Capítulo 37

No había nadie más allí que pudiera encargarse de aquella tarea, no mientras los soldados y los embajadores de Eyllwe no hubieran llegado al castillo para retirar el cuerpo de Nehemia de la parcela real donde yacía enterrado. Cuando Celaena abrió la puerta de aquella habitación que hedía a muerte y dolor, vio que alguien había retirado los restos de sangre y vísceras. El colchón había desaparecido, y Celaena se detuvo en el umbral con la mirada fija en el somier de la cama. Tal vez debería dejar que las personas que estaban de camino para trasladar los restos mortales de Nehemia a Eyllwe se ocuparan de sus pertenencias.

Pero ¿serían amigos de la princesa? La idea de que unos extraños tocaran las cosas de Nehemia, de que las empacaran como unos objetos cualesquiera, la enloquecía de rabia y pesar.

Casi tanto como había enloquecido aquella tarde, cuando había entrado en su propio vestidor y había arrancado hasta el último vestido de las perchas, cada zapato, túnica, cinta y capa, para arrojarlos al pasillo.

Había quemado los vestidos que más le recordaban a Nehemia, los que se había puesto durante las lecciones, a la hora de comer, en sus paseos por los alrededores del castillo. Solo cuando entró Philippa para preguntarle de dónde salía aquella humareda, Celaena se detuvo y consintió que la criada salvara unos cuantos vestidos para donarlos. Sin embargo, la sirvienta no había llegado a tiempo para impedirle que destruyera el vestido que Celaena había llevado la noche del cumpleaños de Chaol. Lo había quemado el primero.

Y cuando hubo vaciado el vestidor, le entregó una bolsa de oro a Philippa con el encargo de comprar ropa nueva. La sirvienta la había mirado con tristeza —otro gesto que Celaena detestaba— y se había marchado.

Tardó una hora en empacar cuidadosamente las ropas y las joyas de Nehemia. Procuró no aferrarse demasiado a los recuerdos que cada objeto le despertaba. Ni demorarse en el aroma a flor de loto que desprendía todo.

Cuando hubo precintado todos los baúles, se dirigió al escritorio de Nehemia, que seguía repleto de libros y papeles, como si la princesa acabara de salir y pudiera regresar en cualquier momento. Al ir a alcanzar el primer papel, sus ojos se posaron en el arco de cicatrices que aún conservaba en la mano derecha; las marcas de la dentadura del ridderak.

Los papeles estaban llenos de garabatos escritos en lengua eyllwe y… y de marcas del Wyrd.

Montones de marcas del Wyrd, algunas dispuestas en largos renglones, otras en forma de símbolos como los que Nehemia había trazado bajo la cama de Celaena muchos meses atrás. ¿Cómo era posible que los espías del rey no se los hubieran llevado? ¿O acaso ni siquiera se habían molestado en inspeccionar los aposentos? Empezó a amontonar los papeles. A lo mejor aún podía descubrir unas cuantas cosas sobre las marcas, aunque Nehemia estuviera…

Muerta, se obligó a pensar. Nehemia está muerta.

Celaena volvió a mirarse las cicatrices de la mano y estaba a punto de alejarse del escritorio cuando atisbó un libro, medio enterrado bajo un montón de papeles, que le resultó familiar.

El libro de la oficina de Davis.

El ejemplar era más viejo y estaba más estropeado, pero se trataba del mismo título. Y en la guarda descubrió una frase escrita con marcas del Wyrd, tan básicas que incluso Celaena supo interpretarlas.

No confíes…

El último símbolo, sin embargo, se le antojó un misterio. Parecía un guiverno; el sello real. Por supuesto que no debía confiar en el rey de Adarlan.

Hojeó el libro, buscando más información.

Nada.

Miró la guarda trasera. En esta, Nehemia había escrito:

Solo mediante el ojo se puede ver la verdad.

Lo había garabateado a toda prisa en lengua común, en eyllwe y en otros idiomas que Celaena no reconoció. Nehemia había traducido la frase a varias lenguas… como si quisiera averiguar si el acertijo tenía más sentido en otros idiomas. El mismo libro, el mismo acertijo, idéntica inscripción en la guarda trasera.

«La típica bobada de un noble aburrido», había dicho Nehemia.

Pero Nehemia… Nehemia y Archer lideraban el grupo al que Davis había pertenecido. Nehemia conocía a Davis, lo conocía y había mentido al respecto, había mentido también sobre el acertijo y…

Nehemia se lo había prometido. Le había prometido que no habría más secretos entre ambas.

Se lo había prometido y había mentido. Se lo había prometido y la había engañado.

Ahogó un grito mientras buscaba algún otro trozo de papel en el escritorio, en la habitación. Nada.

¿Qué otras mentiras le había contado Nehemia?

Solo mediante el ojo…

Celaena se tocó el colgante. Nehemia conocía la existencia de la tumba. Si había estado pasando información al grupo y había animado a Celaena a mirar por el ojo excavado en la pared… sin duda la princesa habría mirado también. Sin embargo, después del duelo, le había devuelto el Ojo de Elena a Celaena; si Nehemia lo hubiera necesitado, se lo habría quedado. Y Archer no había mencionado nada de todo aquello.

A menos que el acertijo no hiciera referencia a ese ojo en concreto.

Porque…

—Por el Wyrd —musitó Celaena, y salió corriendo del dormitorio.

Mort gruñó cuando vio que Celaena se acercaba a la puerta del sepulcro.

—¿Vienes a deshonrar algún otro objeto sagrado esta noche?

Cargada con un morral lleno de papeles y libros que se había llevado de su propio cuarto, Celaena saludó a la aldaba con unas palmaditas en la cabeza. Los dientes de bronce repicaron cuando Mort intentó morderle la mano.

La luz de la luna iluminaba el interior del sepulcro. Y allí, al otro lado de la tumba, relucía un segundo ojo, dorado y majestuoso.

Damaris. Era Damaris, la espada de la verdad. Gavin no veía nada sino la verdad.

Solo mediante el ojo se puede ver la verdad.

—¿Tan ciega estoy? —Celaena dejó caer el morral de cuero al suelo y esparció libros y papeles por las viejas losas.

—¡Eso parece! —se burló Mort.

El pomo en forma de ojo poseía el tamaño exacto.

Celaena retiró la espada de su soporte y la desenvainó. Tuvo la sensación de que las marcas del Wyrd grabadas en la hoja se agitaban como agua. Corrió otra vez hacia la pared.

—Por si no te has dado cuenta —le gritó Mort—, se supone que debes colocar el ojo contra el agujero y mirar a través de él.

—Ya lo sé —replicó Celaena.

Y así, sin atreverse a respirar, Celaena levantó el pomo hacia el orificio hasta que ambos ojos quedaron perfectamente alineados. Luego se puso de puntillas para mirar… y gimió.

Era un poema.

Un largo poema. Celaena se sacó el pergamino y el carboncillo que llevaba en el bolsillo y copió las palabras, corriendo de un lado a otro, mirando a cada pocos instantes por el ojo para leer, memorizar, comprobar y luego escribir. Solo cuando hubo terminado leyó la poesía en voz alta:

Por los Valg fueron robadas

de un oscuro portal del Wyrd;

talladas de oscura obsidiana

y de la piedra maldita.

Lloroso, ocultó la prima

en la tiara de su amada

allá en su morada postrera

entre la noche estrellada.

La segunda fue escondida

en la montaña de fuego

para los hombres prohibida

aunque habitara sus sueños.

Dónde yace la tercera

jamás será revelado.

Ni ruego ni oro ni encargo

conducirán a su hallazgo.

Celaena negó con la cabeza. Más frases absurdas. Además, «Wyrd» y «maldita» no rimaban. Por no hablar de la ruptura en la estructura de la rima de la última estrofa.

—Puesto que ya sabías que la espada se podía usar para leer el poema —le espetó a Mort—, ¿por qué no me ahorras molestias y me dices a qué diablos se refiere?

Mort levantó la nariz.

—Yo diría que describe la ubicación de tres objetos muy poderosos.

Celaena volvió a leer el poema.

—¿Y por qué tres? Parece como si el segundo estuviera escondido en… ¿un volcán? Y el primero y el tercero… —apretó los dientes—. La puerta del Wyrd. ¿Para qué sirve este acertijo? ¿Y por qué está ahí?

—¡Esa es la pregunta del milenio! —se carcajeó Mort mientras Celaena se dirigía hacia los papeles y los libros que había esparcido al otro lado del sepulcro—. Será mejor que limpies ese estropicio, o les pediré a los dioses que envíen una horrible bestia contra ti.

—Llegas tarde; Cain se te adelantó hace meses —Celaena devolvió la espada Damaris a su soporte—. Lástima que el ridderak no te arrancara de la puerta cuando la reventó —la asaltó un pensamiento, y se quedó mirando la pared de enfrente, allá donde una vez estuvo a punto de ser despedazada—. ¿Quién retiró el cadáver del ridderak?

—La princesa Nehemia, por supuesto.

Celaena giró el cuerpo para asomarse.

—¿Nehemia?

Mort se atragantó y maldijo su lengua colgante.

—Nehemia estuvo… ¿Nehemia estuvo aquí? Pero si fui yo la que le enseñó el sepulcro… —el rostro de Mort relucía a la luz de la vela que Celaena había depositado junto a la puerta—. ¿Me estás diciendo que Nehemia acudió aquí tras el ataque del ridderak? ¿Que ya conocía este sitio? ¿Y me lo dices ahora?

Mort cerró los ojos.

—No era asunto mío.

Otro engaño. Otro misterio.

—Supongo que si Cain pudo bajar aquí, debe de haber otras entradas —dedujo Celaena.

—A mí no me preguntes dónde están —repuso Mort, leyéndole el pensamiento—. Yo nunca me he movido de aquí.

La asesina tuvo la sensación de que también aquello era mentira. Mort siempre hablaba como si conociera perfectamente el plano del sepulcro y se daba cuenta cuando ella tocaba algo que no debía.

—¿Y entonces para qué sirves? ¿Brannon te creó únicamente para fastidiar?

—Tenía un gran sentido del humor.

La idea de que Mort hubiera conocido realmente al antiguo rey de las hadas le producía escalofríos.

—Pensaba que te había dotado de poderes. ¿Solo sabes decir bobadas y esperar a que yo descifre el acertijo?

—Claro que no. Además, ¿acaso no es el viaje más importante que el destino?

—No —escupió ella. Lanzando una ristra de insultos dignos de una arrabalera, Celaena se metió el papel en el bolsillo. Tendría que estudiar el acertijo largo y tendido.

Si Nehemia, antes de morir, andaba detrás de aquellas cosas, tan importantes que había optado por mentir para proteger el secreto… en ese caso, por más que fuera verdad que Archer y sus amigos tenían buenas intenciones, no confiaba en que fueran capaces de guardar a buen recaudo objetos tan poderosos como los que mencionaba el acertijo. Y si acaso ya los estaban buscando, entonces a Celaena le convenía ser la primera en encontrarlos. Nehemia no había deducido que la adivinanza se refiriera a Damaris, pero a lo mejor sí sabía de qué clase de objetos se trataba. Tal vez estuviera intentando descifrar el acertijo del ojo porque quería encontrarlos antes que el rey. Y los planes del rey, ¿guardarían relación con esos misterioso objetos?

Celaena tomó la vela y salió de la cámara como un vendaval.

—¿Por fin te ha picado el gusanillo de la curiosidad?

—Aún no —respondió Celaena al pasar junto a Mort.

Cuando hubiera averiguado qué eran aquellas cosas, buscaría la manera de dar con ellas. Aunque los únicos volcanes de los que había oído hablar estaban en la península Desierta, y ni en sueños le permitiría el rey emprender un viaje tan largo ella sola.

—Ojalá pudiera abandonar esta puerta —suspiró Mort—. Me muero de envidia al pensar en la cantidad de líos en los que te vas a meter mientras intentas resolver ese acertijo.

Tenía razón. Y mientras Celaena remontaba la escalera de caracol, la asaltó el deseo de que Mort pudiera acompañarla. En ese caso, al menos, tendría a alguien con quien comentar el asunto. Si finalmente decidía ir en busca de esos objetos, fueran lo que fuesen, nadie podría acompañarla. Nadie estaba al corriente de la verdad.

La verdad.

Celaena resopló. ¿Y cuál era la verdad? ¿Que ya no tenía a nadie con quien hablar? ¿Que Nehemia le había mentido descaradamente acerca de muchísimas cosas? ¿Que posiblemente el rey estuviera buscando una formidable fuente de poder? ¿Que tal vez ya la hubiera encontrado? Archer había hablado de una fuente de poder ajena a la magia; ¿acaso se refería a esas cosas? Seguro que Nehemia lo sabía…

Redujo el paso. La vela languidecía por efecto de la brisa húmeda que soplaba en la escalera. Dejándose caer en un peldaño, Celaena se abrazó las rodillas.

—¿Qué otras cosas me ocultabas, Nehemia? —susurró a la oscuridad.

No le hizo falta volverse a mirar quién le hacía compañía cuando vio, por el rabillo del ojo, un fulgor trémulo y plateado.

—Pensaba que estabais demasiado agotada para hablar conmigo —le espetó Celaena a la primera reina de Adarlan.

—Solo me puedo quedar un momento —repuso Elena. La seda de su vestido crujió cuando se sentó unos peldaños más arriba. A Celaena se le antojó un gesto impropio de una reina.

Juntas, se quedaron mirando las tinieblas de la escalera. Solo la respiración de Celaena quebraba el silencio. Claro, Elena no necesitaba respirar; no emitía sonido alguno a menos que quisiera hacerlo.

Celaena se abrazó las rodillas.

—¿Cómo fue? —preguntó con voz queda.

—Indoloro —repuso la reina con idéntica suavidad—. Indoloro y fácil.

—¿Tuvisteis miedo?

—Era muy vieja, y estaba acompañada de mis hijos, y de sus hijos, y de los hijos de estos. No tenía nada que temer cuando llegó el momento.

—¿Adónde fuisteis?

Una risa breve.

—Sabes que no te lo puedo decir.

A Celaena le temblaban los labios.

—Ella no murió de vieja en la cama.

—No, es verdad. Pero cuando su espíritu abandonó su cuerpo, no sintió más dolor, ni miedo. Ahora está a salvo.

Celaena asintió. Volvió a oír aquel frufrú, y Elena, ahora un peldaño por encima de ella, le rodeó los hombros con el brazo. No se dio cuenta del frío que tenía hasta que se refugió en la calidez de la reina.

Elena no dijo nada cuando Celaena, por fin, se tapó la cara con las manos y se echó a llorar.

Le quedaba una última cosa por hacer. Quizá la más dura desde la muerte de Nehemia.

La luna que brillaba en lo alto bañaba el mundo con su luz plateada. Aunque no la reconocieron de aquella guisa, el vigilante nocturno del mausoleo real no la detuvo cuando cruzó las verjas de hierro que se erguían al fondo de un jardín. Nehemia, sin embargo, no sería sepultada en el mausoleo blanco; el interior del edificio estaba reservado a la familia real.

Celaena caminó junto al mausoleo con la sensación de que los guivernos tallados en los muros la miraban al pasar.

Las pocas personas que seguían allí a aquellas horas intempestivas desviaron la vista cuando se acercó. No los culpaba. El vestido negro y el sencillo velo a juego expresaban a la perfección su terrible dolor y mantenían a todo el mundo a distancia. A mucha distancia. Como si la tristeza fuera contagiosa.

Sin embargo, le traía sin cuidado lo que pensaran los demás; el luto no era por ellos. Rodeó la parte trasera del mausoleo y observó las hileras de tumbas que poblaban el jardín por detrás del edificio. La luna iluminaba las lápidas, blancas y gastadas. Todo tipo de estatuas, desde dioses dolientes hasta doncellas bailando, custodiaban los lugares de descanso de los nobles, algunas tan realistas que parecían personas transformadas en piedra.

No había nevado desde el asesinato de Nehemia, así que no le costó nada ubicar la tumba por la tierra recién removida.

No había flores, ni siquiera una lápida. Solo tierra fresca y una espada clavada; uno de los alfanjes de los guardias caídos de Nehemia. Al parecer, nadie se había molestado en concederle nada más, dado que estaba previsto retirar su cuerpo para que lo trasladaran a Eyllwe.

Celaena se quedó mirando la tierra oscura y revuelta. Un gélido viento le agitó el velo.

Le dolía el pecho, pero se había propuesto tener aquel último gesto, rendir un tributo postrero a su amiga.

Celaena volvió la cara hacia el cielo, cerró los ojos y empezó a cantar.

Chaol trataba de convencerse de que solo seguía a Celaena para asegurarse de que no se hacía daño a sí misma o lastimaba a otras personas, pero cuando la vio acercarse al mausoleo real, fue tras ella por otras razones.

La noche lo ayudaba a pasar desapercibido, pero la luna brillaba tanto que prefirió quedarse atrás, lo bastante alejado como para que ella no lo viera ni lo oyera acercarse. Entonces vio dónde se había detenido y comprendió que no tenía derecho a estar allí. Estaba a punto de dar media vuelta cuando Celaena volvió el rostro a la luna y cantó.

No cantaba en ninguna lengua que él conociera. No era el idioma común, ni la lengua eyllwe, ni los lenguajes de Fenharrow o Melisande o de algún otro lugar del continente.

Aquella era una lengua antigua, cada palabra empapada de rabia, poder y angustia.

No tenía una voz hermosa. Y muchas de las palabras surgían quebradas, como sollozos, las vocales alargadas por el dolor, las consonantes endurecidas por la ira. Se golpeaba el pecho al compás de la melodía, un gesto preñado de gracia salvaje, acorde con la túnica negra y el velo que había escogido. Chaol notaba el vello erizado mientras el lamento se desplegaba desde los labios de Celaena, un canto fúnebre tan antiguo que rivalizaba con las mismas piedras del castillo.

Y entonces la canción terminó, tan brutal y repentinamente como fue la muerte de Nehemia.

Celaena permaneció donde estaba unos instantes, silenciosa e inmóvil.

Chaol estaba a punto de marcharse cuando ella se volvió a medias hacia él.

La delgada diadema de su cabeza titiló a la luz de la luna. Sujetaba un velo tan tupido que solo él la había reconocido.

Una brisa los azotó, la misma que hacía gemir las ramas de los árboles y agitaba a un lado el velo y la falda de ella.

—Celaena —suplicó Chaol.

Ella no se movió y solo aquella inmovilidad le indicó que lo había oído. Y que no quería hablar con él.

De todos modos, ¿qué podía decir para salvar el abismo que se había abierto entre ambos? Le había ocultado información. Aunque Chaol no fuera directamente responsable de la muerte de Nehemia, si alguna de las dos hubiera estado prevenida, podrían haberse protegido mejor. El sentimiento de pérdida que la embargaba, la quietud con que lo miraba… todo era culpa de Chaol.

Así que se alejó, con el lamento de Celaena aún resonando en la noche que lo rodeaba, transportado por el viento como los tañidos de campanas lejanas.