Plantada ante los carromatos, Celaena observaba el ajetreo de los feriantes mientras desmontaban las tiendas. Era el momento perfecto.
Se pasó la mano por la melena suelta y se atusó la túnica marrón. Un atuendo elegante habría llamado demasiado la atención. Y aunque solo fuera durante una hora, le encantó saborear el anonimato, el placer de mezclarse con aquellas gentes que llevaban el polvo de un centenar de reinos prendido a la ropa. Disfrutar de aquella clase de libertad, ver el mundo por etapas, recorrer todas y cada una de las carreteras… A Celaena se le encogió el corazón.
La gente pasaba junto a ella sin mirarla dos veces cuando se dirigió al carromato negro. Tal vez fuera una tontería, pero ¿qué perdía por preguntar? Si Piernasdoradas de verdad era bruja, a lo mejor poseía el don de la clarividencia. Quizá ella supiera descifrar el acertijo de la tumba.
Cuando llegó a la caravana, no encontró a ningún otro cliente por allí, gracias a los dioses. Sentada en lo alto de los peldaños, Baba Piernasdoradas fumaba una larga pipa de hueso cuya cazoleta recordaba a una boca en pleno grito. Encantador.
—¿Vienes a mirarte en los espejos? —le preguntó la bruja, echando humo por los labios marchitos—. ¿Cansada de huir de tu destino, por fin?
—Tengo algunas preguntas que hacerte.
La bruja la olisqueó, y Celaena reprimió el impulso de retroceder.
—Desde luego, apestas a preguntas… y a las montañas de Staghorn. ¿Eres de Terrasen? ¿Cómo te llamas?
La asesina hundió las manos en los bolsillos.
—Lillian Gordaina.
La bruja escupió al suelo.
—¿Cuál es tu verdadero nombre, Lillian? —Celaena se crispó. Piernasdoradas lanzó una carcajada ronca—. Ven —graznó—. ¿Quieres que te diga la buenaventura? Puedo decirte con quién te casarás, cuántos hijos tendrás, cuándo morirás…
—Si de verdad eres tan buena en lo tuyo como dices, ya sabes que todo eso no me interesa. Lo que me gustaría es hablar contigo —dijo Celaena, mostrando las tres monedas de oro que llevaba en la mano.
—Miseria y compañía —le espetó la anciana, dando otra larga calada a la pipa—. ¿Eso es todo lo que valen mis dones, según tú?
Aquello iba a ser una pérdida de tiempo. Y de dinero. Y de dignidad.
Celaena se dio media vuelta enfurruñada, metiéndose las manos en los bolsillos de la oscura capa.
—Espera —la llamó Piernasdoradas.
Celaena siguió andando.
—El príncipe me dio cuatro monedas.
La asesina se detuvo y miró por encima del hombro a la vieja bruja. Una garra fría le estrujó el corazón.
Piernasdoradas le sonrió.
—Él también me hizo unas cuantas preguntas interesantes. Creyó que no lo había reconocido, pero huelo la sangre Havilliard a una legua de distancia. Siete piezas de oro y contestaré a tus preguntas… y te revelaré las suyas.
¿Estaba dispuesta a venderle a ella —a cualquiera— las preguntas de Dorian? Aquella calma que tan bien conocía la invadió.
—¿Y cómo sé yo que no me mientes?
Los dientes de hierro de Piernasdoradas destellaron a la luz de las antorchas.
—Mi negocio se iría al traste si me ganara fama de mentirosa. ¿Te sentirías más cómoda si te lo jurara por uno de tus misericordiosos dioses? ¿O quizá por uno de los míos?
Mirando el carromato negro, Celaena se hizo una trenza a la espalda. Una puerta, ninguna salida trasera ni señales de puertas secretas. Ningún otro acceso y mucha visibilidad en caso de que entrara alguien. Comprobó las armas que llevaba consigo: dos largas dagas, un cuchillo en la bota y tres de las letales horquillas de Philippa. Más que suficiente.
—Que sean seis monedas —dijo Celaena con suavidad— y no te denunciaré a la guardia por ofrecerte a vender los secretos del príncipe.
—¿Y quién te dice a ti que la guardia no estaría interesada en conocerlos? Te sorprendería la cantidad de gente que hay en este reino interesada en conocer los verdaderos intereses del príncipe.
Celaena plantó seis monedas de oro en el escalón, junto a la minúscula bruja.
—Tres por mis preguntas —dijo la asesina, acercando el rostro al de Piernasdoradas tanto como se atrevió. El aliento de la mujer olía a carroña y a humo estancado—. Y tres más por guardar silencio respecto al príncipe.
Los ojos de la bruja brillaron y sus uñas de hierro tintinearon cuando tendió la mano para recibir las monedas.
—Entra en el carromato.
La puerta de la caravana se abrió sin hacer ruido. El interior era una extensión de oscuridad salpicada por algunos charcos de luz vacilante. Piernasdoradas apagó la pipa de hueso.
Celaena estaba deseando que llegara ese momento: el instante de entrar en el carromato y evitar así que alguien la viera con la bruja.
Apoyando una mano en la rodilla, la anciana se levantó con un gemido.
—¿Te importaría decirme ahora tu nombre?
Una corriente fría surgió del interior del carromato y recorrió la nuca de Celaena. Trucos de feria.
—Yo haré las preguntas —dijo la asesina mientras subía a toda prisa los peldaños que conducían a la caravana.
La luz titilante de unos cuantos cabos de vela se reflejaba en hileras e hileras de espejos. Los había de todas las formas y tamaños, unos apoyados en las paredes, otros recostados entre sí, algunos poco más que fragmentos sujetos a los marcos.
Y el resto del espacio, hasta el último hueco libre, estaba atestado de papeles y rollos, frascos llenos de hierbas o líquidos, escobas… Basura.
En la penumbra, el carromato se extendía a lo ancho y a lo largo mucho más de lo que parecía físicamente posible. Un camino serpenteaba hacia la oscuridad entre todos aquellos espejos; una senda que Piernasdoradas ya estaba recorriendo, como si hubiera algún sitio adonde ir en aquel extraño lugar.
Esto no puede ser real; debe de ser una ilusión creada por los espejos.
Celaena miró hacia atrás justo a tiempo de ver cómo la puerta se cerraba sola. Antes de que el eco del golpe se extinguiera, la asesina ya había sacado una daga. Delante de ella, Piernasdoradas rio entre dientes y levantó la vela que llevaba en la mano. El portavelas parecía un cráneo plantado sobre una especie de hueso más grande.
Trucos baratos y engañifas de feria, se decía Celaena una y otra vez, mientras su aliento se condensaba al contacto con el aire gélido del carromato. Nada de aquello era real. Pero Piernasdoradas —y el conocimiento que ofrecía— sí lo era.
—Ven, niña. Siéntate conmigo donde podamos hablar.
Celaena pasó con cuidado sobre un espejo caído. Entretanto, pasaba la mirada del oscilante fanal de calavera a la puerta, y de ahí a las posibles salidas (ninguna, por lo que parecía, aunque quizá hubiera una trampilla en el suelo), todo ello sin perder de vista a la anciana.
La bruja se movía con una rapidez sorprendente, advirtió, y se apresuró para alcanzarla. Mientras cruzaba el bosque de espejos, veía su propia imagen reflejada mil veces. En una luna parecía chata y gorda, en otra alta y de una delgadez imposible. En una tercera se veía cabeza abajo y en otra más, caminando de lado. Tanto reflejo le estaba provocando dolor de cabeza.
—Te has quedado patidifusa, ¿eh? —se burló Piernasdoradas.
Celaena no respondió al comentario, pero envainó el cuchillo mientras seguía a la mujer hasta una pequeña zona de estar situada ante una mortecina estufa de leña. No había motivos para sacar las armas; necesitaba que Piernasdoradas cooperase.
La zona de estar ocupaba un pequeño círculo despejado de basura y espejos, poco más que una alfombra y unas cuantas sillas que prestaban cierta comodidad al espacio. Piernasdoradas renqueó hacia la estufa y eligió unos cuantos troncos del pequeño montón apilado junto al borde. Celaena se quedó a la orilla de la gastada alfombra roja, mirando cómo Piernasdoradas abría la rejilla de hierro, arrojaba la madera y volvía a cerrar la puerta. Al cabo de unos instantes, el fuego se avivó y multiplicó el brillo de los espejos que las rodeaban.
—Las piedras de esta estufa —comentó la bruja mientras palpaba el combado muro de losas oscuras como quien acaricia una mascota— proceden de las ruinas de la capital de Crochan. Los listones del carromato proceden de las paredes de sus escuelas sagradas. De ahí que sea… algo inusual.
Celaena guardó silencio. Habría considerado el comentario parte de la representación de una bruja de feria de no haber comprobado su veracidad con sus propios ojos.
—Y bien —dijo Piernasdoradas, que se puso en pie, ignorando los viejos muebles que las rodeaban—. Preguntas.
Aunque el ambiente del carromato era gélido, la estufa lo caldeó al instante, tanto como para que Celaena se sintiera incómoda de llevar tanta ropa encima. Hacía tiempo, una cálida noche en el desierto Rojo, le habían contado lo que una de aquellas brujas Dientes de Hierro le había hecho a una niña. Y lo que había quedado de ella.
Huesos mondos y lirondos. Nada más.
Celaena volvió a mirar la estufa. Luego alineó el cuerpo con la puerta. Al otro lado de la zona de estar, más espejos aguardaban en penumbra, pero allí la oscuridad era tan insondable que ni la luz del fuego los iluminaba.
Piernasdoradas se inclinó hacia la rejilla y se frotó las nudosas manos ante la hoguera. El reflejo de las llamas bailoteó en sus uñas de hierro.
—Pregunta, niña.
¿Qué respuestas precisaba Dorian con tanta urgencia? ¿De verdad había entrado en aquel lugar extraño y asfixiante? Al menos, había sobrevivido. Aunque solo fuera porque Piernasdoradas quería utilizar la información que le había proporcionado, fuera la que fuese. Necio, más que necio.
¿Acaso ella era más lista?
Tal vez aquella fuera su única oportunidad de descubrir lo que quería saber, a pesar del riesgo, a pesar de lo complicadas y desastrosas que fueran las consecuencias.
—He encontrado un acertijo, y mis amigos llevan semanas discutiendo la solución. Incluso hemos hecho una apuesta al respecto —dijo, mostrándose lo más vaga posible—. A ver si tú la sabes, ya que eres tan lista y sabelotodo. Te daré una moneda más si adivinas la respuesta.
—Niña imprudente. ¿Por qué malgastas mi tiempo con tonterías?
Piernasdoradas miraba ahora hacia los espejos, como si viera algo en ellos que Celaena no podía avistar.
O como si estuviera aburrida.
Un poco más relajada, la asesina se sacó el poema del bolsillo y lo leyó en voz alta.
Cuando hubo terminado, la bruja se volvió a mirarla despacio para decirle con voz ronca:
—¿Dónde has encontrado eso?
Celaena se encogió de hombros.
—Dame la solución y te lo diré. ¿Qué clase de objetos describe el acertijo?
—Llaves del Wyrd —musitó Piernasdoradas con los ojos brillantes—. Describe las tres llaves que abren la puerta del Wyrd.
Un escalofrío recorrió la espalda de Celaena, que, fingiéndose más audaz de lo que se sentía, dijo:
—¿Y qué son? Esas llaves, esa puerta. Por lo que yo sé, me podrías estar mintiendo. No quiero hacer el ridículo.
—Esa información no es ningún pasatiempo para entretener a los mortales.
Más oro brilló en la palma de la mano de la chica.
—Dime cuál es el precio.
La anciana la miró de arriba abajo antes de sorberse la nariz.
—No tiene precio —dijo—, pero el oro servirá de momento.
Celaena colocó siete monedas de oro más en la piedra del hogar. El calor de las llamas le chamuscó la piel. ¿Cómo era posible que un fuego tan exiguo le hiciera sudar a mares?
—Una vez que lo sepas, no habrá vuelta atrás —advirtió la bruja. Y por el brillo que despedían sus ojos, la asesina supo que ni por un momento se había tragado su trola sobre la apuesta.
Celaena dio un paso adelante.
—Dímelo.
Piernasdoradas volvió la vista hacia otro espejo.
—El Wyrd gobierna y forja los cimientos de este mundo. No solo de Erilea, sino de la vida al completo. Hay mundos a los que no tenemos acceso, mundos que se asientan unos encima de otros, ajenos a su mutua existencia. Ahora mismo, podrías estar en el fondo del océano de algún otro mundo. El Wyrd mantiene separados todos esos reinos —absorta en su relato, Piernasdoradas echó a andar, renqueando por la zona de estar—. Pero existen portales en el Wyrd, zonas negras que permiten pasar de un mundo a otro. Y algunas de esas puertas conducen a Erilea. Todo tipo de seres las han cruzado a lo largo de los eones. Seres bondadosos, pero también criaturas muertas y nauseabundas que se arrastran al interior de nuestro mundo cuando los dioses miran a otra parte.
Piernasdoradas desapareció detrás de un espejo, pero Celaena seguía oyendo su paso renqueante.
—Hace mucho tiempo, sin embargo, antes de que los humanos infestaran este mundo miserable, otra clase de mal se coló por esos umbrales: los Valg. Demonios de otro reino decididos a conquistar Erilea, respaldados por un ejército incontable. En Wendlyn, lucharon contra el pueblo de las hadas. Y por más que lo intentaron, los hijos inmortales no pudieron vencerlos.
»Entonces, las hadas descubrieron que los Valg habían hecho algo imperdonable. Con ayuda de su magia negra, habían robado un trozo de puerta del Wyrd y la habían dividido en tres partes: las tres llaves. Una llave por cada uno de sus reinos. Usando las tres a la vez, los reyes Valg podían abrir la puerta del Wyrd a voluntad, manipular su poder para fortalecerse y ceder el paso a filas y filas de soldados. Las hadas tenían que detener aquel horror.
Celaena miraba el fuego, los espejos, la oscuridad del carromato que la rodeaba. El calor era asfixiante.
—Así que un pequeño grupo de hadas decidió robar las llaves a los reyes Valg —siguió narrando Piernasdoradas. Su voz sonaba ahora más cerca—. Era una misión suicida. Muchos de aquellos necios jamás regresaron.
»No obstante, los hijos de las hadas lograron hacerse con las llaves del Wyrd y la reina hada Maeve envió a los Valg de vuelta a su reino. Ahora bien, a pesar de toda su sabiduría, Maeve no descubrió cómo devolver las llaves a la puerta. Y ninguna forja, ningún acero, ninguna herramienta podía destruirlas. Así que la reina de las hadas, creyendo que nadie debía poseer aquel poder, se las entregó a Brannon Galathynius, primer rey de Terrasen, para que las escondiera en este continente. De ese modo, la puerta del Wyrd permanecería cerrada por siempre y nadie podría hacer uso de su poder.
Se hizo un silencio. La propia Piernasdoradas había aminorado su paso desigual.
—Entonces el acertijo es… ¿una especie de mapa para encontrar las llaves? —preguntó Celaena, que temblaba solo de pensar en la clase de poder que perseguían Nehemia y los demás. Y lo que era peor, la clase de poder que posiblemente perseguía el rey.
—Sí.
Celaena se humedeció los labios.
—¿Y qué se podría hacer con las llaves del Wyrd?
—El poseedor de las tres llaves controlaría la puerta rota del Wyrd… y toda Erilea. Sería capaz de abrir y cerrar esa puerta a voluntad. Podría conquistar otros mundos o dejar entrar a todo tipo de seres para que se unieran a su causa. Pero una sola llave bastaría para otorgar un poder peligrosísimo al propietario. No el suficiente para abrir la puerta, pero sí para convertirlo en una gran amenaza. Verás, las llaves son poder en estado puro; un poder tal que, aunque solo se poseyera una de ellas, el propietario podría modelarlo a su antojo. Tentador, ¿no crees?
Las palabras resonaban en el interior de Celaena, donde se mezclaban con la orden de Elena de encontrar y destruir la fuente del mal. Del mal. Un mal que se había manifestado hacía diez años, cuando todo un continente había quedado de repente a merced de un solo hombre; en manos de un rey que, de algún modo, se había vuelto invencible.
Una fuente de poder ajeno a la magia.
—No es posible.
Piernasdoradas soltó una risilla.
Celaena seguía negando con la cabeza. El corazón le latía tan desenfrenadamente que apenas podía respirar.
—¿El rey posee alguna llave? ¿Por eso conquistó el continente con tanta facilidad?
Pero si ya tenía lo que quería, ¿qué otros planes albergaba?
—Es posible —respondió Piernasdoradas—. Si yo tuviera que apostar el oro que he ganado con el sudor de mi frente, diría que por lo menos tiene una.
Celaena escudriñó la oscuridad, los espejos, pero solo atinó a ver versiones de sí misma. No oía nada salvo el chisporroteo del fuego y su propia respiración agitada.
Piernasdoradas se había detenido.
—¿Hay algo más? —preguntó la joven.
La bruja no respondió.
—¿Cómo? ¿Tomas mi dinero y sales corriendo? —Celaena avanzó despacio por el camino que serpenteaba entre los espejos hacia la puerta, que ahora se le antojaba inalcanzable—. ¿Qué pasa si tengo más preguntas?
El reflejo de sus propios movimientos en los espejos le ponía los nervios de punta, pero, alerta y concentrada, se recordó a sí misma lo que tenía que hacer. Sacó las dos dagas.
—¿Crees que el acero puede herirme? —dijo una voz que rebotó de espejo en espejo hasta que pareció surgir de todas partes y de ninguna.
—Y yo que creía que lo estábamos pasando de maravilla… —repuso Celaena, dando otro paso.
—Bah. ¿Quién lo pasa de maravilla cuando tu invitada planea matarte?
Celaena sonrió.
—¿No es por eso por lo que avanzas hacia la puerta? —prosiguió Piernasdoradas—. ¿No para escapar, sino para asegurarte de que no burle a tus infames dagas?
—Dime a quién más le has vendido el secreto del príncipe y te dejaré ir.
Hacía un rato, había estado a punto de alejarse —a punto de marcharse—, pero la mención del príncipe por parte de la bruja la había detenido en seco. Ahora no tenía más remedio que cumplir con su deber. Con su deber de proteger a Dorian. Eso era lo que había comprendido la noche anterior. Sí que le quedaba alguien: un amigo. Y haría cualquier cosa, lo que fuera necesario, por mantenerlo a salvo.
—¿Y si te digo que no se lo he dicho a nadie?
—No te creería.
Celaena avistó la puerta al fin. No veía a la bruja por ninguna parte. Se detuvo, más o menos en el centro del carromato. Sería más fácil pillarla allí. Más rápido y limpio.
—Lástima —respondió Piernasdoradas, y Celaena se alineó con la voz lejana. Tenía que haber alguna salida oculta… ¿pero dónde? Si la bruja escapaba, si le contaba a alguien lo que Dorian había preguntado (fuera lo que fuese), y si compartía con alguien lo que Celaena le había dicho…
Sus propios reflejos titilaban y mudaban a su alrededor. Rápido, limpio. Luego se marcharía.
—¿Cómo se siente el cazador —susurró Piernasdoradas con rabia— cuando se convierte en presa?
Por el rabillo del ojo, la asesina atisbó la figura encorvada, que sostenía una cadena en sus manos deformadas. La primera daga ya volaba cuando Celaena se giró de un salto hacia la bruja para derribarla, para tirarla al suelo y poder…
Un espejo se rompió allí donde había creído ver a Piernasdoradas.
Celaena oyó un golpe metálico a su espalda, seguido de una carcajada ronca.
Pese a toda su preparación, la asesina no tuvo tiempo a agacharse antes de que una cadena se estrellara contra su cabeza y la tirara de bruces al suelo.