Desde un balcón, Chaol y Dorian observaban a los feriantes, que ya habían empezado a desmontar las tiendas. Al día siguiente la feria se marcharía, y Chaol podría encargar a sus hombres misiones más importantes. Como asegurarse de que ningún otro asesino entrase en el castillo.
Pese a todo, el problema más acuciante del capitán seguía siendo Celaena. A última hora de la noche, después de que el bibliotecario real se retirara, Chaol había regresado a la biblioteca y había examinado los árboles genealógicos. Alguien los había desordenado todos, así que había tardado un poco en encontrar el que buscaba, pero por fin había dado con la lista de la casas nobles de Terrasen.
No había ninguna apellidada Sardothien, pero tampoco le sorprendió. Una parte de él siempre había sabido que Celaena usaba un nombre falso. De modo que había redactado una lista —una lista que le estaba agujereando el bolsillo del pantalón de tanto como quemaba— de todas las casas nobles de las que pudiera proceder, casas donde hubiera niños en la época de la conquista de Terrasen. Un mínimo de seis familias había sobrevivido… pero ¿y si la de Celaena había sido aniquilada por completo? Cuando acabó de escribir los nombres, Chaol no estaba más cerca de saber quién era Celaena en realidad que al principio.
—Y bien, ¿me has traído aquí para preguntarme algo o solo para matarme de frío? —le espetó Dorian.
Chaol enarcó una ceja y Dorian lo animó con una pequeña sonrisa.
—¿Cómo está? —preguntó el capitán. Ya se había enterado de que Dorian y Celaena habían cenado juntos… y de que ella se había quedado en la habitación del príncipe hasta altas horas de la madrugada. ¿Lo había hecho con algún propósito? ¿Había sido una maniobra pensada para humillarlo, para hacerlo sufrir aún más si cabe?
—Tratando de superarlo —repuso Dorian—. Tratando de superarlo lo mejor que puede. Y como sé que eres demasiado orgulloso para preguntar, te diré que no, no te ha mencionado. Ni creo que lo haga.
Chaol respiró profundamente. ¿Cómo convencer a Dorian de que se mantuviese alejado de ella? No porque estuviese celoso sino porque Celaena suponía una amenaza tan grande que Dorian no podía imaginarla siquiera. Solo podía ponerle sobre aviso recurriendo a la verdad, pero…
—Tu padre se muestra muy curioso respecto a ti —dijo Dorian—. Tras las reuniones del consejo, siempre me pregunta por su hijo. Creo que quiere que vuelvas a Anielle.
—Ya lo sé.
—¿Te vas a marchar con él?
—¿Queréis que lo haga?
—No me corresponde a mí decidirlo.
Chaol apretó los dientes. Desde luego, no pensaba ir a ninguna parte, no mientras Celaena anduviese por allí. Y no solo por ser ella quien era en realidad.
—No siento ningún interés en convertirme en señor de Anielle.
—Muchos hombres matarían por la clase de poder que ese título representa.
—Yo nunca lo he querido.
—No —Dorian apoyó las manos en la barandilla del balcón—. No, tú nunca has querido nada salvo el cargo que ahora ostentas y a Celaena.
Chaol abrió la boca, a punto de formular mil objeciones.
—¿Crees que estoy ciego? —preguntó Dorian. Sus ojos azules brillaban gélidos—. ¿Por qué crees que la abordé en el baile de Yulemas? No porque quisiera sacarla a bailar, sino porque vi cómo os mirabais. Ya entonces me di cuenta de lo que sentías.
—Lo sabíais y aun así la sacasteis a bailar.
El capitán de la guardia apretó los puños.
—Ella es muy capaz de tomar sus propias decisiones. Y así lo hizo. —Dorian esbozó una sonrisa amarga—. Respecto a ti y respecto a mí.
Chaol tomó aire para contener la ira que amenazaba con desbordarlo.
—Si os inspira esos sentimientos, ¿por qué permitís que siga encadenada a vuestro padre? ¿Por qué no buscáis un modo de liberarla de su contrato? ¿Acaso teméis que si la dejáis libre nunca más se acerque a vos?
—Ten cuidado con lo que dices —le advirtió Dorian con suavidad.
Pero así eran las cosas. Aunque no podía imaginar un mundo sin Celaena, Chaol era muy consciente de que tenía que sacarla del castillo. Aunque no sabía si por el bien de Adarlan o por el de la muchacha.
—Mi padre tiene tan mal genio que sería capaz de castigarme, o de castigarla a ella, solo por plantear el tema. Estoy de acuerdo contigo, de verdad que sí: no está bien obligarla a permanecer aquí. De todos modos, deberías tener cuidado con lo que dices —el príncipe heredero de Adarlan miró a Chaol de arriba abajo—. Y tener en cuenta a quién debes lealtad.
Tiempo atrás, Chaol se habría defendido. Hacía unos días, posiblemente habría objetado que su lealtad a la corona estaba más allá de toda duda. Sin embargo, en aquellos momentos, tanto su lealtad como su obediencia dejaban mucho que desear.
Y lo habían destruido todo.
Celaena sabía que solo llevaba inconsciente unos segundos, pero habían bastado para que Piernasdoradas le agarrara los brazos por la espalda y le atara las muñecas con la cadena. Le dolía la cabeza y notaba el goteo de la sangre, que le resbalaba por el cuello hasta la túnica. Nada grave; había sufrido heridas peores. Por desgracia, la bruja le había quitado las armas y las había tirado por ahí. Incluso las que llevaba en el pelo y ocultas en la ropa. Y las botas. Qué lista.
Así que no dejó que Piernasdoradas advirtiera, ni por un segundo, que estaba consciente. Sin previo aviso, se dio impulso con los hombros y le estampó la cabeza con todas sus fuerzas.
Sonó un crujido de huesos rotos. Piernasdoradas aulló, pero Celaena ya se había retorcido para meter las piernas debajo del cuerpo de la bruja. Rápida como una cobra, la bruja intentó agarrar el otro extremo de la cadena. La asesina pisó el segmento de cadena que las separaba y estampó el otro pie contra la cara de Piernasdoradas.
La mujer salió volando, como si no fuera más que polvo y viento, hasta estrellarse en las sombras que albergaban los espejos.
Maldiciendo entre dientes, Celaena notó la mordedura del frío hierro en las muñecas. Pero había aprendido a escapar de peores situaciones. Arobynn la ataba de la cabeza a los pies y la dejaba allí hasta que conseguía soltarse, aunque tuviera que pasar dos días postrada en el suelo entre su propia porquería o se dislocara los hombros tratando de liberarse. Así pues, no fue de extrañar que se librase de las cadenas en cuestión de segundos.
Se sacó un pañuelo del bolsillo y lo utilizó para empuñar un fragmento alargado de espejo. Esgrimiéndolo como si fuera un cuchillo, Celaena escudriñó las sombras en las que se había sumido Piernasdoradas. Nada. Solo un rastro de sangre oscura.
—¿Sabes a cuántas jóvenes he atrapado en el interior de este carromato a lo largo de los últimos quinientos años? —la voz de la bruja Dientes de Hierro resonaba en todas partes y en ninguna—. ¿A cuántas brujas Crochan he destruido? Y también hubo guerreros, hermosos y bien dotados. Sabían a hierba de verano y agua fresca.
Muy bien. Piernasdoradas era una auténtica bruja Dientes de Hierro, ¿y qué? Eso no cambia nada, se dijo Celaena. Nada, salvo que tendría que hacerse con un arma mejor.
Inspeccionó el carromato en busca de la anciana, de sus propias dagas, de cualquier cosa que pudiera usar contra la vieja bruja. Desplazó la mirada a los estantes de la pared más cercana. Libros, bolas de cristal, papel, bichos muertos guardados en frascos.
De haber parpadeado, Celaena no la habría visto. Estaba sucísima, pero aún despedía un brillo tenue a la luz distante de la estufa. Apoyada en la pared sobre un montón de madera había un hacha de una sola hoja.
Celaena la tomó sonriendo apenas. La imagen de Piernasdoradas bailoteaba por todas partes, miles de reflejos que calculaban, observaban, aguardaban.
Celaena estampó el hacha contra el más próximo. Y luego contra el siguiente. Y el de más allá.
La única forma de matar a una bruja era cortarle la cabeza; un amigo se lo había dicho una vez.
Zigzagueó entre los espejos, rompiéndolos al pasar. Los reflejos de la bruja se fueron desvaneciendo uno a uno hasta que la verdadera Piernasdoradas apareció en el estrecho pasillo que separaba a Celaena del hogar. La bruja volvía a sostener la cadena.
Celaena blandió el hacha por encima del hombro.
—Te doy una última oportunidad —musitó—. Si accedes a no decir ni una palabra a nadie sobre Dorian y sobre mí, te dejaré marchar.
—Noto el sabor de tus mentiras —respondió Piernasdoradas. Correteando como una araña, más deprisa de lo que Celaena habría creído posible, se abalanzó contra ella, volteando la cadena por encima de la cabeza.
La asesina esquivó el primer golpe. Oyó el segundo antes de verlo y, aunque falló, la cadena rompió un espejo y el cristal estalló a su alrededor. Celaena no tuvo más remedio que protegerse los ojos. Por una milésima de segundo, perdió de vista a su objetivo.
Fue suficiente.
La cadena se enrolló alrededor de su tobillo, dolorosa e implacable. La bruja tiró de ella.
El mundo se inclinó cuando la bruja la hizo caer. Piernasdoradas corrió hacia ella, pero Celaena, sin soltar el hacha, rodó entre fragmentos de cristal hasta notar el áspero tejido de la alfombra en la cara.
Sintió un tirón seco en la pierna y de inmediato oyó un nuevo latigazo. Cuando el metal le golpeó el antebrazo con fuerza, Celaena soltó el hacha. Se volvió de espaldas, todavía atada a la cadena infernal, y descubrió que los dientes de Piernasdoradas se cernían sobre ella. Veloz como el rayo, la bruja empujó a Celaena contra la alfombra.
Piernasdoradas la agarró por el hombro y la asesina notó el calor de la sangre cuando la bruja le clavó las uñas en la piel.
—No te muevas, niña estúpida —cuchicheó la anciana mientras intentaba alcanzar el extremo de la cadena otra vez.
Celaena gimió cuando alargó el brazo por encima de la áspera alfombra para asir el metal, que yacía a pocos dedos de su alcance. El brazo le dolía horrores y el tobillo también. Si pudiera alcanzar el hacha… Haciendo chasquear los dientes, Piernasdoradas se abalanzó sobre el cuello de la chica.
La asesina giró de lado y, esquivando por un pelo aquellos dientes de hierro, alcanzó el hacha por fin. La arrastró tan deprisa que el extremo romo golpeó a la anciana en la cara.
Piernasdoradas se derrumbó entre una nube de tela marrón. Celaena se echó hacia atrás y levantó el arma.
A cuatro patas, Piernasdoradas escupía sangre oscura —sangre azul— en la vieja alfombra. Sus ojos eran dos carbones al rojo vivo.
—Me encargaré de que desees no haber nacido. Ni tú ni tu príncipe.
Dicho eso, la bruja salió disparada, tan deprisa que Celaena habría jurado que volaba.
Pero no llegó muy lejos. Solo hasta los pies de la chica.
Celaena dejó caer el hacha con todas sus fuerzas. Un chorro de sangre azul salpicó cuanto la rodeaba.
Cuando la cabeza de la bruja dejó de rodar, el marchito rostro exhibía una sonrisa.
Se hizo el silencio. Incluso el fuego, tan intenso que Celaena volvía a sudar copiosamente, pareció aquietarse. Celaena tragó saliva. Una vez. Dos.
Dorian no podía enterarse. Aunque ardía en deseos de cantarle las cuarenta por andar haciendo preguntas que Piernasdoradas había considerado tan valiosas como para venderlas al mejor postor, no debía enterarse de lo que acababa de pasar en el carromato. Ni él ni nadie.
Cuando reunió fuerzas para contemplar el estropicio, descubrió que la sangre azul oscuro le había arruinado las botas y los pantalones. Más ropa que incinerar. Se quedó mirando el cuerpo y la alfombra empapada. El asesinato no había sido rápido precisamente, pero aún podía ser limpio. Un desaparecido siempre era preferible a un cadáver decapitado.
Celaena alzó la vista hacia la enorme rejilla de la estufa.