su rostro ensangrentado:
¿Qué he hecho?
El monstruo aún tenía asida a Celaena cuando Dorian agarró la espada a toda prisa. La criatura intentó liberarse, y el príncipe, golpeando con fuerza, la hirió en la muñeca. El grito del engendro penetró a Celaena hasta los huesos, y la puerta se cerró por completo. La asesina trastabilló, pero se lanzó contra la puerta ante una nueva embestida del monstruo, cuya mano seccionada todavía llevaba prendida al hombro.
—¿Qué diablos es eso? —vociferó Dorian, empujando el hierro a su vez.
—No lo sé —respondió Celaena sin aliento. Puesto que no tenía ningún curandero cerca, apretó los labios con fuerza y se arrancó la repugnante mano del hombro—. Estaba ahí abajo —resolló. Otra acometida del engendro—. No podéis sellar esa puerta con magia. Tenemos que… tenemos que encontrar otro modo —algo capaz de burlar los hechizos de apertura que conociese el ser, alguna manera de impedirle que saliera de ahí. Se atragantó con la sangre que le manaba de la nariz y la escupió en el suelo—. Hay un libro… Los muertos vivientes. Seguro que contiene la respuesta.
Los ojos de ambos se encontraron. Un cable se tendió entre ellos: un momento de confianza y la promesa de compartir mutuamente sus secretos.
—¿Dónde está el libro? —preguntó Dorian.
—En la biblioteca. Os encontrará. Yo entretendré a esa cosa.
Sin pedir más explicaciones, Dorian subió las escaleras como una exhalación. Recorrió estante tras estante, pasando la mano sobre los títulos, cada vez más deprisa, consciente de que Celaena perdía fuerza por momentos. Estaba a punto de gritar de frustración cuando pasó corriendo junto a una mesa y atisbó un volumen negro sobre la superficie.
Los muertos vivientes.
Celaena tenía razón. ¿Por qué siempre acertaba, a su extraño modo? Tomó el libro y corrió de vuelta a la cámara secreta. Celaena tenía los ojos cerrados y los dientes manchados con su propia sangre de tanto apretar las mandíbulas.
—Toma —dijo Dorian.
Sin necesidad de que Celaena se lo pidiese, el príncipe hizo presión contra la puerta mientras ella se dejaba caer al suelo y tomaba el libro. A Dorian le temblaron las manos cuando Celaena pasó una hoja y luego otra, y otra más. La sangre salpicaba el texto.
—Para amarrar o para contener —leyó en voz alta.
Dorian bizqueó cuando intentó, en vano, descifrar los muchos símbolos que contenía la página.
—¿Funcionará? —preguntó.
—Eso espero —jadeó ella, que ya se había puesto manos a la obra, sosteniendo al mismo tiempo el libro abierto—. En cuanto cruce el umbral, el conjuro lo detendrá el tiempo suficiente para matarlo.
Celaena se hundió los dedos en la herida del pecho y el príncipe, anonadado, la vio dibujar la primera marca y luego la segunda, usando su cuerpo machacado como tintero mientras trazaba un signo tras otro alrededor de la puerta.
—Pero para que cruce el umbral —resolló Dorian— tendremos que…
—Abrir la puerta —terminó Celaena por él, asintiendo.
Cuando el príncipe se desplazó para que la asesina pudiera dibujar por encima de la jamba, sus alientos se mezclaron.
Celaena lanzó un largo suspiro cuando terminó de dibujar la última marca. De repente, los símbolos se iluminaron de un azul luminiscente. Aunque la presión había cesado, Dorian seguía empujando la puerta.
—Apartaos —musitó ella, alzando la espada—. Soltadla y colocaos detrás de mí.
Al menos no lo insultaba pidiéndole que huyera.
Con un suspiro final, Dorian se apartó.
El ser se abalanzó contra el portal y lo reventó.
Tal como Celaena esperaba, se quedó petrificado en el umbral. Unos ojos inhumanos brillaron con crueldad en el rostro que apareció en el pasillo. El tiempo se detuvo un instante —Dorian habría jurado que en ese lapso Celaena y la criatura se miraron— y el ser se apaciguó, solo un momento. Apenas un momento y luego, acto seguido, Celaena se movilizó.
La espada destelló a la luz de la antorcha, y se oyó un chasquido de carne, un crujido de hueso. El monstruo tenía el cuello demasiado grueso para cortarlo de un tajo, así que, sin dar tiempo a Dorian ni a respirar, la asesina golpeó de nuevo.
La cabeza cayó al suelo con un golpe sordo y un chorro de sangre negra brotó del cuello cortado; de aquel cuerpo que seguía paralizado en el umbral.
—Mierda —jadeó Dorian—. Mierda.
Celaena se desplazó de nuevo y abatió la espada contra la cabeza para cortarla en dos, como si aún fuera capaz de morderlos.
Dorian seguía soltando maldición tras maldición cuando Celaena tendió la mano hacia las marcas de sangre que rodeaban la puerta y pasó el dedo por una de ellas.
El cuerpo decapitado se desplomó en cuanto rompió el hechizo.
Apenas había tocado el suelo cuando Celaena le asestó el primero de cuatro golpes de espada: tres para cortar en dos el macilento tronco y uno más para traspasar la zona del corazón. Dorian notó un regusto a bilis cuando ella blandió la espada una quinta vez y abrió la cavidad torácica de la criatura.
Lo que fuera que vio allí dentro la hizo palidecer aún más. Dorian no quiso mirar.
Con horrible eficiencia, dio un puntapié a la cabeza semihumana para enviarla al otro lado del umbral, donde chocó con el cadáver seco. Luego cerró la puerta de hierro y trazó algunas marcas más sobre la jamba, que resplandecieron un momento antes de apagarse del todo.
Celaena se volvió a mirar a Dorian, pero él no podía apartar la vista de la puerta, ahora sellada.
—¿Cuánto tiempo durará el… hechizo? —el príncipe casi se atragantó con sus palabras.
—No lo sé —repuso ella, negando con la cabeza—. Hasta que borre las marcas, supongo.
—No deberíamos contarle esto a nadie —sugirió Dorian con cautela.
Celaena lanzó una carcajada algo salvaje. Contarle aquello a alguien, aunque fuera a Chaol, implicaría tener que responder a preguntas delicadas, que podían granjearles una excursión al tajo del verdugo.
—Y bien —Celaena escupió sangre en el suelo—, ¿os explicáis vos primero o empiezo yo?
Empezó Celaena, porque Dorian estaba deseando quitarse aquella túnica mugrienta, y le pareció una buena idea escuchar el relato de la chica mientras se cambiaba en su vestidor. Ella se sentó en la cama. Su aspecto no era mucho mejor, así que Dorian la había llevado a su torre por los oscuros pasajes del servicio.
—Bajo la biblioteca se extiende una vieja mazmorra, por lo que parece —dijo Celaena, adoptando el tono más quedo posible. Atisbó una franja de piel dorada por la puerta entreabierta del vestidor y miró a otro lado—. Creo… creo que alguien retuvo al ser allí encerrado hasta que este escapó de su celda. Lleva desde entonces viviendo bajo la biblioteca.
No juzgó necesario decirle que atribuía al rey la creación de la criatura. El monarca en persona había ordenado construir la torre del reloj, así que por fuerza debía saber dónde desembocaba. Y sabía que la criatura había sido creada por personas porque había visto un corazón humano en su pecho. Celaena habría apostado cualquier cosa a que el rey se había valido de al menos una llave del Wyrd para generar tanto la torre como el monstruo.
—Lo que no entiendo —intervino Dorian desde el vestidor— es cómo pudo ese ser cruzar las puertas de hierro si antes no podía.
—Porque fui una idiota y rompí los hechizos que las protegían cuando las traspasé.
Era mentira… Más o menos. Pero Celaena no quería explicar, no podía explicar, por qué la criatura llevaba tanto tiempo libre y nunca había atacado a nadie hasta aquel momento. Por qué se la había encontrado una noche en el pasillo y la había dejado marchar, por qué los bibliotecarios estaban sanos y salvos.
¿Y si el hombre que fuera aquel engendro en otro tiempo… no hubiera desaparecido del todo? Quedaban tantos interrogantes por resolver, tantas preguntas sin respuesta…
—Y el último conjuro que hiciste… el de la puerta. ¿Seguirá activo para siempre?
Dorian apareció ataviado con una túnica y unas sayas limpias, aún descalzo. A Celaena, la visión de sus pies le provocó una extraña sensación de intimidad.
La chica se encogió de hombros, luchando contra la necesidad de frotarse el ensangrentado y mugriento rostro. El príncipe le había ofrecido su baño privado, pero usarlo también le parecía demasiado íntimo.
—El libro dice que es un hechizo de amarre permanente, así que no creo que nadie salvo nosotros pueda cruzar el umbral.
A menos que el rey quiera entrar y utilice una de las llaves del Wyrd.
Pasándose una mano por el pelo, Dorian se sentó en la cama junto a Celaena.
—¿De dónde ha salido?
—No lo sé —mintió ella. El anillo del rey destellaba en su memoria. Sin embargo, la sortija no podía ser una llave del Wyrd. Piernasdoradas había dicho que eran fragmentos de roca negra no… algo tallado con una forma concreta. Sin embargo, sí podía haber fabricado el anillo a partir de la llave. Ahora entendía por qué Archer y sus secuaces lo codiciaban tanto como querían destruirlo. Si el rey podía usarlo para crear monstruos…
Y si había creado más…
Allí abajo había muchísimas puertas. Más de doscientas, todas cerradas. Y tanto Kaltain como Nehemia habían mencionado alas… alas que plagaban sus sueños, alas que planeaban sobre el abismo Ferian. ¿Qué tramaba el rey en aquel lugar?
—Di —la presionó Dorian.
—No lo sé —volvió a mentir Celaena, y se odió a sí misma por ello.
No podía decirle una verdad que haría añicos todo cuanto amaba.
—Ese libro —siguió preguntando el príncipe—. ¿Cómo sabías que nos ayudaría?
—Lo encontré un día en la biblioteca. Tenía la sensación de que me… seguía. Aparecía en mis aposentos sin que yo lo hubiese llevado allí y luego reaparecía en la biblioteca. Contenía toda clase de hechizos.
—Pero no es de magia —concluyó Dorian, palideciendo.
—No del tipo de magia que vos poseéis. Es un tipo de poder distinto. Ni siquiera sabía si el hechizo funcionaría. Hablando de lo cual… —dijo Celaena, buscando sus ojos—. Tenéis poderes mágicos.
Dorian escudriñó el semblante de la asesina y ella hizo esfuerzos para no desviar la vista.
—¿Qué quieres saber?
—Decidme de dónde proceden —musitó ella—. Contadme cómo es posible que vos tengáis poderes y el resto del mundo no. Quiero saber cómo los descubristeis y qué tipo de magia es. Contádmelo todo —Dorian empezó a negar con la cabeza, pero Celaena se inclinó hacia él—. Me habéis visto transgredir una docena de leyes, como mínimo. ¿Creéis que se me ocurriría delataros a vuestro padre, sabiendo que vos podríais destruirme con idéntica facilidad?
Dorian suspiró. Al cabo de un momento, explicó:
—Hace unas semanas, yo… estallé. Me enfadé tanto durante una reunión del consejo que me marché y golpeé una pared. Y, no sé cómo, la pared se agrietó y luego la ventana se hizo añicos también. Llevo desde entonces tratando de averiguar de dónde procede y qué clase de poder es exactamente. Y cómo dominarlo. Pero sencillamente… sucede. Como…
—Como cuando lo empleasteis para impedir que matara a Chaol.
La nuez de Dorian se desplazó en su cuello cuando el príncipe tragó saliva.
Celaena apartó los ojos para decir:
—Gracias por hacerlo. Si no me hubierais detenido, yo… —no importaba lo sucedido entre Chaol y ella, daba igual lo que ahora sintiera por él. Si aquella noche lo hubiese matado, ya nunca habría podido volver atrás, jamás se habría recuperado. En cierto sentido… en cierto sentido se habría convertido en algo parecido a aquella cosa de la biblioteca. Le entraban ganas de vomitar solo de pensarlo—. Sea cual sea vuestro poder, salvó más vidas que la de Chaol aquella noche.
Dorian se revolvió, incómodo.
—Aún tengo que aprender a controlarlo. Si no, podría manifestarse en cualquier parte. Delante de cualquiera. Hasta ahora he tenido suerte, pero no va a durar eternamente.
—¿Lo sabe alguien más? ¿Chaol? ¿Roland?
—No. A Chaol no le he dicho nada y Roland acaba de partir con el duque Perrington. Se disponen a pasar unos meses en Morath para… supervisar la situación en Eyllwe.
Seguro que todo estaba relacionado: el rey, la magia, el poder de Dorian, las marcas del Wyrd, incluso el engendro. El príncipe rebuscó debajo del colchón y sacó un libro. No era el mejor escondite del mundo, pero tenía su mérito.
—He estado mirando los árboles genealógicos de las familias nobles de Adarlan. La magia no se ha manifestado desde hace generaciones.
Celaena habría podido decirle tantas cosas… Pero si lo hacía, provocaría un alud de preguntas. Así que se limitó a observar las páginas que él le mostraba, una detrás de otra.
—Esperad —dijo.
La asesina vio las estrellas cuando acercó la mano al libro, como consecuencia de las heridas del hombro. Se fijó en la última página que el príncipe le había mostrado y se le aceleró el pulso cuando se dio cuenta de lo que tenía ante los ojos: una nueva pista de lo que se proponía el rey. Dejó que Dorian siguiera hablando.
—¿Lo ves? —dijo el príncipe, cerrando el libro al mismo tiempo—. No acabo de entender de dónde procede.
La mirada de Dorian aún albergaba recelo. Celaena buscó sus ojos antes de declarar con voz queda.
—Hace diez años, muchos… muchos de mis seres queridos fueron ejecutados por tener poderes mágicos —el dolor y el sentimiento de culpa asomaron a los ojos de Dorian, pero ella prosiguió—. Así que debéis creerme si os digo que no siento el menor deseo de que muera nadie más por esa causa, ni siquiera el hijo del hombre que ordenó aquellas ejecuciones.
—Lo siento —se disculpó Dorian con suavidad—. Entonces, ¿qué hacemos ahora?
—Darnos un atracón, visitar a un curandero y tomar un baño, por ese orden.
Dorian resopló y le propinó un rodillazo amistoso.
Celaena se echó hacia delante y se metió las manos entre las piernas.
—Esperaremos, vigilaremos esa puerta para asegurarnos de que nadie más intente entrar y… decidiremos sobre la marcha.
Dorian tomó la mano de Celaena entre las suyas y volvió la vista hacia la ventana.
—Sobre la marcha.