Celaena despertó en su propia cama, y al instante supo que se habían acabado los sedantes en el agua.
También se habían acabado las charlas matutinas con Nehemia y las lecciones de marcas del Wyrd. Jamás volvería a tener una amiga como ella.
Supo sin necesidad de mirarse que la habían bañado. Parpadeando para adaptarse a la claridad que inundaba el dormitorio (después de varios días sumida en la oscuridad de la mazmorra, la luz le provocó jaqueca) descubrió que Ligera dormía acurrucada junto a ella. La perrita se despabiló para lamerle el brazo varias veces antes de volver a dormirse con el hocico hundido contra el cuerpo de Celaena. Se preguntó si Ligera también notaría la pérdida. A menudo se había preguntado si el animal no querría a la princesa más que a ella.
No sois más que una cobarde.
No podía culpar a Ligera. Sin contar a la corrupta corte de aquel reino podrido, el resto del mundo amaba a Nehemia. Era muy difícil no quererla. Celaena había adorado a la princesa desde el momento en que había posado los ojos en ella, como si fueran almas gemelas que se hubieran encontrado al fin. Una amiga del alma. Y se había marchado para siempre.
Celaena se llevó una mano al pecho. Qué absurdo —cuán inútil e ilógico— era que su corazón siguiera latiendo y el de Nehemia no.
Notó el Ojo de Elena cálido al tacto, como si el amuleto quisiera consolarla. Celaena dejó caer la mano en el colchón.
Ni siquiera intentó levantarse de la cama aquel día, después de que Philippa la obligara a comer algo y le mencionara que se había perdido el funeral de Nehemia. Celaena había estado demasiado ocupada tragando sedantes y ahuyentando su pena en las mazmorras como para estar presente cuando habían sepultado a su amiga en la fría tierra, tan lejos de los cálidos suelos de Eyllwe.
No sois más que una cobarde.
Así que no se levantó de la cama aquel día. Ni tampoco al siguiente.
Ni al siguiente.
Ni al otro.