En el parque natural de costumbre, Celaena contemplaba el alba fría y gris con un largo palo entre los dedos. Ligera descansaba a su lado, azotando con la cola los tallos de hierba seca que asomaban entre los últimos restos de nieve. Sin embargo, la perrita no gemía ni ladraba para que le tiraran el palo.
No, Ligera solo estaba allí sentada, mirando el palacio que se erguía a lo lejos. Esperando a alguien que nunca llegaría.
Celaena contempló el campo encharcado y escuchó el suspiro de las hojas. Nadie había tratado de detenerla cuando había abandonado sus aposentos la noche anterior, ni tampoco por la mañana. Aunque los guardias se habían marchado, cada vez que salía de su habitación Ress se las arreglaba para toparse «casualmente» con ella.
Le traía sin cuidado que informase de sus movimientos a Chaol. Ni siquiera le importaba que el capitán la hubiera estado espiando junto a la tumba de Nehemia la noche anterior. Que pensara lo que quisiera sobre la canción.
Haciendo de tripas corazón, tiró el palo lo más lejos posible, tanto que la rama se perdió en el nublado cielo matutino. No la oyó aterrizar.
Ligera miró a Celaena con mil preguntas en sus ojos dorados. Celaena acarició la cálida cabeza del animal, las largas orejas, el alargado hocico. Pero la pregunta no desapareció.
Celaena dijo:
—Nunca volveremos a verla.
La perrita siguió esperando.
Dorian se había pasado la mitad de la noche en la biblioteca, mirando en resquicios olvidados, inspeccionando cada rincón oscuro, cada recoveco oculto, en busca de algún libro de magia. No encontró ninguno. Tampoco le sorprendió, pero teniendo en cuenta la cantidad de libros que había en la biblioteca, la cantidad de pasajes tortuosos que albergaba, se sintió un poco decepcionado al no hallar nada de utilidad.
Ni siquiera sabía qué haría con el libro cuando diera con él. No se lo podía llevar a sus aposentos, puesto que había muchas probabilidades de que los criados lo encontraran. Seguramente tendría que devolverlo a su escondrijo y acudir a consultarlo siempre que pudiera.
Estaba inspeccionando una estantería encajada en un nicho de piedra cuando oyó unos pasos. De inmediato, tal como tenía pensado, sacó el libro que llevaba guardado en la chaqueta y, apoyado contra la pared, lo abrió por una página cualquiera.
—¿No es un poco tarde para estar aquí leyendo? —preguntó una voz femenina. Hablaba en un tono tan normal, tan propio de la chica que conocía, que Dorian estuvo a punto de soltar el libro.
Celaena lo observaba a pocos metros de distancia, con los brazos cruzados. Sonó un correteo y acto seguido Dorian tuvo que afianzarse contra el muro porque Ligera, moviendo la cola, saltó hacia él para llenarlo de besos.
—¡Dioses, eres enorme! —le dijo el príncipe a la perra. Ligera le lamió la mejilla una última vez y salió corriendo por el pasillo. Arqueando las cejas, Dorian la observó—. Estoy seguro de que, sea lo que sea lo que se propone, a los bibliotecarios no les va a hacer ninguna gracia.
—Le he enseñado que solo se puede comer los libros de poesía y de matemáticas.
Celaena estaba pálida y seria, pero en sus ojos brillaba una chispa de humor. Llevaba una túnica azul marino que Dorian no conocía, cuyos bordados dorados brillaban a la pálida luz. De hecho, toda su ropa parecía nueva.
El silencio se instaló entre ambos y Dorian cambió de postura, incómodo. ¿Qué podía decirle? La última vez que la había tenido tan cerca, Celaena le había pasado las uñas por el cuello. El incidente aún le provocaba pesadillas.
—¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó. Actúa con normalidad, no te compliques la vida, se dijo.
—¿Príncipe heredero y bibliotecario real?
—Bibliotecario real no oficial —la corrigió él—. Un título que me he ganado a pulso tras muchos años ocultándome aquí para huir de reuniones aburridas, de mi madre y… bueno, de todo lo demás.
—Y yo que os hacía escondido en vuestra pequeña torre…
Dorian rio con suavidad, pero el sonido borró la expresión risueña de los ojos de Celaena. Como si la alegría le irritara la herida provocada por la muerte de Nehemia. No te compliques la vida, se recordó.
—¿Y bien? ¿Quieres que te ayude a buscar algún libro? Si eso que llevas en la mano es una lista de títulos, podríamos echar un vistazo al catálogo.
—No —rehusó ella, doblando los papeles por la mitad—. No, no busco ningún libro. Solo estaba dando una vuelta.
Ya, y Dorian únicamente estaba leyendo en el rincón más oscuro de la biblioteca.
No obstante, prefirió no presionarla, aunque solo fuera para que Celaena no le hiciera preguntas a su vez. ¿Recordaría ella lo que había pasado cuando había atacado a Chaol? Dorian esperaba que no.
Se oyó un grito ahogado en alguna parte de la biblioteca, seguido de una retahíla de maldiciones y de aquel correteo que tan bien conocían sobre la piedra. Acto seguido, apareció Ligera huyendo como alma que lleva el diablo con un rollo de pergamino en la boca.
—¡Animal del demonio! —gritaba un hombre—. ¡Ven aquí ahora mismo!
Ligera pasó junto a ellos como una exhalación dorada.
Instantes después, el pequeño bibliotecario llegó renqueando y les preguntó si habían visto al perro. Celaena negó con la cabeza y respondió que había oído algo al otro extremo de la estancia. Y luego le pidió al bibliotecario que bajara la voz porque aquello era una biblioteca.
Dorian frunció el ceño cuando el hombre resopló y se alejó a toda prisa, ahora maldiciendo en voz más baja.
En cuanto el bibliotecario se marchó, Dorian se volvió hacia Celaena con las cejas muy arqueadas.
—Ese pergamino podía valer su peso en oro.
Y Celaena sonrió. Con inseguridad al principio, pero luego agitó la cabeza y su sonrisa se ensanchó hasta dejar sus dientes a la vista.
Solo cuando lo miró a los ojos, el príncipe reparó en que la estaba observando atentamente, tratando de discernir la diferencia entre aquella sonrisa y la que había esbozado ante el rey el día que había dejado la cabeza de Tumba sobre la mesa del consejo.
Como si le leyera el pensamiento, Celaena dijo:
—Os ruego que me disculpéis por mi reciente comportamiento. Yo… no era yo misma.
O quizá era una parte de sí misma que normalmente mantenía a buen recaudo, pensó Dorian. No obstante, dijo:
—Lo comprendo.
Y a juzgar por cómo se suavizó la expresión de Celaena, supo que no hacía falta decir nada más.
Chaol no se escondía de su padre. No se escondía de Celaena. Y no se escondía de sus propios hombres, que últimamente sentían la absurda necesidad de cuidar de él.
Pese a todo, la biblioteca le ofrecía el refugio y la intimidad que buscaba.
Y puede que también alguna que otra respuesta.
El bibliotecario jefe no estaba en su pequeño despacho, empotrado en uno de los gruesos muros de la biblioteca, así que Chaol le preguntó a un aprendiz. El joven, desconcertado, señaló una zona, le dio algunas indicaciones vagas y le deseó buena suerte.
Siguiendo las instrucciones del aprendiz, Chaol subió un empinado tramo de escaleras de mármol y recorrió el pasillo del altillo. Estaba a punto de doblar un recodo cuando los oyó.
En realidad, alcanzó a oír primero las cabriolas de Ligera y se asomó por la barandilla a tiempo de ver a Celaena y a Dorian, que se dirigían juntos a los portalones de entrada. Parecían cómodos, separados por una distancia adecuada, pero… ella le hablaba. Caminaba con la espalda relajada, a paso distendido. Nada que ver con la tenebrosa mujer que había visto la noche anterior.
¿Qué hacían aquellos dos allí… en mutua compañía?
No era asunto suyo. Y, la verdad, se alegraba de que Celaena estuviera charlando tranquilamente y no quemando ropa o despedazando asesinos en callejones solitarios. Sin embargo, el hecho de que fuera Dorian quien la acompañara le encogió el corazón.
Pero al menos hablaba.
Así que Chaol se apartó rápidamente de la barandilla y se internó en la biblioteca, haciendo esfuerzos por alejar la imagen de su mente. Encontró a Harlan Sensel, el bibliotecario jefe, resoplando y jadeando por uno de los pasillos principales de la biblioteca al mismo tiempo que agitaba el puñado de papeles rotos que llevaba en la mano.
Sensel estaba tan ocupado escupiendo maldiciones que apenas reparó en Chaol cuando este le salió al paso. El anciano tuvo que torcer la cabeza para ver bien al capitán de la guardia. Cuando lo reconoció, frunció el ceño.
—Bien, me alegro de que estéis aquí —dijo Sensel, y siguió andando—. Higgins debe de haberos mandado llamar.
Chaol no tenía ni idea de a qué demonios se refería el bibliotecario.
—¿Necesitáis mi ayuda para algún tema en concreto?
—¿Algún tema? —Sensel sacudió los trozos de papel—. ¡Hay bestias feroces corriendo sueltas por mi biblioteca! ¿Quién ha dejado entrar a esa… criatura? ¡Exijo que me paguen los daños!
Chaol tuvo el presentimiento de que Celaena andaba implicada en todo aquello. Solo esperaba que ella y Ligera hubieran abandonado la biblioteca antes de que Sensel llegar a su despacho.
—¿Qué tipo de pergamino ha resultado dañado? Me ocuparé de que lo reemplacen.
—¡Reemplazarlo! —gruñó Sensel—. ¿Cómo van a reemplazar esto?
—¿Qué es exactamente?
—¡Una carta! ¡Una carta de un íntimo amigo mío!
Chaol se tragó el enfado.
—Si es una carta, no creo que el propietario de la criatura pueda ofreceros ninguna retribución. Aunque a lo mejor está dispuesto a donar algunos libros a…
—¡Encerradlos en las mazmorras! ¡Mi biblioteca se ha convertido en poco más que un circo! ¿Sabíais que hay un encapuchado que se pasa las noches acechando entre las estanterías? ¡Seguramente han sido ellos los que han liberado a esa bestia salvaje en la biblioteca! Tenéis que capturarlos y…
—Las mazmorras están llenas —mintió Chaol—, pero veré qué puedo hacer.
Mientras Sensel seguía despotricando sobre la agotadora persecución que se había visto obligado a emprender para recuperar la carta, Chaol se preguntaba si no sería mejor que se marchara.
Sin embargo, tenía preguntas que formularle al anciano, y cuando llegaron a la escalera, convencido de que Celaena, Ligera y Dorian se habían ido hacía rato, dijo:
—Tengo una consulta que haceros, señor.
El bibliotecario se hinchó de orgullo, y Chaol hizo lo posible por fingir indiferencia.
—Si quisiera buscar cantos fúnebres de otros reinos; ya sabéis, canciones de muerte… ¿Cuál sería el mejor lugar para empezar?
Sensel lo miró desconcertado y dijo:
—Qué tema tan horrible.
Chaol se encogió de hombros y disparó a ciegas.
—Uno de mis hombres procede de Terrasen y su madre murió hace poco. Me gustaría honrarlo aprendiendo una de sus canciones.
—¿Para eso os paga el rey… para cantar serenatas a vuestros hombres?
Chaol estuvo a punto de resoplar de risa solo de imaginarse a sí mismo cantando serenatas a sus hombres, pero volvió a encogerse de hombros.
—¿Existe algún libro que hable de esas canciones?
Había transcurrido todo un día, pero no podía quitarse aquella canción de la cabeza, no podía evitar el escalofrío que le erizaba el vello de la nuca cuando las palabras resonaban en su mente. Y luego estaba aquella otra frase, la declaración que lo había cambiado todo: «Siempre serás mi enemigo».
Celaena ocultaba algo; un secreto tan celosamente guardado que tan solo el horror y la devastadora pérdida de aquella noche habían logrado derribar sus defensas. Cuanto más averiguara sobre ella, más posibilidades tendría de estar preparado cuando el secreto saliera a la luz.
—Mmm… —murmuró el pequeño bibliotecario mientras descendía por la escalinata principal—. Bueno, casi ninguna de esas canciones se guarda por escrito. ¿Y por qué iban a estarlo?
—Es muy probable que los estudiosos de Terrasen registrasen algunas. En su día, Orynth poseyó la mayor biblioteca de Erilea —replicó Chaol.
—Ya lo creo que sí —dijo el pequeño bibliotecario con un amago de tristeza—, pero no creo que nadie se molestase en escribir sus cantos fúnebres. Al menos, no del modo que lo habríamos hecho aquí.
—¿Y qué me decís de otras lenguas? Mi guardia de Terrasen mencionó algo sobre una canción de muerte que escuchó en cierta ocasión, entonada en otra lengua, aunque nunca supo cuál era.
El bibliotecario se acarició la barba plateada.
—¿En otra lengua? Todos los habitantes de Terrasen hablan la lengua común. Nadie ha hablado otra lengua desde hace mil años.
Se estaban acercando al despacho, y Chaol sabía que, cuando llegaran, el muy miserable se encerraría dentro hasta que hiciera pagar su crimen a Ligera. El capitán lo presionó un poco más.
—Entonces, ¿no existen salmos en Terrasen que se canten en una lengua distinta?
—No —respondió Sensel, arrastrando un poco la palabra mientras meditaba su respuesta—. Pero una vez oí decir que en la corte de Terrasen, cuando un noble moría, entonaban cantos fúnebres en la lengua de las hadas.
A Chaol se le heló la sangre en las venas. Estuvo a punto de trastabillar, pero se las arregló para seguir andando y preguntar:
—¿Y sería posible que alguien que no perteneciera a la nobleza conociera esas canciones?
—Oh, no —repuso Sensel, que escuchaba solo a medias, preocupado por lo que fuera que le rondase por la cabeza—. Esos cantos pertenecían exclusivamente a la corte. Solo los nobles las aprendían y tenían derecho a cantarlas. Se transmitían y se entonaban en secreto, y enterraban a sus muertos a la luz de la luna, para que nadie más los oyera. Como mínimo, eso afirman los rumores. Reconozco que hace diez años el tema me inspiraban cierta curiosidad morbosa, pero cuando la matanza terminó, no quedó nadie en aquellas casas nobles para cantarlas.
Nadie salvo…
Siempre serás mi enemigo.
—Gracias —dijo Chaol.
Dio media vuelta rápidamente y se dirigió a la salida. Sensel lo llamó, exigiéndole que encontrase al perro y lo castigase, pero el capitán no se molestó en contestar.
¿A qué casa pertenecía Celaena? Sus padres no solo habían sido asesinados; formaban parte de la nobleza que el rey había ejecutado.
Los habían despedazado.
Se había despertado en la cama de sus padres… después de que los mataran. Y luego debió de huir hasta encontrar un lugar en el que la hija de un noble de Terrasen pudiera esconderse: la guarida de los asesinos. Había aprendido la única habilidad que podía mantenerla con vida. Para huir de la muerte, se había convertido en la muerte misma.
Fuera cual fuese el territorio en el que sus padres hubieran gobernado, si alguna vez Celaena recuperaba el título perdido, y si Terrasen resurgía de sus cenizas…
Entonces Celaena se convertiría en una piedra angular, potencialmente capaz de alzarse contra Adarlan. Y eso convertía a Celaena en algo más que una enemiga.
La convertía en la mayor amenaza a la que el rey se había enfrentado jamás.