Cuando Chaol se marchó a toda prisa, Celaena ya estaba en la salita de recreo, mirando el piano. Llevaba semanas sin tocar.
Al principio, había dejado de lado el piano porque no tenía tiempo de practicar. Porque Archer, la tumba y Chaol le llenaban hasta el último minuto del día. Luego Nehemia había muerto… y no había vuelto a entrar en aquella sala ni una vez. No quería mirar el instrumento ni oír música ni volver a tocar en su vida.
Alejando el encuentro con Chaol de su pensamiento, Celaena abrió despacio la tapa del piano y acarició las teclas de marfil.
Pero no pudo pulsarlas, se sintió incapaz de arrancarles un solo acorde. Nehemia debería estar allí, para ayudarla con Piernasdoradas y con el acertijo, para decirle qué hacer con Chaol, para sonreír mientras Celaena tocaba una pieza particularmente exquisita.
Nehemia se había ido… y el mundo seguía adelante sin ella.
Cuando Sam había muerto, Celaena se lo había guardado en el corazón, lo había arropado allí junto con otros seres queridos que también se habían marchado, cuyos nombres conservaba tan en secreto que a veces llegaba a olvidarlos. Pero Nehemia… Nehemia no cabía. Se sentía como si ya no quedara sitio en su corazón, como si lo tuviera saturado de todas aquellas vidas que habían llegado a su fin antes de hora.
No podía encerrar allí a Nehemia, no mientras la cama manchada de sangre y las horribles palabras que habían intercambiado la persiguieran a cada paso y empañaran cada aliento.
Así que Celaena se limitó a toquetear el piano. Pasando los dedos sobre las teclas una y otra vez, dejó que el silencio la devorara.
Una hora después, Celaena contemplaba los peldaños que partían del fondo de la recóndita sala donde se conservaban los documentos más antiguos. En alguna parte de la biblioteca, un reloj dio la hora. Las imágenes de las hadas y las flores, iluminadas por las llamas, bailaban en las paredes de la escalera, que bajaba en espiral hasta perderse en profundidades ignotas. Había encontrado Los muertos vivientes casi de inmediato, agazapado sobre una mesa entre dos estanterías. Como si la estuviera esperando. Y solo tardó unos minutos en localizar el hechizo que servía para abrir cualquier puerta. Lo memorizó rápidamente y lo practicó unas cuantas veces en un armario cerrado con llave.
Le costó mucho no gritar la primera vez que oyó el chasquido del cerrojo al abrirse. Y la segunda.
No le extrañaba que Nehemia y su familia hubieran mantenido aquel poder en secreto. Y tampoco que el rey de Adarlan quisiera controlarlo.
Con la mirada puesta en las profundidades de la escalera, Celaena tocó a Damaris y luego las dos dagas que llevaba colgadas del cinto. Todo iba bien. No tenía motivos para ponerse nerviosa. ¿Qué mal podía acecharla en un lugar tan apacible como una biblioteca?
Seguro que el rey tenía sitios mejores donde ocultar sus oscuros tejemanejes. En el mejor de los casos, Celaena encontraría alguna pista que la ayudara a averiguar si el monarca poseía alguna llave del Wyrd y dónde la ocultaba. En el peor… se toparía con el encapuchado que rondaba la biblioteca desde hacía varias semanas. Seguro que los ojos brillantes que había atisbado la última vez pertenecían a algún roedor, nada más. Y si se equivocaba… Bueno, fuera lo que fuese lo que había allí, si había sido capaz de vencer a un ridderak, podía enfrentarse a cualquier cosa, ¿o no?
Claro que sí. Celaena empezó a bajar. Al llegar al rellano, se detuvo.
Nada. No sintió terror ni tuvo malos presentimientos. Nada en absoluto.
Dio otro paso, luego otro más y por fin, conteniendo el aliento, siguió bajando hasta perder de vista la parte alta de la escalera. Habría jurado que los grabados de la pared se movían, que los fieros y hermosos rostros de las hadas se volvían a mirarla en su descenso.
Solo oía sus propios pasos y el susurro de la antorcha al arder. Un escalofrío le recorrió la espalda. Cuando atisbó la oscuridad del descansillo inferior, se detuvo un momento.
Instantes después, llegó a la puerta de hierro. Sin pararse a reconsiderar el plan, Celaena sacó un trozo de tiza y dibujó dos marcas del Wyrd en la hoja, susurrando el conjuro al mismo tiempo. La palabras le agarrotaron la lengua, pero cuando acabó de pronunciarlas oyó el chasquido sordo de algún mecanismo interno.
Maldijo entre dientes. El conjuro había surtido efecto. No quería pensar en lo que eso implicaba, cómo era posible que funcionase con una puerta de hierro, el único elemento supuestamente inmune a la magia. Sobre todo porque sabía la cantidad de hechizos horribles que contenía Los muertos vivientes: conjuros para invocar demonios, para despertar a los muertos, para torturar a otros hasta que suplicasen su propia muerte.
Celaena abrió la puerta con un tirón firme y se encogió cuando la hoja chirrió contra el suelo de losa gris. Un frío soplo de aire estancado le revolvió el cabello. Sacó la espada Damaris.
Después de comprobar —dos veces— que la puerta no se podía cerrar desde dentro, cruzó el umbral.
La antorcha reveló un angosto tramo de unos diez peldaños, que conducía a otro pasadizo largo y estrecho. Las telarañas y el polvo proliferaban por doquier, pero no fue el aspecto descuidado del pasillo lo que la hizo detenerse en seco.
Fueron las puertas, las decenas de portales de hierro que flanqueaban el pasadizo a ambos lados. Todos tan anodinos como el que acababa de atravesar, todos exentos de la menor pista sobre lo que pudiera haber al otro lado. Al fondo del corredor, una nueva puerta de hierro brillaba al fulgor mortecino de la antorcha.
¿Qué lugar era aquel?
Descendió los peldaños. Silencio absoluto. Como si el mismo aire contuviese el aliento.
Mantuvo la luz en alto y, sosteniendo a Damaris con la otra mano, se acercó a la primera puerta de hierro. No tenía manilla, solo una línea marcada en la superficie. Descubrió dos líneas en la puerta de enfrente. Los números uno y dos. Impares a la izquierda, pares a la derecha. Siguió caminado, prendiendo una antorcha tras otra y apartando las cortinas de telarañas a su paso. Según avanzaba por el pasillo, los números de las puertas iban aumentando.
¿Será esto una especie de mazmorra?
Sin embargo, no se veían manchas de sangre en el suelo, ni restos de huesos o de armas. Ni siquiera olía muy mal, solo a polvo. A sequedad. Probó a abrir una de las puertas, pero estaba cerrada con llave. Todas estaban cerradas. Y el instinto le recomendó que no intentara abrirlas.
Notó un latido en la cabeza, como un principio de migraña.
El pasillo continuaba hasta las celdas del fondo, marcadas con los números noventa y ocho y noventa y nueve respectivamente.
Al frente, una última puerta sin marcas. Dejó la antorcha en un soporte y tiró del picaporte. Le pareció mucho menos pesada que la primera, pero también estaba cerrada.
Y, a diferencia de las puertas del corredor, se diría que esta última quería ser abierta, como si le estuviera pidiendo que la traspasara. Así que Celaena sacó la tiza y trazó en el antiguo metal las marcas mágicas. La hoja cedió sin ruido.
A lo mejor estas eran las mazmorras de Gavin. De la época de Brannon. Eso explicaría las imágenes de los seres mágicos grabadas en la escalera superior. Tal vez el rey usara aquellas celdas para encerrar a los soldados demonio del ejército de Erawan. O a los horribles seres contra los que luchaba Gavin.
Se le secó la boca cuando traspasó el segundo umbral y encendió las primeras antorchas. De nuevo, la luz reveló un pequeño tramo de escaleras que conducía a un corredor. Sin embargo, este viraba a la derecha y parecía mucho más corto. Las sombras no ocultaban nada; solo más y más puertas de hierro cerradas a ambos lados. Reinaba un silencio sepulcral.
Avanzó hasta llegar al portal que señalaba el final del pasillo. Sesenta y seis celdas aquella vez, todas selladas. Abrió la del fondo con las marcas del Wyrd.
Entró en el tercer pasadizo, que también viraba bruscamente, y descubrió que era aún más corto. Treinta y tres celdas.
El cuarto pasillo torcía a la derecha otra vez y en esta ocasión contó veintidós celdas. El ligero dolor de cabeza se convirtió en una jaqueca en toda regla, pero estaba muy lejos de sus aposentos y ya que había llegado hasta allí…
Celaena se detuvo ante la puerta del fondo, la cuarta que iba a cruzar.
Es una espiral. Un laberinto. Que te interna en las profundidades de la tierra, cada vez más abajo.
Se mordió el labio, pero abrió el portal. Once celdas. Aceleró el paso y alcanzó rápidamente la quinta puerta del fondo. Nueve celdas.
Se acercó a la sexta y se detuvo.
Otro tipo de escalofrío la recorrió cuando se quedó mirando el sexto portal.
¿El centro de la espiral?
Cuando la tiza se deslizó sobre la hoja de hierro para dibujar las marcas del Wyrd, una vocecilla interior le dijo que se largara de allí. Y aunque quería hacerle caso, abrió la puerta de todos modos.
La antorcha iluminó un pasadizo en ruinas. Parte de las paredes se había derrumbado y las vigas de madera estaban reducidas a astillas. Las telarañas se extendían entre los listones y algunos jirones de tela, encajados entre la roca y las vigas, ondeaban con la leve brisa.
La muerte había visitado aquel lugar. Y no hacía mucho tiempo. Si nadie lo hubiera pisado desde la época de Gavin y Brannon, los paños se habrían reducido a polvo.
Celaena miró las tres celdas alineadas en el corto pasillo. Atisbó otra puerta al fondo, cuya hoja colgaba desvencijada de un único gozne. Al otro lado, reinaba la oscuridad.
No obstante, fue la tercera celda la que le llamó la atención.
Alguien había reventado la puerta de esa celda, cuya superficie estaba abollada y plegada sobre sí misma. Pero no desde fuera.
Celaena levantó la espada antes de mirar en el interior.
Quienquiera que hubiera estado allí, había escapado.
Una rápida inspección desde el umbral no reveló nada salvo huesos. Montones de huesos, la mayoría tan destrozados que resultaba imposible identificarlos.
Devolvió la atención al pasillo. Ningún movimiento.
Con mucha cautela, entró en la celda.
Dos cadenas de hierro colgaban de las paredes, rotas a la altura de los grilletes. Unas marcas blancas surcaban la piedra, infinidad de surcos largos y profundos en grupos de cuatro.
Arañazos.
Se volvió a mirar la hoja rota de la puerta. También estaba llena de marcas.
¿Cómo es posible que alguien arañe de ese modo el hierro? ¿La piedra?
Se estremeció y abandonó rápidamente la celda.
Se volvió a mirar el camino por el que había llegado, iluminado por el fulgor de las antorchas que había ido prendiendo. Luego dirigió la vista a la oscuridad que se extendía ante ella.
Estás casi en el centro de la espiral. Mira lo que hay. Comprueba si alberga alguna respuesta. Elena te dijo que buscaras pistas…
Agitó a Damaris unas cuantas veces; solo para relajar la muñeca, por supuesto. Haciendo girar el cuello, penetró en la penumbra.
El pasillo carecía de soportes para antorchas. El séptimo portal solo reveló un breve pasadizo y una puerta abierta. La octava.
Las paredes que conducían al octavo portal estaban dañadas y exhibían también marcas de garras. Su dolor de cabeza se intensificó, pero fue cediendo según se acercaba. Al otro lado del umbral se alzaba una escalera de caracol, tan larga que Celaena no alcanzaba a ver el final. Un ascenso directo a las tinieblas.
¿Pero adónde?
La escalera apestaba. Esgrimiendo a Damaris ante ella, remontó los peldaños con cuidado de no pisar las piedras caídas que se amontonaban en el suelo.
Celaena subió infinidad de escaleras, agradecida de haberse entrenado tan a fondo. La migraña empeoró, pero cuando llegó a lo más alto olvidó por completo el agotamiento y el dolor.
Alzó la antorcha. La rodeaban lustrosos muros de obsidiana, que ascendían vertiginosos, tan altos que no llegaba a ver el techo. Se encontraba en una especie de cámara situada al fondo de una torre.
Enroscadas a las extrañas paredes de piedra, unas vetas verdosas resplandecían a la luz de la antorcha. Había visto antes aquel material. Lo había visto…
En el anillo del rey. En el anillo de Perrington. Y en el de Cain.
Celaena tocó la piedra y notó una descarga que empeoró aún más su jaqueca, tanto que le entraron arcadas. El Ojo de Elena emitió un destello azul, pero la luz se extinguió rápidamente, como si la piedra la hubiera absorbido, como si la hubiera devorado.
Trastabilló de vuelta a las escaleras.
Dioses del cielo. ¿Pero esto qué es?
Como en respuesta, un estruendo resonó en la torre, tan fuerte que Celaena saltó hacia atrás. El ruido resonó un buen rato con un eco metálico.
Alzó la mirada hacia la oscuridad que la envolvía.
—Ya sé dónde estoy —susurró Celaena cuando el sonido se fue extinguiendo.
En la torre del reloj.