Mort ahogó una risilla cuando Celaena trastabilló hasta la puerta del sepulcro.
—Así que ahora te has convertido en cazadora de brujas, ¿eh? Otro bonito título que añadir a tu lista.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella mientras dejaba la vela en el suelo.
Ya había quemado las ensangrentadas prendas, que al arder habían despedido un tufo espantoso: a carne podrida, el mismo que emanaba de la bruja. Ligera había gruñido en dirección al hogar y, empujándole las piernas, había intentado llevarse de allí a su dueña.
—Ah, noto el hedor —repuso Mort—. Apestas a su ira y su maldad.
Celaena se retiró el cuello de la túnica para mostrar los pequeños cortes que tenía allá donde las uñas de Piernasdoradas se le habían clavado en la piel, justo encima de la clavícula. Se las había desinfectado, pero tenía la sensación de que dejarían marca, un collar de cicatrices.
—¿Qué piensas de esto?
Mort hizo un gesto de dolor.
—Hace que me alegre de ser de bronce.
—¿Son peligrosas?
—Has matado a una bruja. Y ahora llevas la marca de una bruja. No son como las heridas normales —Mort entornó los ojos—. Supongo que eres consciente de que acabas de meterte en un lío tremendo.
Celaena gimió.
—Piernasdoradas era una jefa. Una reina de su clan —prosiguió Mort—. Cuando destruyeron a la familia Crochan, se unieron a las Pico Negro y a las Sangre Azul para formar la alianza Dientes de Hierro. Aún respetan aquel juramento.
—Pero pensaba que todas las brujas habían desaparecido…, que se las había llevado el viento.
—¿Desaparecido? Las Crochan y sus seguidoras llevan varias generaciones escondidas. Sin embargo, los clanes de la alianza Dientes de Hierro siguen viajando de acá para allá, como hacía Baba, si bien muchas más viven en ruinas tenebrosas, a imagen y semejanza de su propia maldad. Ahora bien, sospecho que cuando las Piernasdoradas descubran que su jefa ha muerto, convocarán a las Pico Negro y a las Sangre Azul y exigirán respuestas al rey. Tendrás suerte si no vienen a buscarte en sus escobas y te llevan consigo.
Celaena hizo una mueca.
—Espero que te equivoques.
Mort enarcó sutilmente las cejas.
—Yo también.
La asesina pasó una hora en el sepulcro, leyendo el acertijo de la pared y meditando las palabras de la bruja. Llaves, puertas… todo era tan raro, tan incomprensible y terrorífico… Y si aquellas llaves obraban en poder del rey, aunque solo fuera una…
Celaena se estremeció.
Cuando comprobó que por más que mirase el poema no conseguiría descifrarlo, Celaena caminó pesadamente hacia sus aposentos para echar una cabezada. La necesitaba.
Al menos, había averiguado el posible origen del poder del rey. Sin embargo, quedaban otros enigmas por descifrar. Entre ellos, la pregunta más acuciante: ¿qué planeaba hacer el rey con las llaves… que no hubiera hecho ya?
Tenía la sensación de que prefería no saberlo.
A lo mejor las catacumbas de la biblioteca albergaban la respuesta a aquella horrible pregunta. La biblioteca contenía un volumen que tal vez la ayudara a dar con la solución, un libro que posiblemente incluyese el hechizo de apertura que estaba buscando. Y sabía que Los muertos vivientes aparecería en cuanto empezase a buscarlo.
A medio camino de sus aposentos, toda esperanza de dormir un rato se desvaneció cuando Celaena dio media vuelta para ir a buscar la espada Damaris y cualquier otra arma que pudiera llevar consigo.
No debería estar allí. Se estaba buscando complicaciones; otra pelea con Celaena provocaría un cataclismo en el castillo. Y si la chica volvía a atacarlo, si decidía acabar con él, Chaol estaba convencido de que no se lo impediría.
Ni siquiera sabía qué decirle. Pero algo debía decirle, aunque solo fuera para romper de una vez por todas el silencio y la tensión que no le dejaban dormir y le impedían concentrarse en su trabajo.
Celaena no estaba en sus aposentos, pero Chaol entró de todos modos y deambuló hasta el escritorio. Estaba tan desordenado como el de Dorian, atestado de libros y papeles. Se habría ido por donde había venido de no haber visto unos extraños símbolos escritos aquí y allá, signos muy parecidos a la marca que había brillado en la frente de Celaena el día del torneo. La había olvidado en los meses transcurridos. ¿Estaría aquella marca… conectada de algún modo con su pasado?
Mirando por encima del hombro, atento por si Philippa o Celaena se dejaban caer, hojeó los documentos. Solo eran notas: dibujos de símbolos y palabras subrayadas al azar. A lo mejor no son sino garabatos, se dijo esperanzado.
Ya se disponía a marcharse cuando un documento medio enterrado entre un montón de libros le llamó la atención. Estaba escrito en una caligrafía muy cuidada y lo firmaban varias personas.
Extrayéndolo con cuidado, Chaol tomó el papel y lo leyó.
El mundo se hundió a sus pies.
Era el testamento de Celaena. Fechado dos días antes de la muerte de Nehemia.
Y se lo dejaba todo —hasta la última moneda de cobre— a él.
Mientras examinaba la suma y la lista de bienes, incluido el apartamento de los arrabales y todos los objetos que contenía, se le hizo un nudo en la garganta.
Celaena le legaba cuanto poseía con una única condición: que no se olvidase de Philippa.
—No voy a cambiarlo.
Chaol se giró a toda prisa y la vio apoyada en el marco de la puerta con los brazos cruzados. Aunque el gesto le resultaba familiar, Celaena exhibía una expresión fría, indiferente. El capitán soltó el documento.
De repente, la lista de casas nobles que llevaba en el bolsillo pesaba como una losa. ¿Y si se había precipitado en sus conclusiones? ¿Y si la elegía no era un canto fúnebre de Terrasen? A lo mejor Celaena, sencillamente, había cantado en una lengua que Chaol desconocía.
Ella lo observaba con mirada felina.
—Sería demasiado complicado cambiarlo ahora —siguió diciendo Celaena.
Llevaba un arma antigua, hermosa, prendida al cinto, junto con unas cuantas dagas que Chaol nunca había visto. ¿De dónde las había sacado?
Las palabras pugnaban por abrirse paso en la garganta del capitán, tantas que fue incapaz de decir nada. Todo ese dinero… Y se lo había dejado a él. Se lo había legado como consecuencia de los sentimientos que le inspiraba. Incluso Dorian se había dado cuenta desde el principio.
—Ahora, como mínimo —prosiguió ella, que se separó del marco y desvió la mirada—, cuando el rey os despida por hacer un trabajo tan deplorable, tendréis lo suficiente para vivir.
Chaol no podía respirar. No solo lo había hecho por generosidad. También porque sabía que, si alguna vez perdía su puesto, tendría que volver a Anielle, recurrir al dinero de su padre. Y que eso lo destrozaría.
Ahora bien, Chaol solo podría tocar aquel capital tras la muerte de Celaena. Únicamente si estaba oficialmente muerta, y no como desertora a la corona. Si a su muerte la consideraban una traidora, todos sus bienes pasarían a manos del rey.
Y para morir en un acto de traición, ella tendría que hacer lo que Chaol más temía: aliarse con aquella organización secreta, encontrar a Aelin Galathynius y volver a Terrasen. Aquel testamento parecía indicar que no tenía intención de hacer nada semejante. No planeaba reclamar su título perdido y no representaba ninguna amenaza para Adarlan o para Dorian. Chaol se había equivocado. Una vez más, había metido la pata.
—Salid de mis aposentos —le ordenó Celaena desde el recibidor, antes de dirigirse rápidamente a la salita de recreo y cerrar la puerta tras ella.
Chaol no había llorado tras la muerte de Nehemia, ni después de encerrar a Celaena en las mazmorras, ni siquiera cuando la asesina había regresado con la cabeza de Tumba, tan distinta a la muchacha que había llegado a amar con toda su alma.
Sin embargo, cuando abandonó aquellas habitaciones, dejando atrás el maldito testamento, no tuvo tiempo de llegar a su dormitorio. El capitán se metió en el primer armario de escobas que encontró y rompió en sollozos.