Dorian sabía que Chaol no tenía elección, ningún otro modo de resolver la situación, cuando su amigo sacó a Celaena de aquel cuarto ensangrentado para bajarla por una escalera de servicio a las profundidades de las mazmorras. Procuró no mirar la expresión sorprendida y desquiciada de Kaltain cuando Chaol tendió a Celaena en la celda. Ni cuando cerró la puerta.
—Le dejaré mi capa —dijo Dorian, y se dispuso a desabrochársela.
—No —replicó Chaol con voz queda.
Aún le sangraba el rostro. Tenía cuatro marcas en las mejillas. Cuatro arañazos. Dioses del cielo.
—No me fío. Es mejor que no tenga nada salvo el heno.
Chaol ya se había encargado de retirarle el resto de las armas —incluidas seis horquillas de aspecto letal— y había comprobado que no llevara nada oculto en las botas o en la túnica.
Kaltain miraba a Celaena con una sonrisilla.
—No la toques, no le hables y no la mires —le dijo Chaol, como si una fila de gruesos barrotes no separara a las dos muchachas.
La cortesana se limitó a resoplar y se acurrucó de lado. Chaol instruyó a los vigilantes sobre las raciones de agua y comida, así como sobre la frecuencia con que debían relevar la guardia. Luego abandonó la mazmorra como un vendaval.
Dorian lo siguió en silencio. No sabía por dónde empezar. El dolor lo barría a oleadas a medida que iba comprendiendo que Nehemia había muerto. El terror y la angustia que le inspiraban lo que había visto en aquel dormitorio se mezclaban con el horror y el alivio de saber que, de algún modo, había utilizado su poder para detener la mano de Celaena antes de que apuñalase a Chaol, y que nadie salvo ella se había dado cuenta.
Y cuando la asesina le había gruñido… había visto en sus ojos algo tan salvaje que se estremecía solo de recordarlo.
Habían remontado la mitad de la escalera de caracol que comunicaba las mazmorras con el castillo cuando Chaol se dejó caer de repente en un escalón y enterró la cabeza en las manos.
—¿Qué he hecho? —susurró.
Y por más que las cosas se hubieran enfriado entre los dos, Dorian no pudo dejar allí a su amigo. No esa noche. No cuando él mismo también ansiaba compañía.
—Cuéntame qué ha pasado —dijo el príncipe con voz queda mientras se sentaba en el peldaño junto a Chaol y clavaba la mirada en la penumbra de la escalera.
Y Chaol lo hizo.
Dorian escuchó el relato del secuestro. Supo así que un grupo rebelde se había valido del capitán para ganarse la confianza de Celaena, y que la asesina había irrumpido en el almacén segando vidas como si nada. Se enteró de que, hacía una semana, el rey había informado a Chaol de que una amenaza anónima pendía sobre la vida de Nehemia y le había pedido que la tuviera vigilada. Descubrió que el rey se proponía interrogar a la princesa aquella misma noche y que le había pedido al capitán de la guardia que mantuviera alejada a Celaena del asunto. Y que luego Archer —el hombre al que Celaena debía asesinar— les había revelado que aquella noche no iban a interrogar a Nehemia, sino a matarla. Al saberlo, Celaena había corrido como el viento hasta el castillo solo para descubrir que ya no podía salvar a su amiga.
Sin duda Chaol se había callado algunos detalles, pero el príncipe se hacía una idea de lo sucedido.
El capitán estaba temblando; lo cual era horrible en sí mismo, otro cimiento que se hacía añicos a los pies de Dorian.
—Nunca he visto a nadie moverse como ella —musitó Chaol—. Nunca he visto a nadie correr tan deprisa. Dorian, ha sido algo… —Chaol negó con la cabeza—. He encontrado un caballo a los pocos segundos de que se marchara y aun así no he podido alcanzarla. ¿Cómo es posible?
En otro momento, Dorian lo habría atribuido a una percepción engañosa del tiempo debido al miedo y al dolor, pero él mismo había sentido la magia correr por sus venas hacía solo un momento.
—Jamás imaginé que pudiera pasar algo así —se lamentó Chaol, apoyando la frente en las rodillas—. Si vuestro padre…
—No ha sido mi padre —le aseguró Dorian—. He cenado con mis padres esta noche —acababa de cenar cuando Celaena había pasado por su lado, corriendo como una flecha y con la cara desencajada. Aquella expresión había inducido al príncipe a echar a correr tras ella, seguido de los guardias, hasta que se habían topado con Chaol en los pasillos—. Mi padre ha dicho que hablaría con Nehemia más tarde. A juzgar por lo que hemos visto, todo ha sucedido hace varias horas.
—Pero si vuestro padre no deseaba su muerte, ¿entonces quién? Doblé las patrullas para que no se nos escapara la menor señal de amenaza. Escogí a los hombres yo mismo. Quienquiera que lo haya hecho, ha burlado la vigilancia como si nada. Quienquiera que lo haya hecho…
Dorian intentó no imaginar la escena del asesinato. Uno de los guardias de Chaol había vomitado allí mismo al ver el sangriento escenario. Y Celaena se había quedado plantada, mirando a Nehemia, como ausente.
—Quienquiera que lo haya hecho, se ha ensañado a fondo —concluyó Chaol.
Sin poder evitarlo, Dorian volvió a evocar la escena, la imagen de aquellos cuerpos metódica y cuidadosamente mutilados.
—¿Y eso qué significa?
Era más fácil seguir hablando que considerar realmente lo sucedido. La expresión de Celaena cuando lo había mirado sin verlo, su gesto cuando le había enjugado las lágrimas con un dedo y luego le había pasado las uñas por el cuello, como si buscara el latido de la sangre. Y cuando se había abalanzado sobre Chaol…
—¿Cuánto tiempo la vas a dejar ahí? —preguntó Dorian, señalando con un gesto el final de las escaleras.
Celaena había atacado al capitán de la guardia delante de sus hombres. Y no solo atacado, sino algo mucho peor.
—El que haga falta —respondió Chaol en voz baja.
—¿El que haga falta para qué?
—Para que renuncie al propósito de matarnos.
Celaena supo dónde estaba antes incluso de despertar. Y le dio igual. Había vivido la misma historia una y otra vez.
La noche de su captura también había perdido la cabeza y había estado a un pelo de cargarse a su presa más codiciada antes de que la dejaran inconsciente. Más tarde, había despertado en una lúgubre mazmorra. Celaena abrió los ojos y sonrió amargamente. Siempre la misma historia, la misma pérdida irreparable.
Le habían dejado un plato con pan y queso tierno en el suelo, junto con una taza metálica llena de agua. Celaena se sentó y se palpó el chichón que latía a un lado de su cabeza. Le dolía horrores.
—Siempre he sabido que acabarías aquí —le dijo Kaltain desde la celda contigua—. ¿Su Alteza Real también se ha cansado de ti?
Celaena empujó la bandeja y se sentó de espaldas al muro de piedra, detrás del montón de heno.
—Más bien he sido yo la que se ha cansado de ellos —replicó.
—¿Has matado a alguien que se lo mereciera particularmente?
Celaena bufó y cerró los ojos para mantener a raya el terrible dolor de cabeza.
—Casi.
Aún notaba la viscosidad de la sangre en las manos y también bajo las uñas. La sangre de Chaol. Esperaba que los cuatro arañazos le escocieran como demonios. No quería volver a verlo nunca. Si lo veía, lo mataría. Él había sabido que el rey se proponía interrogar a Nehemia. Era consciente de que el rey —el monstruo más cruel y sanguinario del mundo— quería interrogar a su amiga. Y no le había dicho nada. No la había avisado.
La muerte, sin embargo, no había sido obra del rey. No. Había captado lo suficiente en los pocos minutos que había pasado en el dormitorio como para saber que aquellos crímenes no llevaban la marca del rey. Chaol, de todos modos, sabía que alguien había amenazado la vida de Nehemia, era consciente de que querían hacerle daño. Y no le había dicho nada.
Su estúpido sentido del honor y su lealtad incondicional al rey le habían impedido pensar siquiera que Celaena podría haber hecho algo para evitar la muerte de su amiga.
No quedaba nada de ella. Después de perder a Sam y de que la enviaran a Endovier, había logrado recomponerse en la desolación de las minas. Y cuando había llegado al castillo, había sido tan boba como para creer que Chaol había colocado la pieza final en su lugar. Tan necia como para pensar, tan solo por un instante, que a lo mejor conseguía ser feliz.
No obstante, la muerte era su don además de su maldición. Y la muerte había sido una buena amiga a lo largo de todos aquellos años.
—Han matado a Nehemia —susurró a la oscuridad.
Necesitaba que alguien, quien fuera, oyera que aquel alma radiante se había extinguido. Quería que se supiese que Nehemia había estado allí, en la tierra, para dar ejemplo de bondad, valor y belleza.
Kaltain guardó silencio unos instantes. Luego, como si agradeciera la confidencia compartiendo otra igual de desdichada, dijo en voz baja:
—El duque Perrington partirá hacia Morath dentro de cinco días, y me llevará con él. El rey me ha dicho que, o bien me caso con él, o me pudriré aquí el resto de mi vida.
Celaena se volvió para mirarla. Kaltain estaba sentada contra la pared, con las manos en las rodillas. La encontró aún más zarrapastrosa que la última vez que la vio, hacía varias semanas. Todavía se cubría con la capa de Celaena. La asesina le preguntó:
—Traicionaste al duque. ¿Por qué se quiere casar contigo?
Kaltain rio en voz baja.
—¿Quién es capaz de entender sus juegos y los propósitos que los mueven? —se frotó la cara con las manos sucias—. Las migrañas han empeorado —musitó—. Y esas alas… nunca dejan de batir.
Mis sueños están plagados de sombras y alas, había dicho Nehemia. Y también Kaltain.
—¿Qué relación tiene una cosa con la otra? —preguntó Celaena en tono brusco y hueco.
Kaltain parpadeó y enarcó las cejas, como si no tuviera la menor idea de lo que acababa de decir.
—¿Cuánto tiempo te van a dejar aquí? —preguntó.
¿Por tratar de asesinar al capitán de la guardia? Puede que para siempre. Le daba igual. Que la ejecutaran.
Que pusieran fin a su vida también.
Nehemia había sido la gran esperanza de un reino, de muchos reinos. La corte que la princesa soñaba nunca se haría realidad. Eyllwe jamás sería libre. Celaena no tendría ocasión de pedirle perdón por todo lo que le había dicho. Tendría que cargar con el peso de las últimas palabras que Nehemia le había dirigido. Tendría que vivir con la idea que la princesa se había llevado de ella.
No sois más que una cobarde.
—Si alguna vez te dejan salir —le dijo Kaltain con la mirada perdida en las tinieblas de la prisión—, asegúrate de que sean castigados. Del primero al último.
La asesina escuchó su propia respiración y notó la sangre de Chaol bajo las uñas; percibió también la sangre de los hombres que había despedazado y la frialdad del dormitorio de Nehemia, escenario de la última matanza.
—Lo serán —juró Celaena a la oscuridad.
No quedaba nada de ella, salvo eso.
Ojalá nunca la hubieran sacado de Endovier. Ojalá hubiera muerto allí.
Su propio cuerpo le pareció ajeno cuando atrajo hacia sí la bandeja de comida, arrastrando el metal contra las piedras húmedas. Ni siquiera tenía hambre.
—Diluyen sedante en el agua —le dijo Kaltain cuando Celaena tomó la taza—. También en la mía.
—Bien —repuso Celaena, y se la bebió toda.
Pasaron tres días. Y todas las comidas que le servían contenían sedante.
Celaena miraba el abismo que ahora plagaba sus sueños, tanto despierta como dormida. El bosque del otro lado había desaparecido, y ya no veía al ciervo, solo terreno baldío por todas partes, rocas que se derrumbaban y un fuerte viento que susurraba lo mismo una y otra vez.
No sois más que una cobarde.
Así que Celaena se bebía el agua mezclada con sedante cada vez que se la ofrecían y se hundía en el olvido.
—Hace una hora que se ha bebido el agua —le dijo Ress a Chaol la mañana del cuarto día.
El capitán de la guardia asintió. Celaena yacía en el suelo, inconsciente, demacrada.
—¿Ha comido algo?
—Un par de bocados. No ha intentado escapar. Y tampoco nos ha dirigido la palabra.
Chaol abrió la puerta de la celda. Ress y los otros guardias lo observaban en tensión.
Sin embargo, Chaol no podía pasar ni un momento más sin verla. Kaltain, que dormía en la celda contigua, no se movió cuando el capitán entró en la de Celaena.
Se arrodilló junto a ella. Hedía a sangre seca y tenía las ropas acartonadas. A Chaol se le hizo un nudo en la garganta.
En el castillo reinaba el caos aquellos días. Sus hombres seguían inspeccionando el edificio y la ciudad entera en busca de los asesinos de Nehemia. El rey había requerido su presencia en varias ocasiones para que le explicara lo sucedido: su propio secuestro y las extrañas circunstancias que habían rodeado el asesinato de la princesa pese a la exhaustiva vigilancia. Le sorprendía que el monarca no lo hubiera despedido… o algo peor.
Lo más desagradable de todo era saber que el rey se felicitaba por lo sucedido. Se había librado de un problema sin ensuciarse las manos. Al monarca solo le preocupaba cómo gestionar los tumultos que sin duda se desatarían en Eyllwe. No había lamentado ni por un instante la muerte de Nehemia ni había mostrado la menor sombra de remordimiento. Chaol había tenido que recurrir a todo su autocontrol para no estrangular al soberano.
Sin embargo, algo más que su destino dependía de su sumisión y buena conducta. Cuando Chaol había explicado la situación de Celaena al rey, este apenas había demostrado sorpresa. Sencillamente, le había pedido que la tuviera controlada.
Mantenla a raya.
Chaol tomó en brazos a Celaena, pugnando por no gruñir del esfuerzo, y la sacó de la celda. Jamás se perdonaría a sí mismo haberla arrojado a aquella mazmorra infecta, aunque no tuviera más remedio. Se había negado incluso a dormir en su propia cama, en el lecho que aún conservaba el aroma de Celaena. Al tenderse aquella primera noche y recordar dónde estaba durmiendo ella, había optado por la otomana. Lo mínimo que podía hacer era devolverla a sus aposentos.
Pero no sabía cómo mantenerla a raya. Ni tampoco cómo reparar lo que se había roto dentro de ella, pero también entre ambos.
Sus hombres lo escoltaron cuando la llevó al dormitorio.
La muerte de Nehemia pesaba sobre su conciencia, siguiéndolo a cada paso. Hacía días que no se atrevía a mirarse al espejo. Aunque no hubiera sido el rey quien había ordenado la muerte de la princesa, si Chaol hubiera advertido a Celaena de la vaga amenaza, ella, cuanto menos, habría estado alerta. Y si hubiera avisado a Nehemia, los hombres de la princesa habrían sido también más cuidadosos. En algunos momentos, la realidad de su decisión le pesaba tanto que apenas podía respirar.
Y también estaba aquella otra realidad, la realidad que llevaba en brazos cuando Ress abrió la puerta de los aposentos de Celaena. Philippa ya los estaba esperando y le indicaba por señas que la llevase al baño. Chaol ni siquiera lo había pensado; que sería necesario lavar a Celaena antes de meterla en la cama.
No pudo mirar a la criada a los ojos cuando la transportó hasta la cámara de baño, porque sabía lo que vería.
Lo había comprendido en cuanto Celaena se había vuelto a mirarlo en el dormitorio de Nehemia.
La había perdido.
Celaena nunca, ni en un millón de vidas, volvería a dejarlo entrar.