Capítulo 36

Dorian estaba a punto de perder los nervios tras varias horas de intenso debate cuando las puertas de la sala se abrieron de par en par y, con un revuelo de capa, entró Celaena como un vendaval. Los veinte hombres sentados a la mesa enmudecieron de golpe, incluido el rey, cuyos ojos se posaron al instante en la mano de la asesina. Chaol, apostado junto a la puerta, ya se dirigía hacia ella, pero también se detuvo en seco al ver lo que Celaena llevaba consigo.

Una cabeza.

El hombre había muerto en pleno grito y Dorian tuvo la sensación de haber visto antes aquellos rasgos grotescos y el pelo ralo y oscuro que Celaena sujetaba. No podía estar seguro; la cabeza se columpiaba salvajemente bajo los dedos enguantados.

Chaol se llevó la mano al costado, pálido como un muerto. Los hombres del capitán sacaron sus armas también, pero no se movieron. Y no lo harían a menos que Chaol o el rey lo ordenasen.

—¿Qué es eso? —quiso saber el soberano.

Los señores allí presentes contemplaban la escena boquiabiertos.

Celaena, en cambio, sonreía abiertamente cuando, posando los ojos en uno de los ministros, se dirigió directa hacia él.

Y nadie, ni siquiera el padre de Dorian, se atrevió a objetar siquiera cuando la asesina plantó la cabeza sobre los papeles del ministro.

—Creo que esto os pertenece —dijo, y la soltó. La cabeza cayó de lado. A continuación, Celaena palmeó (literalmente) el hombro del ministro antes de rodear la mesa y dejarse caer en una silla que había en un extremo de la sala.

—Explícate —gruñó el rey.

Celaena se cruzó de brazos y sonrió al ministro, al que se le había puesto el rostro verde mientras miraba de hito en hito el macabro obsequio.

—Esta noche he tenido una pequeña charla con Tumba sobre la princesa Nehemia —declaró ella. Tumba, el asesino del torneo… y el campeón del ministro Mullison—. Os envía saludos, ministro. Y también esto —arrojó algo a la mesa: una pequeña pulsera de oro con flores de loto grabadas. El tipo de joya que usaba Nehemia—. Un consejo, ministro, de profesional a profesional: borrad vuestras huellas. Y contratad asesinos que no conozcáis personalmente. Y, sobre todo, no lo hagáis poco después de haber discutido públicamente con vuestro objetivo.

Mullison miraba al rey con expresión suplicante.

—Yo no he sido —se apartó, asqueado—. No sé de qué está hablando. Yo nunca haría algo así.

—Pues no es eso lo que me ha dicho Tumba —ronroneó ella.

Dorian la miraba fijamente. Aquella Celaena no tenía nada que ver con la fiera salvaje que había hecho aparición la noche de la muerte de Nehemia. La criatura que ahora tenía delante parecía estar haciendo equilibrios al borde de un abismo… Que el Wyrd los ayudase a todos.

Chaol ya estaba junto a Celaena, agarrándola por el codo.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo?

La asesina alzó la vista hacia él y le sonrió con dulzura.

—Vuestro trabajo, por lo que parece.

Apartándose de Chaol, Celaena se levantó y volvió a rodear la mesa. Al llegar a la altura del rey, extrajo un pergamino de entre los pliegues de su túnica y lo dejó caer ante él. La impertinencia de aquel gesto le habría granjeado un viaje a las mazmorras en otras circunstancias, pero el rey guardó silencio.

Sin despegarse de Celaena y aún con la mano en la espada, Chaol la observaba con expresión inescrutable. Dorian elevó plegarias para que no se enzarzaran de nuevo. Otra vez no; no allí, al menos. Si la magia se manifestaba y su padre lo advertía… Dorian ni siquiera quería pensar en sus poderes mientras se hallase en aquella sala, rodeado de tantos enemigos en potencia. Y sentado junto a la persona que ordenaría su ejecución.

El padre de Dorian tomó el pergamino. Desde donde estaba, el príncipe atisbó una lista de nombres. Quince, como mínimo.

—Antes de la desdichada muerte de la princesa —continuó Celaena—, me encargué de eliminar a unos cuantos traidores a la corona. Mi objetivo (sin duda el rey sabía que se refería a Archer) me condujo hasta ellos.

El príncipe no podía seguir mirándola ni un minuto más. Aquella no podía ser toda la verdad. Celaena no había acudido a aquel almacén para ejecutar a nadie sino para salvar a Chaol. ¿Por qué mentía ahora? ¿Por qué fingía que les había dado caza? ¿A qué estaba jugando?

Dorian miró ante sí. El ministro Mullison seguía temblando, horrorizado. No le habría sorprendido que vomitara allí mismo. ¿Habría sido Mullison el autor de la amenaza anónima contra la vida de Nehemia?

Al cabo de un momento, el rey separó los ojos de la lista para mirar a Celaena.

—Bien hecho, campeona. Bien hecho, ya lo creo que sí.

Celaena y el rey se sonrieron, y aquel gesto de complicidad fue lo más terrorífico que Dorian había presenciado en su vida.

—Dile a mi erario que te doble la paga este mes —ordenó el monarca.

Dorian tenía las tripas revueltas, no solo por la cabeza cortada y aquellas ropas cubiertas de sangre seca, sino también porque, por más que se esforzase, no conseguía encontrar en aquel rostro ni rastro de la chica a la que amó un día. Y, a juzgar por la expresión de Chaol, su amigo se sentía igual.

Trazando una floritura con la mano, Celaena hizo una afectada reverencia. Luego miró a Chaol con una sonrisa desprovista de afecto y salió de la estancia como un vendaval.

Silencio.

Dorian devolvió la atención al ministro Mullison, que se limitó a susurrar:

—Por favor.

El rey ordenó a Chaol que lo encerrara en las mazmorras.

Celaena no había terminado; ni mucho menos. A lo mejor el derramamiento de sangre había concluido, pero tenía otra visita que hacer antes de regresar a su dormitorio y quitarse de encima el hedor de la sangre de Tumba.

Archer estaba descansando cuando la asesina llegó a su casa de la ciudad, y el mayordomo no se atrevió a detenerla cuando subió la alfombrada escalinata de entrada, recorrió como una tromba el elegante pasillo y abrió de par en par las puertas que solo podían conducir al dormitorio del cortesano.

Archer se incorporó de un salto y luego se encogió, cuando ella le posó la mano en el hombro vendado. Una vez asimilada la situación, Archer se fijó en las dagas que Celaena llevaba al cinto. Se quedó quieto, muy quieto.

—Lo siento —dijo.

Plantada a los pies de la cama, Celaena lo miró de arriba abajo, cara demacrada y hombro vendado incluidos.

—Tú lo sientes, Chaol lo siente, todo el maldito mundo lo siente. Dime qué os proponéis tú y tu resistencia. Dime qué sabes acerca de los planes del rey.

—No quería mentirte —se explicó Archer en tono afable—, pero debía estar seguro de que podía confiar en ti antes de contarte la verdad. Nehemia (Celaena hizo esfuerzos por no encogerse al oír el nombre) nos dijo que eras de confianza, pero tenía que asegurarme. Y necesitaba que tú también confiaras en mí.

—¿Y secuestraste a Chaol para ganarte mi confianza?

—Lo secuestramos porque pensábamos que el rey y él se proponían hacerle daño a la princesa. Quería que acudieras al almacén para que oyeras de boca de Chaol que estaba al corriente de la amenaza a la vida de Nehemia y no te había dicho nada. Quería que comprendieras que él es el enemigo. De haber sabido que te ibas a poner tan furiosa, jamás lo habría hecho.

Celaena negó con la cabeza.

—La lista que me entregaste ayer de los hombres del almacén… ¿De verdad están muertos?

—Tú los mataste, sí.

Un fuerte sentimiento de culpa la inundó.

—Lo siento también, por la parte que me toca.

Y era verdad. Había memorizado los nombres e intentado recordar sus rostros. Sus muertes pesarían siempre sobre su conciencia. Ni siquiera olvidaría nunca la muerte de Tumba, ni el sufrimiento que le había infligido en el callejón.

—Le he entregado la lista al rey. De ese modo, os dejará en paz unos días. Cinco como máximo.

Archer asintió y volvió a dejarse caer contra los almohadones.

—¿De verdad Nehemia colaboraba con vosotros?

—Ese era el motivo de su estancia en Rifthold. Ayudarnos a organizar una resistencia en el norte. Y proporcionarnos información directa desde el castillo —como Celaena siempre había sospechado—. Su pérdida… —Archer cerró los ojos—. No tenemos a nadie que pueda reemplazarla.

La joven tragó saliva.

—Pero tú sí que podrías —prosiguió el hombre, mirándola a los ojos—. Sé que procedes de Terrasen. Una parte de ti sabe que Terrasen debe ser liberado.

No sois más que una cobarde.

Celaena permaneció impasible.

—Sé nuestros ojos y nuestros oídos en el castillo —le susurró Archer—. Ayúdanos. Ayúdanos, y encontraremos la manera de salvar el mundo. De salvarte a ti. No sabemos qué planea el rey, solo que ha encontrado una fuente de poder ajena a la magia, y que es probable que esté usando ese poder para crear sus propias monstruosidades. Pero no sabemos con qué fin. Era eso lo que Nehemia intentaba descubrir… la información que podría salvarnos a todos.

Meditaría todo aquello más tarde. Mucho más tarde. En aquel momento, se quedó mirando a Archer y luego observó sus propias ropas manchadas de sangre seca.

—He encontrado al hombre que mató a Nehemia.

Archer abrió unos ojos como platos.

—¿Y?

Celaena se dio media vuelta para abandonar la habitación.

—Y la deuda está saldada. El ministro Mullison lo contrató para quitarse una espinita. Al parecer, la princesa lo había puesto en evidencia demasiadas veces en las reuniones del consejo. Mullison está ahora en las mazmorras, aguardando el juicio.

Y ella estaría presente durante cada minuto del juicio y de la posterior ejecución.

Cuando Celaena agarró el pomo de la puerta para abrirla, Archer exhaló un suspiro.

La asesina lo miró por encima del hombro. Vio miedo y tristeza en su semblante.

—Te interpusiste en el camino de la flecha para salvarme —dijo con voz queda, mirando el vendaje.

—Era lo menos que podía hacer después del desastre que había provocado.

Ella se mordió el labio y abrió la puerta.

—Dentro de cinco días habrá transcurrido el plazo. Preparaos para partir, tú y tus aliados.

—Pero…

—Pero nada —lo interrumpió—. Tienes suerte de que no te degüelle aquí mismo por haberme tendido una trampa. Con flecha o sin flecha, y al margen de mi relación con Chaol, me mentiste. Y secuestraste a mi amigo. De no haber sido por eso, por ti, yo habría estado en el castillo aquella noche —lo hizo callar con la mirada—. He terminado contigo. No quiero tu información, no voy a darte información y no me importa lo que te pase una vez hayas abandonado la ciudad, siempre y cuando no vuelva a verte nunca.

Dio un paso hacia el pasillo.

—¿Celaena?

Ella lo miró por encima del hombro.

—Lo siento. Sé lo mucho que significabas para ella… y ella para ti.

El pesar que había pugnado por mantener a raya desde que había salido en busca de Tumba la alcanzó de repente. Celaena hundió la espalda. Estaba agotada. Ahora que Tumba había muerto, ahora que el ministro Mullison había sido encerrado, ahora que no quedaba nadie a quien mutilar y castigar… se sentía vacía.

—Cinco días. Volveré dentro de cinco días. Si no estás listo para abandonar Rifthold, no me molestaré en fingir tu muerte. Te mataré antes de que sepas siquiera que estoy aquí.

Con expresión ausente y la espalda erguida, Chaol soportaba el escrutinio de su padre. Los aposentos eran soleados y poco ruidosos, agradables incluso, pero Chaol se quedó plantado en el umbral. Era la primera vez que veía a su padre desde hacía diez años.

El señor de Anielle tenía más o menos el mismo aspecto que siempre; el pelo algo más gris, pero conservaba su rudo atractivo, mucho más parecido a Chaol de lo que a este le habría gustado.

—El desayuno se está enfriando —dijo el padre, agitando su manaza en dirección a la mesa y a la silla vacía del otro lado. Sus primeras palabras desde que había visto a Chaol.

Apretando los dientes con fuerza, el capitán de la guardia cruzó el luminoso zaguán y se sentó en la silla. Su padre se sirvió de una jarra de zumo y dijo sin mirarlo:

—Al menos llenas el uniforme. Gracias a la sangre de tu madre, tu hermano es desgarbado y delgaducho.

El tono empleado por su padre al escupir las palabras «la sangre de tu madre» lo enfureció, pero Chaol se forzó a servirse una taza de té y a untar mantequilla en una tostada.

—¿Piensas decir algo o te vas a quedar ahí callado?

—¿Y qué queréis que os diga?

El padre esbozó una sonrisa sutil.

—Un hijo educado preguntaría por el resto de la familia.

—Hace diez años que no soy vuestro hijo. No veo por qué debería empezar ahora a comportarme como tal.

El padre lanzó una ojeada fugaz a la espada de Chaol, examinándola, juzgándola, sopesándola. El capitán de la guardia reprimió el impulso de marcharse. Había cometido un error al aceptar la invitación del señor de Anielle. Debería haber quemado la nota que había recibido la noche anterior. Sin embargo, después de que Chaol se asegurara de que el ministro Mullison estaba encerrado, el rey le había echado tal bronca por haber permitido que Celaena dejara en ridículo a la guardia al completo que no había podido pensar con claridad.

Y Celaena… No tenía ni idea de cómo había escapado de sus aposentos. Ni idea. Los guardias estaban en sus puestos y no habían informado de ningún ruido sospechoso. Las ventanas no se habían abierto ni tampoco la puerta principal. Y cuando le había preguntado a Philippa, esta había respondido que la puerta del dormitorio había permanecido cerrada toda la noche.

Celaena volvía a guardar secretos. Le había mentido al rey sobre los asesinatos que había cometido en el almacén. Y otros misterios la rodeaban también, misterios que debería desentrañar si sobrevivía a la amenaza de la asesina. Sus hombres le habían descrito el aspecto del cuerpo que había aparecido en aquel callejón…

—Cuéntame qué has estado haciendo.

—¿Qué queréis saber? —preguntó Chaol con indiferencia, sin tocar la comida ni la bebida.

Su padre se arrellanó en la butaca; un gesto que en otro tiempo le hacía sudar. Por lo general, significaba que el hombre se disponía a prestarle plena atención, que lo iba a enjuiciar y a castigar por cualquier debilidad, por el más mínimo error. Ahora, sin embargo, Chaol era un hombre hecho y derecho que solo rendía cuentas ante su rey.

—¿Estás contento de ocupar el cargo por el que sacrificaste tu herencia?

—Sí.

—Supongo que debería darte las gracias por haberme visto obligado a desplazarme a Rifthold. Y si Eyllwe se rebela, todos tendremos que agradecerte eso también.

Haciendo esfuerzos por controlarse, Chaol mordió una tostada sin apartar la mirada.

Algo parecido a orgullo asomó a los ojos del padre, que dio un bocado a su propia tostada antes de decir:

—¿Estás con alguna mujer, por lo menos?

El capitán de la guardia aguantó el tipo.

—No.

—Nunca has sabido mentir.

Mirando por la ventana, Chaol posó la vista en el despejado día, primer anuncio de la primavera.

—Espero, por tu bien, que al menos sea noble.

—¿Por mi bien?

—Puede que desprecies tu linaje, pero sigues siendo un Westfall. Nosotros no nos casamos con criaduchas del tres al cuarto.

Chaol resopló y negó con la cabeza.

—Me casaré con quien me plazca, tanto si es una criaducha del tres al cuarto como una princesa o una esclava. En cualquier caso, no es asunto vuestro.

El padre del capitán entrelazó las manos sobre la mesa. Tras un largo silencio, dijo con voz queda:

—Tu madre te echa de menos. Quiere que vuelvas a casa.

Chaol se quedó sin aliento, pero su expresión no se inmutó cuando preguntó con voz firme:

—¿Y vos, padre?

El hombre lo miró a los ojos, como si tratara de leerle el pensamiento.

—Si Eyllwe se alza en represalia y nos enfrentamos a una guerra, Anielle necesitará un heredero fuerte.

—Habéis educado a Terrin para que herede el título algún día. Estoy seguro de que lo hará de maravilla.

—Terrin es un hombre de letras, no un guerrero. Nació así. Si Eyllwe se rebela, hay muchas probabilidades de que los bárbaros de Fang los secunden. Anielle será su primer objetivo. Llevan años soñando venganza.

Chaol se preguntó hasta qué punto todo aquello estaba minando el orgullo de su padre. A decir verdad, una parte de él quería verlo sufrir.

Por otro lado, estaba harto de sufrimiento y de odio. Y apenas le quedaban fuerzas para luchar ahora que Celaena le había dejado bien claro que antes comería carbones al rojo vivo que volver a mirarlo con afecto. Ahora que Celaena se había… ido. Así que se limitó a decir:

—Mi sitio está aquí. Mi vida está aquí.

—Tu gente te necesita. Te va a necesitar. ¿Vas a ser tan egoísta como para darles la espalda?

—¿Igual que me la dio mi padre?

El padre de Chaol volvió a sonreír, un gesto frío y cruel.

—Deshonraste a tu familia cuando renunciaste a tu título. Me deshonraste. Pero te has convertido en un hombre de provecho a lo largo de estos años; te has ganado la confianza del príncipe heredero. Y cuando Dorian sea rey, te recompensará por ello, ¿verdad? Podría convertir Anielle en un ducado y cederte una extensión de tierra capaz de rivalizar con los territorios de Perrington en Morath.

—¿Qué queréis en realidad, padre? ¿Proteger a vuestra gente o utilizar mi amistad con Dorian en provecho propio?

—¿Me encerrarías en las mazmorras si te dijera que ambas cosas? Por lo que he oído, ese es el castigo que aplicas últimamente a las personas que se atreven a desafiarte —y Chaol supo, por el brillo de sus ojos, que su padre estaba al corriente—. A lo mejor si lo hicieras, tu mujer y yo podríamos negociar las condiciones.

—Si queréis que vuelva a Anielle, no estáis haciendo muchos esfuerzos en convencerme, que digamos.

—¿Acaso tengo que convencerte? No supiste proteger a la princesa, y por culpa de tu error podría estallar una guerra. Ahora, la asesina que te calentaba la cama solo quiere ver tus entrañas esparcidas por el suelo. ¿Qué te queda aquí, salvo vergüenza?

Chaol palmeó con fuerza la mesa, haciendo tintinear los platos.

—¡Ya basta!

No quería que su padre supiera nada de Celaena, ni sobre su propio corazón partido. No dejaba que los criados le cambiaran las sábanas de la cama porque aún conservaban el aroma de Celaena, porque quería soñar cada noche que la muchacha dormía entre sus brazos.

—He trabajado duro durante diez años para ganarme esta posición. Si consideráis débil a Terrin, enviádmelo y lo entrenaré. A lo mejor así aprende a comportarse como un hombre.

Haciendo tintinear los platos otra vez, Chaol se levantó. Cinco minutos. Había aguantado cinco minutos.

Se detuvo en el umbral y se volvió a mirar a su padre. El hombre le sonreía con desgana, sin dejar de escudriñarlo, calculando aún cómo podía utilizarlo.

—Hablad con ella, atreveos a mirarla siquiera —le advirtió Chaol— y por más que seáis mi padre, haré que deseéis no haber pisado jamás este castillo.

Y aunque no quiso quedarse a oír la réplica del hombre, se marchó con la desagradable sensación de que acababa de caer a cuatro patas en la trampa que su padre le había tendido.