Ninguna antorcha alumbraría la expedición de aquella noche, ningún cuerno de marfil anunciaría el inicio de la cacería. Celaena se puso la túnica más oscura que encontró y se guardó una máscara negra en el bolsillo de la capa. Los guardias habían retirado todas las armas de su habitación, incluidas las horquillas. Sabía sin necesidad de comprobarlo que la puerta y las ventanas estarían vigiladas. Bien. El tipo de cacería que se disponía a emprender no partía de la puerta principal.
Celaena miró a su alrededor y le echó una ojeada a Ligera, que se refugió bajo la cama cuando la asesina abrió la puerta secreta. La perra seguía gimiendo cuando Celaena se internó en el pasadizo.
No le hacía falta luz para encontrar el camino hasta la tumba. Conocía la ruta de memoria, cada paso, cada recodo.
La capa susurraba contra los peldaños de piedra. Celaena se internó en las profundidades de la tierra.
La guerra había comenzado. Que temblaran aquellos que habían desencadenado el terror.
La luz de la luna se filtraba hasta la puerta abierta de la tumba e iluminaba el rostro oscuro de Mort.
—Siento lo de tu amiga —dijo la aldaba en un tono sorprendentemente compungido cuando Celaena se acercó.
Ella no respondió. Ni siquiera se preguntó cómo se había enterado Mort de lo sucedido. Siguió andando, cruzó la puerta y pasó entre los sarcófagos hasta llegar al tesoro que se amontonaba al fondo.
Dagas, cuchillos de caza… Tomó todo aquello que pudo prender al cinturón o encajarse en las botas. Agarró un puñado de oro y joyas y se lo guardó en el bolsillo también.
—¿Qué haces? —preguntó Mort desde la entrada.
Celaena se acercó al soporte que sujetaba la espada Damaris, el arma de Gavin, primer rey de Adarlan. El ahuecado pomo de oro brillaba a la luz de la luna cuando la asesina asió la vaina y se la sujetó a la espalda.
—Es una espada sagrada —cuchicheó Mort enfadado, como si tuviera ojos en la espalda.
Esbozando una sonrisa torva, Celaena se dirigió hacia la puerta. Mientras caminaba, se echó la capucha sobre la cabeza.
—Dondequiera que vayas —siguió diciendo Mort—, sea lo que sea lo que te propones, estás deshonrando esa espada al emplearla para tus fines. ¿No temes provocar la ira de los dioses?
Celaena se limitó a reír en silencio. Saboreando cada paso, cada movimiento que la acercaba a su presa, volvió a subir las escaleras.
Paladeó el dolor que le atravesó los brazos cuando levantó la rejilla de la alcantarilla e hizo girar la antigua rueda para que el agua pestilente de la fosa fluyera libremente hasta el riachuelo del exterior. Arrojó un trozo de piedra al río, más allá de la arcada, por si había guardias.
Ningún sonido, ni el roce de una armadura ni el susurro de una advertencia.
Un asesino había matado a Nehemia. Un asesino con tendencia a lo grotesco y un claro deseo de notoriedad. Para encontrar a Tumba, solo tendría que hacer unas cuantas preguntas.
Ató una cadena a la palanca, comprobó su resistencia y se aseguró de llevar la espada Damaris bien prendida a la espalda. Encaramada a las piedras del castillo, rodeó el muro por el lado. No se molestó en mirar hacia el palacio cuando se deslizó por la orilla del río y se dejó caer sobre la tierra helada.
Luego se sumió en la noche.
Al amparo de la oscuridad, Celaena avanzó sigilosamente por las calles de Rifthold. Ningún roce, ningún ruido delataba su paso por los callejones en penumbra.
Solo un lugar albergaba las respuestas que buscaba.
En los arrabales, las aguas residuales y los charcos de excrementos señalaban la presencia de ventanas en lo alto, y las calles adoquinadas mostraban grietas y baches tras varios inviernos particularmente duros. Los edificios se inclinaban peligrosamente, algunos tan decrépitos que hasta los ciudadanos más pobres los habían abandonado. Borrachos, prostitutas y todos aquellos que buscaban distraerse de sus desdichadas vidas inundaban las tabernas de casi todas las calles.
Le daba igual que la vieran. Nadie la molestaría aquella noche.
Recorría las calles con un revuelo de capa y una expresión vacía bajo la máscara de obsidiana. Los Sótanos estaban a pocas manzanas de allí.
Las enguantadas manos de Celaena se crisparon. En cuanto averiguara dónde se escondía Tumba, lo despellejaría vivo. Le haría algo aún peor, en realidad.
Se detuvo ante una anodina puerta de hierro situada en un tranquilo callejón. Unos matones a sueldo vigilaban la entrada; les mostró la moneda de plata exigida como pago por la entrada y le abrieron la puerta. En aquella guarida subterránea se reunían los asesinos, los depravados y todos los malditos de Adarlan. La inmundicia acudía a aquel antro a intercambiar historias y hacer tratos. Allí y solo allí encontraría el rastro del asesino de Nehemia.
Estaba claro que Tumba habría recibido una magnífica retribución por sus servicios, y Celaena no dudaba que estaría gastando dinero sucio a manos llenas; un derroche que no pasaría inadvertido. No se habría marchado de Rifthold. Oh, no. Querría que todo el mundo supiera quién había matado a la princesa. Querría que la gente empezara a conocerlo como el nuevo asesino de Adarlan. Y también querría que Celaena lo supiese.
Mientras bajaba las escaleras que conducían a Los Sótanos, el tufo a cerveza y sudor la golpeó con fuerza. Llevaba mucho tiempo sin pisar un tugurio como aquel.
La cámara principal estaba estratégicamente iluminada: una lámpara de araña colgaba en el centro de la estancia, pero apenas proyectaba luz a los rincones, con el fin de respetar la intimidad de aquellos que la buscaban. Todas las risas cesaron cuando Celaena avanzó entre las mesas. Cientos de ojos inyectados en sangre seguían cada uno de sus pasos.
La asesina desconocía la identidad del nuevo señor del crimen y director del local, y tampoco le importaba. No estaba allí para saldar cuentas con él, no esa noche. No quiso mirar hacia los fosos de lucha del otro extremo del antro, donde la muchedumbre, ajena a todo lo demás, animaba a los anónimos contendientes.
Ya había estado otras veces en Los Sótanos. De hecho, los frecuentaba durante la época anterior a su captura. Por lo que parecía, tras la muerte de Ioan Jayne y Rourke Farran, el local había cambiado de manos sin perder ni un ápice de su depravación original.
Celaena se encaminó directamente a la barra. El tabernero no la reconoció, pero ella tampoco lo esperaba; se había cuidado mucho de proteger su identidad a lo largo de aquellos años.
El pálido camarero había perdido buena parte de su ralo cabello durante el último año y medio. El hombre intentó averiguar quién se ocultaba tras la capucha, pero la máscara le impidió ver los rasgos de Celaena.
—¿Quiere beber algo? —le preguntó el tabernero, secándose el sudor de la frente. El bar al completo la observaba, ya fuera disimulada o directamente.
—No —replicó ella con la voz hueca y distorsionada bajo la máscara.
El tabernero se aferró al borde del mostrador.
—Has… has vuelto —dijo con voz queda, y más cabezas se volvieron a mirar—. Has conseguido escapar.
Así pues, la había reconocido. Celaena se preguntó si los nuevos propietarios le guardarían rencor por la muerte de Ioan Jayne; y a cuántos hombres tendría que liquidar a su paso si decidían pedirle cuentas allí mismo, en aquel momento. Aquella noche ya se proponía quebrantar demasiadas reglas como para añadir un escollo más a la lista.
Celaena se apoyó en la barra y cruzó los tobillos. El tabernero volvió a enjugarse la frente y le sirvió un coñac.
—Invita la casa —dijo, empujando la bebida hacia ella.
Celaena tomó el vaso, pero no bebió. El hombre se humedeció los labios y preguntó:
—¿Cómo… cómo escapaste?
La gente curioseaba sin levantarse de las sillas, tratando de oír lo que decían. Que sembraran rumores. Que se lo pensaran dos veces antes de cruzarse en su camino. Esperaba que Arobynn los oyera también. Esperaba que oyera los rumores y se mantuviera bien alejado de ella.
—Muy pronto lo sabrás —repuso Celaena—. Pero ahora te necesito.
El hombre enarcó las cejas.
—¿A mí?
—He venido a preguntar por un hombre —la voz de la asesina sonaba extraña, chirriante—. Un hombre que hace poco ha ganado una gran suma de dinero. Por el asesinato de la princesa de Eyllwe. Se hace llamar Tumba. Necesito saber dónde está.
—Yo no sé nada —el tabernero palideció aún más.
Celaena se metió la mano en el bolsillo y sacó un reluciente puñado de viejas monedas y joyas. Todos los ojos estaban fijos en ella.
—Deja que te repita la pregunta, tabernero.
El asesino conocido por el nombre de Tumba echó a correr.
No sabía cuanto tiempo llevaba ella siguiéndole la pista. Hacía una semana que había matado a la princesa; una semana, y nadie lo había mirado dos veces. Daba por supuesto que se había librado de las consecuencias. Incluso se preguntaba si no debería haberse mostrado más creativo, o haber dejado algún tipo de tarjeta de visita. Pero todo acababa de cambiar.
Estaba bebiendo en un rincón de su taberna favorita cuando el atestado local enmudeció de repente. Se había vuelto a mirarla y ella había pronunciado su nombre en voz alta, Tumba, más espectral que humana. El nombre aún resonaba en la estancia cuando el asesino abandonó el local por una salida trasera. No oía los pasos de la asesina, pero sabía que estaba allí, camuflada entre sombras y niebla.
Tomó callejuelas secundarias, salvó muros, zigzagueó por los arrabales. Cualquier cosa con tal de desconcertarla, de agotarla. Le plantaría cara en una calle desierta. Allí sacaría las armas que llevaba sujetas a la piel y le haría pagar por haberlo humillado el día del torneo. Por haberse burlado de él, haberle roto la nariz y haberle tirado su pañuelo al pecho.
Zorra arrogante y estúpida.
Se tambaleó al doblar una esquina, casi sin aliento. Solo llevaba tres dagas consigo, pero las emplearía bien. Cuando Celaena había entrado en la taberna, había reparado de inmediato en la enorme espada que le colgaba de la espalda y también en la colección de hojas letales que asomaban de su cinto. Por más armada que fuera, se vengaría de ella.
Tumba corría por un callejón cuando advirtió que no había salida al otro lado. El muro del fondo era demasiado alto para saltarlo. Sería allí mismo, pues. Muy pronto la asesina le suplicaría piedad mientras él la cortaba en trozos pequeños, muy pequeños. Al tiempo que sacaba una daga, Tumba sonrió y dio la vuelta para recibirla.
Una niebla azul flotó hasta el callejón y una rata correteó por allí cerca. El silencio era absoluto, quebrado tan solo por las carcajadas distantes. A lo mejor le había dado esquinazo. El rey y sus secuaces habían cometido el mayor error de sus vidas al nombrarla campeona. Eso había dicho el cliente cuando lo había contratado.
Aguardó un momento, sin separar la vista de la boca de la calle, y luego se tomó un instante para respirar, sorprendido al descubrir que estaba algo decepcionado.
La campeona del rey; menudo cuento. No le había costado nada despistarla. Y ahora volvería a casa y, dentro de unos días, recibiría otra oferta. Y luego otra. Y otra. Su cliente le había prometido que le lloverían los encargos. Arobynn Hamel maldeciría el día que se negó a admitirlo en la cofradía de los asesinos por la crueldad de sus métodos.
Tumba soltó una risilla e hizo girar la daga que tenía en la mano. Entonces la vio.
Llegó entre la niebla, apenas un jirón de oscuridad. No corría; se limitaba a caminar con aquel bamboleo petulante. Tumba echó un vistazo a los edificios que lo rodeaban. La piedra parecía resbaladiza y no había ventanas.
Paso a paso, se iba acercando. Tumba iba a disfrutar de lo lindo. La haría sufrir tanto como a la princesa.
Sonriendo, Tumba retrocedió hacia el fondo del callejón. Solo se detuvo cuando golpeó con la espalda el muro de piedra. Un espacio más angosto le daría ventaja. Y en aquel pasaje olvidado, se tomaría su tiempo para hacerle todo lo que quisiera.
Ella seguía aproximándose. El acero que Celaena llevaba a la espalda zumbó cuando lo sacó de la vaina. La luz de la luna se reflejó en la larga hoja. Seguro que era un regalo de su amado principito.
Tumba sacó su segunda daga de la bota. Aquello no era un frívolo torneo organizado por la nobleza. Allí valía todo.
Y, sin pronunciar palabra, Tumba corrió hacia ella apuntando con ambas dagas a su cabeza.
Celaena lo esquivó con una facilidad pasmosa. Tumba volvió a atacar, pero ella se agachó rápida como el rayo y le cortó las espinillas con la espada.
Tumba cayó contra el húmedo suelo antes de notar el dolor siquiera. El mundo se tiñó de negro, luego de gris y de rojo cuando un horrible dolor lo atravesó. Sin soltar la daga, intentó retroceder hacia la pared. Pero las piernas no le respondían, y solo sus brazos se esforzaban en vano por arrastrarlo entre la porquería.
—Zorra —dijo entre dientes—. Zorra.
La sangre manaba a borbotones de sus piernas cuando alcanzó la pared. Le había cortado el hueso. No podría caminar. Se las pagaría a pesar de todo. Encontraría el modo.
Ella se detuvo a pocos metros de distancia y envainó la espada. Acto seguido, sacó una daga larga y enjoyada.
Tumba la insultó con la palabra más repugnante que encontró.
Celaena soltó una risilla y, rápida como una cobra, le clavó un brazo a la pared con la brillante daga.
Un dolor insoportable le recorrió la muñeca derecha y luego la izquierda, cuando una segunda arma la traspasó también. Tumba gritó —un horrible chillido— al saberse crucificado a la pared con dos dagas.
La sangre fluía, casi negra a la luz de la luna. Tumba se debatía sin dejar de insultar a la asesina. Se desangraría si no conseguía arrancar los brazos del muro.
En un silencio sobrenatural, Celaena se acuclilló junto a él y, con otro cuchillo, lo obligó a levantar la barbilla. Tumba jadeó cuando ella le acercó la cara. Nadie lo miraba desde el fondo de la capucha; nadie de este mundo al menos. Celaena no tenía rostro.
—¿Quién te contrató? —preguntó la asesina con una voz de ultratumba.
—¿Para hacer qué? —preguntó él casi sollozando. A lo mejor podía fingir inocencia. Le haría entrar en razón. Convencería a esa furcia arrogante de que no tenía nada que ver con…
Celaena desplazó la daga para presionarla aún más contra el cuello.
—Para asesinar a la princesa Nehemia.
—N-n-nadie. No sé de qué me hablas.
Y entonces, sin respirar siquiera, la asesina se sacó otra daga de la nada y se la hundió en el muslo. Tan profundamente que, cuando la hoja golpeó los adoquines, Tumba notó la vibración en la pierna. Un grito se quebró en su garganta cuando, al revolverse, agrandó las heridas de sus muñecas.
—¿Quién te contrató? —volvió a preguntar Celaena. Tranquila, muy tranquila.
—Oro —gimió Tumba—. Tengo oro.
Ella sacó otro cuchillo y se lo hundió en la segunda pierna, que quedó prendida a la piedra. Tumba volvió a chillar; suplicaba a unos dioses que no acudirían en su ayuda.
—¿Quién te contrató?
—¡No sé de qué me hablas!
Tras una milésima de segundo, Celaena le arrancó las dagas de los muslos. Tumba estuvo a punto de hacerse de vientre encima a causa del dolor y el alivio.
—Gracias —lloriqueó, meditando al mismo tiempo cómo la castigaría. Ella se sentó sobre los talones y lo miró fijamente—. Gracias.
Pero ella sacó otro cuchillo, una daga reluciente con el filo aserrado, y lo esgrimió junto a la mano de aquel despojo humano.
—Escoge un dedo —dijo. Él tembló y negó con la cabeza—. Escoge un dedo.
—P-por favor —Tumba notó un líquido caliente en los pantalones.
—Que sea el pulgar, pues.
—N-no. ¡Ha… hablaré! —Celaena, de todos modos, colocó la hoja contra la base del pulgar del hombre—. ¡Detente! ¡Te lo diré todo!