Encaramada al tejado de una bonita casa de la ciudad y acuclillada entre las sombras de una chimenea, Celaena observaba la vivienda contigua. A lo largo de la última media hora, no había parado de entrar gente, todos encapuchados y protegidos con capas, aparentando no ser más que clientes muertos de frío, ansiosos por escapar de la gélida noche.
Hablaba en serio cuando le había dicho a Archer que no quería saber nada de él ni de su movimiento. Y, sinceramente, una parte de ella se preguntaba si no sería más inteligente matarlos a todos y arrojar sus cabezas a los pies del rey. Sin embargo, Nehemia había formado parte de aquel grupo. Y por más que la princesa hubiera fingido no saber nada de esas personas… seguían siendo su gente. Tampoco había mentido cuando había informado a Archer de que le había comprado unos días más. Después de que Celaena delatara al consejero Mullison, el rey no había dudado en concederle más tiempo para acabar con el cortesano.
Una ráfaga de nieve revoloteó ante ella y le ocultó las vistas de la casa de Archer. Cualquier otro habría tomado la reunión por una fiesta que el cortesano había organizado para sus clientes. Celaena solo reconoció algunas de las caras —y cuerpos— que se apresuraban a subir las escaleras, personas que aún no habían abandonado el reino o que habían sobrevivido a la noche en que todo se fue al infierno.
Había muchos más, sin embargo, cuyos nombres desconocía. Reconoció al guardia que se había interpuesto entre Chaol y ella en el almacén; el tipo pendenciero. No por las facciones, que aquella noche llevaba ocultas, sino por la manera de moverse y por las espadas gemelas que llevaba sujetas a la espalda. Aún iba encapuchado, pero bajo la capucha asomaba una cabellera negra y lacia, larga hasta los hombros, y la tez bronceada de un hombre joven.
El tipo se detuvo en el peldaño inferior para dar instrucciones en voz baja a los hombres que lo rodeaban. Con un asentimiento, sus compañeros se sumieron en la noche.
Celaena consideró la idea de seguir a uno de aquellos tipos. Pero había acudido para vigilar a Archer, para saber qué tramaba. Tenía previsto espiarlo hasta el momento en que se subiera al barco y zarpara. Y cuando el cortesano se hubiera marchado, una vez que la asesina le hubiera llevado al rey el falso cadáver… no tenía ni idea de lo que haría.
Se acurrucó aún más detrás de la chimenea de ladrillos al ver que uno de los guardias escudriñaba los tejados en busca de alguna señal de contratiempos antes de proseguir su camino; a vigilar el otro extremo de la calle, supuso Celaena.
Se trasladó al tejado de la casa de enfrente para ver mejor la fachada de Archer. Permaneció agazapada entre las sombras unas cuantas horas, hasta que los asistentes empezaron a marcharse, uno a uno, haciéndose pasar por invitados borrachos. Los contó, anotó qué dirección tomaban y quién iba con quién, pero el joven de las espadas gemelas no salió.
Habría acabado por pensar que el tipo era un cliente de Archer, su amante incluso, de no haber sido porque los guardias del desconocido regresaron y entraron en la casa.
Cuando la puerta principal se abrió, atisbó a un joven alto, de hombros anchos, que discutía con Archer en el recibidor. Estaba de espaldas a la puerta, pero se había retirado la capucha, de tal modo que Celaena pudo confirmar su impresión de que llevaba el pelo largo e iba armado hasta los dientes. No vio nada más. De inmediato, los guardias se colocaron a ambos lados del hombre, lo que impidió a Celaena mirarlo más de cerca antes de que la puerta volviera a cerrarse.
No era muy cuidadoso… ni discreto.
Momentos después, el joven salió como un vendaval, de nuevo encapuchado y escoltado por sus hombres. Archer se quedó en el umbral, con el semblante visiblemente pálido y los brazos cruzados. El joven se detuvo al final de las escaleras y se dio media vuelta para obsequiar a Archer con un gesto de lo más vulgar.
A pesar de la distancia, Celaena vio la sonrisa que esbozaba el cortesano en respuesta. No había en ella ni un ápice de amabilidad.
La asesina habría dado algo por oír las palabras que habían intercambiado, por saber de qué trataba todo aquello.
Unos días antes, habría seguido al joven desconocido para averiguar las respuestas.
Pero eso era antes. Ahora… no le interesaban demasiado.
Es difícil interesarse en nada, comprendió mientras echaba a andar hacia el castillo, cuando has perdido a todos aquellos que te importan.
Celaena no sabía qué demonios hacía frente a aquella puerta. Aunque los guardias apostados al pie de la torre la habían dejado pasar tras cachearla a fondo para comprobar que no iba armada, no dudó ni por un momento de que informarían a Chaol de inmediato.
Se preguntó si el capitán se atrevería a darle el alto. Si se atrevería a dirigirle la palabra siquiera. La noche anterior, pese a la distancia que los separaba en aquel cementerio iluminado por la luna, había visto las marcas aún tiernas en su mejilla. No habría sabido decir si le provocaban satisfacción o sentimiento de culpa.
Por alguna razón, la más mínima interacción con los demás la dejaba agotada. ¿Cómo se sentiría después de la velada de esa noche?
Celaena suspiró y llamó a la puerta de madera. Llegaba cinco minutos tarde; cinco minutos que había dedicado a meditar si de verdad quería aceptar la oferta de Dorian de cenar con él en sus aposentos. Había estado a punto de quedarse a cenar en Rifthold.
Al principio, nadie respondió a su llamada, así que se dio media vuelta, evitando mirar a los guardias apostados en el rellano. De todos modos, había sido una tontería acudir.
Estaba ya en el primer peldaño de la escalera de caracol cuando la puerta se abrió.
—¿Sabes?, creo que es la primera vez que visitas mi pequeña torre —dijo Dorian.
Todavía con el pie en vilo, Celaena se recompuso antes de mirar al príncipe heredero por encima del hombro.
—Esperaba más pompa y boato —respondió al regresar a la puerta—. Es muy acogedora.
Dorian le cedió el paso y asintió en dirección a los guardias.
—No hay de qué preocuparse —les dijo cuando Celaena se dispuso a entrar en los aposentos del príncipe.
Esperaba encontrar lujo y esplendor, pero la torre de Dorian era… bueno, la palabra «acogedora» describía bien su primera impresión. La alcoba estaba también un poco desordenada. Vio un tapiz desvaído, una chimenea manchada de hollín, una cama con dosel de tamaño medio, un escritorio atestado de papeles junto a la ventana y… libros. Montones, montañas, torres y columnas de libros. Cubrían todas las superficies disponibles y hasta el último espacio libre de las paredes.
—Me parece que necesitáis un bibliotecario personal —musitó Celaena, y Dorian rio.
Ella no se había dado cuenta de lo mucho que añoraba aquel sonido. No solo la risa de Dorian, sino también la suya propia; cualquier risa, en realidad. Aunque no le parecía bien reírse después de todo lo sucedido, la echaba de menos.
—Si fuera por mis criados, estarían todos en la biblioteca. Tardan mucho en quitarles el polvo.
El príncipe se agachó para recoger algo de ropa que había dejado tirada en el suelo.
—A juzgar por el desorden, me sorprende que tengáis criados siquiera.
Dorian volvió a reír mientras llevaba el montón de ropa hacia una puerta. La abrió lo justo para dejar a la vista un vestidor casi tan grande como el de Celaena, pero no alcanzó a ver nada más, porque el príncipe arrojó las prendas al interior y volvió a cerrarla. Al otro lado de la habitación había otra puerta, que debía de conducir a la cámara de baño.
—Acostumbro a decirles que se marchen —repuso Dorian.
—¿Por qué?
Celaena se acercó a la deslucida otomana roja que descansaba frente al hogar y apartó los libros que se amontonaban sobre el asiento.
—Porque yo sé dónde está todo. Todos los libros, los papeles… Y en cuanto empiezan a limpiar, a ordenar y a guardar, ya no puedo encontrar nada.
Dorian alisó la colcha de la cama en la que, a juzgar por las arrugas, había estado tendido hasta la llamada de Celaena.
—¿Nadie os ayuda a vestiros? Pensaba que como mínimo Roland se comportaría como vuestro devoto siervo.
Dorian resopló a la vez que ahuecaba los almohadones.
—Lo ha intentado. Gracias a Dios, últimamente sufre unas migrañas terribles y me deja en paz —Celaena se alegró de saberlo… más o menos. La última vez que se había fijado en él, el señor de Meah parecía llevarse muy bien con Dorian. Se diría que hasta eran amigos—. Y —prosiguió el príncipe— la mayor preocupación de mi madre, aparte de mi negativa a buscar novia, es mi negativa a dejarme vestir por señores que intentan congraciarse conmigo.
Qué sorpresa. Dorian iba siempre tan bien vestido que Celaena había dado por supuesto que alguien le escogía la ropa.
El príncipe se acercó a la puerta para pedir a los guardias que les trajeran la cena.
—¿Vino? —preguntó desde la ventana, en cuya repisa guardaba una botella y algunos vasos.
Ella negó con la cabeza, preguntándose dónde cenarían. El escritorio estaba atestado, y la mesa baja que había junto a la chimenea parecía una biblioteca en miniatura.
—Lo siento —se disculpó el príncipe, avergonzado—. Quería arreglar esto antes de que llegaras, pero me he puesto a leer y se me ha hecho tarde.
Ella asintió, y se hizo un silencio entre ambos, solo interrumpido por los ruidos que hacía Dorian al cambiar los libros de sitio.
—Y bien —preguntó él con suavidad—, ¿puedo preguntarte por qué has decidido acompañarme esta noche? Me dejaste muy claro que no querías pasar más tiempo conmigo… y pensaba que tenías trabajo que hacer.
En realidad, Celaena se había mostrado de lo más desagradable con él. Sin embargo, Dorian le había hecho la pregunta de espaldas, como si el comentario careciera de importancia.
Y ella no supo por qué pronunciaba esas palabras, pero dijo la verdad de todos modos.
—Porque no tenía otro sitio adonde ir.
Quedarse a solas en sus aposentos solo servía para empeorar el sufrimiento, acudir a la tumba la llenaba de frustración y pensar en Chaol le dolía tanto que no podía respirar. Cada mañana, paseaba a Ligera ella sola y luego corría un rato por el parque. Hasta las chicas que solían esperar al capitán por los jardines habían dejado de acudir.
Dorian asintió, mirándola con una dulzura que le rompió el corazón.
—Pues aquí siempre serás bien recibida.
Aunque la cena transcurrió en silencio, el ambiente tampoco fue lacrimógeno. Sin embargo, Dorian advertía el cambio que se había operado en ella: la vacilación y la consideración que acompañaba a sus palabras, la pena infinita que invadía sus ojos cuando creía que no la miraba. Le hablaba, eso sí, y respondía a todas sus preguntas.
Porque no tenía otro sitio adonde ir.
No era un insulto, no en aquel tono. Y ahora Celaena dormitaba en el diván de Dorian. El reloj acababa de dar las dos y el príncipe se preguntó qué impedía a la joven volver a sus propios aposentos. Saltaba a la vista que no quería estar sola… y quizá necesitaba mantenerse alejada de los lugares que le recordaban a Nehemia.
El cuerpo de Celaena era un mapa; lo había visto con sus propios ojos. Pese a todo, las nuevas cicatrices serían aún más profundas: el dolor de haber perdido a Nehemia y la ruptura con Chaol, un sufrimiento distinto pero igual de amargo.
Una parte de él, la más horrible, se alegraba de que hubiera roto con el capitán. Se odió a sí mismo por ello.
—Tiene que haber algo más aquí —le decía Celaena a Mort a la tarde siguiente, mientras inspeccionaba el sepulcro. La víspera había leído el acertijo hasta que le dolieron los ojos, pero seguía sin conocer la identidad de aquellos objetos, dónde estaban escondidos o por qué los habían ocultado tan concienzudamente en la tumba—. Algún tipo de pista. Algo que relacione el acertijo con el movimiento rebelde, con Nehemia, con Elena y con todo lo demás —caminaba entre los dos sarcófagos. El rayo de sol que caía en el interior iluminaba el polvo en suspensión—. Lo tengo delante de las narices, lo sé.
—Me temo que no puedo ayudarte —se lamentó Mort—. Si quieres una respuesta rápida, deberías buscar un adivino o un oráculo.
Celaena redujo el paso.
—¿Crees que si se lo leo a un clarividente descubrirá un significado que a mí se me escapa?
—Quizá. Pero, por lo que yo sé, cuando la magia se desvaneció, los clarividentes también perdieron su don.
—Sí, pero tú sigues ahí.
—¿Y?
Celaena miró al techo como si pudiera ver a través de la piedra.
—Pues que quizá otros seres antiguos conserven sus dones también.
—Sea lo que sea lo que te propones, te garantizo que no es buena idea.
Celaena esbozó una sonrisa torva.
—Estoy segura de que tienes razón.