Hacía un calor asfixiante en las minas de Calaculla, y la esclava no quería ni considerar lo mucho que aquello empeoraría cuando brillara el sol estival.
Llevaba seis meses en las minas; más tiempo del que nadie había sobrevivido, por lo que le habían dicho. Su madre, su abuela y su hermano pequeño no habían durado ni un mes. Su padre ni siquiera había llegado a Calaculla. Los carniceros de Adarlan lo habían cortado en pedazos, al igual que a otros rebeldes del pueblo. El resto de los habitantes habían sido congregados para ser trasladados a las minas.
Llevaba sola cinco meses y medio; sola, aunque rodeada de miles de personas. No recordaba la última vez que había visto el cielo de Eyllwe o la hierba agitada por la fresca brisa.
Pero volvería a verlos, tanto el cielo como los campos. Sabía que volvería a verlos, porque en su día se había quedado despierta cuando se suponía que debía dormir, y había oído, a través de las grietas de la pared, las conversaciones de su padre con sus compañeros rebeldes. Mientras hacían planes para hundir el imperio de Adarlan, hablaban de la princesa Nehemia, que se encontraba en la capital en aquel mismo instante, trabajando para liberarlos.
Si se esforzaba, si conseguía seguir respirando, aguantaría hasta que Nehemia alcanzase su objetivo. Esperaría, y luego enterraría a sus muertos. Y cuando el infierno llegase a su fin, se uniría al primer grupo de rebeldes que encontrase. Cada vez que ejecutase a un súbdito de Adarlan, recitaría los nombres de sus muertos, para que la oyesen desde el Más Allá y supieran que no los habían olvidado.
Casi sin aliento como consecuencia de la sed y del calor, clavó el pico en el implacable muro de piedra. El vigilante descansaba contra una pared cercana, vertiendo agua de su cantimplora y aguardando el momento en que alguno de los prisioneros cayera al suelo para usar el látigo.
La esclava mantuvo la cabeza gacha. Siguió trabajando, siguió respirando.
Lo conseguiría.
No supo cuánto tiempo había pasado, pero advirtió que una ola corría por las minas como un movimiento de tierra. Una onda de silencio seguida de lamentos.
La vio venir y crecer, la notó acercarse a ella con cada mirada inquisitiva, con cada murmullo.
Y entonces las oyó: las palabras que lo cambiaron todo.
La princesa Nehemia ha muerto. Ha sido asesinada en Adarlan.
Las palabras prosiguieron su avance antes de que ella tuviera tiempo de asimilarlas.
Oyó un roce de piel contra la roca. El vigilante solo toleraría una breve interrupción antes de empezar a azotarlos.
Nehemia ha muerto.
Se quedó mirando el pico que tenía en las manos.
Se dio media vuelta, despacio, parar mirar al vigilante, el rostro visible de Adarlan. Él torció la muñeca, listo para golpearla.
La esclava notó el calor de las lágrimas antes de darse cuenta de que rodaban por la mugre acumulada en sus mejillas a lo largo de seis meses.
Basta.
La palabra surgió de sus entrañas, un grito tan desgarrado que se echó a temblar.
En silencio, empezó a recitar los nombres de sus muertos. Y mientras el vigilante levantaba el látigo, añadió su propio nombre al final de la lista y le hundió el pico en el vientre.