—¿Algún cambio?
—Se ha levantado de la cama.
—¿Y?
Plantado en el luminoso vestíbulo de los pisos superiores del castillo, el rostro por lo general alegre de Ress exhibía una expresión lúgubre.
—Ahora está sentada en una silla delante del fuego. Igual que ayer: se levanta de la cama, se sienta en esa silla durante todo el día y vuelve a acostarse al ocaso.
—¿Sigue sin hablar?
Ress negó con la cabeza y bajó la voz para evitar ser oído por un cortesano que pasaba por allí.
—Philippa dice que se queda todo el tiempo sentada mirando el fuego. No habla. Apenas toca la comida.
La expresión del guardia se tornó cauta cuando su mirada se posó en los arañazos que atravesaban la mejilla del capitán. Dos se habían secado ya y no le dejarían marca, pero uno de ellos, largo y sorprendentemente profundo, seguía tierno. Chaol se preguntaba si le quedaría una cicatriz. Se la merecía.
—Probablemente sea inapropiado decirlo, pero…
—Pues no lo digas —gruñó Chaol.
Sabía exactamente las palabras que Ress se disponía a pronunciar; las mismas que le había dirigido Philippa y todos aquellos que tanto lo compadecían: «Deberíais hablar con ella».
No sabía cómo se había extendido tan deprisa el rumor de que Celaena había intentado matarlo, pero por lo visto todos estaban al corriente de lo que implicaba aquella ruptura. Chaol pensaba que habían sido discretos y sabía que Philippa no era chismosa. Quizá llevaba escrito en la cara lo que sentía por Celaena. Y también el sentimiento que inspiraba ahora a la asesina. Reprimió el impulso de tocarse las marcas de la cara.
—Que los guardias sigan apostados a su puerta y bajo las ventanas —le ordenó a Ress. Iba de camino a otra reunión; otra competición de gritos sobre cómo debían gestionar los disturbios de Eyllwe tras la muerte de la princesa—. Si sale, no la detengas, pero intenta entretenerla un poco.
Lo bastante como para que le informaran de que Celaena por fin había abandonado sus aposentos. Si alguien tenía que interceptarla, si alguien debía hablar con ella sobre lo que le había pasado a Nehemia, era él. Hasta entonces, le daría el espacio que necesitaba, aunque lo destrozaba no poder abordarla. Celaena había llegado a formar parte de su vida —desde las carreras matutinas hasta las comidas y los besos que se robaban cuando nadie miraba— y ahora, sin ella, se sentía vacío. Sin embargo, aún no sabía cómo volvería a mirarla a los ojos.
Siempre seréis mi enemigo.
Lo había dicho muy en serio.
Ress asintió.
—Tenéis mi palabra.
El joven guardia lo saludó y Chaol se dirigió a la sala del consejo. Habría más reuniones aquel día, montones de ellas, pues el debate sobre cómo afrontar la muerte de Nehemia seguía encendido. Y aunque Chaol odiaba admitirlo, tenía otras preocupaciones aparte del inconsolable duelo de Celaena.
El rey había convocado en Rifthold a los señores y recaudadores del sur.
Incluido el padre de Chaol.
A Dorian no solía molestarle la presencia de los hombres de Chaol. Sin embargo, sí le fastidiaba que un grupo de guardias atentos a cualquier posible amenaza lo siguiera a todas partes, día y noche. La muerte de Nehemia había demostrado que el castillo no era inexpugnable. La madre y el hermano de Dorian estaban secuestrados en sus aposentos, y el resto de la nobleza o bien había partido, o bien permanecía oculta.
Todos salvo Roland. Aunque la madre de Roland había regresado a Meah al día siguiente del asesinato de la princesa, él se había quedado, arguyendo que Dorian necesitaba su apoyo más que nunca. Y tenía razón. En las reuniones del consejo, más y más multitudinarias conforme iban llegando los señores del sur, Roland respaldaba cada una de las opiniones y objeciones de Dorian. Juntos, se oponían a que Adarlan enviase más tropas a Eyllwe en caso de revuelta, y Roland había apoyado la propuesta de Dorian de que el imperio se disculpase públicamente ante los padres de Nehemia por la muerte de la princesa.
El rey había montado en cólera al oír la sugerencia de su hijo, pero Dorian de todas formas había enviado un mensaje a los soberanos expresándoles sus más sentidas condolencias. Por lo que a él respectaba, su padre podía irse al infierno.
Y esa actitud suya empezaba a suponer un problema, comprendió. Sentado en su alcoba de la torre, hojeaba los documentos que debía leer antes de la reunión del día siguiente con los señores del sur. Durante muchos años, había evitado cualquier enfrentamiento con su padre, pero ¿qué clase de hombre sería si se limitaba a obedecer ciegamente?
Un hombre listo, le susurraba una parte de sí mismo, aquella que se echaba a temblar cada vez que pensaba en su poder ancestral.
Afortunadamente, los cuatro guardias no insistían en acompañarlo también en el interior de sus aposentos. Su torre privada era tan alta que nadie podía escalar hasta el balcón, y solo contaba con una escalera de acceso. Era fácil de defender. Por otra parte, podía convertirse en una ratonera.
Dorian se quedó mirando la pluma de cristal que descansaba en su escritorio. La noche que Nehemia había muerto, no había tenido intención de detener la mano de Celaena en pleno movimiento. Solo había pensado que la mujer que una vez había amado estaba a punto de matar a su viejo amigo por culpa de un malentendido. Ella estaba demasiado lejos y Dorian no había podido aferrar la muñeca que empuñaba el arma, pero… había tenido la sensación de que un brazo fantasma surgía de su cuerpo para alcanzar la mano de la asesina. Había notado la costra de sangre en la piel de Celaena, como si verdaderamente la estuviera tocando.
Pero lo había hecho sin pensar. Había actuado por instinto, movido por la desesperación y la necesidad.
Tendría que aprender a controlar aquel poder, fuera cual fuese. Si llegaba a dominarlo, podría evitar que se manifestase en momentos inoportunos. En mitad de esas malditas reuniones, por ejemplo. A veces, en plena reunión, Dorian se sulfuraba por momentos. Entonces notaba la vibración de la magia en su interior.
El príncipe lanzó un fuerte suspiro, se concentró en la pluma y le ordenó que se moviera. Había detenido a Celaena en mitad de un golpe y había lanzado por los aires todos los libros de una estantería; seguro que era capaz de mover una pluma.
El objeto siguió donde estaba.
Después de mirar la pluma hasta casi quedarse bizco, Dorian gruñó y, tapándose los ojos con la mano, se arrellanó en la silla.
A lo mejor se había vuelto loco. Puede que todo fueran imaginaciones.
Nehemia le había prometido que estaría allí cuando necesitase su ayuda… cuando el poder que dormitaba en su interior se manifestase… y ahora estaba bajo tierra.
¿Acaso el asesino, al matar a Nehemia, había acabado también con todas sus esperanzas de encontrar respuestas?
Celaena había accedido a sentarse un rato cada día solo porque Philippa había entrado en su alcoba el día anterior y se había quejado de lo sucias que estaban las sábanas. La habría mandado al infierno, pero entonces había recordado que Chaol había compartido la cama con ella y de repente quiso que las remplazaran. Quería borrar cualquier rastro de él.
Cuando cayó la noche, se sentó ante el fuego, con la mirada fija en las relucientes ascuas cuyo fulgor se hacía más intenso según la oscuridad se apoderaba del mundo.
El tiempo se dilataba y se contraía en torno a ella. Algunos días transcurrían en una hora, otros duraban toda una eternidad. Se había dado un baño e incluso se había lavado el pelo. Philippa se había quedado allí todo el tiempo para asegurarse de que no se ahogaba voluntariamente.
Celaena pasó un dedo por el brazo de la butaca. No tenía la menor intención de suicidarse. No hasta que hubiera terminado lo que se proponía hacer.
Las sombras se hicieron más densas y las ascuas parecían palpitar ante sus ojos. Respirar con ella. Latir al ritmo de su corazón.
A lo largo de aquellos días de sueño y silencio, había comprendido una cosa: el asesino había accedido al castillo desde fuera.
Puede que lo hubiera contratado el mismo que había amenazado la vida de Nehemia en un principio; puede que no. Sin embargo, la muerte de la princesa no había sido obra del rey.
Celaena se aferró a los brazos de la butaca, hundiendo las uñas en la madera pulida. El autor del crimen tampoco era uno de los asesinos de Arobynn. Conocía el estilo del hombre y no era tan espantoso. Repasó mentalmente el aspecto del dormitorio; lo tenía grabado en la memoria, hasta el último detalle.
Solo sabía de un asesino capaz de hacer algo tan monstruoso.
Tumba.
Cuando se había enfrentado a Tumba en el torneo para obtener el título de campeona del rey, había hecho averiguaciones sobre él. Sabía cómo se las gastaba con sus víctimas.
Celaena gruñó con rabia.
Tumba conocía el palacio; se había entrenado allí, igual que ella. Y sabía muy bien a quién estaba asesinando y mutilando, así como el efecto que esa muerte causaría en Celaena.
Un fuego ancestral ardió en sus entrañas y se extendió por su cuerpo para arrastrarla a un abismo sin fin.
Celaena Sardothien se levantó de la silla.